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MENTIDERO


En el Siglo de Oro español (s. XVIII) los mentideros fueron lugares de reunión para que la gente ociosa conversara e imaginara sobre su vida y esperanzas. Nosotros aspiramos a compartir nuestra esperanza.

año 1, número 2, abril 2014 Revista trimestral de circulación electrónica. MENTIDERO

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Razones para sonreír

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El corazón ambiguo En busca de la risa alegre Prosperidad y paciencia Sobre la vida piadosa en el mundo mercantil

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Si es cursi no ha de ser tan malo Por el bulevar de las buenas maneras Sueño en la obscuridad El oficio de reescribir el mundo

Poema 41

Escolio del hombre cursi

El Tiempo Discreto

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De pesimismos y amistades vanas La superflua grandeza de lo sagrado y lo maldito Los juegos de los niños

Ilustración Las ilustraciones de MENTIDERO son dibujos elaborados por Tonatiuh Daniel García Sánchez Portada y fotografías Colaboración del taller permanente de fotografía de José Antonio Íñiguez

Registro en trámite

Florecita Lucía López Canales Victoria Montoya Miguel Ángel Martínez Alonso Romero La fotografía de la portada pertenece a José Antonio Íñiguez


Tertulia 59 66 69 72 78

Comunidad en la alegría del Evangelio Muerte sin memoria Metafísica del final feliz La práctica humana Sobre la nostalgia y el significado de las onomatopeyas cotidianas

Catalejo

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Dirección Luis Octavio García Mondragón Edición Antonio Coria Vilchis Redacción Alejandro Javier César Rivero,

Horóscopos

Colaboradores Alberto Cortés Navarrete Hugo Adán Moreno Estrada Maigoalida de la Luz Gómez Torres Juan Carlos Garzón Callejero Callejas Joanna Auldridge Alejandra Gudiño Aguilar Daniel Fernando Aguilar Rodríguez


La sonrisa es cortejo silencioso de la gracia, sentenciaba Antonio Caso, pues la discreción de la alegría frente a la frecuencia escandalosa de las malas noticias bien puede hacernos olvidar la dicha de lo pequeño, la gala de los detalles o la bendición de la ternura. Porque no todo es terrible ni la vida es necesaria tragedia, hoy invitamos, en la lectura y la escritura, a dialogar juntos buscando razones para alegrarse. En la búsqueda, sin embargo, la convicción conjunta de la presencia de la alegría abrió un catálogo de muy distintas posiciones: para alguno la alegría se busca con la desesperación de quien ya no tiene respuestas, mientras que para otro la alegría que se expresa en la risa es una situación social ineludible y creativa, muestra evidente de la humanidad no perdida, sino con el progreso ganada; uno más concluyó que la alegría depende de una decisión metafísica, mientras frente a él otro de los dialogantes descubrió que esa “decisión” no es problema, sino plena evidencia, y el problema en realidad es no aceptar dicha evidencia; alguno encontró la alegría en lo cursi, aunque no parece aceptarlo muy alegremente; mientras otro encontró la alegría en los buenos modales, volviendo a la pregunta desesperada ante la disolución de los mismos. Completan el panorama una confesión de la pluma de cupido, una lectura de la alegría evangélica, así como una revaloración de lo cotidiano y de lo práctico. Comparte con nosotros, lector, nuestra invitación a primerear la alegría.


Fotografía de José Antonio Íñiguez


El corazón ambiguo por Hugo Adán Moreno Estrada

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na de las cosas que caracteriza a nuestro mundo es el simplismo, en más de un solo sentido. Algunos están orgullosos de poder decir que las complejidades y los misterios se van resolviendo, otros prefieren detenerse antes de aventurarse a saltar tan arriesgadamente del pequeño precipicio. Las ventajas de que la vida política tenga un romance con la economía son, por ejemplo, una de las medallas que presumimos al hablar de todas las comodidades que de verdad reducen muchas de nuestras preocupaciones vitales. La divulgación de la sabiduría y el progreso que ella nos ha permitido es deslumbrante. Pero, ¿qué pasa cuando queremos tratar de preguntarnos algo y de afrontar una pregunta seriamente? ¿Qué hacemos nosotros con esa interrogante cuando apunta a algo tan cotidiano como nuestras propias emociones? La ruta de esta pregunta es bastante amplia, a pesar de lo dicho en la primera oración, y, curiosamente, la respuesta general resulta ser alcanzada por este simplismo del que se habla. Gozamos de las facilidades de la tecnología que reducen muchos de nuestros

esfuerzos. Podemos disfrutar del entretenimiento moderno, tenemos acceso a casi todo tipo de información que necesitemos, e incluso nos es posible acceder al privilegio de observar y comulgar con obras de arte sin desear un acercamiento sincero. Sin importar cuánto nos podamos quejar de lo macabra que llegue a ser la administración pública, gozamos de sus discretos privilegios y lisonjas. La ciencia, para muchos, tiene el trono de la actividad intelectual universal y tiene la explicación para nuestras interrogantes tanto sobre el mundo como lo que concebimos sobre el ser humano. Existe incluso la versión simple de la ciencia, que es la educación pública. Con esto dicho, vemos que se hace todavía más necesario preguntar: ¿esto ha servido para conocer la naturaleza humana? A algo tan fundamental como nuestras emociones se responde con neurociencia y con bioquímica, principalmente. Pero la teoría de la emoción no está en el plan de estudios general al que tiene acceso la gente común, aunque están relacionados. En el pedestal de las emociones para nosotros está la dicha y eso no es cualquier coincidencia. El discurso popular defiende (y de aquí parte


Razones para sonreír nuestro problema) la versión más simple de la alegría: el éxtasis. La idea sobre la naturaleza de nuestras emociones nunca había sido, a pesar del grado de especialización que alcanza en la teoría, tan pobre. Esto no quiere decir, claramente, que hayamos podido difuminar la experiencia de ellas. Tomar como ejemplo nuestro credo sobre la alegría y su necesaria vinculación con el éxtasis tiene sentido cuando nos damos cuenta tanto de la pobreza de nuestro discurso, como del lugar central que le damos al despilfarro de la dicha. Asociamos la dicha a una expresión de euforia que empobrece todo pensamiento sobre ella. Nuestra defensa de la exageración de la dicha y de su apoteosis nos muestra más bien que conocemos poco de nuestro propio corazón. Meditemos un poco sobre las consecuencias y los presupuestos de nuestra afirmación en la alegría derramada. Ello lo podemos hacer mostrando cómo es que esta actitud no está separada de la configuración de nuestro mundo moderno. No a manera de examen sociológico, sino como indagación de nuestra naturaleza. Necesitamos poner en cuestión todo lo que conforma nuestra opinión actual, mostrar que realmente nos lleva a un conflicto el aceptar la versión más simple de nuestra alegría y meditar sobre ello. Comencemos con un acercamiento político. El principio de organización que define a nuestra postura moderna es la asociación de la administración con la posesión del poder político. El fin con el que nuestras organizaciones políticas pretenden funcionar bajo los principios del mercado. La buena vida que ofrece nues-

tro sistema moderno depende del trabajo individual y de lo redituable que ello sea para uno mismo. Lo que produce, al menos a primera vista, es una ventaja de liberalidad y de beneficio mutuo con enormes posibilidades de extensión en los principios mercantiles. Eso, al menos en teoría, debería producir el ambiente propicio para la proliferación del desarrollo humano cuyo culmen es la prosperidad material y cuyo acompañamiento y reforzamiento de los fines de la teoría moderna es el contento de los individuos que viven bajo las reglas del sistema. Obviamente, y esto lo saben de sobra los que estudian estas cosas, en los principios de esta teoría no estuvo jamás el mundo utópico de la igualdad de condiciones y mucho menos asegura la felicidad de todos los individuos, como jamás lo lograría ningún mando político. Nuestro pedestal a la alegría orgiástica está relacionado con esto aunque no sea muy claro a primera vista. Este sistema político está configurado para la paz, pero, irónicamente, enlaza casi a la fuerza supuestos contradictorios, incluso para la misma naturaleza humana. Satisfacer las necesidades básicas por obligación de una legislación jamás fue una pretensión ilegítima, pero jamás había habido un estallido universal del mercado acompañado por las garantías individuales puestas en una lista. La vida política ya no tiene casi nada que ver con la hazaña, sino con los movimientos capitales. Lo que podríamos llamar vida política ha sido reducida para siempre. ¿A qué viene mencionarlo? La dicha por el orgullo, es algo que ya no tenemos. Sostener éticamente la comunidad se ha ido con esa posibilidad de la dicha. Lo que le

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Razones para sonreír

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queda al hombre moderno en su reducido horizonte político es la alegría del burgués, que es la más oscura en comparación con toda su historia. El horizonte de las alegrías del hombre moderno se ha reducido desde esta perspectiva. Lo que cosecha son los supuestos éxitos personales que han sido fruto de su proliferación. La amistad entre los hombres incluso se empobrece. Nuestra gloria es la alegría, reducida al placer en casi todos los casos. El individualismo está amparado totalmente en nuestra nueva mentalidad. No hay algo como tal que pueda poner freno al juicio de lo individual y como las posibilidades están a la mano, lo que queda sólo es disfrutarlas. Al corazón del hombre de hoy sólo le queda ese sabor de boca de la adicción a sus imaginaciones. Es el resumen del emprendedor. La alegría se le ha vuelto vicio y no tiene para nada que preocuparse por una meditación trágica. Así resulta con enormes posibilidades para obrar pero con una contrariada oscuridad en su corazón: ha hecho negocio de sus propias alegrías. Sin preocuparse ya de las cuestiones políticas en el sentido clásico, se inclina a “vivir su propia vida”. Esto llega al punto de que ya no puede distinguir ni juzgar de su negocio más grande: le resulta ambiguo tener que juzgar entre su dicha por la perversión o por otros motivos. El problema de la dicha burguesa es que, en su mayor parte, termina siendo tan intensa como perversa. Podríamos decir que aún no le han arrancado toda la gloria que le queda al hombre alegre: enamorarse no es una moda. Podríamos decir que su educación

sentimental es la más pobre jamás habida, a pesar de que se crea que va acompañada del progreso intelectual que para él representa el avance tecnológico, pero jamás podrá arrancarse con el gesto de alguno de sus inventos su naturaleza erótica. La alegría que alberga el amor en su corazón sigue aún dándole aliento a su propia vida, mas eso es lo único que le queda. Todavía más grave: comienza a hallarle tedio. A lo que orienta además esa parte de su naturaleza, en la mayor parte de los casos, es a la fantasía sexual. No me refiero sólo al declive de su imaginación particular, sino a su aferrada creencia en el sexo. Ese, aparte de ser uno de sus negocios más redituables, abarca gran parte de los motivos de sus alegrías. No es su condición erótica lo que le importa, sino el sexo. Si la experiencia erótica no nos demuestra sobre todo que jamás es ella misma unilateral o sencilla, nosotros nos empecinamos en creer que tiene una sola cara. La exageración de la alegría en este caso se debe a un invento muy propio: el eros disfrazado de abstracción sexual. Aquí resulta importante recalcar el trono que le damos al éxtasis en la dicha: la experiencia erótica, representada para nosotros en muchos casos por el placer, ya no tiene el lado tétrico que la debe caracterizar siempre, que es el lado en el que dibuja fronteras con la muerte. Aunque unidos siempre por un lazo muy discreto, se nos ha obnubilado la intensidad con la que están grabados en nosotros. No es una sorpresa cuando la relación es entre sexos, la cual puede contarse con los dedos. El análogo a nuestra lujuria es ese deseo de la alegría en pequeñas pero intensas dosis.


Razones para sonreír Nuestro propio sistema político deja de lado cualquier tipo de aprendizaje sobre lo erótico para su ejecución. Pero no hay punto en el que la política como ciencia pueda separarse de ese saber, ni siquiera para la economía. Es una paradoja misteriosa la de predicar la alegría sin entender uno de sus motivos más puros. Por eso es importante la observación política que mantiene un secreto vínculo con su pobre comprensión sobre lo erótico, además de que no le interesa incluirlo en su estructura. Como se verá, la una contiene y respalda el discurso popular sobre la necesidad de la alegría como un estallido radiante de emotividad, y funciona como mancuerna a la comprensión que tenemos del amor, como pilares de nuestros motivos para la alegría. Esto es un lado muy general que caracteriza a la experiencia contemporánea de la alegría. Oscilante entre el panorama tétrico pintado aquí y la honestidad de una modalidad de lo erótico se encuentra la amistad entre los hombres. Cuando no es devorada por el interés o la “diversión”, ella puede añadirse a los motivos sinceros, misteriosos y aún puros de nuestra alegría. Pero a ello no quiero llegar todavía. Falta algo que puede ser valioso considerar como parte de la identidad de nuestra emoción. Aunque el lugar de la crítica a la ciencia se toma con demasiada libertad en ocasiones, este caso sí debe llevarnos a reflexionar sobre nuestra postura científica. Como casi cualquier cosa en nuestra alma contemporánea, la idea de la emoción está respaldada por una visión científica. Básicamente, todas nuestras emociones son movimientos que involucran al

sistema nervioso y, obviamente, al cerebro. Son respuestas a estímulos del exterior que se reflejan en la excitación corporal, proveniente de la química de nuestro encéfalo. Según nosotros, todas ellas pueden ser controladas por tratamientos que actúen en la mecánica del sistema cerebral y proveer la respuesta esperada en el gesto y ánimo. La alegría es un estado de euforia que presenta síntomas que cualquiera que la experimenta puede describir. En realidad como proceso no se puede juzgar algo bueno o malo pues todo es parte del funcionamiento adecuado en el proceso del cuerpo y en su respuesta a los estímulos exteriores. Es simplemente un movimiento en donde se manifiesta la naturaleza especial del cuerpo humano. Lo mismo se puede decir de la tristeza o del aburrimiento. A la pregunta de si hay alguna posibilidad de distinguir entre la alegría de un hombre contemporáneo y, por ejemplo, el hombre victorioso de la guerra clásica o del amante creativo, no se puede estrictamente responder desde la ciencia. Se puede decir que puede contarse la intensidad de su respuesta a los estímulos, pero eso no nos dice que ello sea mejor o peor. Son sólo respuestas de sistemas semejantes a estímulos distintos. Puede elevar quizá la complejidad de la respuesta, pero nada más. De aquí a la alegría exultante no hay freno alguno. Este pequeño repaso de la explicación científica de nuestros movimientos cerebrales nos recuerda que no tenemos como tal una manera de responder a si debemos distinguir entre la manera en que evaluamos nuestras propias emocio-

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nes. El que nuestra educación sentimental sea muy pobre quizá vaya de la mano con esto, pero no es la única causa de ello. Sabemos nuestros motivos para sonreír y tenemos una explicación que la respalda, aún cuando lo que todos tengamos sea la versión simple de ella. ¿Qué vía nos queda ahora para tratar de enmendar nuestra visión sobre nuestra alegría, si es que ha de ser enmendada? La primera que puedo sugerir –a pesar de no saber demasiado sobre ella– es la religiosa. Quizá nos parezca, en primer lugar, que no es necesario mencionarla en primer lugar porque nos enorgullecemos de que hay una libertad de credos como parte de nuestro progreso como seres humanos, el cual tarde o temprano, con algo de protesta nos llevará a la paz perpetua entre la doctrina y la costumbre universal. En un mundo que cada vez pregona más la introspección, la paz y la armonía hasta llevarla a la pretensión de la uniformidad, lo único que todavía parece separarnos es el credo religioso. Pero, curiosamente, la importancia que le damos a la religión se rebaja a ese éxito y desarrollo personal, separándose casi completamente de los principios de la religión. Elegimos nuestras religiones como escogemos nuestra casa y nuestra ropa, las elegimos por gusto, pero no las defendemos y no sabemos cómo hacerlo. La filosofía se ha tratado de ocupar desde su nacimiento de pensar la relación entre el hombre y el mundo, penetrando en todo tipo de sutilezas como las que, con ella, dieron origen a la ciencia humana. Siempre fue tarea del pensamiento reflexionar tanto sobre los movimientos de la naturaleza y su orden, lugar que se

le ha dejado a la ciencia (aunque no sepamos si ese haya sido el mejor de los casos). Si elegimos la filosofía, tenemos primero el problema de que no hay una respuesta exactamente igual a otra, sin importar si tomamos como referencia a la modernidad o a los filósofos clásicos. Podríamos tomar este camino y reflexionar sobre los extravíos de nuestro tiempo y tratar de indagar filosóficamente acerca de la naturaleza de la emoción. La ciencia del alma y su relación con la estética podrían servirnos a trazar un puente con la ética para darnos una respuesta de lo que buscamos hasta llegar al límite en el que la religión da una respuesta ya irrevocable y poco susceptible de duda: el amor entre los hombres. Nuestra versión de la alegría es una imagen de lo mítico que nos parece la religión: está al fondo de nuestro sentimiento sin saber interpretarlo del todo y la reducimos al modo más sencillo posible. Creemos ser los herederos de la concordia universal que vemos ingenuamente en lo más superficial de la doctrina religiosa pero la queremos con todo y los permisos morales que nos puede ofrecer el progreso. La quimera más grande hasta ahora es la sociedad comercial que usa la máscara del cristiano, no podemos elegir la una sin deplorar a la otra. El discurso específico en torno a nuestras emociones envuelve una interpretación de la religión cristiana, en específico. La versión de la concordia universal proviene tanto del alegato por el amor al prójimo como de la mezcla con los supuestos de la ilustración moderna. Pero hay un fallo enorme en esta mezcla que no permite su asimilación sincera y que


Razones para sonreír nos obliga a reinterpretar nuestra afirmación en esa contradicción. El principio político ilustrado por excelencia es el egoísmo natural ínsito en la naturaleza humana del cual deriva la necesidad de la distribución de fuerzas y el control del estado. Para el cristianismo el egoísmo es una de las tantas posibles oscuridades que surgen en el corazón del hombre cuando el amor a Dios se obnubila. El amor al prójimo es la educación sentimental y política básica del cristiano. El egoísmo es, hasta donde veo, una de las partes constitutivas de nuestra manera de asumir las emociones. La salida que nos permite, desde un lugar muy básico, el optar por la sinceridad cristiana es el revelar la hipocresía de nuestro discurso. Hay crisis necesaria en aceptar que la alegría tenga que asimilarse con el exceso en su expresión porque lo que la causa es el panorama más desolador para la humanidad. Lo que se pone como obstáculo a reflexionar sobre ello es la autonomía que tenemos sobre nuestro estilo de vida: se pone de pretexto la futilidad del juicio ético. El amor al prójimo como obediencia tiene más de un solo nivel de interpretación. La obediencia ciega es la superficie. Nosotros no queremos tener ni ese nivel, lo deploramos. Es en la reflexión religiosa sobre el prójimo en donde se desenvuelve la claridad sobre el altruismo, con su punto más brillante en la amistad entre los hombres. La alegría sólo es sincera cuando ha logrado romper los grilletes que le impone el egoísmo y su justificación más clara está en la acepción de la comunidad cristiana, del hombre cuyo interés y fin es la virtud moral enraizada

en el amor. Suponer que la alegría sea por necesidad exultante tiene ya los presupuestos mencionados, y la consecuencia más radical es que no nos deja salida posible de esa hipocresía. Es hipócrita por la causa y falsa por la comprensión del hombre que acepta. Las “ficciones” del cristianismo ya fueron vilipendiadas a lo largo de la historia, ésta es una de las más oscuras pero simples en apariencia. La imagen del hombre emborrachado por su propia alegría nos muestra a un hombre aislado en su santuario a la importancia de sus propias acciones, sin deseo digno y sin interés alguno por la virtud. Si se nos vuelve necesaria la reflexión de nuestros dogmas sobre algo tan aparentemente sencillo como el discurso que aceptamos acerca de la alegría es, sobre todo, necesario confrontarla a la luz de la justificación universal del amor por el prójimo que aclara nuestra hipocresía: la religión cristiana. ¿Aceptamos esto sin mencionar la tensión y la relación que ella siempre ha tenido con la filosofía? No es posible. La reflexión de ello se hace a la luz de una idea del hombre. Razón y religión no están peleadas. Mostrar esto es más complicado que lo que pretendíamos desarrollar aquí, pero vale mencionarlo. Una razón para ahondar en las cuestiones de la fe ha sido dada: la afirmamos pero no la asumimos. Recapitulando, mostramos las causas de nuestras alegrías, las más notorias. Reflexionar sobre ello nos llevó a resumir lo que apoya nuestra explicación sobre nuestra supuesta naturaleza emocional y sus oscuridades. La crisis de ello nos

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Razones para sonreír arrastró tan sólo a la superficie de la necesidad de una reflexión en los principios religiosos. La ambigüedad de nuestro discurso es inminente. Con múltiples principios, no tiene una explicación clara, fuera de la confianza falsa en la ciencia, para algo tan sencillo como las emociones humanas. No sólo eso, estamos mancha-

dos por la contradicción más extraña jamás habida, esa es la crisis del corazón moderno. Tiene ganas del cielo en la tierra, pero construirlo le dio migraña. Aceptó –con algo de indulgencia- que Dios es casi un cuento. La consecuencia de ello es haber hecho un cuento de sí.

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Fotografía de Miguel Martínez


En busca de la risa alegre

¿

por Alejandra Gudiño Aguilar

Cuál es el chiste? Para quienes viajamos en transporte público por la Ciudad de México y su gran zona conurbada, no son novedad las rutinas de comedia que jóvenes osados y a veces hasta talentosos desarrollan en menos de lo que el armatoste motorizado cruza la frontera entre el DF y el “Estado”. Se trata de payasos improvisados que intentan involucrar en sus bromas ensayadas a un público que, para usar la frase popular, “está curado de espanto”. Ante la anestesia que el calor y la muchedumbre provocan en los pasajeros, estos artistas ambulantes continúan, ya sin importar si hay un tercero que los escuche, con el guión previamente aprendido, sin que las paradas o los claxonazos puedan detenerlos. Confieso que como pasajera de la ruta Toreo–San Pedro y espectadora casual del espectáculo, me atreví a inquirir, la primera vez que los vi, de dónde venía aquello que acababan de hacer. Amablemente, los dos comediantes (que terminada la rutina se disculparon con su público por no ser profesionales) descubrieron ante mí –como si echaran talco encima de un entramado de rayos infrarrojos que hubiera estado siempre activo, pero invisible– otra ruta, oculta para mi punto de vista y el de buena parte de los espectadores: hay un maestro que por un módico pago semanal, les enseña rutinas bási-

cas de comedia a estos aprendices de payasos, les ayuda a ensayar y, en fin, los deja listos para salir al escenario. Que el público atienda lo que dicen y además se ría, no está garantizado. Y que el montaje haga una diferencia en la recolección final de dinero, que podría hacerse por medio de la simple petición, apelando a la bondad de los pasajeros, no está claro. Pero, si riéramos, ¿de qué reiríamos? Puede haber, parece, tantos tipos de risas como formas de acomodarnos ante esta situación de un camión que deviene escenario. Y en buena medida, el lugar en el que nos situemos implica nuestra reacción. Por ejemplo, si estamos lo suficientemente atentos de lo que nos rodea y al mismo tiempo asumimos sin demasiado asombro el que el camión sea ahora un escenario, podríamos escuchar los dimes y diretes entre ambos actores, y es muy probable que alguno de ellos provocara nuestra risa. Es decir, nos colocaríamos como espectadores de un acto de comedia previamente montado, como un tercero que ve y participa de una situación artificialmente creada, en la que todos se encuentran por propia voluntad. Otra posibilidad sería dejarnos asombrar por el contexto y reír del tinte absurdo que hay en que, para poder pedir monedas de una forma más elocuente, ciertos jóvenes que no necesariamente tienen intenciones de vol-

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Razones para sonreír

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verse comediantes profesionales, monten una representación que delata el ensayo y los trazos, volviendo evidente su carácter artificial, es decir, yendo en contra de la propia teatralidad; sin contar con lo poco propicio que un vehículo en movimiento resulta para un montaje tal. Podríamos reír, desde esta misma posición, de nuestra situación como espectadores involuntarios, a quienes el espectáculo les resulta molesto, más que divertido. Es decir, podríamos colocarnos como testigos de las contradicciones, invisibles para tantos otros, que la propia realidad entraña, y denunciar tal vez, a través de nuestra risa, lo absurdo de nuestro contexto. Por último, podemos pensar en otra risa: aquella que viene de sospechar todas las potencias que se han conjugado y todas las rutas que se han trazado y que traslucen en este acontecimiento singular, que incluye nuestra propia pertenencia a él, así como nuestra perspectiva de él. Es decir, nos asumimos como afectados y afectantes, y podemos ver, en su especificidad, este encuentro particular, sin remitirlo a nada más. Queda claro, que aunque en cada caso algo nos mueve la risa y, en ese sentido, hay un chiste, éste es uno diferente para cada risa. En el primer caso, el chiste es el que cuenta el comediante, que queda descrito con precisión por la segunda acepción que la RAE tiene para “chiste”: «Dicho o historieta muy breve que contiene un juego verbal o conceptual capaz de mover a risa». En el segundo, es la realidad misma, o mejor, el destilado irónico de ella, lo que mueve a la risa, y si bien hay un juego conceptual (la paradoja, encontrada en las contradicciones ya descritas), este chiste recubre otro, que se expresa mejor con la quinta acepción de la RAE para el término

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Bergson, H., La risa, México, Porrúa, 2004, p. 65.

que ahora nos interesa, el chiste como «dificultad, obstáculo». En el tercer caso, la risa viene de algo mucho más simple, la tercera acepción de la RAE, el chiste como «suceso gracioso y festivo». Así, la risa se configura como un gesto alotrópico que aquí hemos desarrollado a partir de tres acomodos diferentes para un mismo estado de cosas. La risa como gesto El relato anterior quería hacer ver la multiplicidad de efectos que puede producir un mismo estado de cosas, de ahí que hayamos terminado en las variedades alotrópicas de un gesto. Pero hay que subrayar que no pretendíamos, con ello, rastrear las causas de la risa, sino más bien verla como efecto de tres articulaciones particulares en un escenario que aquí mismo determinamos. En el texto La risa, Henri Bergson desarrolla un catálogo de los motivos cómicos, es decir, de las diversas causas de la risa, que él encuentra tanto en las palabras como en los movimientos y las situaciones. No obstante, todos ellos responden a una misma forma de la risa, a saber, aquella determinada por la función social que Bergson le atribuye. Pues, para el pensador, resulta primordial la dimensión social: «nuestra risa es siempre la risa de un grupo (…) Por muy espontánea que parezca, siempre esconde un prejuicio de asociación, si no de complicidad con otros rientes reales o imaginarios»1. La risa, pues, afirma nuestra posición como miembros de un grupo y será, como veremos a continuación, fiel defensora de éste. Para Bergson, así como la risa suele emanar al observar movimientos demasiado rígidos de un cuerpo, ocurre también cuando observamos lo que él denomina “rigidez del espíritu”. Para el pensador, esto constituye una amenaza para la sociedad, pero sólo como


Razones para sonreír gesto, pues no es una agresión material, por lo cual no puede ser objeto de un castigo, propiamente dicho. De este modo, la penalización correspondiente es también un gesto. «La risa debe ser algo parecido a un gesto social. Por el temor que inspira se reprimen las excentricidades, se tienen en continua alerta y en recíproco contacto aquellas actividades de orden complementario que correrían el riesgo de aislarse y adormecerse, da flexibilidad a todo lo que pudiese quedar de rigidez mecánica en la superficie del cuerpo social. No es, por lo tanto, de la estética pura que nace la risa, puesto que persigue (de manera inconsciente, y hasta amoral en muchos casos particulares) un fin útil de perfeccionamiento general. Y, sin embargo, lo cómico posee algo de estético, porque aparece en el preciso momento en que la persona y la sociedad, libres ya del cuidado de su conservación, comienzan a tratarse a sí mismas como obras de arte»2.

