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LITERATURA
ANTONIO GARCÍA CANO: “Tierra de rastrojos”
1ª Edición del año 1.975
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Antonio García Cano nació en Fuente-Tójar (Córdoba) el 10 de octubre de 1927. Viajero incansable, aprendió las primeras letras en Lante juela (Sevilla), a cuya escuela fue durante 3 años (1937 al 40). Su primer oficio fue de cabrero, al que siguieron otros relacionados con el campo. Con 16 años trabajó como dependiente en un comercio de tejidos, donde tuvo la suerte de hallarse con una vasta biblioteca, lo que significó para Antonio un “verdadero tesoro”. Allí conoció y leyó a autores como Cervantes, Pérez Galdós, Baroja, Víctor Hugo, Dumas, Conan Doyle, Julio Verne, Zola… y un ejem plar de la Revolución Francesa, obras que han sido la base de su cultura literaria y causa de su obra posterior.
En 1965 fue despedido del almacén en que tra bajaba en represalia por su labor sindical y para subsistir tuvo que dedicarse a la venta de libros a comisión. Participó en la creación del Sindicato de Comisiones Obreras, se afilió al P. C. y fue Director del periódico clandestino “Democracia”, que se pu blicó en Sevilla en los años 1966-67. En noviembre de este último año fue detenido por la Guardia Civil, encarcelado en Sevilla y Juzgado por el Tri bunal de Orden Público a 5 años de prisión, pena que cumplió en las cárceles de Sevilla y de Jaén hasta el año 1.972, y fue en presidio donde comen zó a escribir.
Su primera obra fue “Las dos orillas del Río, Memo rias de un cabrero”, a la que siguieron otros cuentos y relatos y dos novelas: “Manuel Remárquez e Hijos” y “Tierra de Rastrojos”, la más conocida y reeditada en varias ocasiones y que ha sido llevada al cine en 1.980 bajo la dirección de Antonio Gonzalo. El periodista Antonio Burgos dice en su prólogo del libro que “Hay que quitarse el sombrero ante esta obra universal”. La novela, escrita en la cárcel de Jaén, está ambientada en los tiempos inmediata mente anteriores al golpe de estado de 1936 y describe las penurias de los jornaleros andaluces que soñaban con un mundo mejor.
Falleció el 24 de mayo de 2010 en la Residencia de Mayores de Sevilla donde vivía. (Fuente: (Fernando Leiva Briones, Cronista Oficial de Fuente-Tójar)

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(…) También recordaba cuando nació la pequeña, la niña, como siempre la llamaron. Fue en pleno verano, en plena siega, dos años después de la muerte de Manolillo. Él era ya casi un hombre. El año anterior había tenido las tierras sembradas de maíz y de garbanzos y aquel año el padre le echó valor y sembró los barbechos, de punta a punta, de trigo recio. Sólo dejó una esquina para cebada. Lo justo para el pienso de la mula y las gallinas. Los meses que mediaron entre la siembra y la recolección se los pasó pendiente del sembrado. Durante el día se veía el bulto oscuro del hombre en medio del trigal, agachado sobre la tierra, quitando las hierbas. Cuando acababa por una punta había que empezar por la otra. Algunos días, cuando llegaba la hora de comer, la mujer le tenía que llamar varias veces. No había forma de despegarlo del trabajo. Si pasaban muchos días sin llover perdía el sueño; si llovía demasiado, también. La mujer lo sentía dar vueltas en la cama. Algunas noches se levantaba y salía fuera del chozo a darle una vuelta al sembrado, como si Siega en Andalucía (Gonzalo Bilbao, 1.894)
presintiera la proximidad de algún enemigo invisible. Pero nada malo sucedió. A mediados de mayo la cebada estuvo lista para segar. Cuando terminó de tumbar la última gavilla el trigo estaba ya maduro. Aquel fue el único año que el padre lo sembró todo de raspa, a pesar de saber que cuando llegara la hora de la siega no contaría con brazos suficientes. Porque la mujer estaba otra vez preñada, y según la cuenta que habían ajustado entre los dos, pariría por aquellas fechas. Pero aquel año los barbechos eran inmejorables y él no podía dejar escapar la ocasión, la primera gran ocasión que se le presentaba en su vida. Si lo sembraba todo de trigo, el año venía bueno y cuajaba bien, podría pagarle la renta entera a don Andrés, más lo que le quedó a deber del año anterior. Y levantar cabeza por primera vez, y comprar otra mula y formar una yunta, y cambiar el arado de palo por uno de hierro, por una maquinilla “Ajuria” como la que tenía Cristóbal, el marido de Pepa, con vertedera y doble reja. Un arado con el que poder acabar con la grama de una vez para
