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Los sentidos puestos en danza son el sentido de la danza

Joaquim Noguero. En verano de 2007, un joven creador formado dentro del colectivo interdisciplinario de la pequeña pero dinámica ÀreaTangent presentaba en La Caldera una obra con dos escenas que vienen mucho al caso para plantearnos ahora qué crea sentido en la danza, qué sentido puede alcanzar y, al mismo tiempo, si vale o no la pena interrogarse por estas cuestiones en vez de aprovechar cada nueva propuesta para disfrutarla sólo sensorialmente y embarcarnos tan felices en el viaje de las impresiones plásticas y rítmicas surgidas de la escena. Al principio de la pieza de Álex Serrano (entonces aún en proceso y con un título cambiado en el estreno definitivo de diciembre, en el festival Temporada Alta), se nos hablaba de las tensiones primigenias inherentes a la oscuridad y la noche, del miedo de avanzar a tientas que sentimos las personas, y de la consiguiente necesidad de claridad, es decir, la búsqueda casi obsesiva de una u otra guía para exorcizar nuestros temores. Tras ese breve primer bloque textual, alguien contaba la conocida fábula de la rana y el escorpión: la de cuando el bicho venenoso se ve en la obligación de atravesar el río y, al no saber nadar, le pide a la rana que la lleve; de cómo ésta le dice que, sí hombre, que a ver si se cree que será tan ingenua; y de cómo al final el escorpión la convence diciéndole que si la picara ambos morirían y en absoluto quiere él eso, evidentemente. En realidad, no le miente, el escorpión no pretende engañarla, pero se confunden entre sí al no conocerse lo suficiente ellos mismos. Porque, cuando la rana deja efectivamente que el escorpión se le suba encima, a media travesía ya le ha clavado el aguijón, como era previsible. «¿Por qué?», le pregunta ella, mientras agonizan juntos, y el escorpión responde que no ha podido evitarlo: «es mi naturaleza». En la obra de Serrano, dicha fábula se contaba repetidamente, como para subrayar la inevitabilidad del acto, y la verdad es que ese repetido «es mi naturaleza» a los humanos se nos aplica precisamente en lo que planteamos en este dossier sobre el sentido de la danza: nos gusta calentarnos la cabeza, no podemos dejar de dar vueltas a las cosas mentalmente, suspiramos por preguntar y responder como un juego que quienes primero aprenden a jugarlo son los críos. ¿Que ante un espectáculo no tenemos que hacer nada más que abandonarnos a lo que sentimos? De acuerdo, pero en lo que sentimos tanto hay ideas como emociones, aparte de un trasvase constante entre ambas corrientes consanguíneas. Lo único que debemos evitar, si acaso, es utilizar un solo mapa: el de tipo narrativo que llevamos tan aprendido de casa, de la televisión y el cine, que a veces impide descubrir muchos otros itinerarios y atajos, quizá no tan cómodos (por menos automáticos), pero con novedades, riqueza de formas y cromatismos inesperados. Abandonar la exclusividad narrativa no significa dejar de pensar. Sería imposible cuando, en una forma u otra, en este nivel y en aquel de más allá, para nosotros el pensamiento es fisiología pura (lean al científico Eduard Punset), un automatismo mental que tanto es camino como un fin en sí mismo, porque no importa que no nos lleve demasiado más allá de donde estamos. Se trata de hacer camino al andar, como canta Serrat con el eco de Machado. Y, entonces, en las creaciones importa la mano que señala la luna, la actitud y el proyecto, a pesar de saber que los ojos no tienen por qué alcanzarla, y que, aunque nos pidamos la luna, no podremos obtenerla, por decirlo con ecos de la frase popular. Y es que la odisea de Ulises es el propio viaje, y las obras importan en sus formas, y así hacemos que hacemos, sin ningún objetivo ulterior, porque es el deseo lo que nos hace humanos (rueda que rueda, con insistir de Sísifo, ese impulso inútil), ni que después resulte que «el deseo es pregunta cuya respuesta no existe» o (mejor aún) que «nadie sabe» (Cernuda). Ésta es nuestra prueba de la rana, la que preña nuestras actuaciones y sentires: ir soltando hilo dentro del laberinto de Ariadna, para que nuestro Teseo interior no se pierda, pero asumirnos, además, laberinto y Minotauro. Como en cualquier otra disciplina artística y como, de hecho, en la vida toda, el sentido de la danza es el de los sentidos puestos en danza. Ésta también es una operación intelectual, cuando decir «en danza» le añade organicidad, un cosido y una fusión que tiene más que ver con el bullicioso conglomerado orgánico de un cuerpo vivo que no con ningún tipo de reducción estandarizadamente organizada. Hablamos de la cópula de los sentidos. La inteligencia es hija de ese placer.


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