Así pues, la risa surge de una negación, la de lo excéntrico, por lo cual tiene una función normalizadora en tanto que eleva una amenaza sobre la cabeza de aquel que empieza a alejarse del centro. En este sentido, la risa previene formas físicas y espirituales que no vayan de acuerdo con la tensión y la elasticidad óptimas, que «son las dos fuerzas complementarias que hacen actuar la vida»3 y que Bergson erige como criterio de corrección para la sociedad. No obstante, la medida no deja de ser algo severa y, en este sentido, poco flexible, aunque se presenta recubierta de cierta naturalidad o mejor dicho, de una naturalización, que nos hace pensar que, aunque el filósofo señale que el lugar de la risa es la cultura, está viéndola como una forma natural, y con ello decimos también necesaria. De ahí que no encontremos crítica 2 3

Ibid., p. 71. Ibid., 70.

alguna a un mecanismo que tiende a homogeneizar los gestos mediante un gesto: la risa. Por otro lado, tiene sentido que el análisis de Bergson no considere la constitución emotiva o perceptiva del individuo como parte del reír, puesto que no es éste el sujeto de la risa, sino la sociedad. Por ello, cuando dice “estética” se refiere al campo de las artes y no al de la percepción. Ahora bien, aunque la fórmula bergsoniana permite explorar una amplia gama de movimientos, situaciones y palabras cómicas, lo cierto es que Bergson no investiga los modos del reír, es decir, vemos una amplia clasificación de una forma de lo cómico, pero no dice qué otros acomodos pueden provocar la risa, en qué otros sentidos se puede reír. Parece que la sociedad, que juega el papel de instancia trascendental en tanto que da un sentido único a la risa, produce solamente una sensibilidad capaz de reconocer lo risible y responder adecuadamente a ello. No obstante, en la misma lógica bergsoniana, cabría preguntar: ¿qué pasaría si lo excéntrico fuera la risa misma? ¿Podemos localizar la risa que castiga un reír inadecuado? Hemos reconocido en la risa, según la piensa Bergson, un mecanismo de vigilancia y corrección de gestos excéntricos. Y parece que el funcionamiento de este mecanismo permite, en un gesto paranoico, su multiplicación hasta el infinito. Sin embargo, más allá de la reducción al absurdo, esta pregunta nos revela algo mucho más interesante: multiplicidad de percepciones, que producirían otros tantos modos de la risa, es decir, la vía para pensar un gesto alotrópico. Queda por determinar en qué se distinguen las variaciones alotrópicas del reír, pero por ahora queda agradecer a Bergson por habernos hecho reparar en algo primordial: la risa nos dice mucho de nuestro presente y

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Razones para sonreír remite siempre a una colectividad, actual o virtual. Y, por supuesto, hay que considerar de gran valor la reivindicación de la risa que el filósofo lleva a cabo, especialmente cuando, como señala Paulina Rivero en su artículo “Homo Ridens: una apología de la risa”4: «Entre esos temas casi olvidados por esa mala madre que ha sido la filosofía occidental, la risa tiene el primerísimo lugar. Los pocos filósofos que hablaron de ella durante los primeros dos milenios de la filosofía, lo hicieron casi siempre para infravalorarla, aunque la gran mayoría simplemente la ignoraron».

Sin duda, Bergson ha hecho mucho por este tópico excéntrico.

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Las pasiones del alma La alegría sigue dándose a desear, pero es tiempo de invocarla a través de nuevos invitados, pensadores modernos que produjeron derrames y excesos de aquel contenedor claro y distinto que era el cogito. Antes de empezar a leerlos, hay que decir que, en este momento del texto, tenemos la sospecha de que la alegría en relación con la risa, será un modo de ella, una cierta lectura o disposición (en el sentido de acomodo) que permite que la risa acontezca, mas no de cualquier modo. Así pues, deberemos explorar en qué puede consistir este modo. Encontramos dos tentativas para hablar de la alegría, interesantemente distintas aunque cercanas en el tiempo. La primera es de Descartes en Las pasiones del alma, la segunda es de Spinoza en la Ética. Aunque el pensamiento de cada uno permea, evidentemente, los conceptos que aquí trabajaremos, no es éste el lugar para explorarlo.

Para Descartes, «la alegría es una emoción agradable del alma, en la que consiste el goce que ésta siente del bien que las impresiones del cerebro le representan como suyo»5. Así pues, la alegría se relaciona con una especie de propiedad y, en este sentido, con la fijeza de algo, con su constancia. Ahora bien, Descartes es muy claro en que la alegría surge de la representación y no, como podríamos pensar, de la posesión misma. Así pues, es nuestra posición con respecto a un estado de cosas la que da como resultado la alegría. En este sentido, conviene considerar el siguiente señalamiento de Descartes: «Añado que de este bien que las impresiones del cerebro le representan como suyo, a fin de no confundir este gozo, que es una pasión, con el gozo puramente intelectual, que se produce en el alma por la única emoción agradable producida en ella misma, en la cual consiste el goce que el alma siente del bien que su entendimiento le presenta como suyo. Verdad es que mientras el alma esté unida al cuerpo, este gozo intelectual no puede casi nunca dejar de ir acompañado del que es una pasión» 6.

Así, quedan diferenciadas dos clases de goces (y, probablemente, dos formas de alegría): uno referido al cuerpo como pasión, y otro referido al intelecto, como emoción. Para Descartes la distinción parece residir en la fuente, cuerpo o intelecto, pero la representación que produce la felicidad, sin embargo, es la misma: aquella de un bien como propio. Podríamos problematizar esta definición insinuando otra diferencia, esta vez entre dos tipos de propiedad: una de hecho y otra de derecho. En el primer caso, la alegría será, pensamos, mucho más simple y estará dada por la relación con aquello que se representa como propio. Aunque, por esto mismo, podría

En Revista de la Universidad de México, número 47, enero de 2008. pp. 13-18. Descartes, R., Las pasiones del alma , artículo LXLI. (Barcelona, Folio, 2002, p. 138). 6 Idem. 4 5


Razones para sonreĂ­r

FotografĂ­a de Victoria Montoya


Razones para sonreír tratarse de algo meramente accidental, coyuntural o, en todo caso, azaroso. Sin embargo, si decimos que la alegría viene de la representación de algo como propio de derecho, se vinculará con un goce necesario y no solamente accidental. Aunque Descartes no hace énfasis en esta concepción (que podría parecer, en un primer momento, cercana a la contemplación) nuestro planteamiento nos permite acercarnos a una lectura que abra la cuestión a partir de la percepción de las propias afecciones. Esto es lo que hallamos en Spinoza. «Vemos, pues, que el alma puede padecer grandes cambios, y pasar, ya a una mayor, ya a una menor perfección, y estas pasiones nos explican los afectos de la alegría y la tristeza. De aquí en adelante, entenderé por alegría: una

pasión por la que el alma pasa a una mayor perfección. Por tristeza, en cambio, una pasión por la cual el alma pasa a una menor perfección»7.

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En Spinoza, es una modificación (una relación diferencial, para decirlo con Deleuze) lo que constituye las pasiones. De esta forma, es el cambio mismo y no la posesión de un bien lo que define tanto a la alegría como a la tristeza. Esta concepción resulta interesante puesto que está formulada a partir del movimiento y lo mantiene como parte del concepto. De este modo, la alegría determina un devenir y no una posesión. En su texto sobre la Ética de Spinoza, Deleuze explica este cambio en el nivel de perfección como el aumento o disminución de la potencia de acción; en el caso de la alegría ésta aumenta, y en el caso de la tristeza, decrece. Si bien en ambos casos se trata de pasiones, puesto que se deben a una causa exte7 8

rior, Deleuze enfatiza que «no por ello esta potencia de acción deja de aumentar en proporción, y así nos <<aproximamos>> al punto de conversión, al punto de transmutación que nos hará dignos de la acción y poseedores de las alegrías activas»8. Así pues, el papel de la alegría se vuelve fundamental en la Ética. Habíamos dicho que la alegría podría pensarse como un cierto acomodo en un estado de cosas dado, y si seguimos a Deleuze en su lectura de Spinoza, podemos decir que un acomodo alegre ocurre cuando se suscita el encuentro con algo que conviene a nuestra naturaleza o que se compone con ella; en ello radica el que dicho acomodo aumente nuestra potencia. ¿Cuál puede ser entonces una risa alegre? La risa y la alegría no necesariamente coinciden, Spinoza se cuida de separar la burla y la sátira, efectivas productoras de la risa, de la alegría. Sin duda, la risa alegre no puede ser aquella que resulta del destilado irónico de la realidad (el segundo caso, que planteamos más arriba), que toma la forma de la burla y que no aumenta potencia alguna. Probablemente es alegre aquella risa que surge como una reacción hacia aquello que se compone con nosotros (nuestro primer caso). El último caso, en cambio, aquella risa que atestigua la conjunción de rutas que han dado lugar a un suceso específico, que reconoce en ese entramado su propia potencia sumándose al resto, esa risa que suele ser más discreta, nos parece la más alegre, por cuanto configura un intercambio de potencias que, en la afirmación de la potencia propia como parte de lo que ocurre, aumenta la potencia total del encuentro.

Spinoza, B., Ética, Tercera parte, proposición 11, escolio. (Madrid, Alianza Editorial, 2001, p. 207). Deleuze, G., Spinoza: filosofía práctica, Barcelona, Tusquets, 2009, p. 39.


Prosperidad y paciencia Sobre la vida piadosa en el mundo mercantil por Luis Octavio García Mondragón

Quia non egreditur ex pulvere nequitia, et de humo non oritur dolor. Job, 5:6

P

I

aradójicamente la alegría es peor negocio que la tristeza, aunque su mercado suele parecer mucho más próspero. El mundo mercantil optimiza la ganancia y no deja lugar a la tristeza improductiva: optimización del optimismo. O dicho en palabras de Constantino Cavafis: “para nosotros los hombres es la vida como un suicidio, tanto que a veces nosotros mismos la hacemos superflua”. No por superflua, claro, desafanada, y eso es lo importante: no negamos el empeño en las cosas, tan sólo es que quizá no nos empeñamos en las mejores cosas. Y de ahí, sospecho, viene todo nuestro drama, nuestro humano drama cotidiano. Paradójicamente, insisto, la tristeza es mejor negocio que la alegría, no porque abunde la primera y escasee la segunda, sino porque la

16 alegría es mucho más huidiza al mercado, ya que no siempre es notoria; suele ser reacia al control, pues es pequeña, frágil y juguetona; y las más de las veces no obedece al designio humano, que así la vida sería extremadamente aburrida y fácil. Por fortuna, un mal negocio todavía nos alegra, paradójicamente. El camino más fácil para llegar a comprender la alegría es aquel en que se le aborda directamente, ya sea donde se le define, ya por donde se le exhibe. Llegaríamos a distinguir la alegría si pudiéramos mostrar sus diferencias respecto de todo aquello que la alegría no es, pero se le parece. Podríamos, incluso, comprender a la alegría misma a partir de los problemas de la misma alegría: su condición actual, sus vestigios históricos, su realidad psicológica… Sin embargo, el camino más fácil no es siempre el mejor; y quizá no nos es tan confusa la alegría como para situarnos en la necesidad de partir de la pureza de su concepto. La


Razones para sonreír

Fotografías por Lucía López Canales


Razones para sonreír alegría, como aquello que –en palabras de Chesterton– “está bien en el mundo” es difícil de notar porque no da problemas, porque está bien y, por lo tanto, no es sujeto del especialista estudioso de los males del mundo. A la alegría no llegamos; en ella estamos. Comprender la alegría, en cambio, requerirá de repetir lo obvio, de reiterar lo reiterado, de dar tumbos distraídos en la mera concentración; comprender la alegría requerirá andar el camino de nuestra mayor paciencia. ¿Paciencia? Ante la crisis del mundo, ¿el cándido que esto escribe se anima a hablar de paciencia? Ante los demasiados muertos, la contaminación rampante, la corrupción pululante, la explotación y la desigualdad, ¿el iluso optimista que esto escribe pretende dedicar tiempo a la paciencia en lugar de empeñarse en transformar el mundo? ¿Paciencia? ¿Es en serio? ¡Paciencia! No nos impacientemos ante la paciencia sin saber todavía qué es ella y por qué conviene hablar de ella ahora. Tengamos paciencia ante la paciencia, por más que ello suene indudablemente paradójico. La paciencia tiene oportunidad únicamente en los momentos difíciles de la vida; la crisis del mundo, obviamente, es la oportunidad para la paciencia. No se crea, por lo anterior, que comienzo a proponer un conformismo lato ante la crisis del mundo. Tampoco se crea que elogio sobremanera el amor al dolor o a los padecimientos, despreciando al tiempo los buenos momentos de la vida. Ni, mucho menos, comience a sospecharse que preparo un discurso en que al final la negación a transformar el mundo conduzca a contemplarlo. No está entre mis opciones cruzar los brazos, aunque la actividad transformadora no me parezca por sí misma laudable. Creo, en cambio, que hay modos de cruzar los brazos, modos de

extenderlos y modos de usarlos; quisiera que al final todo esto quedara un poco claro. II Crisis del mundo, las del mundo antiguo. En particular me impresiona la crisis que marca el final del mundo antiguo y el inicio de lo que se ha llamado medievo. Crisis política, al mismo tiempo que militar, al mismo tiempo que religiosa, al mismo tiempo que económica, al mismo tiempo que crisis de todo. Invasiones bárbaras que arrasaban con el orden y órdenes excesivos que arrasaban con los invadidos. Crisis en su sentido más pleno y espeluznante. Ante aquella crisis, los padres de la Iglesia pensaron y predicaron. Por un lado, pensaron el sentido de la fe en medio de la disolución del sentido del mundo. Por otro, predicaron la confianza en el bien y en lo bueno mientras padecían el mal del mundo. Paradójicamente, los padres de la Iglesia encontraron sentido en el reino del sinsentido, cosecharon sonrisas en el valle de las lágrimas y avivaron corazones anhelantes de justicia en el desierto de las almas inflamadas de venganza. Por todo ello, son los padres de la Iglesia una buena orientación para pensar nuestra crisis actual. Para pensar la paciencia en medio de la crisis los padres de la Iglesia son buenos orientadores. Entre ellos abundan tanto las reflexiones como los ejemplos; tanto los sermones como los tratados; tanto las explicaciones como las exhortaciones. Entre las reflexiones, y para esbozar un pequeño itinerario, San Ambrosio de Milán compuso dos bellos discursos por la muerte su hermano. Entre los ejemplos, Poncio expuso el martirio de San Cipriano y San Jerónimo reunió un catálogo de hombres ilustres. Sermones notables los de Pedro el Crisólogo sobre el ayuno. Importantísimo el Tratado ascético de Nilo de Ancira. Las explicaciones

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de San Juan Crisóstomo sobre el Evangelio de Mateo abundan en consejos y orientaciones sobre la vida paciente. Y finalmente, la inigualable Exhortación al Martirio de Orígenes de Egipto nos reanima la paciencia y en ello nos ayuda a entenderla. En nuestro caso buscaremos una orientación sobre la paciencia en otro padre de la Iglesia: Agustín de Hipona. En el año 418, San Agustín de Hipona compuso un discurso sobre la paciencia. Breve, apenas cinco mil doscientas cuarenta y ocho palabras, el De patientia es una joya de la literatura exhortativa. Su primera palabra es “virtud”; la última, “caridad”. Justo a la mitad del texto se encuentra la palabra perferre, que podríamos traducir por soportar o llevar hasta el final. Y alrededor de la palabra central, el discurso pregunta por la diferencia que en la comprensión de la paciencia se obtiene cuando se piensa en la vida eterna y cuando se niega tal pensamiento. En ese panorama –de la virtud a la caridad, pasando por la vida eterna–, San Agustín nos pide pensar la paciencia. Vislumbrar el panorama y reflexionar en la relación de sus partes puede orientarnos bastante sobre lo que es la paciencia. III Imposible es comenzar a pensar la paciencia si antes no nos preguntamos por qué razón la paciencia puede tornar digna de ser pensada. O dicho en otros términos: ¿cómo es que la paciencia torna problema como para que tengamos que aclararla? San Agustín plantea inicialmente dos problemas con la paciencia, primero el problema teológico de la paciencia y luego el problema humano de la paciencia. En cuanto al problema teológico el planteamiento es claro y sencillo: ¿cómo pueden afirmar los cristianos que Dios es pacientísimo en cuan-

to a los pecados humanos si Dios es impasible? En cuanto al problema humano la enunciación también es clara: ¿cómo es posible que los hombres toleren los males con buen ánimo? Aparentemente no hay relación entre ambos problemas como para que la exploración necesaria de ambos nos permita entender la paciencia; sin embargo, en cuanto comienza a pensarse seriamente alguno de los problemas es inevitable reconocer que los límites entre uno y otro comienzan a borrarse. Y es en el límite indistinguible de la divina paciencia y la paciencia humana donde puede traslucir lo que la paciencia es, y, finalmente, lo que ello nos enseña de la alegría. Lo primero que sabemos de la paciencia es lo que traslucen las dos preguntas iniciales, sin embargo es más asequible la segunda que la primera, pues casi cualquiera –hasta el más pesimista– puede experimentar la perplejidad de ver a alguien tolerando con buen ánimo los más terribles de los males. La perplejidad nace, obviamente, de que alguien responde al mal con buen ánimo, en tanto que lo más sencillo es creer que el buen ánimo es resultado del bien y el mal ánimo lo es del mal. Paradójicamente, en cambio, se puede tener buen ánimo ante el mal y en muchas ocasiones a ello llamamos paciencia. Sin embargo, advierte el obispo tagastino, soportar los males con buen ánimo no es señal necesaria de paciencia. Y a ello ofrece dos ejemplos elocuentes. Primero el más evidente: muchas personas soportan multitud de males a fin de obtener lo que quieren. Los avariciosos, por ejemplo, pueden soportar muchas carencias y penurias –o hábitos ahorrativos, en el lenguaje contemporáneo– en vista de acumular suficiente riqueza. Los ambiciosos, por su parte, pueden soportar grandes trabajos a fin engrandecer sus honores. Y los lujuriosos, finalmente, pagan el deseo con su


Razones para sonreír alma. Sin pensarlo mucho, podría afirmarse que quienes se guían por deseos viciosos como la avaricia, la ambición o la lujuria, para soportar los males, podrían ser calificados de pacientes. Sin embargo, advierte Agustín, eso haría que la paciencia no fuese virtud, pues no puede afirmarse que de una virtud se siga un vicio. Pero no sólo la satisfacción de deseos viciosos conduce a soportar los males con buen ánimo, que también a ello conduce el deseo del crimen. En el segundo ejemplo, el santo varón de Hipona nos invita a reconocer cómo para perpetrar los crímenes, los malhechores son capaces de soportar con buen ánimo los males. El crimen, y debería ser evidente, no es vicio, sino una mala acción; mientras que los vicios son malos hábitos. Tanto por los malos hábitos como para las malas acciones, los hombres soportan pesares con buen ánimo. Y no es necesario que una mala acción sea consecuencia de un vicio, pues también puede derivarse de una mala inclinación: la terquedad, que no es –y permítaseme la expresión– un vicio ético, sino dianoético. No llamamos paciencia a la terquedad ni al vicio; a una le llamamos estupidez y al otro perversidad. Si algunos soportan los males con buen ánimo, bien puede ser que sean estúpidos o perversos, no necesariamente pacientes. De entre aquellos que soportan los males con buen ánimo debemos distinguir a los que son realmente pacientes. La distinción la ofrece Agustín en dos pasos: primero anunciando de manera general aquello que distingue a la paciencia y después exhibiendo esa distinción en los modos en que se presenta la paciencia. La paciencia se distingue de la terquedad en tanto la primera es digna de admiración y alabanza; mientras la segunda sólo es admirable. Alabamos y admiramos al paciente pues reconocemos que es bueno lo que hace. Nos

resulta admirable la estupidez del terco, pues siempre sorprende el progreso de algunos hombres. En tanto digna de admiración y alabanza, la paciencia es una virtud, y por ello se encamina a un buen fin. Es importante, y no debe dejar de notarse, que puesto en estos términos, el paciente es un hombre que actúa virtuosamente, no un sujeto pasivo de ciertas fuerzas ajenas; soportar como actividad es muy distinto a tolerar como pasividad; soportar no es resistencia, sino persistencia. Por tanto, lo que hace admirable al terco es el empeño que pone en arruinar su vida. Lo que hace loable y admirable al paciente es el empeño en el buen fin al que lo conduce la virtud. El terco se distingue del paciente no en el empeño, no en el buen ánimo, no en la inmensidad de los pesares, sino en aquello por lo cual soportan los males. Qué sea aquello por lo cual soportan los males es lo más importante de la investigación, pero para llegar a ello todavía nos falta entender una cosa. Hay una distinción digna de ser nombrada: los modos de la paciencia. Somos pacientes ante la violencia y somos pacientes ante la injusticia, y no es bueno confundir ambos modos. En primer lugar, muestra el tagastino, la distinción completa entre el terco y el paciente sólo es posible cuando se entiende la paciencia ante la violencia, pues tanto en la terquedad como en este primer modo de la paciencia hay destrucción de uno mismo. Tanto paciencia ante la violencia como terquedad nos van aminorando, nos van haciendo menos, pero no por ello son iguales. El terco va destruyendo su vida por el empeño que pone en sus acciones; el paciente ante la violencia sigue empeñado en sus fines aun cuando sea lastimado y disminuido en ello. La aparición de la violencia redefine el sentido de la virtud llamada paciencia: muestra que no es virtuoso sobrevivir de cualquier modo posible. La

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vida por sí misma y dejada a sí misma no es buena; sólo lo es cuando nos empeñamos en vivirla bien. O como dice San Agustín: “conviene soportar con paciencia lo que no se puede reprimir sin violencia”. El terco tiene un recurso inextinguible hacia la violencia, su terquedad lo orilla a ella; el paciente se empeña en padecer los males con buen ánimo, incluso ante la más terrible violencia, porque hay algo más importante por lo que es paciente. Antes de apuntar a ello, lo más importante de la investigación, todavía debemos conocer el otro modo de la paciencia. La paciencia ante la injusticia también podría llamarse paciencia por la justicia y es aquella por la cual ante los males invisibles perseveramos en el buen fin a que se orienta la paciencia. Se distingue de la paciencia ante la violencia en cuanto a la sutilidad con que se presentan los males: no siempre se ven como males, no siempre se manifiestan cuando comienzan a estar presentes, no parece reto alguno al paciente. En el pasado a esta sutilidad del mal se le llamó tentación, y bien pensada nos permite notar con claridad a qué nos estamos refiriendo. El terco no se perturba ante los males sutiles porque está tan centrado en su empeño que no los nota; el paciente no puede empeñarse en la mera paciencia, pues se impacientará ante los males sutiles, sino que ha de mantenerse en la paciencia. Por ello, la paciencia, para ser tal, no ha de perder de vista que tiene como fin aquello que es más importante. El mejor modo en que San Agustín cree mostrarnos aquello que es más importante es el contraste entre dos tipos de hombres, ambos creyentes, pero no necesariamente creyentes en lo mismo. El primer tipo de hombre es un personaje muy conocido: Job. ¿Job es paciente? Parece necio preguntarlo. De todos es conocido que quizá no hay ejemplo de mayor paciencia que el de Job. Sin

embargo, Agustín gusta de ser específico: ¿en qué consiste la paciencia de Job? Job es paciente ante la violencia y por la justicia: soporta la pérdida de sus bienes, la muerte de sus hijos, los dolores de su cuerpo (hasta aquí la paciencia ante la violencia), la imprudencia de su esposa y las infamias de sus amigos (hasta aquí la paciencia por justicia). Y a pesar de todo Job no perdió la paciencia, no se le pudo quitar la paciencia, pues Job entendió la paciencia como la aceptación voluntaria de la voluntad divina. O dicho en otros términos: lo único que Job no perdió es lo que nunca quiso perder: la fe. Frente a él, Agustín nos pide pensar en los donatistas, quienes consideraban que el suicidio era un modo de martirio, y por tanto un camino para el hombre de fe. Los donatistas más o menos aceptarían lo siguiente: Por fe se puede suicidar un hombre. Dado que hay cosas inaceptables en este mundo, cuando la violencia es mucha queda un único camino: el suicidio. Dado que todo está perdido, hay que dejarlo todo. Si la vida por sí misma no es buena, nada malo tiene el suicidio. Sin embargo, la feliz aceptación del suicidio no es aceptable para San Agustín. La primera respuesta, para todos, sería que si el suicidio fuese aceptable, Job se habría suicidado. La segunda respuesta, para algunos, implica que encontrar inaceptable sobrevivir a cualquier costo no es igual a encontrar aceptable dejar de vivir a un costo, pues frente a lo inaceptable permanece en el empeño, la perseverancia en la acción; ante el suicidio lo inaceptable se ha despeñado y, de cierta manera, se ha aceptado. La tercera respuesta apunta directamente a lo más importante: ¿y a partir de qué consideramos inaceptable lo inaceptable?, ¿qué funda la paciencia? No hay fundamento humano a la paciencia. Si sólo hay hombre, el acto más noble que puede acometerse es el suicidio; aunque la


Razones para sonreír nobleza del acto es solamente una interpretación del acto mismo. Si sólo hay hombre, no hay vida. Para que haya vida, debe haber Dios. La paciencia es un dón divino. La paciencia como dón divino es el inicio de la respuesta al problema teológico de la paciencia. Pensando a la paciencia en términos humanos, nada más allá de lo dicho puede decirse, pues el fundamento último de la paciencia nos lleva inevitablemente a la primera pregunta. Antes preguntábamos: ¿cómo pueden afirmar los cristianos que Dios es pacientísimo ante los pecados humanos si Dios es impasible? A la pregunta subyace la idea de la paciencia como dón divino: para afirmar que Dios es pacientísimo ante los pecados humanos, debemos suponer que Dios nos brinda paciencia. Sin embargo, suponer que Dios nos brinda paciencia es una anfibología; he de advertirlo y el lector ha de saber qué hacer con la advertencia. Para entender cómo es que Dios nos brinda paciencia hay que explorar la relación entre la paciencia y la voluntad. Distingue a Job que su voluntad está orientada a Dios y que por ello es lo único que no se le puede arrebatar. Distingue a los donatistas que su voluntad está orientada a la salvación –en cuanto liberación de los pesares del mundo– y por ello les parece aceptable el suicidio. La voluntad de Job apunta más allá de este mundo; por lo que le es inaceptable el suicidio. La voluntad de los donatistas apunta a este mundo, pues de aquí obtienen su motivación; por lo que les es aceptable el suicidio. Luego, la diferencia está en si la voluntad se orienta hacia Dios o hacia el mundo; en términos clásicos se dice si la voluntad se orienta por la caridad o por la concupiscencia. La paciencia como dón

divino es el ejercicio de la voluntad orientada por la caridad. Según lo anterior, voluntariamente el hombre paciente orienta su voluntad hacia la caridad; así como el impaciente la orienta hacia la concupiscencia. La orientación hacia la caridad sólo puede realizarse tras el descubrimiento de la gracia, de la que podríamos decir sencillamente que es aquello por lo cual a pesar de todos los pesares todavía quedan en el mundo oportunidades para sonreír; o dicho de otro modo, aquello por lo que el mundo no es sólo el mundo ni el mundo lo es todo; o bien, aquello por lo que en las tinieblas acecha tanto la oscuridad como la luz. La gracia es garantía de la alegría. IV Paradójicamente nuestros tiempos mercantiles creen que es muy conveniente desesperar de la prosperidad, sin entender que, en muy buena medida, la prosperidad económica es por sí misma una desesperanza. La desesperanza que oculta la prosperidad económica es la causa de que el de la tristeza sea un negocio más redituable que el de la alegría: buscan la prosperidad donde no podrán encontrarla e invierten abundantemente en la tristeza, que crece con altos dividendos. Nuestro mundo se empeña arduamente en producir la prosperidad universal, sin darse cuenta por ello que produce la creciente infelicidad universal. Lo malo no es el progreso, ni lo malo es la vida por sí misma; sino la ignorancia que nos condena a errar: a ver el fin en el progreso y el todo en la vida. Cabe librarse del error, cabe superar la ignorancia y cabe asumir un progreso distinto que inspirado en la esperanza, como virtud, se funde en la alegría, en una alegría que queda balbuciendo, paradójicamente.

