Sentir dentro todas las almas
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Cláudia Galhós es escritora y ensayista de danza en Portugal.
Para una aproximación personal a la danza contemporánea a partir del caso portugués
Creación de Meg Stuart para Francisco Camacho Espectáculo: Blessed Fotos: Maria Anguera de Sojo
Examinémonos en Portugal, con quien compartimos el mismo ADN. La danza plantea reflexiones paralelas a las de las otras artes. Remite a John Cage, a Malevich, a Duchamp, a Pessoa. Y contra lo meramente espectacular o repetitivo, la danza se alía con el espectador, a quien considera su igual y deja en libertad. La misma que asume como punto de partida.
Cláudia Galhós. A finales de la década de los ochenta, surgió en Portugal una generación de coreógrafos conocida como Nova Dança Portuguesa (designación compleja, atribuida al teórico y programador António Pinto Ribeiro). Creadores como Rui Horta, João Fiadeiro, Vera Mantero, Francisco Camacho, Clara Andermatt y Paulo Ribeiro son sólo algunos de los nombres asociados a este movimiento, posible gracias al hecho de haber compartido el inicio de la edad adulta liberados de la época de la dictadura, después de la Revolución de los Claveles (25 de abril de 1974). ¿Qué tenían en común? A grandes rasgos, compartían el rechazo del formalismo y de las convenciones del ballet, las reglas uniformadoras de la danza clásica, la imagen de un cuerpo artificial, perfecto, que repetía movimientos memorizados como una marioneta, sin pensar. Son artistas que reivindicaban, como aún lo hacen hoy, un territorio propio, personal, cuya reconstrucción iniciaban en cada nueva obra, guiados por un deseo permanente de cuestionarlo todo. En algunos casos, la única presencia reconocible de danza, en su sentido literal, era su ausencia. Lo que ocurrió en Portugal fue una repetición, con un retraso considerable, de lo que sucedía en Europa. El lenguaje del cuerpo interrumpía sus lógicas, cuestionava las ideas preconcebidas, del mismo modo que, en 1952, había hecho John Cage con su composición musical más sorprendente, los famosos 4’33’’ de silencio. O como, antes que él, en 1918, había hecho Malevich con su Cuadro blanco sobre fondo blanco. Si aún tuviésemos dudas que justificasen esta discusión eterna y banal sobre si es o no es danza, bastaría con recordar esos hechos históricos. Porque en el silencio se escuchan todos los sonidos. Porque en el blanco se inscriben todos los colores. Y en estas ausencias laten las tensiones humanas, la inquietud, la duda, la angustia, la alegría y la tristeza. Todo existe en el vacío.
A partir de este primer momento de ruptura, pasamos algunos años, una gran parte de la década de los noventa, influenciados (nuevamente) por las tendencias de las corrientes contemporáneas europeas, llegadas desde Bélgica o desde Francia, que cuestionaban la propia danza, que discutían conceptos, que ponían en cuestión la forma al trabajar la forma del espectáculo. Muchos artistas se interesaron por el propio lenguaje artístico. De algún modo, había todavía una batalla importante por librar: conquistar la libertad también a nivel de la expresión artística, en un país y un lenguaje (Portugal y la danza) que acarreaban un retraso y seguían ligados a convencionalismos académicos, a la idea antigua de los valores universales, y a los ballets vacíos, en los que se explotaba un virtuosismo que nos arrastraba a la alienación y al adormecimiento de los sentidos. Quizás el precio de esta lucha por la libertad del acto artístico haya sido un determinado cierre del discurso. Tanto de los que la materializaron como de los que escribieron sobre ella. Los artistas construían su territorio, estaban focalizados en su mundo, y eso no siempre facilitó la comunicación. El público especializado se sumergió en la discusión. El público general confesó no entender el sentido de lo que veía. Lo que se buscaba, sin embargo (y cada vez se lleva más lejos), pertenece al territorio de la utopía y del sueño: de repente, todo era posible. Los artistas buscaban nuevas posibilidades, lo probaban todo, apadrinados por el orinal de Duchamp (Fountain de 1917). El arte en general, incluida la danza (aunque haya necesitado casi un siglo para llegar hasta ahí), jamás volvió a ser el mismo a partir del momento en el que el artista expuso el orinal en un museo y evidenció que el contexto lo es todo, y a partir del momento en el que nos dijo que algo que ya existe, un readymade, como el orinal, puede ser reivindicado como arte. Sólo los menos atentos seguían diciendo que la vida, la vida de las calles, de los dolores, de la miseria, de las vísceras, del sufrimiento, del suelo, de la caída, de la risa demente no podía ser arte... Simplemente porque no tenía esa apariencia aparatosa y exuberante que se habían acostumbrado a reconocer e identificar como arte. Repentinamente, la danza, en su sentido más lineal y literal, desaparecía. Pero los más atentos quedaban fascinados por los cuerpos, que ahora eran verdaderos y que representaban el drama de existir en su dimensión más pura, carnal, tan maravillosamente imperfecta. Aquellos que se