Aquí estoy, Señor. Cartas y escritos de Ita Ford

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Capítulo 7 entregarle”. Dije: “Está bien”. Así que el día siguió su curso y las historias pudieran durar unos días. Lo que pasa es que, por fin, tenemos como cinco familias, estas son familias cuyos esposos o hijos fueron matados la semana anterior en el mismo pueblo, San Antonio de los Ranchos. De hecho, una de ellas era la madre de aquel muchacho como de 16 años sobre el cuál escribí a Jennifer. Habían venido durante la semana y en un momento las tuvimos con nosotras por un tiempo, para después, ojalá, moverlas a un punto céntrico. Hubo como quince personas viviendo en nuestra casa extendida, más como una tribu acampando. Nuestro techo es el piso de un desván y allí arriba simplemente hay toda esta gente en un cuarto grande donde todas pasan el día. Entonces a las cuatro regresé al cuartel del ejército. Nosotras habíamos tenido reuniones con este coronel, un hombre raro. Sabíamos que él no quería reunirse conmigo, pero yo debía recibir estos presos y las preguntas para él eran qué hacer con ellos. Él tuvo tres opciones: pudo matarlos, pudo entregarlos a las cortes —pero las cortes no harían nada porque todos los jueces están bajo amenaza y los soltarían— o podía entregarlos a la Iglesia. Periódicamente es lo que hace. Por lo menos cada semana tuvieron un grupito de presos. Creo que generalmente no tenía ninguna razón para detenerlos, y entregarlos a la Iglesia era una manera de quedar bien. Yo nunca había visto a ninguna de estas personas antes pero, en efecto, una estaba en la lista que yo había entregado esa misma mañana, un hombre joven de 18 años que había sido arrestado el domingo anterior. Su padre (lo habíamos visto el día antes y parecía muy preocupado) dijo que el joven no era exactamente retardado mental pero no era muy listo, entiendes. Por fin, después de mucho “qué hacer”, eran cinco para las seis, y yo tuve al preso. Entonces regresamos a la parroquia, y cuando llegamos, dos de las mujeres se quedaron y tuvimos café. Ellas dijeron que estuvieron muy preocupadas respecto a este joven. Dijeron que en un momento él se había unido a una de las organizaciones. Su miedo era que, una vez que regresaba a su casa revelara a la gente dónde estuvieron ellas. Estas mujeres sintieron que su vida estaba en peligro. Estábamos completamente perturbadas. Carla debía estar regresando con unas personas más en cualquier momento. Entonces decidimos sacarlo de aquí. Esconderlo en el rincón y distraerlo y después lo llevaríamos a casa. Creo que eran como las 6:30 o 6:45 cuando los dos llegaron. Trajeron con ellos todo un grupo de personas que llevamos a la casa de enfrente, donde viven las hermanas de la Asunción y donde nosotras nos habíamos quedado. Hablé con Carla y ella pensó que era la mejor decisión. Entonces ella, yo y los dos jóvenes, uno con 17 o 18 años, el otro de 20 o algo más, salimos para donde él vivía en San Antonio. Cartas y Escritos de Ita Ford

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