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Si es cursi no ha de ser tan malo por Alejandro Javier César Rivero

Quien conoce su masculinidad sin ocultar su feminidad, es como el arroyo del mundo. Siendo como el arroyo del mundo, su excelencia retendrá y obtendrá la pureza de un niño. Tao Te King

C

uando murió mi abuela (sí, abuela, abuelita sonaría demasiado cursi), descubrimos que, bajo su almohada, un pequeño poemario de G. A. Bécquer custodiaba sus sueños. Al revisar el pequeño y desgastado ejemplar (se trataba de una edición ni más ni menos que de 1856) encontré con asombro que una pequeña florecilla hallábase aprisionada entre sus hojas. La inclemencia del tiempo había causado más estragos en mi abuela (que no abuelita) que en la pequeña florecilla marchita que aún conservaba todos sus pétalos, e incluso algo de lo que alguna vez fue su perfume. Quizá por estar resguardada dentro de su prisión de papel y tinta, o tal vez por el cuidado con el que Conchita (que no Concepción) había decidido guardar ese recuerdo en ese poemario, el punto es que la florecilla marchita parecía haber envejecido menos, incluso, que las hojas de papel que la prensaban. ¿Sería acaso el recuerdo del amor que le tuvo hacia el abuelo? ¿O era el símbolo

Te quiero así de pronto, así de tonto, pero te quiero. L. E. Aute de otro amor, tal vez más lejano e imposible, que intentó resguardar en la poesía con tanto celo hasta la hora de su muerte? Ante la banalidad de estas preguntas, lo único que me quedaba entre las manos era el hecho que, de alguna manera, enternecía mi corazón: mi abuelita había cargado todo este tiempo con un recuerdo que era de vital importancia no olvidar. ¿No es ridículo pensar en estos tiempos en algo así? ¿Seguirán todavía las quinceañeras guardando en sus libros las primeras flores que les obsequian sus primeros amores? Nótese que he dicho quinceañeras, no ya una anciana de 87 años. Pero el hecho es que esta anciana, mi abuelita, a sus 87 años, conservaba una flor de quién sabe qué año, recordando a quién sabe qué pretendiente. Después de fallecer, al encontrar aquella florecilla marchita entre las hojas del poemario, mi alma debatíase entre la ternura y el rechazo. Un sentimiento de vergüenza (de pena ajena) afloraba de aquellas hojas y su “…yo no sé qué te diera

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por un beso”; vergüenza por su melosidad, por su ridiculez, por su cliché. Vergüenza por sentir vergüenza de algo tan cursi… Justo eso es lo que era: cursi. Como cursis son aquellos que guardan flores en los libros. Que una quinceañera, con toda la inocencia (si es que en estos tiempos todavía la conservan a esa edad), con toda la esperanza (si es que en nuestros tiempos todavía queda algo de ella) y con toda la dulzura guarde la flor de su amante arrebatado entre las hojas de un libro no es algo que asombre (al menos no en el sentido de que es propio de su edad, ya que dados los tiempos que corren al parecer las quinceañeras ya ni tienen libros donde guardar sus flores, y más bien son ellas las que las andan regalando a los pretendidos pretendientes), pero que una persona cuya madurez no sólo ha llegado a su plenitud, sino que la ha rebasado al punto de marchitarla, haga ese tipo de cosas es algo que no se espera. No se espera que un adulto actúe como quinceañera. No se espera que el fuerte actúe como el débil. He ahí lo ridículo… he ahí lo chocante. ¿Por qué, en nuestros tiempos, pese a la enorme adulación que se le hace, nos sigue pareciendo tan chocante la cursilería? “Míralo, con flores para su novia… qué cursi”, decimos con desdén. “Aaaay qué película taaaaaan cursi”, exclamamos mientras echamos los ojos hacia atrás en actitud de desprecio (aún cuando en el fondo nos encante la susodicha película, aún cuando sea eso lo que, muy dentro de nosotros, nos mueva). “Se me van a subir las hormigas, de tanta miel”. ¿No será, más bien, que los ridículos son nuestros tiempos? ¿Que en ellos ya no hay cabida, por lo menos de forma genuina, al sentimiento que da lugar a la cursilería? Digo “de forma genuina” porque pareciera haber una contradicción en cuanto a lo cursi respecta. Por un lado, la

madurez, la alta cultura y el refinamiento de nuestros tiempos nos llevan a tachar de ridículo y de mal gusto la aparente exageración que se supone en el hecho cursi (un adulto no debería estar guardando florecillas en los libros, eso es de mal gusto). Nuestros tiempos requieren hombres prácticos, independientes, profesionistas, donde no caben las niñerías, a menos que de niñas se trate. Y si de niñas estamos hablando (aquí es donde aparece el otro lado de la contradicción), existe todo un mercado, toda una industria que propugna por y ensalza la cursilería hasta más no poder: historias de princesas, Chick Flicks, chocolates y flores en San Valentín, toda una línea de “literatura” y series televisivas. La cursilería no es ya más que un negocio y ha perdido su carácter fundamental: conmover. ¿Acaso no fue eso lo que sentí en un primer momento al descubrir la flor que mi abuelita con tanto esmero había guardado para no olvidar, antes de que el sentimiento de ridiculez se apoderara de mí? “Sin embargo”, me podrían decir, “¿no es justamente conmoviendo que se ha creado toda una industria para la cursilería? ¿No es con ese afán de conmover con el que el mercado trata de colocar y vender sus productos?” Conductores de televisión llorando en cadena nacional para recaudar fondos para “los más necesitados”; reportajes sobre animales o mascotas que logran grandes hazañas por el amor a sus dueños; imágenes de bebés, parejas, ancianos, intentando desesperadamente vender cualquier cosa, todos apelando a la vulnerabilidad y a la sensibilidad de las personas: para llegarles al corazón. ¿Esta manera de llegarles al corazón es genuina? ¿No es justamente esto lo que nos resulta chocante y de mal gusto? ¿Será acaso que lo que distingue lo cursi genuino de la cursilería es la “intención”, la sinceridad? No es lo mismo (no conmueve igual) el


Razones para sonreír amante que, en un desesperado y torpe intento de exteriorizar su inefable amor, obsequia a su amada con un poema lleno de clichés y rimas infantiles, que un locutor de radio que, abusando de la sensiblería de los escuchas, pasa programa tras programa recitando esos mismos poemas y clichés que inspiraron al del primer caso. Es justamente esto lo que nos resulta chocante (por mucha audiencia que pueda tener el mañoso locutor). El problema es que nuestra sensibilidad está tan abotagada que no somos capaces de notar diferencia alguna, y terminamos clasificando ambos hechos como ridículos y de mal gusto. Tenemos, pues, un hecho. Un hecho que apela a la sensibilidad de un modo particular. Aunque los diccionarios concuerdan en definir este hecho como vana presunción y refinamientos que, por no serlo, resultan ridículos y de mal gusto, yo prefiero pensarlo como un sentimiento noble que, cuando es genuino, resulta chocante porque el vehículo en el que se expresa no concuerda con la propia naturaleza, no por el sentimiento mismo. Es decir que (y aquí se pone de manifiesto la contradicción de la que hablaba líneas arriba) lo ridículo de lo cursi no radica en la vana pretensión o en el vano refinamiento que no se logran al final, radica en el intento, en lo que sí se logra, en lo que se muestra a través de ese tosco vehículo. Como si una margarita, por ser más bella, se disfrazara toscamente de rosa. Debajo de su “ridiculez” encontramos la ternura del hecho mismo; ternura que nos mueve, que nos conmueve a la vez que nos raspa (algo no concuerda, algo sale de su lugar). Lo cursi sería, de alguna forma, el género chico que se disfraza de su mayor, la comedia que se engalana de tragedia… lo bello queriendo ser sublime. Además, hay en todo ello un algo de inocencia que, cuando tenemos la sensibilidad correcta, remata el hecho mismo y

nos derrite, nos ablanda… nos mueve a perdonar la ofensa de la tosquedad. Lo cursi es un juego entre sinceridad, inocencia y una falta de conciencia de los límites o, también cabe decirlo, una falsa hipostatización de las posibilidades y capacidades propias, un arrojo. Es el niño que sin saber cómo (lo que es y lo que implica) quiere ser adulto y actúa como tal, adoptando el lenguaje y los gestos de sus mayores, lo cual, a nosotros (como adultos que ya somos y sabiendo lo que significa) nos mueve a la risa, a la ternura. Pero también es el cariño de una madre hacia sus hijos, cuando, por muy crecidos que estén, nunca dejará de verlos como niños y siempre se andará con sus “pórtate bien” y sus “¿ya llevas abrigo?”. Es el decirle “abuelita” a la abuela cuando uno ya cumplió sus 30 años y el “sí mamita chula, ya me puse un suéter”. Es el amante viril escribiendo como niña a su amada (escribiendo y sintiendo y llorando como niña cuando no le hacen caso). Es la disparidad que lleva a la incongruencia, a la no concordancia de algo, al pequeño absurdo (y recalco pequeño para no confundirlo con es gran absurdo existencialista que deambula, dicen algunos, por nuestros tiempos chupando la felicidad y vomitando sinsentido) que, por ser pequeño es tolerable (y yo diría hasta deseable), y que nos muestra algo que el mundo actual está dejando de ver: la grandeza de lo pequeño… la fuerza de lo débil. Es, a su vez, la disparidad, la pérdida del equilibrio de las partes que nos constituyen, de los contrarios que nos dan integridad: lo femenino y lo masculino, con todo lo que está asociado a ellos. Esto último lo podemos comprobar en el hecho de que lo cursi parece pertenecer más al ámbito de las quinceañeras que de los hombres hechos y derechos. Toleramos más que una niña escriba “cursilerías” en su diario a que lo haga un niño. Vemos con

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mejores ojos a una mamá apegada a su pequeño de 40 años que un papá. Entre más masculino y rudo parezca un amante más cursi resulta el hecho de verlo enamorado, escribiendo poemas y regalando flores. Esto ocurre por el hecho de que no se espera que lo duro parezca blando. No se espera de lo fuerte un momento de debilidad. Seguimos tan arraigados en las dualidades culturales que no esperamos que un hombre tenga un lado femenino, ni viceversa. Por eso nos resulta todavía más ridículo cuando un hombre es cursi (como si un tanque de guerra disparara flores), porque todo lo que tenga que ver con la sensibilidad es femenino y debe pertenecer al ámbito de la mujer. Sin embargo, no nos damos cuenta de que esta dualización del mundo ha llevado a separar tanto lo masculino de lo femenino que hemos roto con el equilibrio natural. De alguna manera esta rigidez de pensamiento (rigidez propia de lo masculino) es signo de la peculiaridad de nuestros tiempos. Tiempos en los que justamente es lo masculino lo que predomina, el deseo de poder, la rigidez, la estructura lógica precisa que encuadra no sólo la ciencia sino todo el pensar que busque validez y credibilidad. Amantes de lo aparatoso, de lo monumental, nuestros tiempos no sólo son masculinos, sino que han dejado de lado completamente la sencillez de lo pequeño, la maravilla de lo simple. Construimos edificios cada vez más altos y resistentes. Acumulamos virtualmente todo el conocimiento de toda la historia de toda la humanidad. Pretendemos totalizar el dominio de la naturaleza con nuestra enorme fuerza instrumental. Buscamos la pureza absoluta, la vida eterna, amar con locura. Tenemos incluso armas de tal magnitud que en un abrir y cerrar de ojos destruirían nuestra civilización entera. Ahondamos en el macrocosmos sin detenernos siquiera a contemplar el microcosmos

que somos y del cual aquél es reflejo. En algún punto no sólo dejamos de ver lo importante, sino que perdimos el equilibrio. ¿Es casualidad que la depresión sea la enfermedad predominante del siglo XXI? Lo queremos todo y lo queremos ya. Es evidente que desde esta perspectiva despreciemos tanto lo cursi, empero, lo utilizamos a su vez como una forma de manipulación de masas, de consumismo. Le arrebatamos toda sinceridad y toda inocencia genuinas y, más que eso, las producimos artificialmente con grandes sentimientos y grandes artificios para que puedan causar el efecto deseado. Más que conmover, se busca manipular. Sacrificamos el hecho mismo, la causa, para quedarnos con el efecto (¿no vivimos acaso en un mundo de pura apariencia, de puro efecto?). Y así, no nos queda más que una monstruosa farfolla cuya esencia se diluye en el mero espectáculo. Una faramalla tal resulta no sólo ridícula, sino indeseable, pues nada hay ya debajo de tal simulacro, nada más que el fracaso de nuestra civilización. Lao Tzu sentenciaba “Ver lo pequeño es clarividencia, pero cultivar la ternura es el secreto de la fuerza”. El hombre se ha perdido en sus deseos de control y poder. Entre más controla y más puede, más desea y más se aprisiona por su mismo deseo. Desea todo con tanta avaricia que ya no encuentra satisfacción en nada de lo que le rodea. Desconoce el sentimiento de saciedad. Su visión se halla extraviada en lo lejano, en lo monumental, volviéndose cada vez más ciego de su entorno, de su cotidianidad, de las pequeñas cosas que conforman la realidad de su existencia. Ha perdido la conciencia de su propia pequeñez, de su propia fragilidad, o más bien, ha decidido anular dicha conciencia. Se ha vuelto cursi, como el niño que hace todo lo posible por comportarse como adulto, como la margarita disfrazada de rosa. Es tan genuino su arrojo hacia la


Razones para sonreír totalidad que resulta ridícula; tan inocente su sed de control que resulta de mal gusto. Por eso la vulgaridad de nuestros tiempos. “Ver lo pequeño… cultivar la ternura”, sería darle la vuelta a dicha vulgarización. Si lo cursi se nos muestra tan chocante es porque nos da el reflejo mismo de lo que somos, mostrándonos, a su vez, cómo “podríamos” ser de una manera más sencilla, más libre y más equilibrada. Ver, no el efecto, sino la causa de lo cursi es ver lo pequeño, lo inocente, lo sincero por sobre la parafernalia irrisoria. Prestarle atención a lo cursi nos da la clave de aquella sencillez que se nos escapa entre tanta artificiosidad, nos sensibiliza con

un lado que, dados nuestros tiempos, se encuentra sujeto de prejuicios y ataduras. Nos muestra que es posible sensibilizarnos sin caer en lo ridículo. Es el espejo que nos muestra que, por muchos pétalos rojos que nos pongamos, no dejamos de ser margaritas; por mucha ciencia y tecnología que desarrollemos no dejamos de ser simples mortales. Pero podemos serlo sin necesidad de artificios, de una forma más sincera, más genuina. Si le prestáramos más atención a la cursilería (en el buen sentido) podríamos dejar de ser tan cursis y volvernos más inocentes. Tal vez sea por eso que Dios nos sigue viendo con tanta ternura.

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Fotografía de Victoria Montoya


Por el bulevar de las buenas maneras por Antonio Coria

A María del Carmen González Garduño

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recí en una familia de clase media alta, que generación tras generación baja y baja. Pero en algún momento fue una familia de esas que tienen cierto renombre, comenzando por el “abuelo Coria”: Don Antonio, profesor de la Universidad Autónoma de México y reconocido ingeniero –hasta existe un canal que lleva su nombre, y para mi suerte, también con el mío. Se casó con Carmen Sevilla, quien venía de España. Mi bisabuela y su familia tenían buen nivel socioeconómico en España; tras una revuelta social, no sé bien cuál, tuvieron que venir a México. Esto lo sé por lo que me contaba mi abuela –pues, a ella le gustaba platicarme de aquellos tiempos y a mí escucharla; creo que llega un momento en que uno vive de sus recuerdos. Mi bisabuela fue maestra en algún lugar antes de casarse. No sé en dónde, había cosas de las que los niños no debían preguntar. Tampoco sé cómo se conocieron el abuelo Coria y Tita (desde que recuerdo así le han llamado a mi bisabuela. De niño creía que ese era su nombre –son cosas extrañas, a mi abuela siempre le dijeron Mana, porque su

hermana le decía hermana; los niños son torpes. Yo siempre le dije Carmela, porque se llamaba María del Carmen, como todas las Marías de mi familia, Marías y Cármenes sobran). Como sea, don Antonio Coria y María del Carmen se casaron frente a Dios. Vivieron toda su vida en una de las primeras colonias de México, Santa María la Ribera. La casa todavía sigue en pie, está en la calle de Ciprés, ahora Jaime Torres Bodet. Tuvieron tres hijos: María del Carmen, y Antonio Coria –para variar un poco con los nombres. Carmen de la Luz (o como yo la conocí, tía Carmelucha) se casó con don Alberto Gayou (quien impulsó el desarrollo de Ciudad Nezahualcóyotl, dicen que junto con Gustavo Baz). Antonio se casó con María del Carmen González Garduño, de una buena familia de Toluca. Y por último, nació Teresita de Jesús, quien se casó con don Eloy Gutiérrez (fue mi padrino), hijo de don Honorato (tenía minas, si bien recuerdo de arena), y de quien heredó propiedades que se rentaron hasta que mi padrino murió. Mi abuelo fue Antonio Coria Sevilla. Nunca lo conocí. Tampoco a mi bisabuelo,


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FotografĂ­a de Florecita


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aunque murió después que su hijo. Mis abuelos tuvieron cinco hijos, tres niñas y dos varones. Quizá nada memorable se podría decir de estos, a no ser de mi padre y su hermano mayor, quienes, aunque han olvidado las buenas costumbres, se esfuerzan por ser hombres buenos. Mi abuelo Antonio murió cuando mi padre tenía once años. Carmela nunca se volvió a casar y jamás se quitó el anillo de bodas (cuando ella murió, mis tías se lo intentaron quitar, pero siempre fue parte de ella y no pudieron), decía que ella se había casado con Toño y lo había hecho ante Dios y para toda la vida. Siempre dijo que él la estaba esperando; fue una señora. De sus hijas, como ya mencioné, nada memorable se puede decir. Mi padre, hijo de Antonio Coria Sevilla y María del Carmen González Garduño, fue nombrado Luis Manuel. A mí me nombraron Antonio como mi abuelo y bisabuelo –y según creo, como unos cuantos más–, un Antonio Coria más. De las primas, ninguna se llamó María algo ni del Carmen; de los primos, dos más comparten nombre conmigo, pero a ninguno se le conoce así: José Antonio (a quien le dicen Pepe) y Fernando Antonio (a quien le dicen Fer) –yo no tengo otro nombre, así que siempre me han llamado Toño, como a mi abuelo. Curiosamente, cambiaron los nombres y junto con ellos el mundo en el que crecí. Las tías y abuelas (las de mi padre) nos celebraban los santos quizá más que los cumpleaños. Mi abuela, hasta el día en que murió, nunca olvidó celebrar mi santo, ni el de nadie. Este año, con mucha tristeza me percaté que había olvidado mi santo. Que mi mundo había cambiado y sin que yo me hubiese dado cuenta. El Sábado de Gloria era una fiesta de guardar. Comíamos en casa de mi abuela, toda la familia y año tras año, hasta que nos llegó el mundo libre, el mundo de las

convenciones; el mundo que se divierte, que piensa que lo primero es estar bien consigo mismo, con el pretexto de que sólo así se está bien con los demás; “aprenderás a querer en medida que te quieras”, reza un popular apotegma. Tita murió quince años antes que mi abuela, pero su muerte dio paso a la siguiente generación. La que se esforzó por cambiar y adaptarse al nuevo mudo de la libertad y los psicologismos simplones de curiosidad. La Navidad era una fecha importante. Se reunía toda la familia, a cenar y a platicar. A los niños nos mandaban a algún lado; nada de estar “¡papá, papá, mira!”, los adultos estaban hablando; bastaba una mirada de mi padre para dejar de hacer las tropelías del momento. Cenábamos antes de las doce, porque a las doce se daban los regalos; y antes de cenar se cargaba a los peregrinos. Sin Tita, comenzamos a celebrar navidad cada quien por su parte. Las hermanas de mi padre se iban a Veracruz y mi abuela con ellas, mi tío se quedaba con su esposa e hijos en su casa y nosotros, mis padres y hermana, en mi casa. Pero el cambio más radical, el que fue completamente opuesto, fue hace dos navidades, que ya no estuvo con nosotros mi abuela: la manada de primas hicieron su fiesta con música del momento; las tías se comportaban como quinceañeras (mi madre junto con ellas); y mi padre y yo, extrañadísimos, nos veíamos sin entender demasiado. Cenamos, y al poco rato cesó la música para comenzar una serie de jueguitos: resulta que ahora llevamos regalos de broma (porque lo propio de una broma es anunciarla antes de hacerla) y con unos dados nos intercambiamos los regalos de broma. Llegamos al mundo en el que cualquier sonrisa es alegría, y la alegría le ganó la lucha a la felicidad; el mundo en el que vivimos sólo el ahora y nuestro único trabajo en él es sonreír (y donde ser felices equivale a estar


Razones para sonreír bien con nosotros mismos). Se acabaron los buenos modales; yo fui parte de este fin.  Las buenas maneras se acabaron, porque ya no las necesitamos. Servían para comportarse en sociedad, en aquella sociedad como la de mis bisabuelos: gente anticuada, sujeta a normas absurdas y sin sentido. Qué simpático es escuchar que uno jamás debe recibir a las visitas con mangas cortas. Ridiculeces que causan risa, curiosidades que causan asombro. Nuestro mundo ya no se indigna por esas boberas: uno puede hospedar a alguien sin que el huésped lleve un obsequio en gratitud, y si uno es huésped de alguien, tampoco debe llevar nada; si bien va, dará las gracias porque son meros convencionalismos, actos de zalamería innecesaria. Ahora, por todos lados nos bombardean con la idea de tener que estar bien con uno para estar bien con los demás. Lo importante es estar bien con uno mismo y que cada uno lo haga de esta manera, y, sobre todo, tolerar los medios que cada uno necesite para lograrlo; sólo así podremos estar bien con el otro. El supuesto es que no se necesita al otro para ser feliz. Día a día somos más libres y nos bastamos más con nosotros mismos. Estamos progresando y vamos por buen camino. Ahora que superamos las cursilerías de los manuales y costumbres de buenas maneras, por fin podemos tolerarnos unos a otros. Sin la ataduras a las que nos somete la pesada carga de la aplastante moral. Hemos dado pasos agigantados hacia la superación personal. Ahora, todos se superan. Estamos progresando y vamos por buen camino. Recuerdo la primera vez que leí el manual de Carreño. Me encantó leerlo por primera vez –¡me divertí y reí tanto!–. Pero no entendí nada. Aprendí que es de muy mala

educación entrar hasta la sala con el caballo –jamás lo hagan, por favor.  Lo malo en todo esto, es la cruel mentira que no alcanzamos a ver. Hemos ganado nuestra superación personal, pero la pagamos con la vida; a cambio perdimos la comunidad. ¿De qué sirve el desarrollo personal cuando ya no sabemos alegrarnos por las alegrías del amigo, ni lloramos junto con él sus penas? Creímos que era un mero convencionalismo, y sin darnos cuenta cambiamos la felicidad por alegrías; olvidamos la mejor vida posible, por la creencia de la mejor vida para cada quien; dejamos de buscar la felicidad, por seguir las efímeras alegrías. Es la obligación de cada quien procurar su felicidad. Es tan libre de hacerlo como el otro y por eso merece ser tolerado. Toleramos todo, por el respeto que cada uno merece al buscar su felicidad. Así todos nos superamos. El problema es cuando se superan unos a otros a raja tabla. Cuando el otro es un otro que me estorba o contrario a lo que tengo por bueno, pero merece ser tolerado. Las buenas maneras son “a según quién”. «¿Lo “bueno”?, ¿qué es eso?, ¿lo “bueno” para quién?» En nuestros días, la mayoría cree que las buenas maneras son un conjunto de normas que limitan nuestro crecimiento personal, que nos limitan como hombres. Pero, por el contrario, las buenas maneras nos mantienen siendo hombres, se muestra en ellas la humanidad. Que seamos animales racionales o que seamos animales políticos, está movido por la disposición natural a decir lo bueno y lo malo: damos razón de algo cuando podemos decir qué es, cuando decimos bien qué es eso; y en la política es lo mismo, pues busca lo bueno para la comunidad. Quizá lo más humano sea la natural idea de bien. Por eso digo que las buenas maneras parten de lo humano, porque procuran la

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mejor vida, la vida en comunidad; procuran el bien del hombre. Así lo entendió mi abuela y así lo vivió. Para ella no hubo problema, el problema es para nosotros que, al confundir la idea de bien con las manifestaciones de lo bueno, no creemos posible la idea de bien. Esto es lo que nos ha obligado a ser tolerantes. Como cada uno tiene su idea de bien, todo está bien, todo se permite. Somos demasiado relativos, porque de manera personal creemos que nos conviene ser libertinos; así no nos estorba el otro. Y sí, quizá se ganen alguna libertades, pero la mejor vida es en comunidad. Respondamos sinceramente, ¿de qué nos sirve toda la riqueza del mundo y toda la libertad posible, si se vive completamente solo en el desierto? ¿Para qué nos sirven las buenas maneras, ahora que somos completamente tolerantes y hemos superado la opresión de la moral? Para procurar la vida en comunidad. Regresé algunos años después a leer el Manual de urbanidad y buenas maneras. Pero esta vez lo leí con cuidado. Ya no era simplemente el mundo que se parecía al de las historias que me contaba Carmela a las tres de la tarde mientras comíamos (porque la comida era a las tres), era más que eso. Si uno lee con cuidado, comienza a notar que hay un orden en la comunidad, y si algo se mueve en ese orden, la comunidad se pierde. El orden que plantean las buenas maneras se invirtió, es por ello que perdimos la comunidad – intentaré regresar a esto líneas abajo. Lo primero es notar que hay bien y mal (en este caso acciones buenas y malas). Si creemos que todo es bueno, como ya mencioné, se relativiza y nos vemos obligados tolerarlo todo. O en otras palabras, la tolerancia evita

o cancela las buenas maneras. El famoso manual de Carreño, del que muchos hablan, mas no muchos han leído, muestra desde sus primeras páginas la necesidad de un orden. Lo primero es atender a lo primero: los deberes para con Dios (lo cual es complicado, porque ya dijeron los que sí saben, con argumentos mágicamente científicos y lógicos, que dios no existe). Antes que otra cosa debemos notar que hay un orden y que sí hay bueno y malo. A estos deberes le siguen los deberes para con la sociedad: los que nos enseñan a darnos en la patria, en la familia y en el prójimo. Y por último los deberes para consigo mismo: deberes que nos ensenan a recibir y el cuidado que uno debe tener para ser bueno para con Dios y con la sociedad. No me extenderé más, regresaré al punto que dejé sin concluir y ya. Es común escuchar en estos días la frase: “hay que estar bien con uno mismo para estar bien con los demás”. Hay quien podrá decir que aparentemente es lo mismo. Aunque sin Dios y siendo la sociedad un mero convenio, no hay razón por la cual preocuparme por el prójimo. En la comunidad, el esfuerzo es por procurar la comunidad, procurar la mejor vida posible para todos; mientras el crecimiento personal no procura más que la mía, y si me esfuerzo por arrastrar a los demás a la cima en la que me encuentro, únicamente es para no sentirme solo. Podrán decir que soy moralista, pero jamás que estuve solo. Mi abuela siempre me compartió su mundo y lo viví con ella; vi cómo se invirtió en pocas generaciones y no me queda más que agradecerle por haberme mostrado que hay orden en el mundo.


