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Sociedad El abuso sexual que cometen los padres biológicos contra sus hijos configura uno de los delitos que altera las leyes fundamentales de la cultura y la sociedad. Su silencio esconde patologías propias de las familias incestuosas que lo
ocultan: una madre que no escucha, unos hijos que dudan de su propia inocencia y un padre que, antes de verse victimario, se siente víctima. La historia de vida de un agresor, así lo refleja. Equipo periodístico Unimedios
“Entonces la mayor dijo a la menor; nuestro padre es viejo y no queda varón en la tierra que entre a nosotras, ni generación para conservar, ven, acostémonos con él. Aquella noche dieron de beber vino a su progenitor, y la mayor durmió con él... Pero éste no sintió, ni cuando se acostó su hija, ni cuando se levantó”. Tan ínfima como relata el libro del Génesis la responsabilidad de Lot en este acto incestuoso, siente Antonio su culpa frente al abuso sexual de sus dos hijas menores. Convencido de “haber sido víctima de la seducción”, este hombre, que recién purgó una pena de cuatro años en la cárcel, aprovechó el poder que le otorgaban la confianza y la dependencia afectiva de las pequeñas, para cometer uno de los delitos más frecuentes dentro del núcleo familiar, pero oculto para nuestra sociedad: el incesto padre-hija. En Colombia, al año se registran cerca de 14.434 casos de abuso sexual contra menores de edad entre 4 y 13
■ Domingo 26 de febrero de 2006
En el ámbito jurídico se eliminó el incesto como delito, pues anteriormente era desistible y la condena irrisoria; se intentaba proteger la armonía familiar sobre la integridad, libertad y formación sexual de los niños. años, de los cuales cerca del 10% corresponde a padres biológicos contra sus hijas, siendo así uno de los más altos porcentajes de la variedad de agresores conocidos y desconocidos (padrastros, tíos, hermanos, abuelos, primos, vecinos, entre otros). ¿Son criminales, psicópatas, o por el contrario, la mayoría de padres que abusan de sus hijas son intelectual y mentalmente normales? Si bien no existe una estimación concluyente, y hay más interrogantes que respuestas sobre el tema, un acercamiento al fenómeno le permitió a dos psicólogas de la Universidad Nacional, establecer factores de riesgo, que en algunos casos podrían asociarse a esta conducta, como son: un ciclo de violencia y/o abuso sexual intrafamiliar de generación en generación, que engendra víctimas y forma agresores. Nada justifica el maltrato a un menor, como señalan las profesionales Liliana Forero y Esperanza González,
Qué pasa por la cabeza de quien transgrede el
último tabú
sin embargo, conocer la dinámica de quien se atreve a transgredir el último tabú, y las variables de orden social y psicológico que influirían en su comportamiento “delictivo”, resulta indispensable para aproximarse a la raíz del problema.
Un delito imperdonable Aunque algunas formas de incesto son tabú en todas las sociedades, el grado en el cual quedan prohibidas las relaciones sexuales, varía considerablemente según las culturas y los periodos de la historia. Se sabe por ejemplo, que los egipcios se casaban con sus hermanas para honrar a Isis; Atila desposó a su hija Ecsa siguiendo las costumbres de su pueblo; y para no ir tan lejos, esta práctica se descubrió a finales del si-
glo XIX entre los indios cucuc de Chile, los Incas y los Caribes, según citas de Engels; mientras que en las leyendas precolombinas, Bochica y su hijo son los antepasados de los muiscas. Actualmente en nuestro sistema occidental, el incesto padre-hija se lee como un “delito imperdonable” que altera la dinámica familiar. Por eso conseguir el testimonio de Antonio fue complicado, pues “casi ningún abusador lo admite”, explica Liliana Forero: “para ellos resulta conveniente negarlo debido al horror que provoca, y aprovechan la incredulidad que nuestra sociedad le otorga a los infantes, para poner en entredicho su declaración”. Luego de buscar infructuosamente presos dispuestos a contar su historia, sin temor a ser apaleados por
los otros –pues en la cárcel más vale ser homicida que delincuente sexual– apareció el expediente de Antonio en un Juzgado Penal. El hombre estaba en prisión, “ansioso de ser escuchado”. Hallarlo entre los otros fue más sencillo para las psicólogas, pues gozaba de cierta fama: “¿buscan a don Antonio, el buena gente?”. En efecto, “como buen abusador, apareció encantador”, dice Liliana, argumentando una conducta típica de estas personas. Había nacido en una vereda de Quindío. Su memoria lo remitía a una infancia violenta y llena de carencias. “Como la escuela quedaba lejos de la casa nunca pude asistir. De mi papá recuerdo que era agricultor... nos pegaba duro, pero mi mamá siempre nos daba más fuerte. Quedé huérfano desde pe-
queño, la violencia nos dejó sin papá. Los bandoleros a veces llegaban a la pieza donde dormíamos todos para sacar a mi mamá y a mis hermanas del pelo, se las llevaban y a lo mejor las violaban, no sé... Al poco tiempo mamá consiguió un tipo que no hacía sino pegarme; me ‘encendía a plan’ con una peinilla, por eso me volé de la casa”. El que Antonio y su familia compartieran un mismo lecho es importante para el análisis. “Desde la experiencia clínica se conoce que este tipo de hacinamiento, llamado colecho, no posibilita la privacidad y por ende los niños presencian las relaciones sexuales de sus padres, facilitándose consecuencias como la excitación y el placer que provoca en el infante ser testigo de esta escena”. Si bien no todas las víctimas de abusos y maltratos llegan a ser abusadores sexuales dentro o fuera de su familia, pues no se puede hablar de una causa-efecto, en casos como los de Antonio, la vivencia de una experiencia traumática en la infancia es un factor de riesgo para convertirse en agresor. “A la casa fue a vivir un tío con su esposa. A esa señora yo le tenía mucho miedo. No me gustaba que me dejaran solo con ella, pues agarraba a besarlo a uno, a bajarle los pantalones; se acaballaba encima y lo tallaba a uno en el pene. También me lo cogía con la mano y se lo metía en la vagina. Cómo yo tenía seis años, pues era lógico que me desgarrara. Todo lo hizo a las malas, a violarlo a uno; por eso, siempre que me acuerdo de eso siento ira, mucho rencor”. Al no elaborar esas experiencias las trasmiten a sus víctimas a través del acto incestuoso, y el círculo vicioso se va prolongando en la familia durante diversas generaciones. “La relación con mis hijas era bien cuando estaban pequeñas. El cambio fue cuando comenzaron a crecer y echar senos. Empecé a salir con ellas, incluso me daban como celos cuando Mariluz, la mayor, tenía un novio o un amigo, a veces no la dejaba salir. Más bien yo le hacía invitaciones a fiestas, a comer, le daba regalos, pero no como hija sino como novia. En ocasiones ella se me sentaba en las piernas, yo la acariciaba, le echaba el brazo y se me iba la mano por ahí”. De acuerdo con Nelson Rivera, profesional de la Fundación Renacer, entidad que a partir de un programa de apoyo terapéutico busca apoyar a menores que han sido víctima de abuso sexual, la experiencia de atender cerca de 120 niñas al año, un 10% agredidas por sus propios padres, le permite afirmar que casi siempre estas historias comienzan hacia los 8 ó 9 años, cuando las niñas toda-