Señores del Olimpo

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Javier Negrete

Señores del Olimpo

derribar, Tifón, ajeno al destino de sus huestes, se detuvo ante la grada sobre la que se alzaba el trono de basalto de Zeus. —¿Por qué tengo k'e desstruir esste lugar? —silbó—. Ahora ess mío. —Este trono ya tiene dueño. Tifón se volvió. Más abajo los olímpicos y los gigantes seguían combatiendo, pero eso ya le daba igual. Nada tenía que ver él con esa ralea de brutos pedregosos a los que había utilizado para subir hasta el Olimpo. Ahora esperaba a un ejército mucho más poderoso y por cuya sangre ardiente sentía más afinidad que por la de los estúpidos gigantes. Sus cien hijos estaban al llegar, pero antes de ese momento quería disfrutar su triunfo sentándose a solas en el trono de Zeus. Aunque la diosa guerrera que avanzaba hacia él parecía empeñada en estropear su placer. —No te interrpongass en mi camino, mujerr. —Y tú retrocede ahora mismo, bestia del Erebo, o muere —dijo Atenea, aferrando a Némesis con ambas manos. Tifón soltó una carcajada y giró sobre su cintura, buscando el cuerpo de Atenea con los pinchos de su larga cola. Pero la diosa se agachó a tiempo, y aprovechando que el propio impulso de Tifón lo dejaba desprotegido, le clavó la lanza en la espalda. La punta de adamantio arrancó una escama del lomo de la bestia e hizo brotar la sangre incandescente. Tifón aulló de dolor y se revolvió. —¿K'é arrma ess ésa k'e penetrra lo impenetrable? —gimió. —Pregúntale a Gea, la misma que te creó. Atenea retrocedió dos pasos y se preparó para atacar. La bestia, asustada por primera vez en su corta vida y poseída por su naturaleza animal, abrió los brazos, rugió y agitó las alas, tratando de asustar a la diosa guerrera con aquella exhibición. Una bola llameante golpeó en los cuernos de Tifón. Éste, sorprendido, volvió la mirada hacia la plataforma inferior, por donde Hefesto, ataviado con una larga cota de malla que le arrastraba entre las piernas, venía con toda la velocidad que su cojera le permitía. —¡Aguanta, Atenea! —gritó—. ¡Voy en tu ayuda! El dios herrero llevaba en las manos una honda cargada con bolas de tela. Mientras seguía corriendo, hizo girar la honda y volvió a disparar, y el proyectil, empapado en alguna extraña mezcla, se inflamó en el aire. Pero Hefesto había cometido una insensatez queriendo combatir con llamas a una bestia que se bañaba en lava hirviente. Tifón apartó de un manotazo la segunda bola de fuego, y al darse cuenta de que allí tenía una víctima más fácil, dio un gran salto, abrió las alas para planear y se dejó caer a pocos pasos de Hefesto. El dios herrero retrocedió con gesto de pavor, se enredó con su propia cota de malla y cayó de espaldas.

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