Sueño en la oscuridad por Daniel Fernando Aguilar Rodríguez

She is gone but she was here And her presence is still heavy in the air Oh, what a taste of human love Willie Nelson

I

magino y me frustro. Siempre me sucede lo mismo al tomar la pluma y dejarla deslizarse sobre las hojas de mi libreta color carmín. La narración fluye como un río que corre sigiloso y silvestre a través de las rocas: ya comenzada me doy cuenta de ella al estar terminada. Quizá por eso nunca quedo satisfecho. Yo urdo los suaves hilos de mis personajes y ellos desatan o complican sus nudos. No es sorpresa, entonces, que diga que siempre temo el final de cada historia. Tal vez exagero, también siempre sucede eso. No puedo huir de una desesperación natural que padezco. Ni siquiera mis baños en miel pueden someter la tempestiva ansia que me acongoja, ni ese dulce encanto es capaz de calmarme completamente. Por ello los hombres deberían dejar de quejarse tanto. A pesar de mis infortunios, bien puedo regalarles tan divino placer. ¿Aquéllos son ingratos? ¿O ignorantes? ¡Quién sabe! Puede ser que me desconozcan y su ingenuidad los orille a la ingratitud. Todavía puedo soportar a ésos. Los que no gozan de mi frágil paciencia son los engreí-

dos que creen dominarme. Si yo no puedo hacerlo, ¿qué saben esos imbéciles? Recuerdo especialmente a uno, se encuentra en mi memoria por haberle respondido yo de manera tan peculiar. Su nombre era Alonso, justamente aquí está su historia en mi libreta. Es un deleite para mí leer ese episodio. Por muy pequeño que haya sido, mi corazón se entusiasma grandemente. Ese Alonso había llegado varias veces a mis oídos, varias cándidas jovencitas lo repetían con euforia o sollozo. Ellas suplicaban por que yo incluyera a Alonso en sus historias, lástima que nunca me animaba a profundizar en esos vínculos. Generalmente me entretenía cantando versos para reanimar las llamas de sus corazones. ¿Que era cruel? ¡Cómo si nadie lo fuera! Muchas de mis historias terminan en crueldad, quién sabe quién es peor: el hombre o yo. De todos modos, en el caso de Alonso y las jovencitas, obtuve mi reprensión por dicha crueldad. La soberbia de Alonso tomaba brío con cada mujer que lo adoraba. Digo lo adoraba porque estoy dudoso de que él sintiera algo por ellas. Cada palabra dulce pronunciada sólo fortalecía aquella ilusión lastimera.

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El flirteo de Alonso no era únicamente embelesar a las mujeres. La fugacidad del encuentro aún podía extenderse una semana: el lunes la conocía, el martes le invitaba un café, el miércoles iban al cine (si aceptaba estaba dispuesta traspasar la frontera de la cordialidad), el jueves no le hablaba (para aumentar las expectativas) y el viernes tocaba película en su casa. Cuando Alonso tenía una novia efímera, los días se trocaban frecuentemente en viernes. La mamá de Alonso ya conocía este itinerario, al menos agradecía que su hijo trabajara en las mañanas. «Es mejor un golfo que un recién egresado huevón», se repetía ella cuando veía subir a su hijo con alguna a su recámara. Alonso procuraba ser discreto: preparaba unas palomitas naturales para fingir la atención que pondrían a la película. Su madre o hermana menor siempre confirmaban su presagio al encontrar después intactas y frías dichas palomitas. La primera intentaba débilmente disuadir a su hijo de la promiscuidad: nunca tuvo éxito. ¿Cómo iba a tener éxito si, en el fondo, estaba conforme ante la normalidad juvenil de su hijo? «Es un golfo, pero ya crecerá. Qué bueno que no se arrepienta del hoy», «hijo, haz lo que quieras, pero eso sí: protégete. No me salgas con una sorpresita.» Esta resignación no había surgido tan espontáneamente. A pesar de que gustase de ver a su hijo contento, ella hubiera deseado que la felicidad de aquél no se concentrara en ese modo de vida que seguía. Rápidamente esta idea se falseaba al recordar las palabras de su hermana. La tía de Alonso, Renata, era alguien que destacaba en su familia. Ya fuese por su agitada vida o disparidad frente a sus otras dos hermanas, no cabía duda que ella resaltaba ante el apellido Morán López. Renata no tenía hijos y tampoco estaba casada. Su vida estaba enfocada en viajar y mantener su par de

negocios, los cuales le permitían darse el lujo de su libertad. Para Natalia, la mamá de Alonso, no había mujer más feliz y libre que su hermana. Esta última constantemente mitigaba los débiles escrúpulos que parecía tener la mamá frente a su hijo: «Déjalo vivir: mejor que conozca muchas antes que encuentre a la indicada. Corre el riesgo de establecerse con la primera que encuentre», «no tiene nada de malo disfrutar la sexualidad. El ser humano ya parece aceptarse: cero tabúes», «tu hijo es privilegiado de haber nacido en este siglo, por fin pudo librarse del oscurantismo en el que crecimos». Alonso no renegaba de su estilo de vida, en realidad hasta pretendía predicarlo. No sólo era sexo, los ratos en la cama era ilustración de su postura vital. Cuando uno de sus amigos –o amigas– le preguntaban qué hacer en alguna situación amorosa, él jamás fue discordante a su verdad. La seguridad en su respuesta confirmaba el orgullo en la postura y consecuente estilo de vida. Esta actitud explicaba por qué reprendía con frecuencia a Luis, uno de sus amigos: «Ya búscate a alguien, ¿o qué: no te cansas de estar solo?», «entiende, Luis: tú buscas lo inalcanzable, tú quieres pura belleza», «no seas tonto: el amor apendeja y las mujeres son estúpidas. Debes ser un cabrón con ellas o te irá mal», «las viejas son pendejas: acostúmbrate. Te toca tomar el control de la situación». ¿Pueden imaginar la causa de mi irritación? Uno tiene que padecer un súbito pánico para que este arrogante confíe en un placer ataráxico. ¿Quién se creía? ¿Un vigoroso domador de fieras amorosas? ¡Qué iluso! Me tuve que imponer para demostrarle que yo era más fuerte que él. Mis golpes parecen débiles por la flaqueza de mis músculos, sin embargo mis opositores no entienden que mis ataques laceran el alma.


Razones para sonreír La fragilidad del alma humana no soporta el despliegue pleno de mi poder. En aquel entonces Alonso se preparaba para dormir. Ese sábado no había ningún evento que le impidiese acostarse en su cama, y en realidad así estaba mejor: el día fue tan fatigante que no deseaba otra cosa que no fuera descansar. Ni siquiera el griterío que despedían su hermana y amiga podían distraerlo del reposo nocturno. Lucía era la mejor amiga de Lorena, la hermana de Alonso. Aquélla era sumamente cercana a la familia, prueba de ello era (como en esa ocasión) la comodidad que había en recibirla en el hogar. La presencia de Lucía era tan casual que Alonso nunca preguntaba por qué estaba ahí, la costumbre misma le respondía. Muy dentro de él había una cierta admiración por la amiga de su hermana, su personalidad discreta y tierna lo sorprendía y cautivaba en las conversaciones que mantenían. Quizá adolecía de timidez y seriedad, sin embargo mostraba resplandores de alegría cuando su decoro lo permitía. Esas palabras que intercambiaban podían ir desde lo superfluo hasta el terreno de la intimidad, lugar que pocas veces Alonso exploraba. Este último disfrutaba de platicar con alguien que pudiera alegrarlo sencillamente, la feliz y confiable ternura lo iluminaba. «La almohada recibía suavemente la cabeza de Alonso, sumido en un sosiego se apaciguaba su ánimo. Las manos de aquél arropaban su cuerpo alistándolo para el descanso. En un movimiento pesado los párpados guardaban al joven de su alrededor hasta finalmente aislarlo. Lentamente los músculos se aligeraban dando la sensación de pérdida de lo corpóreo, juntamente su conciencia se desfallecía... Repentinamente, irrumpiendo su tranquilidad, alguien abrió la puerta de su recámara. Los oídos de Alonso se alertaron de lo ocurrido, no obstante él prefirió hacer caso omiso. Hay ocasiones

donde uno termina cansado de todo –ya sea por molestia o fatiga– y ahí es cuando uno decide renunciar aun momentáneamente: eso le sucedía al hombre en dicha noche. Comenzaba a estremecerse Alonso al oír las débiles pisadas, sin embargo trató de calmarse al recordar que todo es temible en la oscuridad. La debilidad de esta creencia se hizo patente cuando unos dedos se posaron sobre el hombro del joven. Creció la intriga al sentir como unos brazos se acomodaban para recargarse sobre su costado… “¿Te encuentras bien? Sentí como si no lo estuvieras.” »Inmediatamente Alonso reconoció esa voz y puso fin a la incertidumbre. Curiosamente lo tranquilizó la única persona que realmente podía hacerlo: la presencia de Lucía fue un sencillo respiro en la agitación. Aun en silencio y oscuridad la calma nocturna no pudo retornar. Ahora una excitación era el motivo que estremecía el interior de Alonso, esta impaciencia lo animó para que volteara a ver a su visitante. Abrió sus ojos encontrándose con la mirada apacible de Lucía, la cual conmovió su corazón. Él sólo pudo responderle acariciándole el rostro. “Algún día tenía que pasar esto. Tú y yo percibimos el brillo cuando estamos cerca. Quizá lo de hoy está en nuestro porvenir” »Alonso se preguntaba perplejamente qué significaba realmente eso del porvenir, esa palabra sólo la creía posible en las historias fantásticas o mitológicas. Ni siquiera esa palabra pudo caber en el matrimonio de sus padres. Para su desdicha, un conglomerado difuso de voces –a modo de susurros– lo distraían de la reflexión de aquellas palabras: su madre, tía, amigos no lo dejaban pensar serenamente. La agitación propiciaba que su corazón palpitara con fuerza en su torso abrasado, los recuerdos y palabras de Lucía causaban un tremendo revuelo. Otra vez lo

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inquietaba el agobio, sin embargo ahora se encontraba Lucía para reconfortarlo nuevamente. La emoción desbordada de Alonso obtuvo solamente concentración cuando la mirada de éste pudo fijarse en los labios de ella. Delgados, tiernos y discretos: como la misma jovencita. Los involucrados sabían qué se avecinaba. Hoy se manifestaría el cariño reservado, por fin se consumaría lo que era nutrido en el recóndito de ambos…» A partir de ahí se encuentra rayada violentamente mi libreta, recuerdo la notable presión que ejercía la punta de mi pluma sobre el papel. Alonso tosió y tosió. Parecía como si el aire le faltara. Aventó su mano contra el buró. No había nada que calmara la sequedad de su garganta. Un gemido brotó de esa aridez, largo y continuo expresaba frustración y dolor. Fuertemente sostuvo la sábana debajo de su nariz: «¿Adónde se fue ese aroma de fresa?, ¿Lucy?» No hubo respuesta.

Fotografía Victoria Montoya

Obviamente la relación entre Alonso y Lucía quedó mermada desde aquel momento. Él jamás se atrevió a preguntarle por qué lo había visitado o qué había sucedido con ella. En realidad cualquier pregunta ya era difícil de hacer, las conversaciones que tanto atesoraba nunca volvieron a darse. Incluso esa cama parecía haber quedado maldita: nunca más pudo volver a gozar ahí con una mujer. Ya había pasado, eso era lo único que sabía. A pesar de que el camino del sol fuera muy vertiginoso, siempre esperaba ansioso el dormir. Aún tenía la esperanza de que en alguna noche ocurriera lo mismo que sucedió en aquélla. Alonso deseaba con todas sus fuerzas que esa oscuridad pudiera disiparse dando paso a lo anhelado. Conforme pasaba el tiempo, en medio de la desolación, añoraba con mayor ahínco regresar ese momento, uno donde pudo sentirse realmente vivo.


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El oficio de reescribir el mundo por Luis Octavio García Mondragón

El libro es el salvavidas de la soledad Ramón Gómez de la Serna

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onriente escritor de largo aliento que prolonga entre las líneas lo mismo claros y efectivos adjetivos que inusitados y encrespados adverbios para sorprender juguetonamente la complicidad lectora de aquellos que con astucia siguen atentos la profusión verbal de frases sencillas en apariencia y que en realidad se escabullen libres por el mundo enhebrando los juegos con que día a día acontece sabrosamente nuestra vida o bien ingenioso retador preciso de las más seguras entre las expectativas es José de la Colina. A él no le gustan las frases cortas. Sus cláusulas oceánicas arrebatan al lector como una buena ola en un atardecer todavía un poquito soleado y lo invitan a mantenerse en pie con la elegancia propia del arte de la vida en la tabla salvavidas de las letras, las ideas y las lecturas. Tan Quijote como Sheherezada, don José es un mar de historias reales por inventadas. A veces Gregorio Samsa y otras el otro José, de la Colina vive vidas ajenas en la metamorfosis de la propia e invita al lector a metamorfosearse con él, a ser su otro, sabiente de que “todo lo que no es traición es plagio”. Lo mismo un fantasma de sí mismo que sí mismo como fantasma entre los fantasmas de la literatura, José de la Colina travesea en su más reciente libro, De libertades fantasmas o de la literatura como juego, por los extremos de la vida para demostrarnos que por muy extremos siguen siendo todavía meros senderos del mundo, que aquello que parece más lejano y alejado sigue siendo céntrico y central, que la literatura –como lectura y escritura– es el arte de reescribir el mundo. De libertades fantasmas o de la literatura como juego (FCE, 2013) es una recopilación de una pequeña parte de la muy extensa obra periodística que por más de sesenta años José de la Colina ha compartido con sus lectores en las más diversas páginas. Claramente, De libertades fantasmas o de la literatura como juego, por el que el autor ha recibido el premio Xavier Villaurrutia, se compone de casi la totalidad de los trabajos de un libro anterior intitulado Libertades imaginarias (Aldus, 2001) y de una parte importante de su innovador Portarrelatos (Ficticia/UNAM, 2007). Del primero, sólo dos secciones quedaron fuera del nuevo libro: “El Eshtukpevndoh Evtushenko” y “Asteriscos. De la vidita literaria”. Del segundo, el autor retomó

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11 de sus 12 versiones de Gregorio Samsa, dejando en el camino la versión libremente imaginada de Samuel Beckett y sustituyéndola por la de un escritor de cuentos para niños. Vistos a la ligera, los cambios son nimios; pensando que son cambios de ese reescritor del mundo que es José de la Colina, son libertades imaginarias dignas de interpretación. El desaparecido “El Eshtukpevndoh Evtushenko” es una crónica satírica de la actitud pretendidamente culta de la élite progresista y procubana ante los devaneos de una supuestamente innovadora, atrevida y revolucionaria ejecución poética de un –of course– poeta comprometido. Ahí, de la Colina muestra la delgada línea que distingue los ripios pseudocultos y las expresiones folclóricas, los enunciados de la comprometida –mas no como eufemismo– crítica revolucionaria y la mofa de los auténticos críticos del arte, la chanfla del buen gusto y la perversión que a la literatura acarrea el totalitarismo político. Importante es distinguir aquí la razón por la que “El Eshtukpevndoh Evtushenko” se volvió prescindible: ante nuestros tiempos de escepticismo político es mucho más conveniente recuperar el folclor genuino por vías más cotidianas, comunes y corrientes. Por esto último, en De libertades fantasmas… se mantiene ese trabajo indispensable sobre Pinocho y se presenta en libro a Snoopy como escritor. El otro ausente en el nuevo libro, “Asteriscos. De la vidita literaria.”, ha sido republicado en el blog del autor y en ello ampliado más de dos veces, y en su columna dominical en el diario Milenio. No por eso, creo, es suficiente para el olvido de dichos asteriscos. Bien podrían conformar un lindo volumen ilustrado para alguna editorial pequeña, o un trabajo entretenido para un antologador entusiasta. Muy distinto es lo que podemos decir de las versiones de Gregorio Samsa. En Portarrelatos la última versión es de Samuel Beckett, en De libertades fantasmas… la novedad es un autor de cuentos para niños. ¿Samuel Beckett suplantado por un autor de cuentos para niños? ¿Samuel Beckett como un autor de cuentos para niños? ¿Cuál fue la libertad imaginaria de don José de la Colina para llevarnos a la pregunta anterior? De las 11 versiones, la que más varía es la primera en ambos volúmenes: la bíblica. En Portarrelatos el autor se aproxima al asunto kafkiano desde la más ortodoxa versión bíblica: tal cual se trasluce en la versión hebrea del Génesis, hubo varios principios y en uno de ellos es en el que acontece la Creación. En el nuevo libro, el principio es sólo uno y da origen a esta única Creación. Dios inventa en el libro anterior; en el nuevo libro Dios crea. En el libro anterior, José de la Colina recrea a Gregorio Samsa; en el nuevo lo reescribe y con ello lo inventa como un hecho bíblico: no sólo es una versión de Gregorio Samsa, sino que es una versión del Génesis, una versión de la Creación. O dicho de otro modo: no es un cambio simple de corrección del texto, sino que es reescribir la propia experiencia y con ello el propio mundo, el único mundo, ése en el que la literatura y el hecho literario nos permiten ser libres. La libertad imaginaria que permite reescribir la Creación es la misma que nos plantea el juego de entender a Samuel Beckett como un autor de cuentos para niños: ¿no se recrea el adulto existencialista con las letras y las moralejas de Beckett igual que lo hace el niño con las letras y las moralejas de los cuentos para su edad? La idea suena socarronamente a San Agustín. De la Colina nos lo muestra, obviamente, con un juego más: exhibiendo el arte literario de Cri Cri. “Cri Cri o la fiesta del mundo” es el mejor ensayo literario sobre la literatura infantil que he leído. Es un ensayo original, no sólo por haber sido escrito por primera vez, sino porque parte mucho más allá de los prejuicios contemporáneos sobre la literatura infantil: no es un hijo de Rousseau que considera a los niños inocentes por sí, tampoco yerra como aquellos que desdeñan la literatura infantil como un producto más lejano de la gran literatura y más cercano a los pastiches comerciales. De la Colina parte de lo evidente: la literatura infantil es literatura, por


Razones para sonreír tanto es libertad imaginaria; los niños, son hombres, por tanto tienen imaginación libre. La literatura infantil es libertad imaginaria de los infantes. Y desde ahí, don José se asoma a preguntar “¿quién es el que anda ahí?”. La respuesta coral que recibe es lo mismo “es Cri Cri, es Cri Cri”, que la polifonía creativa del prolífico compositor mexicano. Uno a uno va recorriendo los cuentos, una a una va repasando las notas, y con un ejercicio magistral en la ejecución de la lectura va exhibiendo en la prosa el universo todo de ese tejedor de sueños que fue Cri Cri. Tomando en serio la obra de Francisco Gabilondo Soler, José de la Colina nos va mostrando los recursos literarios del autor, señalando los detalles, apuntando una greguería en el Coro de las chicharras: “Mira la luna llena/fíjate qué bonito/al salir me parece/yema de huevo frito”, o un haikú en Cleta Dominga: “Esa luna de nácar/redonda maraca/que sale del mar”. La literatura infantil, al cabo, es tan seria como la literatura “adulta”, siempre y cuando sea literatura. Así lo muestra el autor con los ensayos que flanquean “Cri Cri o la fiesta del mundo”. Le sigue “La invención de Pinocho”. Lo precede “Ramón, o el juego del mundo”. Sobre Pinocho nos hace ver que de la versión cinematográfica (y artística) a la versión literaria (y artística) hay mucho que aprender: que el Pinocho que aprendemos de niños nos puede acompañar muy bien si nos atrevemos a aprenderlo en la edad adulta. De la Colina reconoce en Pinocho a Ulises que intenta volver a casa, al Lucio de El asno de oro que se descubre en burro, a Jonás tragado por una ballena, a una vida que hila historias como Sheherezada, a un juguete animado como personaje de Hoffman, al hada madrina al estilo de Poe, y a un padre carpintero y no carnal… el lector debe saber de quién se trata. En “Ramón, o el juego del mundo”, más allá del juego interno entre los títulos, de la Colina nos presenta vivamente el arte de la greguería, no muy distinto a los disparates infantiles que de pronto revelan la verdad. ¿O no es la greguería la más clara expresión de la literatura como juego? De la Colina va más allá: la literatura no sólo juega haciendo cuentos y canciones para niños o greguerías para complacer inteligencias y sensibilidades, sino que juega consigo misma y con las letras en la creación de anagramas y palíndromas. Nuevamente, la labor de aquel que se dedica a la literatura ha de ser lo mismo coleccionar, clasificar e inventariar palíndromas y anagramas, que construirlos, darles la vuelta y retar a la inteligencia lectora con ellos. (Guárdeme como secreto el lector que el nombre de José de la Colina puede formar los siguientes anagramas: el nombre “Enodio Callejas”; el titular de ocho columnas “Desalojan Cielo”; la lépera frase “acá jodéis lleno”; o la todavía más soez instrucción “encajadlo ileso”). Quizá porque la lectura de palíndromas y anagramas es siempre un reto a la inteligencia, José de la Colina presenta, entre los pasajes más notables de su libro, una “Historia casi universal de la adivinanza”, que lo mismo recorre los caminos de la literatura que los del folclor, y a medio camino entre ambos desmiente la versión popular de la historia de Sansón. En su recorrido nos ofrece una clave poco usual: cómo historiar lo diario, las palabras cotidianas, las expresiones consabidas, lo que los eruditos desdeñan como literatura menor. Porque, parece ser, en esa reescritura de la vida diaria, de los muchos detalles pequeños pero significativos de los días y las páginas que vamos pasando, en ese arte de cronista del reino superior de la libertad imaginada, en esas biografías de los fantasmas de la literatura, la historia y la imaginación, en todo ello, radica la mayor fuerza del ingenio, esa fuerza que le da forma a De libertades fantasmas o de la literatura como juego para revelar a la vida que nos ha tocado vivir como un gran misterio, como una tenaz adivinanza, como un juguetón anagrama o un bien logrado palíndroma, finalmente como si la vida tuviese siempre una dedicatoria: a jugar y a cantar que el mundo se nos va a acabar…

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scolio del hombre cursi por Hugo Adán Moreno Estrada

Fiebre y temblor del alma sometida liberada en verso de plegaria por un ansia perenne y legendaria que envuelve a la sangre revestida con el aire de la mortal herida, 41

templada con delirio y suma gloria en la blanda potencia imaginaria del latido que tomamos por vida; del burgués eres última victoria, miel eterna de su ya amargo suelo. ¡Persiste en azotar su memoria!, que no cese en ese delicado vuelo de su sincera práctica amatoria, llevando siempre un corazón en duelo.


