TRIBUNA la MURALLA Nº 155

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TLM 155 VALIDO DEFI_MURALLA Nº 144 13/03/14 12:24 Página 83

Un genio al que llamaron «cerdo carroza» A

quella llamada en los años 80 "movida madrileña", que en realidad era de todas partes -incluso alguna rara vez de Madrid-, consistió básicamente en que todo aquel que no sabía cantar, tocar y componer ya podía atreverse, sin complejos. Hay que ver qué importante es conservar toda la vida los complejos: mucho más que el honor. Hubo en esa época una banda de ineptas vascuences, "Las Vulpess", que gracias a un editorial deliciosamente reaccionario del periódico de Luis María Anson fue por un día "trending topic" en las redes cuando no existían los "trending topics" ni redes ningunas, por motivo de una cierta canción emitida por TVE en horario infantil: "me gusta ser una zorra". En un determinado verso, aquel hit subterráneo decía "quiero meter un pico en la polla (olla, olla, olla)/ a un cerdo carroza llamado Lou Reed". Yo, al oír aquello, me pregunté de qué clase de viejo quelonio podían estar hablando aquellas petardillas a las que les gustaba ser zorras. ¿Lou Reed? No tenía constancia de su existencia. Por favor: yo era un joven nuevo romántico con el tupé moldeado a diario valiéndome de laca y cepillo de rulo, un moderno, y creía que de los años 70 hacía tanto tiempo que tres años después de clausurada aquél decenio nadie de entonces podía seguir, no ya vivo, sino siquiera anotado en los márgenes de los anales del Universo. Entre modernos, el mundo se había creado en el 81, el día de la publicación en Inglaterra del primer disco de Depeche Mode. Investigué entonces por qué el tal Lou Reed podía ser considerado un cerdo carroza para los movidillas periféricos españoles. Descubrí que era un roquero que seguía existiendo y publicando, y que a principios de los 80 había dejado las drogas y por eso el mundo yonki, que lo había considerado su gurú, lo consideraba ya una especie de esquirol. Ahora, en este crepúsculo de 2013, el cerdo carroza acaba de morir por sorpesa. En 1984 compré su vinilo de aquel año, el típico pulido buen disco ochentero del cuarentón cachas que quiere otra vez vivir no sabe bien qué ("New sensations", donde hasta jugaba a los marcianitos en la consola Atari para no volver a la heroína). A continuación, compré el resto de su obra, de la que me llevaría a una isla desierta su "Transformer", "Berlín" y sobre todo "Coney Island Baby". En todas desganadas cuando no maleducadas entrevistas me pareció un individuo insoportable que se tomaba peligrosamente en serio. Luego fue empeorando mi opinión cuando de su forma de cantar hablada se metió directamente sólo a hablar. A convertirse en un gafapasta de la élite cultural neoyorkina (probablemente la más afectada de la Vía Láctea) que hacía "performances" de poesía catalana (¡Pere Gimferrer!). El asunto llegó hasta el punto que me tuve que quedar estrictamente admirándole sólo como uno de los pocos genios de la música que han determinado para siempre mi vida. De los genios, ya se sabe, nunca hay que conocer nada de su vida porque

se te cae el personaje. Nadie es alguien excepcional para su mayordomo. O, como me precisaba el íntimo en la vida real y también ficción novelística de Pérez Reverte, el llamado maestro de Gramática Perona, "te puedes elevar todo lo que quieras hasta que tu mujer te pregunta si esa mañana te has cambiado de calzoncillos". Me apasioné tanto por la música de Reed que éste sólo podía ser un capullo intratable en la vida real, supremo rasgo de genialidad igual que los mejores humoristas son, como personas, gente más bien fúnebre. El personaje ya se me había caído porque nunca se había levantado, pero además su carrera en los últimos años fue propia de ese personaje real, no del genio que éste creó un día ya lejano. Reed fue tan influyente y aclamado como "rocker" que se dedicó a otras cosas y a otros vegetarianismos diversos a ver si dejábamos de seguirle de una puta vez. En mi caso lo consiguió del todo. No me interesaron ni sus excursiones jazzisticas de la segunda mitad de los 70 ni sus al menos veinte últimos años, desde el disco "New York", incluida una reunión de la legendaria Velvet Underground a principios de los 90 que desencajaba la mandíbula a bostezos. Ni su recreación extemporánea y pulida del "grunge" (curiosamente, el "grunge" lo había copiado a él con la Velvet Underground, pero la copia de lo que copia al original no equivale al original), ni su cómica pretensión de haber inventado el sonido de guitarra perfecto ("A perfect night in London", con versiones particularmente quirúrgicas e insoportablemente recitadas de viejos temas quefueron emotivos), ni fue memorable su recreación interdisciplinar de Poe, ni sus inanes meditaciones "zen" o sus poses de archimandrita "new age". No llegó a ser observador internacional de la Generalitat de Artur Mas para asuntos del "disseny" porque el hígado no le dio para más. Otras viejas glorias sí han tenido una redención penúltima, una actualización o estilización en manos de productores con criterio, que a veces ha sido lo mejor de su carrera (las "American recordings" de Johnny Cash). Ha ocurrido con Glen Campbell o con George Jones o, ya más lejanamente, con Roy Orbison. No ha sido el caso de Reed, cuyas malas compañías culturales lo transformaron en un diseñador interdisciplinar. ¿Dónde quedaba el tipo que hizo pop para bares a deshora y no arte liofilizado para creativos? En el único concierto que jamás dio en Murcia, con el cambio de milenio (por cierto, curiosamente un gran concierto, más por la engrasada instrumentación y sobre todo por el volumen que por la voz), e igual que si estuviera oficiando misa en latín, tocó de culo al público. Pero, como público un día devoto, me había adelantado a Lou Reed: hacía años que algunos ya le habíamos dado la espalda. Le habíamos dado la espalda porque lo que le ocurriera al hombre ya nos daba igual: qué era aquel tipejo ensoberbecido comparado con su propio genio. n

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