Mientras las princesas duermen

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19 La última batalla

Se los vi por primera vez en las manos que descansaban sobre la manta. Cuatro erupciones rosas, poco más grandes que un lunar. Apenas habrían sido motivo de alarma para alguien que no supiera lo que anunciaban. ¿Se había dado cuenta Rose? En semejante estado de aletargamiento era improbable. Pero su sopor y su falta de interés por la comida adquirieron una importancia inquietante. Yo creía que estaba más agitada de mente que de cuerpo, y había pasado por alto los síntomas de la enfermedad que le sobrevenía, consumiéndole las fuerzas como preámbulo de su arremetida. Por un instante me dejé caer contra el lecho y lloré por su destino. Todas las precauciones del rey y mis cuidados habían sido inútiles. Abrumada por la impotencia, apenas era capaz de contener los sollozos de angustia al pensar en que la persona que más quería en el mundo me sería arrebatada. De pronto mi mente rehuyó ese pensamiento. Con la misma obstinada determinación que me había empujado a escapar de la granja, hice el voto de que Rose no moriría. Me aferraría a ella y a su vida. La viruela se había llevado a mi madre y a mis hermanos. A la señora Tewkes. A la reina Lenore. No le entregaría a Rose. Busqué en la bolsa que me había traído de mi habitación y saqué del fondo una pequeña caja de madera. La abrí y examiné el arsenal de hierbas y tónicos de Flora. No había cura para la viruela, pero me negaba a replegarme impotente en la rendición. Debilitaría a mi enemigo mortal atacando la enfermedad en todos sus frentes. La piel de Rose ya ardía de fiebre, de modo que empezaría bajándosela. Cogí un paño de la mesa, lo mojé y se lo puse en la frente. —Estáis acalorada. Esto hará que os sintáis mejor. Hacer algo, por insignificante que fuera, bastó para levantarme el espíritu. Saqué un puñado de avena y la herví en una cazuela al fuego; cuando se hubo deshecho en una especie de papilla insistí en que Rose tomara unas cucharadas para alimentarse. Le llevé una camisola limpia y le dije que tocaba lavar la que llevaba. Al quitársela tendría oportunidad de comprobar cuánto había avanzado la viruela. Levantándose despacio de la cama, Rose se aflojó los lazos de delante y la prenda se le resbaló de los hombros. Me entraron ganas de llorar ante lo que vi: un ejército de pústulas rosas invadiendo su piel tierna e indefensa, emigrando de los hombros y los antebrazos a la parte inferior de la espalda y el vientre. Aun en su estado de aturdimiento ella debía de saber lo que significaban. —¿Son estos los síntomas? —preguntó con una voz desprovista de curiosidad. —Es pronto para saberlo… —farfullé. —Es la viruela —se limitó a decir Rose. ¿Estaba tan embotada por la aflicción que no le importaba si vivía o moría? Me arrodillé ante ella y le así las muñecas, retorciéndoselas ligeramente para atraer su atención. Luego se las presioné, como si quisiera infundir fuerza a sus huesos. —Así empezó en mi cuerpo y sobreviví. Como vos sobreviviréis. Rose me soltó y cogió la camisola que le había dejado sobre su lecho. Se la pasó por la cabeza y, dándome la espalda para rehuir mi mirada, se acostó de nuevo. —Vete, Elise —dijo suavemente—. Sálvate tú. —No soy yo la que necesita salvarse. Me sentí tan irrazonablemente furiosa que tuve que irme al otro extremo de la habitación y ocuparme limpiando la cazuela de la sopa. ¿Tan poco le importaban mis sentimientos que ni los tenía en cuenta? ¿Cómo una hermosa joven podía rendirse tan fácilmente ante la muerte? No. No


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