Yo antes de ti jojo moyes

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de que tuvieran ocasión de volver a hablar, me alejé de ellos y me engulleron las multitudes de la terminal. Casi estaba en la parada del autobús cuando la oí. Camilla Traynor, cuyos tacones repicaban contra el suelo, se acercó a mí, casi a la carrera. —Para. Louisa. Por favor, para. Me di la vuelta y la vi abriéndose paso entre los viajeros de una cola de autobús, apartando adolescentes con mochilas igual que Moisés apartó las aguas. Las luces del aeropuerto le iluminaron el pelo y lo tiñeron de un color cobrizo. Llevaba una elegante pashmina gris, plegada artísticamente sobre un hombro. Recuerdo que pensé en lo hermosa que debió de ser tan solo unos pocos años atrás. —Por favor. Por favor, para. Me paré y eché un vistazo a la calle, deseando que apareciera el autobús cuanto antes, que me recogiera y me llevara muy lejos. Que ocurriera algo. Un pequeño terremoto, tal vez. —¿Louisa? —Se lo ha pasado bien. —Mi voz sonaba crispada. Qué extraño: igual que la de ella, pensé. —Tiene buen aspecto. Muy buen aspecto. —Me miró fijamente, de pie en la acera. De repente, permaneció sumamente inmóvil, a pesar de la corriente de personas que pasaban a su lado. No hablamos. Y al cabo dije: —Señora Traynor, me gustaría presentarle mi renuncia. No puedo... No puedo con estos últimos días. Renuncio al dinero que me deba. De hecho, no quiero que me pague el salario de este mes. No quiero nada. Solo... En ese momento, la señora Traynor palideció. Vi cómo el color desaparecía de su cara, cómo se tambaleaba un poco bajo la luz de la mañana. Vi que el señor Traynor se acercaba tras ella, a zancadas, sosteniendo el panamá sobre la cabeza con una mano. Farfullaba sus disculpas al abrirse paso entre la multitud, con la mirada clavada en mí y en su esposa, que permanecíamos de pie, rígidas, a unos pasos la una de la otra. —Tú..., tú dijiste que pensabas que era feliz. Dijiste que pensabas que esto le haría cambiar de idea. —Parecía desesperada, como si me rogara que no se lo confirmara, que el resultado fuera diferente. No atiné a hablar. Me quedé mirándola y tan solo fui capaz de negar levemente con la cabeza. —Lo siento —susurré, tan bajo que no pudo oírme. El señor Traynor casi estaba ahí cuando ella se desplomó. Las piernas cedieron bajo su peso y el brazo izquierdo del señor Traynor salió disparado y la agarró en su caída. La boca de la señora Traynor se transformó en una gran O y su cuerpo se hundió contra el de su marido. El panamá cayó a la acera. Él me miró, confundido, sin comprender qué acababa de ocurrir. Y yo no pude mirar. Me di la vuelta, aturdida, y comencé a caminar, un pie, luego el otro, moviendo las piernas casi antes de que yo supiera qué estaban haciendo, lejos del aeropuerto, sin saber aún adónde me dirigía.


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