El tiempo discreto

FotografĂ­a de Florecita


A ciento cuarenta años del nacimiento de G. K. Cesterton

De pesimismos y amistades vanas por Francisco García García

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I. Preludio iempre se me ha hecho pretencioso hablar de estos tiempos como si de una sola vista pudiese abarcarlo de un golpe todo. Y sin embargo, parecemos estar compelidos a señalar de tal modo el momento en que vivimos. Frecuentemente es fácil escuchar que la marcha de las cosas sólo empeora o que vivimos en tiempos especialmente nefastos. Y sin detenerse un buen rato a meditar, corremos el riesgo de cometer la ligereza de dejarnos llevar por el mal comentario. Nos encontramos ante la encrucijada del Eclesiastés, en que mentar el todo es vanidad de vanidades. No es rara la escena. Seguramente a todos nos ha pasado alguna vez, y muy probablemente de manera más frecuente de lo que nos gustaría. Hay alguna charla en la que nos encontramos de repente en un lugar común: la marcha del mundo no va por buenos rumbos. No se sabe dónde va a parar esto. La cosa va mal o que la injusticia, iniquidad o desigualdad se hallan desbordadas. En nuestros tiempos rara vez se habla de maldad. Lo intrincado del argumento que el interlocutor lanza, a veces, depende directamente de la distancia propia que considere tener del malestar del mundo, y le afecta en cuanto que se considera responsable o impotente ante tal estado general de las cosas. Digo que no es rara la escena porque frecuentemente estas consideraciones aparentemente son una extensión, una profundización, de otra categoría de la cháchara que por más frecuente se la acepta más: discurrir del clima. Uno no puede responderle al pesimista de muchas maneras, pues las opciones se abren en una gama que va de la solidaridad quejosa a la confrontación. Y aunque esquemático, este lato ejemplo da lo suficiente para preguntarnos qué es mejor para el caso. Asentir junto con el quejoso implica, o bien que se comparte el pesimismo respecto al mundo en el que uno se encuentra, o bien que se considera mejor no violentarle en su amargura y de este modo mantenerla dentro de los muros de su ideario –que es donde menos daño hace. Confrontarlo con miras a disuadirlo nuevamente no zanja el problema, pues no queda claro si hay una intención amistosa de por medio o son meras ganas de llevar la contra.


El tiempo discreto Leer a Chesterton es percatarse de que hay la posibilidad de hablar sobre lo que está mal en el mundo con alguien que esté dispuesto a escuchar de ello, pero aún más, de hablar con quienes no lo estén. Sin ser él mismo un predicador, extiende la palabra de su tan extraño como cotidiano credo a quienes estén dispuestos a lidiar con él. Dueño de una inteligencia privilegiada, muestra a través de la paradoja, el verso, la parábola y el razonamiento, una visión totalizadora de la realidad en la que se destaca el sentido de la vida ética, y la primacía de la acción humana como punto de partida para la comprensión del mundo. Definir a Chesterton como una clase de escritor o estudioso es limitarlo demasiado. Al igual que con los grandes polígrafos, su obra se entrevera con su vida, de tal suerte que aventurarse a descubrir el pensamiento chestertoniano presenta algunas dificultades singulares y nos obliga a revisar también su vida personal. A cien años de sus mejores producciones podemos notar que es un escritor considerado como uno de los más hábiles compositores de aforismos y polemistas en lengua inglesa. Sus obras más famosas inclinan a la crítica literaria a concebirlo principalmente como columnista y literato. Por otra parte su franqueza a la hora de polemizar y exhibir su credo le sitúan como uno de los más fervientes defensores y propagadores de la fe cristiana por los católicos de estos tiempos; no en balde ahora mismo se discute su beatificación9 en el seno de la Iglesia Católica. Y tal vez por ello es que en las pasadas elecciones para presidente en los Estados Unidos, algunos senadores republicanos declaraban la relación entre las Políticas del entonces candidato Barack Obama y el pensamiento chestertoniano – cualidad atractiva en un país cuyo número de católicos es grande. Así pues, estamos frente a un escritor cuya influencia no es fácil de caracterizar y definir debido a la aparente distancia entre los ámbitos en que ésta suce-de. Adicionalmente habría que mencionar que existen sociedades chestertonianas cuyas misiones no son necesariamente comunes. (Prueba inequívoca de que él tenía razón en su prólogo a Herejes cuando afirmó que varias personas que están de acuerdo en algo malo, no necesariamente comparten una misma idea de lo bueno). Por últi9

El propio Papa Francisco I formó parte de la Sociedad Chestertoniana en su natal Argentina.

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A ciento cuarenta años del nacimiento de G. K. Cesterton mo, también es destacado en los estudios teológicos, aunque de ma-nera un tanto silenciosa pues es más fácil dar con la noticia que con sus textos en esta área. Nos es más conocido por su genial novela El hombre que fue jueves, sus relatos de misterio protagonizados por el peculiar Padre Brown, y por dos de sus libros de ensayos: Herejes y Ortodoxia. Sin embargo su producción es sumamente amplia, y abarca también géneros como la poesía, las vidas, la historia, el periodismo, la ilustración y la caricatura, así como también la labor editorial. Pero dejemos hasta aquí esta noticia de su obra, y mantengamos la perplejidad ante la imprecisión de caracterizarle como mero literato o escritor para volver a la cuestión inicial. II Ante la sombra del pesimismo

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Ante la queja del mal estado de las cosas, Chesterton da la pauta suficiente para la resolución de un enigma, pues cuando responde lo hace con las palabras y las acciones. Quizá una de las enseñanzas más valiosas que nos ha legado es que el mundo y la propia existencia llegan a ser paradójicas. En tanto retruécano retórico, la paradoja puede no pasar de ser un divertimiento jovial de la razón, pero esta puede transitar del mero juego de palabras a la enseñanza moral cuando encarna en la acción. Así sucedió con Sócrates al rechazar la libertad ilícita que en realidad eran unas cadenas mucho más cruentas que la muerte; así el Cristo cuando pagó al odio con el amor o cuando dio al César lo del César; y así lo hace Chesterton cuando polemiza con sus amistades. También se muestra en su obra cuando mediante una brillante caracterización pone estas palabras en un hombre que vocifera ante la Paz de Dios: «Te entiendo –exclamó–, por eso no puedo perdonarte. Eres el contento, el optimismo, la reconciliación final. Y yo no estoy reconciliado. (…) ¡Oh, yo puedo perdonarle a Dios su ira, aunque destruya las naciones; pero no puedo perdonarle su paz!». No se oye hablar de metafísicas de la contradicción porque todas inherentemente la implican. De Parménides y Heráclito hasta Heidegger, ha sido un rasgo esencial a tal campo de estudio. Tal vez porque la realidad misma así es. Y sin embargo parece que sólo a Platón y a Chesterton les es dable jugar con ello. Aquél desde la metafísica y éste desde la teología. IIb Pesimismo asombrado El pretexto de todo esto apunta pues, al pesimismo. De éste, podemos decir que sus primeras manifestaciones modernas con Schopenhauer son las raíces de una tradición filosófica que se halla fuertemente arraigada en el pensamiento occidental contemporáneo y cuya madurez se alcanza con Nietzsche y


El tiempo discreto Heidegger. Con nociones tales como el advenimiento del último hombre y la crisis del nihilismo occidental se inauguran las filosofías que se deslíen de la responsabilidad por concebir un mundo con finalidad y sentido estrechamente ligados a la acción del hombre, (esto es, de la visión ética del hombre). En efecto, si no hay misión del hombre ni finalidad del mundo, podemos ajustar mejor nuestras miras a hablar de valores que se ajustan a la época, como condiciones de posibilidad y aumento, listos para el combate con los otros. No se tiene finalidad a no ser que esta sea necesaria para insuflar fuerzas para la lucha y el despedazamiento del otro. Toda religión, moral y cosmología quedan subordinadas al caprichoso y acomodaticio impulso de las ciegas fuerzas de la vida. Para que se completase el tránsito de la idea desde el pesimismo con Schopenhauer, hasta el eterno retorno de lo mismo y el Nihilismo con Nietzsche y Heidegger tuvieron que pasar cuando menos cien años, y casi otros cien de que estudiosos y pensadores lo pusieran en boga. Lo que ocupa el lugar central es la Voluntad, misma que presuntamente se concreta en lo que más arriba señalamos como Vida. Lo sorprendente del asunto es que al centro de ese lapso, la obra de Chesterton parece tener un cariz profético respecto a los alcances y consecuencias que puede tener tal filosofía aún antes que acabara de concebirse con claridad –o cuando menos distinción. El definitivo desacuerdo que mantiene Chesterton con el nihilismo es algo que se puede notar en la caracterización de algunos personajes en sus novelas (El poeta Gregory y el doctor Worm en El hombre que fue Jueves; Flambeau en los relatos del Padre Brown, las figuras de anarquistas en otras novelas). Todos ellos tienen el carácter de espíritus libres o de heraldos del progreso del hombre. Aunque se podría decir de manera muy general que la disputa entre la visión de Chesterton y la del nihilismo son posturas encontradas, porque en una hay un cosmos con finalidad y en el otro no, ello no zanjaría la disputa, es más, ni siquiera alcanzaría a plantearla: pues finalmente no es tan simple como una preferencia si asumimos que en esa cuestión se nos va el carácter que ha de cobrar la vida. En una de las conclusiones centrales de su Ortodoxia, el autor nos señala que: «La guardia exterior (de la filosofía moderna) es encantadora y atractiva, y adentro la desesperación se retuerce… Y la desesperación consiste en figurarse que el universo carece de sentido» El atractivo de la filosofía de la última modernidad tiene su raíz en que se presenta a sí misma como el único camino que puede ofrecernos plena libertad por carecer de un primer principio o un fin último. De tal modo que la libertad es la esencia plena de cada individuo. La desesperación se retuerce porque los individuos son estériles en lo que se refiere a hacer comunidad. La libertad plena orilla a la soledad. Que si bien no es lo más esencial de la crisis, sí es uno de sus principales componentes.

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A ciento cuarenta años del nacimiento de G. K. Cesterton III (Amistad que sobrevuela los abismos) Hay una dedicatoria importante con la que abre El hombre que fue jueves y que lamentablemente no aparece en la mayoría de ediciones españolas. Ni siquiera en la muy cuidada traducción de Alfonso Reyes (FCE, Colección Popular, 1985; Biblioteca Universitaria de Bolsillo, 2009). Está dirigida a Edmund C. Bentley10, un amigo con quien GKC creció y con quien tuvo preguntas muy serias y que mantuvo a lo largo de toda su vida. Hace patente el poema que esta novela es una manera de responder a las interrogantes que el par de amigos algunas veces compartían y otras –como suele suceder con las preguntas fundamentales– sencillamente atinaban a poner en práctica. La dedicatoria abre así: A cloud was on the mind of men, and wailing went the weather, Yea, a sick cloud upon the soul when we were boys together. Science announced nonentity and art admired decay; The world was old and ended: but you and I were gay.

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Una nube velaba de los hombres la mente, y así pasaban los tiempos gimientes; Sí, una nube enfermiza sobre el alma; éramos muchachos y juntos estábamos. La ciencia proclamó la nada; y el arte admiró la decadencia; El mundo estaba viejo y acabado pero tú y yo vivíamos alegres.

Y al final: This is a tale of those old fears, even of those emptied hells, And none but you shall understand the true thing that it tells– (…) Between us, by the peace of God, such truth can now be told;(…)

Esta es la historia de aquellos viejos miedos; y de aquellos hoy vacíos infiernos, Y nadie más que tú comprenderá qué es lo que realmente dice– (…) Entre nosotros, por la paz de Dios, ahora puede contarse esa verdad:(…)

We have found common things at last, and marriage and a creed. And I may safely write it now, and you may safely read.

Hemos encontrado cosas en común: un acuerdo y un credo, Y ahora escribo sin riesgo, y tú, sin riesgo, puedes leer.

Podemos notar que el canto nos ubica en el centro de la decadencia de los tiempos. Antepuestas se encuentran la vejez del mundo y la juventud de los amigos quienes constituirán una fortaleza hecha de arena en torno a sí mismos para protegerse de manera por demás inocente del riesgo. De este desamparo que da en describir de varias formas: a veces con el silencio de las campanas de

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Edward Clerikew Bentley fue un humorista y novelista inglés, contemporáneo de Chesterton. Fueron compañeros en la escuela y por la manera en que responde a su dedicatoria, se diría que fueron amigos entrañables. La novela en que responde con una dedicatoria de vuelta se llama The woman in black y puede leerse en la página de Project Gutenberg.


El tiempo discreto la iglesia, en otro momento como un Baal que obtura la luz del cielo y arranca himnos de todos menos de ellos. El poema anuncia, pues, una clase de grave crepúsculo. Y es que su crítica de la modernidad coincide con la del paganismo en que la visión del progreso sin finalidad conduce a la mera angustia del vacío. La extraña alegría que embarga al polemista se prende del contraste entre la inocencia de la juventud anhelante y el mundo envejecido. Si aquí esta vejez es símbolo de la decadencia de la modernidad, aquél anhelo juvenil lo es de la natural indignación con que uno tiende a señalar lo que está mal. Esta noción se afianza cuando más adelante en referencia al cristianismo nos señala, en el mismo poema, que: «Dios y la buena república llegan cabalgando, sonrientes… y vimos a la ciudad AlmaHumana (Mansoul) | –otrora en roquedal sitiada– ahora libertada». Mansoul, la ciudad, es una alegoría de la perennidad del hombre y sus potencias o facultades; nos señala que siempre habrá espacio para indignarse ante la iniquidad y la maldad que conlleva la existencia humana. Se encuentra sitiada por los horrores que la cercan y que quedaron descritos en los versos iniciales y su liberación sucede por las fuerzas combinadas del Dios y de lo que enigmáticamente llama la buena república. La extraña alegría viene pues de la perennidad del alma humana la cual, por ser ciudad, se refiere tanto al hombre en soledad, como a la comunidad amistosa de los hombres. Dicha perennidad es como la de las hojas de los árboles y si esto es así –y creo que lo vemos; y si las épocas pueden ser crueles o pródigas; rebosantes de vida o en triste decadencia –y creo que esto también lo vemos. Entonces la alegría que quiere señalarnos es la alegría de quien agónico puede vivir y amar. No podemos pasar por alto que si escribió El hombre que fue Jueves pensando en una alegoría, ésta lo era del todo. Tampoco podemos hacer de lado –y es más importante– que es una respuesta al problema del nihilismo. Además la manera en que sus personajes buscan y se esmeran por evitar la conflagración total y el reinado de la anarquía son también metáfora de las potencias humanas y su natural inclinación hacia un orden y un amor hacia el prójimo. Inclinación que no se da sin un conflicto y un desgarramiento. Finalmente, hay que resaltar que Chesterton contó entre sus amigos a partidarios de la revolución permanente, alineados al pensamiento epigonal del que hablamos al principio de este apartado. George Bernard Shaw, Rudyard Kipling y H. G. Wells tienen mayor atención en Herejes y Ortodoxia. De tal suerte que en la amistad es donde encuentra el sustento para mantenerse en pie ante el azote del nihilismo occidental. Una amistad que cabría caracterizar como compañía en el sentido prístino de la palabra, tanto en su vida como en su obra.

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El tiempo discreto

La superflua grandeza de lo sagrado y lo maldito por Alberto Cortés Navarrete Yo dibujo estas letras como el día dibuja sus imágenes y sopla sobre ellas y no vuelve Octavio Paz, Escritura

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brirse a pensar de modos distintos el mundo en el que vivimos no nos viene con facilidad. Poco importa. Mucho más cómodo es ir y venir entre lo conocido por todos con las palabras que tan bien lo nombran ya. Pero poco importan la facilidad y la comodidad. Son sólo pocas las instancias –y casi nunca nos vemos inmiscuidos en ellas por propia voluntad– de situaciones en las que tenemos que replantear la comprensión de lo más cotidiano. Estos misterios y curiosidades, pequeñitos en su mayoría y a veces tan gigantescos que nos paralizan el alma un instante, hacen que el lenguaje se quede pendiente de la lengua, confundido, vacilante, tratando de enlazar en un temblor lo que paradójicamente es al mismo tiempo brillante y negro: resplandece como algo que está allí, pero se nos escapa en las sombras sin darnos más idea de cómo hablarlo.

La experiencia del misterio hace que en el fondo de nosotros brote la visión de un contraste. ¿De dónde surge, qué nos dice, desde cuándo está allí, hasta cuándo permanecerá? Con la fugacidad del parpadeo puede ser que estas preguntas pierdan toda importancia. El misterio puede darse por resuelto y ya, u olvidarse. Cae por lo común el seño y mira al suelo arrastrando los ojos junto a los pies. Podemos volver a la «normalidad». La mayoría de las veces no percibimos un gran cambio en el mundo, suponemos conocerlo muy bien. Así como despertando nos percatamos de la vaguedad de un sueño que ahora nos realza la cotidianeidad de la vigilia, así todo funciona de nuevo con su corriente calma y todo es devuelto a su tibia certeza. El misterio con el tiempo no se verá más que como un hipo, como una lagunilla de cuyas aguas nos secamos ya de tanto caminar entre el terregal. Cuando la sorpresa deja de serlo, la palabra enmudece satisfecha, regresa al estancamiento; pero todo este olvido no

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A cien años del nacimiento de Octavio Paz

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basta para enterrar por completo el hecho: la vivencia del contraste interior existió. Cien años han pasado ya de que nació Octavio Paz, un hombre con un ímpetu implacable por abrir este interior y dejarlo decir lo más que fuera posible. Él se negó a despegarse de lo que ocasiona este estupor. Realizó un extraordinario esfuerzo por hacer brotar en las palabras la vital y humana importancia de la sospecha nacida en el misterio: que algo siempre significa algo más. Por eso Paz es un maravilloso fuelle de la curiosidad. Es también liberador de las palabras. Es y fue un cantor que hizo sonar de mil modos las cosas para beber un néctar nuevo de cada nuevo eco. Esta entrega valdría muy poco para quien no se preguntara por qué lo hizo. ¿Qué había dentro del celo del misterio: pura obsesión, puro capricho? Lo que hay, por lo menos, es la palabra resucitada de un modo por entero nuevo. Esta es la fuente del lenguaje, de la poesía, de la prosa, de las artes. Es dificilísimo pasar por alto la sorpresa que le despierta esta resurrección. La gran maravilla, sin embargo, descansa en que nada de esto es sobrenatural. Escuchando atentamente a Octavio Paz podemos aprender que el poeta se redescubre con su voz no como un sublime ser humano que se despega del resto de los hablantes, sino como un testigo fiel de la extraordinaria experiencia de todos los hombres en general. Vivió intentando que esta sospecha nunca nos dejara y que aprendiéramos de ella que el mundo es más genuino cuando dejamos que nos diga cuánto más es, que la palabra «mundo». Esta constante preocupación suya por el contraste hace que pensemos en una

forma más verdadera de la vida humana. En esta mirada hay una enseñanza cautelar, pero es importante hacer énfasis en dos cosas para observarla. Primero: la vuelta al misterio puede hacer parecer que el lenguaje es insuficiente, pero ese entumecimiento no es permanente. El lenguaje es grandísimo, y la exploración en el misterio no se hace sin palabras. Segundo: ninguna palabra está desnuda de lo humano. Todo en el mundo tiene sentido. La poesía de Paz y su prosa son encarnadas y vivificantes. Experimentando con las superficies sobre las que las palabras se detienen intentaba dejarlas correr, y al mismo tiempo, siempre que el flujo amenazaba con desbordarse sin sentido, intentó encauzarlo. Dice en su poema Las palabras: «dales azúcar en la boca a las rejegas, ínflalas, globos, pínchalas». El profundo contraste de la vida se deja ver en la imagen: uno intenta decir algo, y ese algo quiere decir siempre mucho más. Lo más especial de la palabra no está fuera de ella. Es sugerente de una posibilidad sagrada en la existencia humana que todo lo que mira tiene significado, lenguaje, nombre; pero que al mismo tiempo el nombre no le baste y el nombre se le escape. Esto se nota en su pluma poética, y también en la prosaica cuando habla de poesía: «Hija del azar; fruto del cálculo (...) La palabra, en sí misma, es una pluralidad de sentidos». La cotidianeidad en la que todo lo quieto hace del hombre un proyecto de permanencia intrascendente es un adormecimiento, un mal sueño y nada más. De allí que la tarea del poeta sea purificar el lenguaje: devolverlo a su origen es vivirlo en su


El tiempo discreto actualidad. Cuando uno lee un gran poema puede llegar a admirarse de que mayor es el error de quien supone que la verdad se encuentra quieta que el del cantor que da a los nombres libertad para jugar. Por eso es mentira pensar que la palabra está grabada en las cosas con un solo cincel, y que el misterio es siempre una hondura muda; al contrario, la palabra misma encierra el gran misterio, y nuestro encuentro con él nos provoca hablar de innumerables modos. Sin embargo, sería contrario a la fuerza de visión de Paz obviar el hecho de que la posibilidad sagrada de la palabra también lleva consigo una maldición. No es un dolor de la carne, ni tampoco una condena. Es más bien el pesar de un sinsentido, la pena de que la razón aparente ser incapaz de explicar nada por completo. Es la desesperación de ver siempre al otro lado algo lejano que no se atisba del todo. Es también, de cierto modo, el miedo a las sombras, el encuentro con el hombre y el reconocimiento de que su humanidad tiene potencias monstruosas e inaprehensibles. El sentido de las cosas contrasta con su futilidad, su permanencia ante los ojos hace lucir más aún lo quebradizo del mortal. El lenguaje puede perder, miente, lastima y enraiza un miedo visceral del tiempo: «ayer es hoy, mañana es hoy, hoy todo es hoy, salió de pronto de sí mismo y me mira, (...) este instante soy yo, salí de pronto de mí mismo, no tengo nombre ni rostro». El reconocimiento de lo que no puede decirse punza por su falsedad, y esta invita a que hagamos nuestro lo que parece tan ajeno, a que escuchemos al tiempo y al futuro, a que nos hagamos del pasado y a que intentemos

salir de hoy, tarea que parece a la vez imposible de realizar e imposible de deponer. Ambas formas de la vida son parte de la verdad humana de la que constantemente habló Octavio Paz, y nunca dejó que la loa de una falsificara a la otra. Esta multiplicidad es muy fácil de superficializar si se le entiende como una llana lucha de contrarios, como en la liza de lo blando con lo duro que se dio en el surrealismo; pero es el hecho mismo de que esta presencia variada tenga la posibilidad de equilibrio la que más destaca: el hecho mismo de que haya misterio es profundamente misterioso. No se trata de cavar la zanja entre lo obscuro y lo claro, sino de encontrar la humanidad de ambos. De ahí su búsqueda por revelar el corazón de las personas a través de las palabras que usan, de los modos que tienen de hablar, de lo que muestran y lo que ocultan de sus deseos. Las vidas de las personas albergan cientos de contradicciones. Una obra de una psicología tan aguda (y uso «psicología» en el sentido más ilustre) como El laberinto de la soledad sería imposible sin esta convicción. Allí la palabra sacra y el anatema encuentran cada cuál su sitio en el espejo y sólo con ambos se completa la imagen. Tanto la destrucción humana más terrible como el más elevado destino los consigue el hombre mismo. Esta obra tan famosa de Octavio Paz reflexiona impetuosamente sobre el mexicano y él mismo fue muy mexicano. Su sinceridad política fue puesta bajo escrutinio en muchas ocasiones en su vida, pero su convicción no estaba alejada de su visión de la palabra. Evidenció los excesos de la izquierda

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tanto como los de la derecha, y confió en la posibilidad de que hubiera alternativas razonables en los momentos más tensos del México del siglo XX. Con todo, tengo la impresión de que no perdió nunca perspectiva del balance entre ser mexicano y ser persona. La idiosincrasia y las curiosidades, la ineludible fuerza de la costumbre, pues, las miró con los ojos de quien puede confiar en que debajo del velo diario se oculta una naturaleza. No una que no pertenece a ninguna comunidad, ni tampoco una que no es persona sino esclava de sus tradiciones. Una complejísima, perdida por el tiempo y cubierta con siglos de confusiones y aberraciones; pero naturaleza al fin. Salió a hallar alguna resonancia, o afinidad, entre las cosas y sus nombres con la mirada que los usa y los encuentra y que descubre sus tonos. En vista del doloroso paso del pueblo que entendió como despojado, aún confía en la nobleza, en la palabra que puede elevar la condición en la que viven los suyos. Creo que Paz pensó que la palabra podía abarcar a más y más que pudiera hacer suyos. Y así, «La ciudad sigue en pie. Tiembla en la luz, hermosa. Se posa el sol en su diestra pacífica. (...) En el centro de la plaza la rota cabeza del poeta es una fuente. La fuente canta para todos». Nada de esto sería posible si la palabra estuviera sólo en la garganta, ni tampoco si fuera un evento único de la exposición de deseos, sentimientos, ni siquiera si acaso fuera un fruto de la canción más antigua. Es más bien la estructura completa de todo lo que somos y hemos hecho. Desde la piedra y la flor que son para nosotros mucho más que piedra y flor, hasta los demás

y sus familiares encuentros con nosotros. El significado de todas las cosas se encuentra en nuestra visión, y a la vez, ésta sólo tiene importancia por cuanto puede posarse sobre todas las cosas. La fiesta del mexicano solitario reluce en un tiempo en el que más resiente estar lejos de todos; pero éste es un mundo esperanzado. Por eso pensó Paz que el arte que era obscuro y para pocos era un arte decadente, y que el claro era el más grande. Para él la grandeza vibra en la comunicación, no una comunicación estéril y analizada por sus elementos que funcionan como ánodos y cátodos insipientes, sino en un encuentro personal con la extrañeza del otro y con la de uno mismo, que ansiamos convertir en familiaridad. Paz desenmascara al mexicano indiferente a la muerte, «curado de espantos» por la vida, con la visible convicción de que esta es una existencia miserable: por eso afirma que antes la trascendencia de la muerte a su vez animaba la vida con su propia trascendencia. El deseo de encerrarse en la soledad cotidiana halla su remedio en la vida de la palabra que comunica y acerca. Nos hallamos en peligro, entonces, no por nuestras raíces sino por la vida desentendida. Podemos hacernos los sordos al lenguaje. La univocidad en los nombres es imposible, porque no hay ni habrá ninguno que no tenga detrás una pregunta, ni guarde en nuestra comprensión centenares de sentimientos que la llenan y la hacen sonar. Las cosas inhumanas no suenan a nada. El ritmo, pensaba Paz, es lo más normal del pensamiento, y éste es «dar la nota justa». O sea, es más original la vida presente en búsqueda de este sentido, la vida que se cuenta y se pregunta,


El tiempo discreto que cualquier pasado construido con la máquina de la cronología histórica para la que los hombres son eventos y las épocas registros. Octavio Paz enseña así que hay un peligro verdadero en el anquilosado caminar de los que ya no pueden encontrar el mundo abierto a contar pista por pista sus innumerables secretos. Se puede el hombre perder a sí mismo pensando que no hay más secretos. La confianza en la posibilidad de dominar la naturaleza parece matar a la palabra secándola por completo; pero esta apariencia seguirá siendo ilusión mientras exista el lenguaje. Llevar una existencia que no es más que tránsito no es una forma verdadera de lo humano, es un engaño imposible que se ensordece ante las pruebas del misterio y se agacha para evitar la luz del Sol que no quiere reconocer. Esta grandeza del poeta de mirar de cara a las palabras y afrontar sus infinitos rostros, la que comparten profetas y sabios, no eclipsa nunca al mundo, se amista con él. Depende de él. Es superfluo el hombre entre las estrellas y los astros, él los escucha a ellos y de ellos aprende. Los hombres además aprenden de los hombres. La comunicación que abre el mundo nunca podría ser dominio de violencia: es más bien acercamiento. Es admisión

del miedo, admisión de la ignorancia. Es una combinación casi imposible de la aceptación de una fragilidad mortal en un efímero instante con la eternidad de la palabra que lo enlaza todo. ¿Cómo es esto posible? No parece posible, es el misterio. Octavio Paz dedicó su vida a enseñarnos que el mundo abunda en lenguaje, que estamos rodeados de materiales cuyo resplandor u opacidad resaltan al sonido de sus nombres. Su propio nombre, Paz, ahora es nuestro y sus palabras las podemos hacer nuestras. Podemos aprender de lo que de él nos queda que no hay vergüenza en las búsquedas más nobles porque están insertas en la vida más humana, que está llena de incógnitas y que es una incógnita y es contraste, que repite y vuelve y llega, y luego se va y viene y se nos queda. Podemos aprenderle que sí hay nobleza en éste y cualquier tiempo, y que nunca acabaremos de hablar de los amores, de la vida, de la muerte, del amor mismo y del tiempo. Y de todas las cosas. Ahora que celebramos cien años de su nacimiento, valdrá que alcemos sus preguntas con sus tonos: ¿no son nada los gritos de los hombres?, ¿no pasa nada cuando pasa el tiempo?, ¿la vida cuándo fue de veras nuestra?, ¿cuándo somos de veras lo que somos?