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siempre. Y cuando llegara el invierno y el cochino estuviera bien gordo no tendría necesidad de venderlo como otros años. Lo matarían y tendrían matanza casi todo el año. Y si el trigo salía a cuarenta por fanega, como contaban los vecinos que salió un año, hasta le podía poner al chozo un tejado de uralita. Y otra vez volvió a ajustar la cuenta: - ¿Cuándo dices que te faltó lo del mes? ¿En tal fecha? –y volvió a contar con los dedos- ¡Maldita sea! ¡Justo a finales de junio! ¡Y el trigo no espera cuando llega la hora de segarlo! Y la pariura tampoco. ¡Maldita sea!... ¡Una vez que se nos presenta la cosa buena…! - A lo mejor se adelanta –le dijo la mujer con tono suave-. Muchas veces se suele adelantar. Yo que tú lo sembraba. - Pero, ¿y si la cosa viene atrasada? - No vendrá, hombre. ¿Por qué había de venir? Yo que tú lo sembraba. Ya verás como todo sale bien. Y lo sembró. Cuando a finales de mayo la cebada estuvo a punto para meterle la hoz no hubo problemas. De cebada sola había como fanega y media de tierra. Para aquello se bastaba él. Solamente con que el hijo le ayudara a atar las gavillas y a trasportarlas a la era a lomos de la mula. Mientras tumbaba la cebada, el trigo iba madurando. El hombre, con el espinazo doblado, pensaba: Si a la mujer le diera por parir uno de estos días, antes de que llegue la hora de segar el trigo… Ya no puede tardar. Eso no espera; cuando llegan los nueve meses tiene que salir. Pero nada. Pasaba un día y otro, y nada, como si tal cosa. Y el trigo cada vez más maduro. Todo estaba ya dorado. Apenas quedaban unas vetas de color verde por la parte que lindaba con el río. Luego, ni eso. - Pero ¿no sientes nada, mujer? ¿Es posible que con ese baúl y no sientas nada? ¡Maldita sea! ¡Verás, verás el follón que se va a liar! ¿Cómo voy a poder yo solo con todo? Aunque no me acostara; aunque segara de día y de noche sin parar. ¡Maldita sea! ¡Tú tienes la culpa! ¡Yo no quería sembrarlo! - No te preocupes, hombre. Verás como todo sale bien. Verás como lo segamos. Cuando el trigo estuvo a punto cogió la hoz y se fue al tajo con el hombre. Parecía imposible que con aquel globo delante pudiera agacharse y segar. Pero era una mujer dura, que estaba acostumbrada a todo, y pudo. El hombre le dejaba a ella los trozos donde el trigo estaba más alto y más limpio. - Siega tú por ahí, yo segaré por esta parte –le decía-. Y otras veces: -Anda, echa una descansá mientras yo sigo hasta la linde. Y otras: -No es necesario que apures tanto, siega más alto. - No podemos desperdiciar la paja. La necesitamos. Todos los años nos viene escasa. - No te preocupes por la paja, siega alto. Este año lo único que me interesa es el grano. Que podamos segarlo todo. Salían por la mañana temprano. Cuando el sol asomaba por detrás de las ondulaciones cuajadas de olivos que se veían a lo lejos, ya estaban los tres en el tajo. El padre y la madre, segando, y él, detrás, amarrando gavillas. Luego iba a por la mula. El padre la aparejaba y le echaba los ganchos encima; luego le ayudaba a cargar y le cinchaba la carga. Así, un día tras otro, al caer la tarde, la siega estaba en la era. Al mediodía, cuando el calor era más fuerte, trillaban la parva, y a media tarde, cuando se levantaba la marea, la aventaban. Luego, entre el padre y él cribaban el grano y lo envasaban, cargaban los costales en una mula, de tres en tres, y los llevaban al chozo. Otras veces, cuando no se levantaba viento, el hombre se pasaba la noche al acecho, a duermevela, a la espera de un soplo de aire. Las noches de viento y luna las aprovechaba para aventar. Y otra vez el sol, al día siguiente, cuando asomaba tras las lomas, los encontraba a los tres en el tajo. Cuando la mañana iba avanzando y la camisa se empapaba de sudor y el pañuelo, bajo el

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sombrero, se pegaba a los pelos, cuando las espaldas empezaban a echar fuego y el aire se volvía irrespirable, él le decía: - Vete al chozo ya, mujer. - Espera que lleguemos a la punta. - Déjalo; vete ya. La mujer se enderezaba, se llevaba las manos a los riñones, se quitaba el sombrero, se limpiaba el sudor que le corría por la cara, y se iba camino del chozo con la hoz en la mano escoltada por el coro de las chicharras que lo llenaban todo con su canto monótono e incansable. Los dolores de parto se le presentaron una mañana en el tajo, mientras segaba. Llegaron de golpe. El hombre le dijo que se fuera y se acostara. Luego, llamó al hijo que estaba en la otra punta amarrando gavillas y le dijo que fuera a llamar a Pepa. Él siguió segando. Aún no había tumbado la mitad y se quedaba solo. No podía perder ni un momento; no tendría sosiego hasta ver el último grano de trigo bajo techo. La cosa fue esta vez más rápida que nunca. Cuando al mediodía fue a comer todo había terminado. Se encontró con otro hijo. Esta vez era una niña. Pepa le puso la mesa. Cuando terminó se fue a la era. A la mañana siguiente, cuando el sol levantaba ya como dos varas por encima de la línea del horizonte, la vio llegar con el sombrero puesto y la hoz en la mano por el caminillo que iba junto a la orilla del arroyo. La mujer, sin decir una palabra, se puso a su lado y empezó a segar. Él se enderezó para tomar un respiro, se quitó el sombrero y se secó el sudor. Mientras lo hacía la contempló con cariño; con más cariño que la había mirado nunca. Vio su figura menuda, casi insignificante, doblada sobre el trigo, avanzar cortando y cortando. Él también se dobló. La hoz que empuñaba se le hizo más ligera, y avanzó, con gran rapidez, hendiendo la mies y cortándola casi a ras de suelo. (…)
...continúa...
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