El héroe discreto - Mario Vargas Llosa

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V El aviso que, pagándolo de su bolsillo, publicó Felícito Yanaqué en El Tiempo lo hizo famoso de la noche a la mañana en todo Piura. La gente lo paraba en la calle para felicitarlo, mostrarle su solidaridad, pedirle autógrafos y, sobre todo, aconsejarle que se cuidara: «Lo que ha hecho usted es temerario, don Felícito. ¡Che guá! Ahora sí su vida corre peligro de verdad». Nada de eso envaneció ni asustó al transportista. Lo que más lo impresionaba era advertir el cambio que el pequeño aviso en el principal diario de Piura provocó en el sargento Lituma y sobre todo en el capitán Silva. Este comisario vulgarote que aprovechaba cualquier pretexto para llenarse la boca hablando del trasero de las piuranas, nunca le había caído simpático y pensaba que la antipatía era recíproca. Pero, a partir de ahora, su actitud fue menos arrogante. La misma tarde del día en que salió el aviso se aparecieron ambos policías en su casa de la calle Arequipa, amables y zalameros. Venían a manifestarle su preocupación por lo que le ocurría, señor Yanaqué. Ni cuando el incendio provocado por los bandidos de la arañita que arrasó parte del local de Transportes Narihualá se habían mostrado tan atentos. ¿Qué mosca les picaba ahora al par de cachacos? Parecían verdaderamente sentidos por su situación y ansiosos de echar el guante a los chantajistas. Por fin, el capitán Silva sacó de su bolsillo el recorte de El Tiempo con el aviso. —Usted se volvió loco publicando esto, don Felícito —dijo, medio en broma medio en serio—. ¿No se le ocurrió que por este desplante se puede rifar un chavetazo o un balazo en la nuca? —No fue un desplante, lo pensé mucho antes de hacerlo —explicó con suavidad el transportista—. Quería que esos conchas de su madre supieran de una vez por todas que a mí no me sacarán ni un centavo. Pueden quemarme esta casa, todos mis camiones, ómnibus y colectivos. Y hasta cargarse a mi mujer y mis hijos si se les antoja. ¡Ni un puto centavo! Pequeñito y firme, lo decía sin aspavientos, sin cólera, las manos quietas y la mirada firme, con tranquila determinación. —Yo le creo, don Felícito —asintió el capitán, apesadumbrado. Y fue al grano—: La vaina es que, sin quererlo, sin darse cuenta, nos ha metido a nosotros en un sófero lío. El coronel Rascachucha, nuestro jefe regional, llamó esta mañana a la comisaría por este avisito. ¿Sabe para qué? Díselo, Lituma. —Para echarnos de carajos y llamarnos inútiles y fracasados, don —explicó el sargento, compungido. Felícito Yanaqué se rio. Por primera vez desde que comenzó a recibir las cartas de la arañita se sentía de buen humor. —Eso es lo que son ustedes, capitán —murmuró, sonriendo—. Cuánto me alegra

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