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El tiempo discreto

Los juegos de los niños por Antonio Coria

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uánta falta hacen personas que nos muestren lo infantiles que son los juegos de los “adultos”. Hace poco me platicó mi amigo que leyó en San Agustín algo parecido a: «la diferencia entre los juegos de los niños y los juegos de los adultos, es que los últimos se los toman en serio». Decimos que somos serios cuando no nos mofamos ante alguna situación. Así, a los niños que están riendo y corriendo en una misa, el adulto, con una mirada seria y penetrante, les dice: «ya, esténse serios». Y a la niña que queda embarazada, su madre le dice: «es momento de actuar con seriedad». En el primer caso, parece no ser tan complicado qué se quiere decir a esos niños: no estén riendo y guarden silencio. Creo que esa es la manera como ocupamos más frecuentemente el término “seriedad”. Igual que al preguntarle a alguien: «¿por qué estás serio?», cuando ha guardado silencio o no ríe. La segunda manera no tiene que ver con guardar silencio, sino con la acción prudente; pero pocas veces la acción es así. Llegamos al mundo de los adultos y se nos exige tomar la vida con seriedad. Entendemos la seriedad como lo contrario al juego. Pero quizá la

seriedad es una expresión nuestra y no una acción contraria al juego.

 Comencé mis batallas en la colonia Santa María la Ribera, en la secundaria –yo habré tenido doce años–, y comenzaba a vivir el mundo de los adultos. Asistía a la Escuela Secundaria Anexa a la Normal Superior que está junto al metro San Cosme. Fue a partir de esa época que mis recuerdos comienzan a ser claros. Llevábamos un taller de lectura y redacción, adicional a la asignatura de español. Cada mes teníamos que leer un libro, más los que leíamos de manera obligatoria –de hecho, todos los leíamos de manera obligatoria, pero nos hacían creer que no, al dejarnos escoger–. El primer libro que leí en la secundaria, y que por cierto no lo escogí yo, fue Las batallas en el desierto. Un libro amable, corto – sobre todo corto–, simple y divertido. Una historia de amor que te hace reír y llorar. Fue un libro que siempre recordé, pero tardé muchos años en regresar a él. Todas las reseñas dicen, incluyendo la viñeta que la editorial ha añadido al libro, que es la historia de un amor imposible, que en ella se señalan aspectos de la corrupción social y política, y que muestra la pérdida de las

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José Emilio Pacheco in memoriam

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tradiciones ante el México que se moderniza. Y sí, eso pasa en el libro. Yo lo entendí así cuando lo leí por primera vez. Aunque, de ser sincero, no tuvo nada de novedoso. El cambio que hemos vivido de los años noventa al año 2014 ha sido rápido y notorio. Parece que la modernidad, de la que hablan, nunca se detiene; los cambios son cada día más rápidos. El mundo les exigía a mis padres tomarlo con seriedad; ahora nos exige que nada lo tomemos enserio (aunque tomemos enserio no tomar enserio nada). Hace poco volví a leer a José Emilio, leí Las batallas en el desierto y noté que no es un escritor simple; los simplones somos sus lectores. Jugamos a ser intelectuales, pero decimos que lo tomamos con seriedad; “esa es la diferencia”. Por eso un escritor serio como José Emilio juega con nosotros; nos tomó enserio y por eso pudo jugar con nosotros. Era Carlos preguntándose qué hacen estos pendejos. Leemos veinte minutos diarios, como dicen en la televisión, pero pocas veces se le pregunta al escritor qué pretende con su escrito. No me voy a jactar de ser el que siempre le ha preguntado a los autores, siempre fui un lector analfabeta, mas, hace unos años un amigo me enseñó… y desde entonces no he parado de hacerlo. Así que esta vez que regresé a leer Las batallas en el desierto, me pregunté qué pretendía hacer conmigo José Emilio Pacheco. El mundo, sigue y seguirá cambiando, así que eso no era. Tomamos en serio las cosas que no debemos tomar en serio. No todas las cosas

pueden ser tomadas así. Tan acostumbrados al cambio, cuesta trabajo ver lo que no se mueve. Lo voy a decir y espero no equivocarme ni herir muchos sentimientos: Todos aquellos que dijeron que se trataba de una pequeña novela de amor que muestra el cambio de un México tradicional al México moderno, se equivocaron. Todos rieron y sintieron el vértigo de ese México cambiante, pero ninguno de ellos se detuvo junto a Carlos para ver lo que tenía que verse con seriedad. Lo serio es a lo que pocos, incluso en la novela, le ponen atención; lo que iba en serio era el amor. Porque ese no es un juego, se ama o no, y no es posible jugar a que se ama en verdad. Las batallas en el desierto es el juego de los niños que juegan a tener la razón, que luchan por el domino de tierra roja, que pelean vanamente por arena. Nunca es más que vanidad de vanidades. Lo aterrador no son los cambios que se dan en el mundo de los adultos, sino que los tomen enserio y sin prestar atención en lo que no cambia. Lo aterrador es que la diferencia entre los juegos de los niños y los juegos de los adultos, sea que éstos los toman en serio.  Pacheco nos mostró cómo vivir bien; los más, los especialistas, nos muestran los cambios, señalan a quien no señala seriamente con ellos; todos nos dicen lo que está mal, pero pocos se atreven a decir lo que está bien. José Emilio lo hizo, nos enseñó a señalar lo digno de ser visto.


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Comunidad en la alegría del Evangelio Maigoalida de la Luz Gómez Torres

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l contemplar la imagen de Jesús crucificado cuesta trabajo pensar en la vida del cristiano como una vida plena gracias a la paz y a la alegría que vienen junto con el sacrificio del Hijo único de Dios. Las malas interpretaciones de este sacrificio nos invitan a pensar que la vida cristiana se reduce a una existencia triste y miserable, en donde hasta una sonrisa puede ser ocasión de pecado y de condena; o bien nos dejan con la sospecha de que cristiano es aquel que se complace con el derramamiento de sangre inocente, quienes, seguros de una enseñanza por mucho contraria al Evangelio, deciden casar a la espada con la palabra y alejan a las almas hambrientas de Dios del seno de la Iglesia. Lo cierto es que la complejidad encerrada en el misterio encarnado que es Cristo no se pierde con el tiempo, ni se agota con las muchas reflexiones que sobre el mismo pueden hacerse. No hay que extrañarse de que tras dos mil años de cristianismo todavía exista el peligro de perder de vista el mensaje central de la palabra de Dios, la cual –al ser encarnada en Jesús– es sometida

a pasiones tan humanas como el dolor, el hambre o el frío, pasiones que no se agotan en un solo hombre y que dejan abierta la puerta a muchas tentaciones. La presencia del dolor en el mundo nos puede llevar a extraviarnos y a perder a otros tantos con los que nos relacionamos día a día. Al ver en la pasión de Jesús la tristeza y la inmovilidad de la muerte es muy fácil que nos olvidemos del gozo desprendido de la vida que llevó el mismo Cristo entre los hombres; y de la alegría que llena los corazones de quienes sí alcanzan a ver en la Cruz una vía para la resurrección y no sólo un madero cruel que acaba con la vida del Rey de los Cielos y la Tierra, y que da comienzo a una nueva cuenta del tiempo porque inaugura un calendario, una era. Una religiosidad concentrada en la inmovilidad de la muerte nunca dará frutos, por lo que en poco tiempo dejará morir al hombre que la cultiva muerto de inanición espiritual. Tal pareciera que en esas circunstancias nos encontramos hoy día: vemos que se canta la muerte de Dios y no hacemos nada para ver lo contrario, vemos que se deja aban-

donado al prójimo a su suerte y cuando mucho señalamos ese abandono, esperando que sean otros quienes se dispongan a hacerle compañía. Aunado al problema de ver en la imagen de Jesús sufriente y colgado de la Cruz sólo a la encarnación del dolor humano, hay que considerar el carácter individualista de nuestro mundo moderno: difícilmente se habla con seriedad de vida comunitaria. A veces se pretende que el hombre sigue viviendo en comunidad cuando en realidad sólo vive en sociedades conformadas mediante la suma de individuos, quienes, como individuos que son, defienden lo más posible su derecho a la individualidad y al aislamiento y se niegan lo más posible a mezclarse con el otro. El poder del individuo es sobrevalorado y al mismo tiempo es minimizado por la existencia de una masa cada vez mayor. Vivimos colocados sobre una enorme contradicción, por lo que no es raro que nuestras vidas sean sumamente contradictorias: el hombre como ser individual defiende su autonomía día a día y ve con tristeza que el poder sobre


Tertulia sí mismo disminuye; porque la presencia del otro se convierte en un mal necesario para su subsistencia y confort; y porque estos sólo son posibles gracias al trabajo y la industria desarrollada por los otros, quienes de pronto dejan de ser hermanos para convertirse en meros instrumentos. La conversión de todo y de todos en objetos destinados al uso y desecho proviene de una mala comprensión del hombre como corona de la creación. De entre todas las creaturas de Dios el hombre es el único capaz de modificar su entorno a tal grado que en poco tiempo comienza a querer modificarse a sí mismo, a fin de alcanzar la felicidad para la que ha sido creado por mano propia y haciendo a un lado cualquier relación con lo divino. Algunos, pocos en realidad, han tenido la fortuna de salvarse de este sentimiento de autosuficiencia, pero muchas veces su salvación se debe más a la indiferencia que sienten respecto al mundo en el que vivimos que a la presencia de un sentimiento pío. No faltan, empero, quienes sedientos de Dios buscan una vida espiritual alejada de los habitantes de este mundo, el cual ya se dijo por alguna parte de la Biblia11, “no pertenece el reino de los cielos”, y equivocadamente pretenden encontrar un Dios de 11

Cfr. Jn. 15, 13.

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Cfr. Juan. 15,13.

amor y de paz donde no reina el amor, porque no se toma en cuenta al otro como ser amable, y donde la paz es entendida como el silencio de la conciencia y la tranquilidad de quien no ha hecho nada malo, aunque tampoco haya hecho nada bueno. En una sociedad conformada por individuos, que bien pueden ser soberbios respecto a su poder sobre la naturaleza o lo pueden ser sobre los medios de que disponen para buscar la salvación de su alma, no hay prójimo alguno. Sin prójimo no hay nada que hacer por el otro, a menos que éste tenga algo que ofrecer a cambio, de modo que quienes tienen las manos vacías no cuentan para nada, porque con nada contable no pueden comerciar. En una sociedad como la nuestra, y en sociedades como las de muchos sujetos individuales, los amigos son mal negocio, a menos que se llame amigos a los integrantes del mercado; y la superación del egoísmo, además, es una pérdida de tiempo, a menos que los actos benevolentes y filantrópicos se consideren suficientes para vencer un sentimiento tan arraigado en el hombre individualista. El problema con estos actos llevados a cabo en donde el otro ya no es visto como prójimo, es que se quedan en la superficia-

lidad de la acción, el hombre de negocios, que además es filántropo de vez en cuando, procura dar bienes materiales para cubrir ciertas necesidades de otros, pero al dar evita darse; y al otorgar bienes, evita servir como lo hizo Jesús con sus discípulos al cenar con ellos por última vez. Estos actos si bien son convenientes en algún sentido están todavía lejos de ser plenamente buenos. Teniendo presente al egoísmo con el que se gobierna la vida del hombre que sabe mejor que nadie lo que más le conviene, nos resulta mucho más comprensible que existan tantas interpretaciones erróneas respecto a la imagen de Cristo clavado en la Cruz, porque es a la luz del individualismo que el sacrificio que hace el hijo del hombre se oscurece, pues un ser concentrado en procurarse a sí mismo es incapaz de entender la belleza encerrada en un acto tan grande y amoroso como dar la vida por los amigos12. Así pues, afirmar que en el Evangelio se encuentra una invitación al mejor modo de vida que puede alcanzar el hombre en este mundo, resulta sumamente aventurado cuando la palabra divina y hecha carne es silenciada por lo que cada quien tiende a decirse a sí mismo. Y más aventurado es afirmar que la vida que se nutre del Evangelio es una vida plena,

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llena de paz verdadera, amor y, por supuesto, alegría13, pues tal juicio nos exige pensar detenidamente respecto a lo que consideramos que es cada una de estas cualidades que hacen de la vida algo que vale la pena y no sólo un mero pasatiempo. Sin temor en el corazón, por el juicio que de él pudieran hacer los hombres nutridos por sí mismos, SS Francisco I responde a la dificultad de entender que la vida alimentada con el Evangelio es en realidad la mejor vida para el hombre, porque de la palabra viva sólo cabe esperar vida y porque la fe no deja de rendir frutos visibles cuando es sembrada en suelos fértiles y propicios. Para culminar el año de la Fe, SS Francisco I publica la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, porque tras la oportunidad que tuvo la Iglesia peregrinante de reavivar la llama redentora de Cristo, surge la necesidad de reflexionar sobre las exigencias que en la vida diaria tiene que enfrentar un cristiano, las cuales se hacen más pesadas en la medida en que éste se aleja del manantial de agua viva que es el anuncio del Reino de los cielos. La exhortación papal es muy clara respecto al carácter evangelizador de la Iglesia, pensada ésta

13

Cfr. Francisco. Evangelii Gaudium. 1.

14

Cfr. Francisco. Evangelii Gaudium. 14.

15

Cfr. Mateo. 25, 40.

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Cfr. Francisco. Evangelii Gaudium. 14.

como el cuerpo místico de Cristo y no sólo como una institución conformada por jerarcas y un pueblo. El deber de todo miembro de la Iglesia es la evangelización y ésta deberá llevarse a cabo en todo momento y en todo lugar. Por desgracia, este deber sagrado muchas veces es malentendido y esto se debe a que en diversas ocasiones se identifica al proselitismo con la evangelización verdadera14. El primero es superficial y sólo se enfoca en apariencias y en algunas palabras que a veces son más repetidas que pensadas, la segunda deja de lado las apariencias y se concentra en una vida coherente entre lo que se dice de Cristo y lo que se hace con el prójimo, porque lo que se ha hecho al más pequeño de los hombres es justo lo que se hace al hijo de Dios15. La iglesia debe evangelizar por atracción16 y la mejor manera de atraer a las almas cansadas y turbadas por la tristeza que trae consigo una vida consumida por el individualismo y por los principios que rigen a una sociedad comercial, es dejando que fructifiquen las bondades del Evangelio en la vida de cada cristiano y en la vida de toda la Iglesia como comunidad que es.

Ante la invitación a sentir la alegría del Evangelio, a dejar que éste llene el corazón y la vida entera de quienes se encuentran con Jesús, a convertirse a una vida plena de santidad; salta a nuestra vista la vida de muchos santos y mártires, que aparece a nuestros ojos mundanos como llena de trabajos, dolores y sufrimientos, por lo que no podemos dejar de preguntar: ¿En qué consiste entonces la alegría del Evangelio? ¿Por qué llamar alegre a una vida llena de dificultades y privaciones? ¿Cómo es que puede brindar alegría una vida que parece negada a los placeres que nos brindan la seguridad y comodidades modernas? ¿Qué alegría cabe en el corazón del arrepentido que se reconoce como origen de tantos males que aquejan a su entorno? ¿Cómo es posible que un corazón atravesado por la espada del dolor y la tristeza pueda sentir alegría? Las dudas se apilan una tras otra y las respuestas simplonas y erróneas no se hacen esperar. No falta quien se desespere ante tanta interrogante y deje ver su desesperanza evadiendo estas preguntas, y otras tantas, de la forma más cómoda y socialmente aceptable: negando su cristiandad abiertamente o


Tertulia mediante el silencio que el miedo impone al corazón; de modo que supone es más valioso callar y dejar que el vacío que invade el corazón se mantenga como está. Además entre individuos aislados la fe pertenece al ámbito de lo privado y difícilmente ésta se asoma a la vida pública sin provocar algún fracaso que impida al hombre individual brillar en una sociedad dirigida por las bondades del consumo. El temor de caer en el ridículo en medio de una sociedad egoísta es grande y mucho más lo es el temor al compromiso que supone dedicar tiempo a la tarea de evangelizar a quienes viven sin sentir el calor que trae consigo la alegría del Evangelio, se teme al amor a Dios y se evita lo más posible que este amor desemboque en el servicio que debe hacerse al prójimo. El miedo invade al mundo y se instala en el corazón de todos, no importa si se es misionero o laico sediento de Dios; por el temor todos nos podemos convertir en enemigos de la fe. No es extraño que hombres de buena voluntad se pierdan con facilidad cuando su vida no está arraigada en el anuncio del reino de los cielos, y tampoco lo es que el medio en el que desarrollan su actividad evangélica propicie esa perdición. Tantos se han perdido por el cansancio que suponen las

exigencias administrativas de una Iglesia que comienza a funcionar como organización civil, que no es de extrañar que dejen a lo que verdaderamente importa en aras de un pragmatismo17 que deja ver que todos los engranes de una bella máquina funcionan como debieran. Pero, el cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, no es una máquina y nunca lo será; y esto parece condenado al olvido, en especial cuando los encargados de dar a conocer el Evangelio mediante la aproximación de la palabra a la vida cotidiana limitan sus quehaceres diarios a los problemas propios de la administración y mantenimiento de un edificio denominado templo, el cual, en tanto que construcción material hecha por el hombre, requiere de atenciones y cuidados propios de lo que está condenado a deteriorarse con el tiempo. Pensando en la importancia que tiene sembrar apropiadamente el Evangelio en el corazón de la feligresía, es que SS Francisco I dedica varios parágrafos de su exhortación apostólica Evangelii Gaudium a la importante labor que supone la preparación de la homilía18, pues ésta pone a los fieles en contacto con las Escrituras y con su vida diaria; de ésta muchas veces

17

Cfr. Francisco. Evangelii Gaudium. 82.

18

Cfr. Francisco. Evangelii Gaudium. 142.

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Cfr. Francisco. Evangelii Gaudium. 142.

depende que la vida que debe llevar un cristiano se muestre tal cual debe ser, es decir, plena y entregada al amor a Dios y al servicio al prójimo que exige ese amor a Dios. La homilía es un diálogo que llega hasta el corazón de los amantes de Cristo, de modo que no sólo el que escucha, sino también el que habla, puede ser trasformado por ésta. Como diálogo que es, la homilía comunica la verdad que nos permite descubrir el Evangelio y se traduce en un bien que lejos de ser material es capaz de trasformar la vida del hombre que se deja tocar por la calidez de la palabra amante y por la belleza de la bondad que encierran los actos que sustentan a la palabra. Por eso la homilía debe mantenerse lejos del mero discurso moralista, o en una clase de exégesis19, que si bien alimenta la erudición del hombre, enfría su corazón para recibir el mensaje que vino a traer el Hijo de Dios. Una comprensión errónea de lo que quiere decirnos el Evangelio trae consigo muchos peligros, estos deben ser librados con fe y humildad: la primera es la que permite al hombre abrir el corazón hacia la voz de Cristo, de modo que se libre del riesgo que supone crear una religiosidad acomodaticia a los caprichos del

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tiempo; la segunda, por su parte, permite a los jerarcas y al rebaño de Dios reconocer la necesidad constante de recurrir al Evangelio solicitando la gracia que sólo Dios puede brindar, de modo que de la íntima relación con el mismo florezcan el gozo, la alegría y la paz que supone una vida entregada al servicio de quien más lo necesita. Sin fe ni humildad ante lo que muestra el Evangelio, lo que se obtiene del estudio que se pueda hacer sobre el mismo desembocará en una erudición vana, enfocada a engrandecer al individuo y a negar la Salvación que Jesús trajo a los hombres. Por ello aceptar la alegría del Evangelio cierra la puerta a que éste sea interpretado y leído de cualquier forma, pensar que todos tenemos la capacidad para hacerlo es tomar al Evangelio como bandera para el individualismo, al tiempo que es negar la necesidad de las diferencias que conforman y permiten al cuerpo de Cristo presentarse como unitario y siempre dispuesto a trabajar, ya sea con sus pies o con sus manos. La exhortación Evangelii Gaudium tiene unos límites muy claros, la alegría del Evangelio llega de la aceptación de Cristo como centro de la vida cristiana y, dadas las diferencias que existen entre los distintos miembros de la Iglesia, sería muy iluso pensar en recetas, pues las necesidades del prójimo se pue20

Cfr. Francisco. Evangelii Gaudium.11.

den atender de muchas maneras, todas buenas si es que emanan de la proclamación de Cristo como Rey del mundo. Pero, la negación de Cristo como maestro, es constante, ésta no se limita a Pedro, rechazando haber convivido con Él con tal de librarse de la pena que supone cargar la cruz junto a quien lo convirtiera en pescador de hombres. La negación de Cristo se sigue en las lágrimas que triste y arrepentido deja correr el apóstol y en el llanto que corre por las mejillas de un mundo que deja escapar la alegría eterna y plena a cambio de unos cuantos placeres efímeros. Sin percatarse de lo que hacía, el hombre ha cambiado su primogenitura en el orden de la creación por un plato de lentejas, que si bien satisface momentáneamente su hambre o su sed, lo priva de la mayor de las bendiciones, que es tener una vida llena de sentido y en la cual es posible ser feliz a pesar de las dificultades que para ello presenta el mundo de los hombres, ansiosos por recibir honores y reconocimientos al menor costo posible. La contraposición entre el carácter de estos placeres mundanos, a los que tanto valor da la sociedad comercial amante de las novedades, y la eternidad del gozo que emerge del Evangelio la muestra SS Francisco I al hablar, en su exhortación a la alegría de

una vida en Cristo, sobre la novedad constante que ofrece el propio Evangelio, el cual nunca deja de sorprendernos porque la constancia del mensaje que tiene como centro al mismo Dios hecho carne cambia y renueva a los hombres, sin importar qué tan viejos o pecadores sean. Con el Evangelio no hay lugar para el aburrimiento y el tedio, los cuales no dejan de presentarse, cada vez con más frecuencia en el corazón de los hombres que viven pendientes de las modas que va dictando una sociedad cada vez más consumista y cada día más insatisfecha. Siempre que recurre a la palabra hecha carne, con el corazón abierto para que ésta fructifique, el hombre encuentra la apertura a nuevos caminos y a otras formas de expresión mucho más ingeniosas y apropiadas para llevar el mensaje de Cristo a los hombres pertenecientes a la sociedad de nuestro tiempo20, hombres que dejan de ser otros, ajenos y extraños para el evangelizador y que se convierten en hermanos del mismo. En verdad no es lo mismo evangelizar cuando se hace en medio de una sociedad enferma por la exaltación del egoísmo que cuando el misionero tiene la posibilidad de acercarse a una comunidad en la que todos son amigos y reconocen como bueno a lo mismo, de igual forma el trabajo que se debe llevar a cabo


Tertulia para evangelizar en la ciudad diferirá mucho del que se debe llevar a cabo en el campo21. La creatividad y la constante renovación de quien pretende llevar la buena nueva a todos aquellos que no la han recibido siempre son necesarias, y la única manera de que éstas se presenten y aligeren el trabajo es alimentando el fervor religioso de quien anuncia la buena nueva de la fe por medio del Evangelio, pues dejar de lado al manantial de agua viva que impide al hombre volver a tener sed es condenar a muerte la buena noticia que trajo consigo la vida de Jesús. En todo sitio y lugar el hombre se muestra sediento y necesitado de Dios y la labor del evangelizador consiste en llevar agua de vida al sediento, algunos de los que tienen más sed se encuentran perdidos en el desierto que crece entre los individuos, otros ven crecer su incesante sed de Dios debido a una mala labor de quienes pretendiendo evangelizar llevan tristeza y cansancio a donde deben llevar reposo y alegría. SS Francisco I nos invita a vivir la alegría de la resurrección pascual sin perdernos en la solemnidad y recogimiento de alma que supone la reflexión de la Cuaresma22.

El Evangelio renueva y transforma al hombre, proporciona consuelo y descanso a quienes más lo necesitan y llama la atención de quien, perdido en el desierto, no logra ver la vía para la salvación. Jesús como Buen Pastor sale al encuentro de su rebaño, su voz es conocida y distinguida por aquellos que efectivamente son sus seguidores y estos en consecuencia obedecen el mandato divino de amar al prójimo y procuran servirlo sin esperar nada a cambio. Sin embargo las cabras se mezclan con las ovejas23 y muchas veces quien sólo se dice seguidor del Buen Pastor pretende llevar la Buena Nueva del reino de los cielos sin dejarse trasformar por ella. SS Francisco I nos invita, en Evangelii Gaudium, a dejarnos guiar por el Evangelio clamando día con día para que Dios nos conceda la gracia de que un corazón frío, como el que suele alojarse en nuestro pecho, se abra y que sacuda nuestra vida tibia y ajena al compromiso con el otro para que deje de ser una vida superficial, en la que el placer tenga mucho más valor que la alegría y en la que se dejen los bienes eternos por los efímeros

21

Cfr. Francisco. Evangelii Gaudium. 68-75.

