Señores del Olimpo

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Javier Negrete

Señores del Olimpo

El gesto de Zeus delataba cada vez mayor cansancio. Aunque escuchaba y asentía, su mente parecía estar en otra parte. Los hombres, los hombres, pensó Atenea: ése era el problema. Zeus había decidido favorecerlos porque parecían la raza más débil de todas. Pero luego, al crecer en número como las arenas de la playa y volverse fuertes, se habían hecho insolentes. Los hombres, creados a imagen y semejanza de los olímpicos. Atenea también los amaba, pero no podía negar que su desmesurada ambición empezaba a ser un problema muy grave. —Noble Quirón —contestó Zeus con sincero aprecio—, puedes volver con los tuyos y tranquilizarles. Sabré encontrar una solución para que todas las razas que moran bajo el cielo convivan en paz y armonía. El dios-centauro agachó la cabeza. —Confío en tu sabiduría, hijo de Cronos. Pero los más jóvenes de entre los centauros están deseando declarar la guerra a los humanos. Si las cosas siguen así, no sé cuánto tiempo podré contenerlos antes de... Un agudo relincho interrumpió las palabras de Quirón. Todos alzaron la cabeza hacia el cielo al reconocer el reclamo de un hipogrifo. Un carro alado que venía desde el sur bajaba desbocado hacia los dioses. Nadie, salvo Zeus, tenía permitido sobrevolar aquellas terrazas del Olimpo. El rey de los dioses se puso en pie y bajó los escalones del estrado con gesto contrariado, alzando la mano derecha para fulminar al insolente. Pero Atenea reconoció el carro y corrió hacia Zeus para sujetarle el codo. —Tranquilo, padre. Es Zagreo —susurró. —¡Por los anillos de Urano, ese insensato ha elegido un mal día para poner a prueba mi paciencia! —Aguarda un momento. Si vas a castigarlo, mejor será en privado. No debes dar rienda suelta a tu cólera delante de todos los dioses. Zeus miró a su hija a los ojos, cerró los dedos y bajó la mano. —Tienes razón, como siempre. Pero si se ha atrevido a venir borracho otra vez, te aseguro que lo va a lamentar. Quirón hizo una corveta y se apartó de un salto para dejar sitio a los hipogrifos. Las bestias venían tan asustadas que se posaron de golpe, el carro rebotó sobre sus ruedas y se volcó sobre las losas. El ocupante del vehículo cayó de espaldas, pero no soltó el objeto que llevaba, una caja de madera que acunaba contra su pecho. Atenea, que gozaba de una memoria perfecta, lo reconoció. Era Glauco, uno de los numerosos hijos del rey de Creta, y no precisamente el mejor guerrero entre ellos. Zeus, Atenea y Apolo se acercaron al carro, mientras entre la multitud de dioses corrían murmullos y comentarios. Atenea agarró al hombre por los brazos y lo

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