Cujo

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efectuando uno de sus paseos, apareció en el descuidado patio frontal de Gary. Vio a Gary y emitió un ladrido de cortesía. Después se acercó, meneando la cola. -Cujo, hijo de la gran puta -dijo Gary. Posó en el suelo el vaso del «destornillador» y empezó a revolver metódicamente en sus bolsillos, en busca de galletas para perro. Siempre tenía unas cuantas a mano para Cujo, que era un perro auténticamente bueno como los de antes. Encontró un par de ellas en el bolsillo de la camisa y las mostró. -Siéntate, muchacho. Siéntate. Por muy deprimido o malhumorado que se sintiera, la contemplación de aquel perro de cien kilos de peso sentado como un conejo nunca dejaba de alegrarle. Cujo se sentó, y Gary vio un pequeño arañazo de desagradable aspecto, ya cicatrizando en el hocico del perro. Gary le arrojó las galletas en forma de hueso, y Cujo las atrapó sin esfuerzo en el aire. Dejó una de ellas entre sus patas delanteras y empezó a mascar la otra. -Buen perro -dijo Gary, extendiendo la mano para darle a Cujo unas palmadas en la cabeza-. Buen... Cujo empezó a gruñir. Desde lo hondo de su garganta. Un ruido sordo y casi pensativo. Miró a Gary y éste vio en los ojos del perro algo frío y peligroso que le hizo estremecerse. Retiró rápidamente la mano. No se podía bromear con un perro tan grande como Cujo. A menos que quisieras pasarte el resto de la vida secándote el trasero con un garfio. -Pero, ¿qué te pasa, muchacho? -preguntó Gary. Jamás, en el transcurso de todos los años que el perro llevaba con los Camber, había oído gruñir a Cujo. A decir verdad, no hubiera creído posible que el viejo Cujo fuera capaz de gruñir. Cujo meneó un poco la cola y se acercó a Gary para que lo acariciara, como si se avergonzara de su momentáneo desliz. -Bueno, eso ya está mejor -dijo Gary, revolviendo el pelaje del enorme perro. Había sido una semana terriblemente calurosa y aún iba a hacer más calor, según George Meara, quien se lo había oído decir a tía Evvie Chalmers. Suponía que debía de ser por eso. Los perros notaban el calor más que las personas, y él imaginaba que ninguna norma impedía que un chucho se mostrara irritable de vez en cuando. Pero, desde luego, había resultado gracioso oír gruñir a Cujo de aquella manera. Si Joe Camber se lo hubiera dicho, Gary no se lo hubiera creído. -Vé por la otra galleta -dijo Gary, señalándola.


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