22

Cfr. Francisco. Evangelii Gaudium. 6.

23

Cfr. Mateo. 25, 32.

24

Cfr. Francisco. Evangelii Gaudium. 264.

males que disfrazados de bienes nos impiden ser felices24. Para que la transformación que necesita la Iglesia se lleve a cabo es necesario que cada cristiano se disponga a sentir en su corazón la alegría del Evangelio, la cual dista mucho de la alegría y los placeres mundanos: la primera no se pierde en medio de los más grandes suplicios, como la Cruz en la que Cristo entregó la vida por la salvación de todos los hombres; la segunda se pierde con cualquier vicisitud que se presenta y se limita a las sensaciones que puede proporcionar un cúmulo de órganos limitados y condenados a la decrepitud que trae consigo el paso del tiempo. Para evangelizar es necesario ser evangelizado, y para ser evangelizado es necesario arrepentirse de llevar una vida consumida por la búsqueda constante de placeres efímeros y comenzar a vivir de nuevo. La vida evangélica es una vida concentrada en el bien del alma que se alimenta con el amor de Dios y rinde frutos en el amor que siente por el prójimo, es una vida sonriente y plena que contagia a los otros y permite que los miembros de la Iglesia se reconozcan como partes de un mismo

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Contemplando al Vaticano todo, partes de un mismo cuerpo y servidores de una idéntica misión. Quien se arrepiente y cree en el Evangelio renuncia al vacío que implica una vida gobernada por el individualismo, y con un corazón lleno y desbordante de amor por el otro se ve en la necesidad de hacer comunidad, de comunicar en el seno de la misma la paz que inunda a su alma una vez que ha sido liberado de las cadenas que le impedían girar su mirada y encontrarse con los ojos del otro, al cual podrá

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llamar con plena confianza hermano. El hombre que deposita su confianza en la luz verdadera que sale de la vida de Cristo, obtiene vida y la comunica con su trabajo, siempre guiado por las manos de Dios. Quien se arrepiente de mirarse sólo a sí mismo es capaz de comprender que el sacrificio de Jesús en la Cruz encierra una belleza única y palpable en el gozo, la alegría y la paz que brinda la mejor de las amistades, es decir, aquella que no depende de los movimientos de la bolsa de

valores, o de los caprichos de la moda. El Evangelio nos invita a elevar la mirada, de modo que no sólo veamos las espinas en la vida dedicada al servicio humilde de quien ya es amigo y hermano. Atraídos por el delicado perfume que emana de un alma alegre no sólo veremos la belleza de las flores que hay en el reino de los cielos, sino que nos veremos en la necesidad de florecer nosotros mismos y dar fruto con abundancia

Fotografía de Victoria Montoya


Tertulia

Muerte sin memoria Alejandro Javier César Rivero

E

n el instante en que se olvidaron mutuamente perecieron, literalmente dejaron de existir. Lo sé porque rastreé su historia; una historia enmascarada de una rara enfermedad que, hasta la fecha, resulta inexplicable. Cuando murió mi abuela, mi padre descubrió que debajo de su almohada se hallaba un viejo ejemplar de poemas de Bécquer. Nadie de la familia se había percatado de ello más que la enfermera que la cuidaba, quien, al parecer, no le dio la importancia suficiente como para hacerlo notar. Esta información, tal vez y sólo tal vez, pudo haber cambiado el rumbo de los acontecimientos. Pero esto no lo supe sino hasta después de que muriera mi abuela, cuando me decidí a seguir el camino de los recuerdos que ella fue perdiendo de a poquito, hasta desaparecer. Después del funeral, mi padre se acercó a mí con los ojos vidriosos y el pequeño ejemplar en su mano derecha. “¿Recuerdas aquella frase que repetía una y otra vez? ¿Esa única frase que la enfermedad no pudo quitarle?”, me dijo alargando el brazo. “Lo encontré debajo de su almohada”.

Inspeccionando el librillo con curiosidad, descubrí que había algo dentro que separaba sus hojas. Una flor, marchita y descolorida, saltó risueña ante mis ojos mientras recordaba la frase que nunca abandonó la memoria de mi abuela y que ahora veía subrayada a lápiz en el poemario. Desde niño la recuerdo. Cada vez que iba a visitarla alargaba los brazos y, con la voz más tierna del mundo, me decía, “por un beso… ¡yo no sé que te diera por un beso!”, mientras me llenaba de besos las mejillas. Entonces vino la enfermedad; Alzheimer, diagnosticaron los médicos, y poco a poco fue perdiendo la noción del tiempo, los nombres, las siluetas de los rostros, incluyendo el mío. Lo curioso es que esa frase nunca la olvidó, o por lo menos no hasta el día de su muerte. Ni siquiera en los peores momentos, cuando no recordaba el rostro de su propio hijo, dejaba de decirla. La veíamos sentadita, con las manos en su regazo y la mirada fija a algún lejano lugar de su pasado, murmurando “…yo no sé que te diera por un beso.” Siempre pensé que se la repetía para no olvidar lo inolvidable,

para tener siempre en la memoria el amor de mi abuelo, quien nos había dejado por el cáncer un par de años antes de que a ella le detectaran la enfermedad. Pero estaba equivocado. “Debió haber sido una flor que le obsequiara el abuelo,” le dije a mi padre. “Y ella la guardó como recuerdo”. “Imposible”, replicó meneando la cabeza en negativa, “Tu abuelo odiaba a los españoles y, sobre todas las cosas, la poesía romántica. Pensaba que eran una bola de amanerados que se aprovechaban de la situación de nuestra nación para enriquecerse”. Fue entonces cuando me lo contó. Antes de casarse, mi abuela se enamoró perdidamente de un exiliado español que había venido a México, como tantos otros, durante el régimen franquista, pero ya estaba comprometida con mi abuelo, así que, por honor a la familia, no tuvo más remedio que deponer su amor y continuar con los planes del matrimonio. “Esa flor debió habérsela dado el español”, concluyó mi padre. Pero yo conocía muy bien a mi abuela, sabía que, ante el amor,

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Fabulantario

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ninguna convención social la hubiera disuadido a dejarlo. Algo en la historia que me había contado mi padre no me cuadraba y, aunque se lo hice notar, argumentó que era todo lo que sabía y que resultaba ocioso querer indagar más. Lo único que pude sacarle fue el nombre del español. Busqué entre las pertenencias de mi abuela algún indicio de este señor. Alguna anotación en sus papeles, alguna referencia, alguna carta, pero todo resultó en vano. Tal silencio me intrigaba cada vez más. Así que decidí ponerme en contacto con parientes que ni siquiera conocía. Mandé cartas, correos electrónicos, hice visitas. Todos parecían ocultarme algo. Nadie sabía absolutamente nada más que el nombre del sujeto. Parecía una conspiración. Hasta que, curiosamente, fue por parte de la familia de mi abuelo que encontré algo cercano a una respuesta. Durante la misa anual que le ofrecíamos a mi abuelo, absorto en mis cavilaciones sobre el caso del español, me vi mascullando aquella frase que tanto repetía mi abuela. “Por un beso…”, dije en voz baja. “…Yo no sé qué te diera por un beso”, escuché que alguien contestaba. Sorprendido giré la cabeza y descubrí que era un tío, hermano de mi abuelo, quien me había respondido. Terminada la misa, este tío se acercó a mí con una amplia sonrisa. “Nunca dejó de repetir

esa frase, ¿verdad?”, me dijo. “A tu abuelo le hacía hervir la sangre. Ya sabes, por…” Aproveché el momento para decirle el nombre que me había dado mi padre. “¿Conoces la historia?”, dijo. “Sólo la versión oficial”, le respondía sarcásticamente. Con una sonrisa se despidió y me dijo que pasara a visitarlo en la semana. Era tal mi curiosidad que pasé el lunes temprano a su casa. Me recibió muy amable y me invitó a pasar la mañana con una taza de café. Después de las cortesías y el “¿cómo está la familia?” fui directo al grano y le pregunté sobre la historia de mi abuela y el español. “Nunca la volví a ver tan contenta como en esos tiempos, excepto, tal vez, cuando naciste tú,” dijo mi tío con voz grave. “Y aunque era mi hermano, jamás estuve de acuerdo con lo que hizo”. Al parecer, mi abuela y el español se conocieron un par de días después de que mi abuelo la pidiera en matrimonio. “Fue amor a primera vista,” afirmó mi tío. “Lo sé porque tu abuela y yo éramos casi como hermanos. Yo se la presenté a tu abuelo”. La historia me dejó sin habla. Uno cree conocer a las personas, crece con ellas, las ama y no tiene ni idea de lo que hay detrás. Fue tal el amor que creció entre ellos que mi abuela decidió regresar el anillo y cancelar el compromiso. Pero eran otros tiempos.

“Tu abuelo era demasiado orgulloso”, refunfuñó mi tío. “Jamás iba a permitir una ofensa de esa índole. Aún cuando tu abuela ya no lo amara”. Después de recibir de vuelta el anillo y armar un verdadero drama, mi abuelo decidió retar a duelo al español, quien, cegado por el amor hacia mi abuela aceptó. A los cinco días se celebraría el encuentro. En esos días mi abuela, desesperada, les pidió a ambos que declinaran. Amaba sobremanera al español, pero no podía tolerar la idea de que uno de los dos muriera. Tal era su desconsuelo que incluso le propuso a su amado que escaparan, que regresaran a España y se casaran allá. Pero su honor se vería afrentado, y no podía permitir que lo tacharan de cobarde frente al amor. Sin embargo, el destino había trazado ya el rumbo que tomarían los acontecimientos. El padre de mi abuela, al enterarse de la situación, hizo tal coraje que le dio un infarto. Y en el lecho de muerte obligó a mi abuela a que le jurara que consumaría su matrimonio con mi abuelo y se olvidaría del español. Con el dolor partiéndole el alma, lo juró momentos antes de que mi bisabuelo muriera. Un día antes del duelo habló con el español y le pidió que se marchara, que ya había tomado una decisión y que continuaría con el compromiso. No volvió a saber nada de él.


Tertulia Cuando volví a casa todo me daba vueltas. No podía creer la historia que acababa de oír. Era como sacada de una novela. Mis propios abuelos envueltos en un drama digno de llamarse literario. Todo parecía quedar claro, excepto una cuestión: la enfermedad. Algo dentro de mí me decía que su padecimiento estaba relacionado con toda esta historia, que la pérdida de la memoria iba unida a la pérdida del amor. Pero sólo era una intuición. A los pocos días, hojeando el pequeño libro de poemas me percaté de que la edición era española. Curiosamente venía la dirección de la casa editora, así que me dispuse a contactarla. En vano, pues tenía varios años de haber quebrado. Sin embargo algo me dijo que saber la provincia podía serme de alguna utilidad. Siguiendo mi instinto decidí, sólo por curiosidad, revisar los obituarios del mismo día de la muerte de mi abuela en esa región de España. Y cuál fue mi sorpresa al ver que el mismo nombre que me había dado mi padre como referencia al español aparecía en la lista. Puse manos a la obra y, después de un par de semanas, logré ponerme en contacto con la familia del difunto. No obtuve mucha información: no conocían nada sobre la historia de mi abuela, solamente que este señor había estado exiliado un tiempo en

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Fotografía de Alonso Romero

México. El único dato que me turbó fue saber que le habían diagnosticado la misma enfermedad que a mi abuela por las mis-

mas fechas, muriendo ambos el mismo día.


Uno, dos, tres por mí y todos mis amigos

Metafísica del final feliz Juan Carlos Garzón

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Qué tiene de malo ser cursi? Debe de tener algo de malo, porque ser cursi es algo de lo que se acusa y algo que se confiesa. Eres bien cursi. Sí, ya sé que soy bien cursi. Pero no puede ser tan simple, porque hay una cierta benevolencia en la acusación y una cierta complacencia en la confesión. Las suele acompañar una sonrisita. Se confiesa casi con orgullo, como un defecto bonito, o como una virtud de la que hay que avergonzarse un poco. Y parece que en esto hay cinismo, o alguna especie de deshonestidad. Tiene algo de malo ser cursi. Ser cursi se parece a ser ingenuo. A pensar que es el Bien lo que late en el núcleo de todo. El amor hollywoodense es cursi. Las fotos de cachorros son cursis. La imagen del primer beso es cursi. La estatua del héroe que murió persiguiendo una justicia atemporal es obscenamente cursi. Y no es coincidencia que mis ejemplos de cursilería sean todos imágenes: lo cursi se compone de imágenes, porque la cursilería es una pers-

“Si tu historia no tiene un final feliz, entonces todavía no es el final”. Anónimo (Espero, porque qué vergüenza ser tan cursi)

pectiva, un punto de vista. Como toda perspectiva, la cursilería elige, delimita, depura –y así recorta la imagen unilateral que busca, la que sólo muestra el lado bonito de las cosas. La vida, en cambio, no puede ser cursi porque no es perspectiva y por ende no tiene contornos. Es movimiento ilimitado. Hay vida matrimonial después de los créditos, hay envejecimiento tras el nacimiento, hay política tras el heroísmo. Pero al cursi no lo curaremos de su cursilería mostrándole innumerables actas de divorcio, cadáveres de perros viejos, besos prosaicos, ideales traicionados. Por eso, ser cursi no es igual a ser ingenuo. El ingenuo se desengaña; el cursi no se desengaña porque no está “engañado”. Al menos no por falta de experiencia: la cursilería no es una ciencia empírica, ni una aseveración acerca de la realidad. Es como una fe. El cursi tiene fe en su perspectiva, la que sólo promete el bien. El amor que todo lo vence, el cachorro, el heroísmo que trae la justicia desde el cielo

sempiterno. Amor que no se divorciará, cachorro que no envejecerá, héroe que no será humillado por la Historia. Esta fe es como una defensa contra el incesante contraejemplo de la vida. Le ofrece al cursi algo más sofisticado que un Photoshop que le pone corazones a las fotos. Le ofrece un aparato narrativo, fundado en toda una metafísica. La metafísica del final feliz. “Si tu historia no tiene un final feliz, entonces todavía no es el final”. Esto lo leí, obviamente, en Twitter. Metafísica del final feliz: la naturaleza del ser tiende al Bien. Todo acaba siempre bien. El amor triunfa, el bueno triunfa. En breve: la virtud implica la felicidad, conduce a ella sin importar cuántas amargas peripecias tenga que sortear durante los tres actos. Correspondientemente, el vicio conduce a la desgracia. El crimen no paga. El malo es castigado. Y esto, no por un encadenamiento fortuito de los eventos, sino precisamente porque es malo. El


Tertulia mal implica su castigo, al igual que la virtud implica su recompensa. La expresión más sublime de la metafísica del final feliz es la escatología cristiana, la promesa de recompensas y castigos después de la muerte. Olvida la larga cadena de desgracias que ha sido tu vida –si fuiste bueno, tu final será un final feliz–. El final definitivo de tu narración (tu muerte), será el principio de tu felicidad definitiva (la bienaventuranza eterna, gozada mientras infinitos créditos atraviesan verticalmente tu pantalla). No hay final feliz más feliz que este final –ni hay final más final que este final–. Lo mismo con el pecador y el infierno. Al final de la película cristiana, el bueno gana y el malo es castigado. Hollywood estudió guionismo en misa, y su narración es catecismo. No es fortuito que hayamos visto la palabra “esperanza” (virtud teologal) en una cantidad ridícula de trailers. Dios promete finales felices: es un narrador cursi, hasta al narrar martirios. Y Mel Gibson protagoniza sus películas. De ahí que la metafísica del final feliz disponga de todo un arsenal de reflexiones en torno al destino y la voluntad. Suelen tener este tenor: “no existe el destino”, “tú haces tu propia suerte”, “el destino es el pretexto de los que no se atreven a tomar decisiones”, etc. En el fondo, no dicen otra cosa que esto: la virtud conduce a la felicidad. Por eso, la imagen del destino es el antónimo diametral de la cursilería. La tragedia es la antítesis de la metafísica del final

Fotografía por Alonso Romero

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feliz. La narración trágica nos muestra que el mundo no se ocupa de premiar a los virtuosos ni de castigar a los viciosos. Virtud y felicidad no guardan ningún vínculo natural. Zeus, a diferencia de Dios, reparte desgracias y bien-

aventuranzas indistintamente de sus dos toneles. Zeus, a diferencia de Dios, es un narrador cínico y crudo. Por supuesto, la metafísica del final feliz no es refutable citando los infinitos contraejemplos que la


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realidad nos ofrece. Al igual que la cursilería a la que funda, la metafísica del final feliz no es ciencia empírica: es, precisamente, una metafísica. ¿Qué metafísica que se tenga respeto se deja amedrentar por la sórdida y contingente realidad? Los contraejemplos sólo pueden demostrarle que la realidad está equivocada. Y los aprovecha: también hay finales infelices cursis, orientados por la metafísica del final feliz. El bueno sufre y fracasa, el malo goza y triunfa. Pero esto se nos muestra, no como una posibilidad perfectamente natural, sino como una injusticia cósmica. Como si el orden de la naturaleza hubiera sido violentado. Cuando la cursilería narra finales infelices, lo hace a la manera de una protesta, de una exhortación a cambiar las

circunstancias que posibilitan desenlaces semejantes. Porque el final infeliz no puede ser el verdadero final: la historia sigue, y antes de los créditos se nos suelen mostrar estadísticas. En la actua-

lidad, X número de personas viven en condiciones de esclavitud, o X número de especies están en peligro de extinción, o X número de lo que sea. La historia no ha terminado; colaboremos para que llegue a su final. Es decir, a su final feliz. La Historia es sufrimiento, y su consumación será bienaventuranza. Ahora bien, las líneas anteriores no pretenden denunciar el mal de la cursilería con la finalidad de superarlo. No sugiero el “materialismo” cínico en lugar del “idealismo” cursi. Ni siquiera creo que esto sea posible. No podemos ser

enteramente no-cursis, porque la narración que más de cerca nos compete es la nuestra, la que nosotros protagonizamos. Vivimos nuestra historia. Vivimos actuando y actuamos deseando y el deseo espera verse satisfecho. ¿Cómo podríamos vivir sin esperar, en alguna medida, que nuestros esfuerzos serán recompensados – sin suponer, en alguna medida, que la virtud conduce a la felicidad? Vemos diariamente a la realidad desmentir nuestro supuesto, pero sostenerlo neciamente y sin argumentos es condición necesaria para seguir vivos, actuando. Sabemos que el supuesto es falso, pero no podemos abandonarlo. La renuncia total a la cursilería puede ser la antesala del suicidio.


Tertulia

La práctica humana Alberto Cortés Navarrete

V

ivir una vida exclusivamente práctica sólo podría ser apropiado para quien no tiene una disposición para hacer ninguna otra cosa. Dicho eso, no está muy claro qué cosas quedarían excluidas en una existencia así. ¿Qué parte de la vida práctica es solamente hacer, cuál pensar en lo que se hace, cuál pensar en lo que se puede hacer y lo que no? Parece haber una contienda que nunca termina entre los que piensan que la vida sólo puede y debe ser descrita según lo que vemos, tal cual pasa entre quienes están viviendo cotidianamente, y los que se detienen a admirarla con un poco de distancia, sacando conclusiones y juzgando lo que puede ser mejor y lo que ha sido problemático. Para esta segunda actividad hace mucha diferencia si se realiza en la historia, en las concepciones sobre lo que vale como verdadero, o en nuestras estructuras éticas y morales. Es difícil deshacerse de la impresión de que éste es un enfrentamiento y no solamente una diferencia de opiniones. No es nada más una discusión académica, es una postura que las personas deben asumir independientemente de sus ocupaciones, en el instante en el que surge la pregunta que invita a describir el

modo en el que viven. La más usual descripción del conflicto empieza descalificando a la mayoría de los filósofos, diciendo que se han dedicado a pensar cómo deberían ser las cosas en vez de poner atención a cómo son. Hay muchas otras versiones derivadas de esta fórmula, como la que indica que lo que debe hacerse es transformar el mundo en vez de observarlo, o la que muy simplonamente sentencia que son incompatibles la teoría y la práctica. Como la vida es movimiento, en esta discusión el tiempo adquiere una dimensión muy importante. Pensar cómo debería ser algo es o bien una esperanza, un anhelo o una proyección futura, por un lado, o un relato tradicional del bien pasado, una confianza en la sabiduría antigua o pura nostalgia, por el otro; o acaso es el intento de decir lo que no depende de ningún tiempo. En el otro disco de la balanza, poner atención a cómo son las cosas tiene un sentido más llano y directo: mirar el presente, describir el presente, enfocarse en el presente. Hacer ahora. Saber cómo son las cosas ahora. Una posible evaluación del problema puede recaer en preguntar qué tiene más valor, si estar pensando en pasados,

futuros o eternidades, o más bien, en abocarse al presente. Muchas de las veces en que se escucha expuesto este dilema, implícitamente se le da un valor superior al lado que pretende enfocarse al ‘ahora’: nadie dice «sólo hay que dedicarse a explicar cómo debería ser la vida, sin atención a cómo es», pero, al contrario, sí hay muchos que opinan que hablar de cómo deberían ser es inconsecuente y vano. ¿Por qué son tan irregulares los dos lados del enfrentamiento? Sospecho que los motivos serán ya imposibles de rastrear por entero. ¿Por qué un problema que nos involucra tan directamente, y cuya salida no parece para nada obvia, no tiene el mismo apoyo en los dos lados? Me parece que la causa es que tal problema no existe. No, por lo menos, así como está planteado. El verdadero problema está entre quienes asumen que hay un conflicto esencial entre la teoría y la práctica, y los demás que piensan de muchos modos distintos que no es así. Los primeros, suelen ver a los segundos como partidarios de la posición que se ha pasado viendo cómo deberían ser las cosas, y no admiten ninguna alternativa que medie entre ellos y los otros. Por eso la salida prueba una

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El mirador en el fanal

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y otra vez ser imposible y dejarlos a todos insatisfechos. Pareciera ser que sólo quien piensa que el presente es lo más valioso asume que este valor es único e irrebatible, mientras que aún es posible para el que confía en el poder de la palabra para hacer teoría, valorar la vida práctica. Nadie que se ocupe del futuro y la esperanza puede hacerlo negando su propio momento. Pienso que es así porque en la vida diaria cualquier persona, independientemente de quién sea o a qué se dedique, no podría de ninguna manera tener alguna perspectiva de su propia vida si no tuviera alguna noción de cómo debería ser. Es indistinto para esto si su noción es clarísima o brumosa. Todos tenemos la capacidad de plantearnos alternativas que nos encantaría elegir si se presentaran. El modo de ser de las cosas incluye siempre una opinión sobre las posibilidades de mejorar o empeorar. Si uno lo piensa de modo negativo, que no hubiera esta posición tendría como consecuencia que nadie sentiría ni pesar por vivir como vive, ni gozo, ni tampoco podría nadie temer por su futuro o esperanzarse. Suele confundirse al que se enfoca en el presente con el pesimista, pero son muy diferentes: el pesimista tiene que asumir algo del futuro: que será perjudicial; el pesimista piensa mucho en cómo deberían ser las cosas, y concluye que es imposible que sucedan así. Es más, entre las diferentes versiones del binomio teoría-prác-

tica, la misma sentencia de que de lo que se trata es de transformar al mundo asume un juicio sobre cómo deberían ser las cosas. Tiene él mismo una comprensión de las cosas que no son, de lo contrario no podría hacer planes para ninguna opción mejor. Con un momento en que nos sentemos a examinar cada caso, resultará que ninguna de estas posiciones en realidad se aboca únicamente al presente. En un pensamiento saludable no existe la visión que solamente se adhiere al presente. La enfermedad apropiada a esta complexión de la mente inclina al enfermo a no percatarse de quién es él mismo: no sabe qué ha hecho y es incapaz de decir qué hará. No se puede concebir el mundo humano como si práctica quisiera decir cómo son las cosas en este instante y nada más. Esa exposición miente. Su retórica, sin embargo, es poderosa, pues da la impresión de proponer una mejoría permanente, propone que el poder se administre en lo que es posible cambiar, y no en lo que no nos es provechoso. Implicando que la fuerza del presente se hace evidente en nuestro poder actual y además asegura que éste es un acierto que nunca antes en la historia nadie atinó. De este modo, aunque se afirme que pensar en lo mejor es una pérdida de tiempo, no se excluye a la teoría. Más bien, se le vuelve sirviente de la práctica: la teoría debe decir qué se puede cambiar, cómo, y qué no. Lo que se propone es que los esfuerzos humanos

deben enfocarse a la verdad de las cosas, tal como son en el presente. El primer problema es que ésta es una descripción inhumana de la vida. El segundo, que no ha probado que lo único provechoso sea ocuparse de lo instantáneo, sólo se mofa de quienes no piensen así. Esta fórmula es una simplificación, y por ello, darse cuenta de cómo dispone la perspectiva para una comprensión errada de la vida humana no basta para resolver ningún problema verdadero, sólo ayuda a hacer la nota del lugar en el que se encuentra el falso. Podemos de todas maneras sacarle mucho provecho si hacemos un poco de consciencia sobre lo que se nos ve impedido una vez que asumimos la simplificación como verdadera. Uno de los principales obstáculos que surgen es que nos volvemos incapaces de diagnosticar una crisis de la vida práctica propia de nuestro tiempo. Vivimos en una contradicción: por un lado, la victoria retórica del conflicto entre teoría y práctica nos inclina a desdeñar las posiciones que consideran ideas como «lo mejor» o como «el bien», pero por otra, esa convicción no ha cambiado el hecho de que nuestras vidas no pueden llevarse a cabo sin esta posibilidad. El resultado es bastante curioso, porque no sólo nos inclinamos a ocuparnos exclusivamente del presente, de lo visible, de lo certero, sino que además negamos que pueda hacerse alguna otra cosa. En el fondo, sabemos que si se


Tertulia pudiera, sería mejor abocarse a qué es «lo mejor», pero esa sospecha es parte de lo que debe enterrarse. Hay que olvidar de algún modo que podemos atisbar esas posibilidades, porque definitivamente no están en el presente. Tales especulaciones son difíciles y no tienen ninguna garantía de éxito. Diría yo que esta contradicción es la coraza de la crisis que vivimos en este tiempo, pero solamente la coraza. Creo que esconde mucho hacia su interior. Mientras más se adentra uno pensando en ella, más parece estar llena de incógnitas. Si es verdad que estamos en crisis, ¿por qué no es éste un problema al que se le esté prestando más atención? ¿Por qué ninguno de los esfuerzos internacionales están dedicados a resolverla? ¿En qué consiste vivir esta crisis: es solamente la presencia de un error académico, una mancha en el razonamiento, o es una clase más viva de sufrimiento? Si fuera lo primero, llamarla «crisis» sería muy escandaloso; pero si fuera lo segundo, ¿no tendríamos que estar todos conscientes de ella? Así como el placer es magnamente diverso, también el sufrimiento tiene muchísimas caras. La vida humana, en esta época y en todas, está repleta de cambios. La mayoría significan para nosotros algún placer o algún sufrimiento, de donde han nacido proverbios y dichos abundantes: «tranquila el alma, tras la tormenta viene la calma», «no hay mal que dure cien años, ni enfer-

mo que los aguante», «es caro el placer cuando causa muchas penas», «quien no sabe de penas no conoce cosas buenas», etcétera. Eso no puede ser ocultado por ninguna retórica porque todo lo que hacemos todos los días nos complace o nos aflige. Si la crisis en la que vivimos se nos esconde, debe ser un tipo muy peculiar de sufrimiento, uno que se viva sin que sea evidente. ¿Se puede tal cosa? Cuando uno se sienta a leer a los hombres célebres que nos ofrecieron la promesa de la mejor vida posible de todos los tiempos, la más civilizada y culta, la más cercana a la verdad, la más madura; cuando se lee a los campeones de la ciencia, a los padres de nuestros gobiernos, a los pensadores originales de la Ilustración, en fin, a quienes regaron las semillas de la educación liberal democrática y fraguaron la contención social con los sentimientos morales, da la impresión de que el titánico proyecto no puede siquiera intentarse si no se atiende con cuidado la formación de las personas para tal fin. Descartes, Hobbes, Kant, Rousseau, Smith, todos ellos podrían haber concordado en que la humanidad entera debería hacer grandes compromisos antes de ganar su acceso a las bendiciones de una vida pacífica. No cualquier disposición ética es apropiada para vivir en una sociedad como la que esperamos para este futuro prometedor. ¿Y en qué consiste esta disposición? Quienes se ocupan de

cómo son los hombres en la realidad, los enfocados al presente y a lo certero, necesitan por lo menos tres cosas: tener una inclinación científica que busque la certeza de toda verdad y rechace por falso todo lo que no ofrece esta garantía, una sinceridad completamente abierta y sin vergüenza sobre los propios deseos, y un amor por la libertad que no se deje atenuar por nada. Para que esto sea posible todos deben asumir la igualdad de los hombres y la capacidad para realizar cada uno su deber. Todos los miembros del género humano deben esforzarse por alcanzar estas metas y propiciarlas en otros para poder apreciar las maravillas que ofrece la Modernidad. Sin embargo, estas exigencias se resquebrajan sin remedio. Es la misma perspectiva la que poco a poco mina la relevancia del pensamiento moral mientras más lo substituye por un interés científico que invade todo conocimiento, o incluso por su simulacro, fácilmente realizado por cualquiera aun sin curiosidad ni interés en la verdad (como cuando se toma el repetir datos científicos por ciencia); cuando el deber moral no encuentra sustento científico se elimina toda vigencia de la consideración del bien o el mal. Hoy, la preocupación práctica tiene un desbalanceado énfasis en ofrecer una vida feliz para cualquiera que conozca qué desea y esté dispuesto a perseguirlo, sin necesidad de enfrentar el origen de estos deseos. Hemos llegado tan al filo de la

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práctica que ya no creemos en la disposición moral, porque no hay nada que nos asegure fuera de unas mínimas líneas de acotación qué debemos hacer y qué no, y que pueda respaldarse con ciencia clara y distinta. Podemos conocer a fondo lo que se hace y se ha hecho, eso por lo menos se presume. Los deseos incontrolablemente crecen sin pedir justificación hasta que no hay lujo ni comodidad que pueda convocarse sin arrebatar a alguien más lo que consideraba suyo. Los caballeros de la libertad terminan por apreciar, más que ninguna otra cosa, la tolerancia a toda forma de vida, y atropellan a las culturas que no tienen la misma perspectiva sobre la importancia de tolerar a los demás, transformándose en un aparato represivo más grande y con mucha más fuerza retórica que la nación incivilizada que aplasta. La guerra se agria y sus dimensiones técnicas se vuelven voraces más allá de todo cuento, siempre con la promesa de que si hoy se bate es para que en el futuro sólo haya paz. Hoy es notable la ironía con la que la sentencia de Descartes se nos ha venido encima como un deslave: cada quien, pensando que posee el buen sentido suficiente, se ha contentado con saberse bastantemente bien formado para vivir de acuerdo al proyecto moderno. En ello, la vida se nos ha vuelto el encierro dentro de una esfera opaca repleta de contradicciones concéntricas.

Los que habrían podido predecir este resultado eran precisamente los no modernos. Los que se supone que han sido superados por el proyecto de vida tolerante y pacífica. «Es mentira –habría podido decir algún pensador respetable antes de Hobbes–, que los hombres sean iguales y que sean igualmente capaces de hacer su deber». No es por ignorar el impacto económico que sus acciones tendrán en el comercio de su nación que un dictador traiciona a una nación aliada; es por ambición, por amor al honor, por sed de venganza, o por cien otros motivos. Ni éstos ni la ambición se quitan con lecciones de economía. Por las mismas causas es imposible esperar que todas las áreas de nuestra vida se nutran con la misma confianza en todos los demás seres humanos del mundo. La razón de esto puede parecer una fruslería por lo obvia que suena, pero es importantísima para alumbrar nuestra crisis: los hombres se complacen y sufren por cosas de lo más diversas. Desde jóvenes podemos inclinarnos a que ciertas cosas nos parezcan placenteras y otras nos hagan sufrir. Nuestras acciones están encausadas por nuestra disposición a experimentar esta variedad. Eso es educación, o si se quiere, «formación». Esta amplia capacidad nunca ha podido ser manipulada con la certeza técnica de la ingeniería, así que poco a poco ha perdido peso entre las consideraciones científicas. Por un lado, quienes defienden al

grado ridículo de llegar a matematizar toda existencia natural se abocan al conductismo, tratando de lograr los avances certeros que demanda el método en los campos de la educación; pero sus intentos no pueden admitir la libertad en la elección, haciéndolos inservibles para las consideraciones éticas. Tratando de darle certeza a nuestras acciones se ven obligados a negarlas. Por el otro lado, los que pretenden explicar la experiencia de actuar defendiendo que las ciencias pueden ser suaves y permisivas sobre su método, quedan mal con todos, desdeñadas por la falta de rigor desde el palco científico y desde la plaza popular por su persecución de tecnicismos excesivos y enigmáticos. Nuestra disposición hacia lo que nos causa placer y lo que nos hace sufrir hace que haya hombres de muchas clases, y algunos merecen más nuestro respeto que otros. Los no modernos hubieran podido predecir la caída de los pilares del proyecto ilustrado porque dependía de que todo hombre fuera igualmente capaz de hacer lo que le corresponde. Ahora, nuestra comprensión de la educación es obscura como nunca antes. Aún con la abundancia de investigaciones pedagógicas, la posibilidad de perseguir una vida mejor que otra no se considera más que en el entendido de que todo deseo es digno de ser perseguido en uno u otro sentido. Hoy se apoya la idea de que la elección de la vida corresponde a cada quien, y que no hay posibili-


Tertulia dad de poner en duda las elecciones ajenas si éstas no hacen daño a terceros. Además, en esta formulación el único daño admitido es el que privaría a alguien de hacer eso mismo: perseguir su propio deseo según su formación hacia el placer. Lo justo, pues, es que cada uno se ocupe de sus propios asuntos y no se meta con nadie más. Esta persecución sigue siendo preponderante aunque en muchos momentos haya sido puesta en duda al manifestar sus extremos. Los más violentos suelen darse en las guerras, y los más solitarios en la vida citadina. De allí que sea habitual escuchar quejas contra las ambiciones en el poder o contra el egoísmo en la urbe. «Vive y deja vivir» es el lema, ya muy viejo, de toda sociedad así fundada y su ridiculización «vive y deja morir» (también muy vieja) no quiere decir otra cosa que la distancia entre nosotros y el resto de los miembros de la sociedad no nos deja opinar ni siquiera sobre los peores daños que puedan causarse los que nos rodean. Pero esto que parece tan evidentemente justo, que cada quien se aboque a lo que le concierne personalmente, está en constante conflicto con el hecho de que no vivimos solos. Pronto, lo que nos concierne también son otras personas, nuestros amigos y nuestra familia, principalmente. En el flujo natural de nuestra vida resulta que ocuparnos de lo nuestro es también ocuparnos de alguien más. Pero no

podemos resolver el problema de que la máxima dicta que cada quien debería elegir de qué modo vivir, aunque incluso cuando nosotros creemos que sus decisiones no son dignas de tomarse. Educar a los hombres «según son» culmina en que se les enseñe a aceptar todos sus deseos, porque todo hombre los tiene y ninguno vale más que otro. Pero esto hace de la vida un desordenado muégano de anhelos. Al condenarse la posibilidad de establecer un diálogo con los demás en el que se discuta el bien, la perspectiva se pierde como si todos gritaran al mismo tiempo lo que quieren sin son ni concierto. Se levanta entonces un escándalo tan estridente que después es imposible devolver la atención a los presentes para reconsiderar si la condena del diálogo fue correcta en primer lugar. En cuanto nos percatamos de que es imposible que únicamente nos enfoquemos en nosotros, por más que queramos estar en paz con quienes nos rodean, se vuelve evidente la falsedad de la vida únicamente práctica: nuestra práctica humana implica desde el principio que nos cuidemos de lo que es «mejor». En toda acción esto es problemático, y por eso es de nuestro interés. Siempre hay un conflicto entre lo que consideramos lo mejor para nosotros y lo que consideramos que es mejor para los nuestros. Es más, lo hay entre lo que pensamos mejor para nosotros y la situación particular

en la que tenemos que interpretar si se está o no dando tal caso. Nunca es muy claro qué tanto es lícito que nos metamos en la educación de alguien para que sienta placer hacia determinadas actividades y repulsión por otras prácticas. Incluso a la respuesta fácil de que debemos despreciar todo lo que nos aleje de la ley se le puede rebatir encontrando multitud de casos que nos dejan inseguros, especialmente en un país como el nuestro en el que la ley cambia con frecuencia y su procuración es de contentillo. Nuestra tolerancia de las vidas ajenas llega tan lejos como nuestra indiferencia por ellas. Lo que pensamos bueno para nosotros lo valoramos como algo que debería ser, bajo ciertas circunstancias, perseguido por cualquiera que fuera a vivir bien. Y no hablo de pasatiempos, sino de elecciones fundamentales, como si vale o no perseguir una carrera universitaria, artística, deportiva, filosófica, criminal o de pura y holgada pereza. A veces, lo que creemos preferible es algo que hará bien a alguien más mientras que implica algún grado de sufrimiento para nosotros. La pregunta, pues, era si había una clase de sufrimiento que no fuera perceptible inmediatamente, y si algo así era lo que esta crisis implica para nuestros tiempos. Pienso que sí. Acostumbrarnos a perseguir el deseo sin dialogar sobre lo bueno para los nuestros, nos transforma lentamente ha-

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Fotografía Victoria Montoya

ciéndonos insensibles a la importancia de ver en nuestros propios actos la marca de lo que consideramos mejor. Poco a poco nos desacostumbramos a la valoración porque no hemos hecho posible que se hable bien sobre nada de lo que nos parece importante. Esta misma formación puede inclinar a una gran mayoría a repugnarse con la simple idea de una discusión sobre lo que se debe hacer para ser feliz y lo que no, sin ninguna perspectiva sobre el hecho de que en eso

está manifiesto lo que se piensa que es mejor. El sufrimiento no se atiende porque vivimos adormecidos entre estas contradicciones, en una vida que demanda su atención a la práctica inmediata y al cumplimiento de metas personales que no tienen ningún propósito más allá de la satisfacción de tal o cual deseo. Me parece que la hondura de la crisis está en la pérdida del propósito. Vivir sin esperanza de hacer lo mejor para uno mismo y para sus seres queridos no es

humano. Vivir sin la confianza de que se puede compartir lo bueno con los amigos y los familiares, e incluso con el resto de la comunidad, no es humano. Y vivir sin ímpetu para dialogar sobre lo mejor, no lo es tampoco. La realidad de esta crisis se hace manifiesta allí, en el hecho de que el placer y el sufrimiento de nuestras vidas se ha formado de tal modo que una manera inhumana de vivir no nos indigna ni nos preocupa. Somos seres naturalmente interesados por lo mejor porque nos concierne vitalmente. La mejor vida sería nuestra felicidad. Pero la educación puede ser tan poderosa que nos quite tanto la posibilidad de perseguir la felicidad como la noción de que existe tal posibilidad. Parecemos borrachos a medio dormir, sentados plácidamente contra los muros de un laberinto al que nos metimos por error. Vivir la crisis de nuestros tiempos incluye la miopía que nos dificulta notarla. El sufrimiento está en la consciencia de que nos estamos haciendo insensibles a todas esas cosas que siguen allí, por más que las neguemos, pero que se vuelven más y más difíciles de nutrir conforme continuamos en un movimiento acelerado que no ofrece modo de detenerse. La pérdida del valor, de la esperanza y del propósito es quizá la más lamentable consecuencia de hacer de toda la vida, vida práctica, y de hacer de toda la práctica, una engañosa negación de la posibilidad de ver el bien.


Tertulia

Sobre la nostalgia y el significado de las onomatopeyas cotidianas Callejero Callejas

L

os sentidos, sin lugar a dudas, también son una constitutiva inherente a todo rito. Es uno de los conductos vitales que nos permiten experimentar las costumbres, las tradiciones o algunos rasgos característicos de las acciones cotidianas. ¿Cómo puedo empaparme de un rito si no lo he vivido? Es decir, si no lo he visto, olido, saboreado, tocado y escuchado. Mal han hecho la mayoría de los sociólogos y los antropólogos al sesgar de la mayoría de sus análisis y de sus descripciones al determinante papel que tienen los sentidos en la percepción de la manifestación del carácter de ser del individuo. Con esto queremos decir, pues, que la complejidad de este éthos también se instancia desde un plano perceptivo. Para explicar lo anterior me remitiré, en este escrito, únicamente a los sonidos, concretamente, a las onomatopeyas inherentes a la cotidianidad de la cultura mexicana. Cuando digo cotidianidad me refiero a las costumbres en la urbe mexicana en

los últimos 30 ó 40 años. Hablaré acerca de algunas onomatopeyas específicas, algunas de ellas expresan un significado, otras producen nostalgia, algunas son más frecuentes que otras o más subjetivas que otras. Sin embargo, en mi opinión, todas ellas pueden fungir, en un momento o en una situación dada, como elementos que contribuyen a la expresión de un carácter de ser. No afirmo que reconocerlas o identificarlas nos ayudará a poseer una mejor o peor comprensión de éste; simple y sencillamente me parece interesante la idea de que las costumbres también son evidenciables a partir de los sonidos. A continuación ejemplificaremos lo anteriormente dicho a partir de la exposición y la explicación de cuatro onomatopeyas propias de nuestra cultura. Onomatopeya 1 (emita sonidos graves y con alto volumen):

atraviesa irresponsablemente la calle o cuando un microbús se queda parado mientras el semáforo está en verde. La escuchamos a través de los silbidos, en un estadio de fútbol, cuando el árbitro se equivoca o cuando una multitud se siente ofendida frente a uno o varios individuos. Es la onomatopeya que en México se verbaliza con la frase: “Chinga tu madre, cabrón”. La mentada de madre tiene tales alcances que cuando no hay cabida para el habla, ya sea por razones de tiempo o espacio, se vuelve extensible y transmisible a través del sonido: ¿por qué desperdiciar tiempo y esfuerzo en detener el auto para gritarle “chinga tu madre” al microbusero cuando el mismo significado puede ser expresable con la misma intensidad a través de la onomatopeya? Onomatopeya 2 (emita sonidos breves y con poco volumen):

¡Tá-tatatáta-tá-tá!

¡Sh-sh-sh-sh-sh-sh-sh-sh-sh-sh-sh!

Ésta es, sin duda, la onomatopeya más evidente y más reconocible y, a esto agregaría, la más utilizada en la cotidianidad. La escuchamos diariamente en las bocinas de los autos. Cuando hay tráfico, cuando un peatón se

Después de leer esto, podría usted hacer el ejercicio de dejar de leer y rememorar una situación cotidiana en donde haya escuchado un sonido similar. Si logra tal rememoración, se encontrará con un recuerdo, una imagen especí-

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Ritos callejeros

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fica en donde ese sonido haya estado presente. En lo particular, esta onomatopeya me recuerda al sonido de una olla express. La imagen más cotidiana que tengo de este objeto se remonta a mi niñez: recuerdo el piso de una cocina recién trapeado, al mediodía, con los trastes recién lavados y aun escurrientes y una olla express cocinando el arroz rojo que se servirá a la hora de la comida. Dado que el piso del lugar está recién trapeado, se puede percibir la humedad en él, lo que es una señal clara de que no se puede, todavía, caminar por el piso. No hay nadie en la cocina y el único sonido reinante en ese entorno es, efectivamente, ese sonido que emite la olla. Onomatopeya 3 (emita sonidos graves, rápidos y con alto volumen): tílin-tílin-tílin-tílin-tílin-tílin Esta onomatopeya pretende emular el sonido de la campana que anuncia la llegada del camión de la basura. Cuando la escuchamos no sólo entendemos que el camión de la basura se acerca, sino que, además, éste se irá pronto. Por lo que es conveniente llevarles rápidamente las bolsas de la basura. Este mensaje implícito se hace

patente a partir de la velocidad, intensidad y agitación con la que se tambalea la campana de quien anuncia al camión de la basura. No sólo esto, sino que también este individuo camina presurosamente a fin de que todo el vecindario logre escucharlo y quede, al mismo tiempo, advertido de la brevedad que durará el acto. Onomatopeya 4 (emita un sonido grave, lento y con un volumen ascendente y descendente):

fuuuu-iiiiiii-íííííííííííí-iiiiiiiii-u-u-uu-u-u Al igual que en el caso anterior, esta onomatopeya tiene la pretensión de emular el sonido que produce el carrito de hojalata del vendedor de plátanos machos y camotes calientes. A diferencia del ejemplo anterior, los sonidos ascendente y descendente característicos de este artefacto nos indican que el carrito de los plátanos no se irá rápidamente, sino que por el contrario, permanecerá varios minutos en ese lugar. Por lo cual, la reacción de alguien que desea comprar uno de estos postres al escuchar este sonido chillante, es de calma. Pues con tranquilidad puedo preguntarle a otras personas que cuántos van a querer, con

qué los quieren… Puedo buscar con tranquilidad el dinero y salir con la certeza de que el carrito continuará allí. Más aún, el sonido también es indicativo de la lentitud con la que el carrito se mueve y, por lo tanto, denota el significado de que, aun cuando el carrito ya se haya ido a consecuencia de la demora, éste siempre será fácilmente alcanzable. En conclusión, podríamos remitir un sinfín de onomatopeyas características de nuestra cotidianidad (la corneta álgida que anuncia la llegada del pan o los sonidos chispeantes de unos fuegos artificiales humeando en un cielo nocturno, propio de una calurosa época de carnaval) o, incluso, otro tipo de sensaciones (el olor a tejocote y caña en las posadas decembrinas, la sensación árida de la ceniza en la frente, el olor a tierra mojada en el grito de independencia), e, insisto, sólo me causa mucha curiosidad el hecho de que nuestros hábitos puedan ser representados a partir de nuestra percepción sensorial.


Tertulia

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Fotografía José Antonio Íñiguez


Catalejo

Catalejo por

Aries Celeste señora dominio tiene Las emociones, mueve cual mareas. Difícil culminar con las tareas

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Joanna Auldridge

Tauro En el trabajo, la atención se escapa Mejor aléjate de distracciones Resuelve poco en poco las cuestiones

Dado que Marte retrógrado viene.

Y acaba de una vez con esta etapa.

Mas tú eres quien el norte mantiene

Cuida a los más pequeños en la casa

Pues, Aries, con vuestra barca flanqueas

Prepárate para un negocio importante

Desqueste mundo las guerras más feas

Será tu deber que sea constante

Y al fin el que fue esclavo, amo deviene.

Pues sin tenacidad, todo fracasa.

Os llenará Urano con energía

Y en cuestión de amor, habrá que decidir

No te preocupes si llegas a caer

Con Júpiter directo, te sentirás atractivo

Aries hoy puede y no sólo podría.

Mientras, del amor ha llegado el día Si te convidan, no te habrás de retraer Acude, que darás gran alegría.

¿Tal vez lo nuevo o mejor es reincidir?

Sea cual fuere tu final resolución Deberá ser rápida, no posponerse Que gran paz te brindará el tomar acción.


Horóscopos

Géminis A los gemelos acongoja Marte Recuerda, retrógrado va el planeta No renuncies todavía a tu meta Y recuerda que la paciencia, es un arte.

Cáncer Júpiter te dará fuerza, cangrejo Para avanzar como te dicta la intuición Sigue a tu corazón en cada decisión Te lo recomienda así el catalejo.

Habrá sorpresas si de amor se trata

Tranquilidad sentirás en tu alma

Con otros seres y emociones nuevas

Es el efecto de Venus y Marte

El tránsito lunar trae cosas buenas Disfruta y explora, nada te ata.

Precaución guarda con todos tus bienes Traba nuevas alianzas, si te es posible Pero no arriesgues más de lo que tienes.

Las soluciones comienzan a hallarte El panorama ahora está en calma.

Cual magneto, te atraerá alguien luego Mas espera, antes de caer rendido ¿Es solo llama o genuino fuego?

Buenas nuevas en tus diarias labores

La buena suerte inunda toda tu vida

Pues de lo común surge lo imposible

Protección y luz te brindan los astros

Despierta, avanza y espera fulgores.

Aprovecha: el mundo está a tu medida

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Catalejo

Leo Venus y Marte traen al ser amado

Virgo, buena luna te favorece

Energía erótica inunda al felino

Activa deseos, planes y empresas

Sé valiente y selecciona con tino

Aumentarán en mucho tus riquezas

La luna le da al romance buen hado.

Disfruta la alegría que llega a tu vida

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Virgo

Belleza y entusiasmo te rodean

Si cultivas y miras cómo crece.

Déjalo todo en manos de la intuición Tránsito celeste, clara la vuelve

Deja que todos los demás lo vean

Siente cómo su ritmo todo envuelve

La felicidad, es más compartida.

Recibe su mística precisión.

No pienses mal anticipadamente

En cuanto amor, no repares en celos

Concéntrate en percepciones actuales

Si eres feliz, disfruta y no busques más

Tendrás paz y claridad en la mente.

Los sentimientos también son sinceros.

Y hay buenas nuevas para el bolsillo

Malas ideas rondarán tu alma

El oro se acerca, ¿sabes de dónde? Puedes ganar mucho con lo sencillo…

Aléjalas, pues no son buen influjo Y no hay razón para perder la calma.


Horóscopos

Libra

Escorpión

Marte retrógrado afecta a tu signo

Retrógrado, Saturno te visita

Diarias labores te enfadan y agotan

Después de treinta años de ausente

Y poco a poco ya todos lo notan Que lo que haces, ya no lo crees digno.

Acarrea envidias de mucha gente No prestes atención, que más incita.

Espera, Libra, a que el influjo pase

Prevente de engaños, advierte Marte

Oro veras, en lo que ahora escupes

Algunos tratan de sacar provecho

Lo que hoy aprendas y después ocupes

Lo que te digan no des por hecho

Será valioso en una nueva fase.

Con estrategia, deberéis cuidarte.

¿Que cómo los problemas se detienen?

Cuida la quietud que reina en casa

Cuida bien lo que dices, pues más vale

A opiniones necias, oídos sordos

Callarse palabras que no convienen.

Exceso de emoción y quizá celos

Y pronto verás que nada malo pasa.

Suerte Escorpión, en esta intensa era

Te harán vulnerable más de la cuenta

Confía en tu intuición y no en tus pasiones

Calma los impulsos y ahorra desvelos

Verás que algo bueno siempre por ti espera.

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Catalejo

Sagitario Mercurio en tránsito viene en tu ayuda En tu hacienda soplará nuevo viento Aprovecha ahora, haz tu mejor intento De tu gran fortuna no queda duda.

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Capricornio Saturno retrógrado aleja el oro Mas llegará y debes ser muy paciente Pues son los embates de tu regente Espera un poco y verás, te lo imploro.

Tu regente, Júpiter, también te auspicia

La fortuna crece a tu alrededor

Los astros sugieren que adquieras bienes

Y el ambiente te resulta favorable

Contempla cómo aumentar lo que tienes

Te ayudará pronto alguien entrañable

Y evita en todo caso a la avaricia.

No peques de orgulloso, es halagador.

Pronto serás convidado a un festín

Algo que parece bueno, no es así

Ahí encontrarás energías favorables

Bajo presión, no tomes decisiones

Y probablemente amistades sin fin.

No te comprometas en el frenesí.

Y de otro amigo recibirás muestra De un gran cariño intenso y muy sincero Reciprocidad, arquero, demuestra.

A tus labores diarias, presta atención Dedícale tiempo a aumentar tu hacienda Coloca tu esfuerzo donde tu intención.


Horóscopos

Acuario

Piscis

Mercurio iluminará tu sendero

Buen momento es para que llegue el oro

Para resolver pasados conflictos

Pues te ayuda el tránsito de la luna

Es buen tiempo para salir invictos

Aprovecha ahora tu buena fortuna

Usa tu imaginación con esmero.

Mientras, paciencia habrás de tener mucha Marte retrógrado planes retrasa Sé muy fuerte y a la esperanza abraza Mantente firme y no dejes la lucha.

Tendrá ahora la mayor relevancia Mantenerte cerca de tu linaje Acude sin dudar y con prestancia.

Urano fortalecerá tu intuición Ve tras de tus sueños, sin miedo Nunca es tan malo seguir al corazón.

Para aumentar y crecer tu tesoro.

Serás el buen árbol al que se arrime Un pariente ávido de consejo Escúchalo, guíalo o sé su espejo O abraza si quiere que se le mime.

Tu signo se llenará de energía Pues Neptuno directo, lo ayudará Verás que todo se vuelve alegría.

Oídos sordos a palabras necias No dudes en cumplir el sabio dicho Y ahórrate malas experiencias.

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Catalejo


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