El Médico - Noah Gordon

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—Medico, cirujano o barbero... Todos ofenden la obvia verdad de que solo la Trinidad y los santos tienen auténtico poder para curar. Rob estaba agobiado de intensas emociones y nada dispuesto a escuchar perorata. “¡Ya esta bien!”, refunfuñó en silencio. Experimentó la sensación de que Barber le aconsejaba contenerse. Habló al sacerdote en voz baja y complaciente e hizo una considerable contribución para la iglesia. Por último, el sacerdote sorbió las narices. —El arzobispo Wulfstan ha prohibido a los sacerdotes que persuadan a los feligreses de otra parroquia con sus diezmos y derechos. El no era feligrés de otra parroquia. Finalmente acordaron el entierro en sagrado. Por suerte, Rob había llevado la bolsa llena. La cuestión no podía demorarse, pues la atmósfera ya olía a muerte. El ebanista de la aldea se impresionó al imaginar el tamaño del cajón que tendría que construir. La fosa debía ser correspondientemente onerosa, y Rob la cavó en un rincón del camposanto. Rob creía que Aire's Cross llevaba ese nombre porque marcaba un vado en el río Aire, pero el sacerdote aclaró que la aldea se llamaba así por un gran crucifijo de roble lustrado que había en el interior de la iglesia. Delante del altar, al pie de la enorme cruz, fue colocado el ataúd de Barber cubierto de romero. Por pura casualidad ese día era la fiesta de San Calixto, y la asistencia a la iglesia fue numerosa. Cuando llegaron el pequeño santuario estaba casi lleno. —Señor ten piedad. Cristo ten piedad —salmodiaron. Solo había dos ventanas pequeñas. El incienso luchaba contra el hedor pero entraba algo de aire a través de los muros de árboles partidos y el techo de paja, haciendo que las velas de junco parpadearan en sus casquillos. Seis altos cirios se debatían contra las penumbras en un círculo que rodeaba el ataúd. Un paño mortuorio blanco cubría todo el cuerpo de Barber salvo la cara. Rob le había cerrado los ojos y parecía dormido, o tal vez muy borracha —¿Era tu padre?—susurró una anciana. Rob vaciló, pero luego le pareció más fácil asentir. La mujer suspiró y le tocó el brazo. Rob había pagado una misa de réquiem en la cual la gente participo con conmovedora solemnidad, y notó, satisfecho, que Barber no habría sido mejor atendido si hubiese pertenecido a un gremio, ni más respetuosamente despedido de este mundo si su mortaja hubiese sido del púrpura de la realeza. Al concluir la misa, y cuando la gente se marchó, Rob se acercó al altar. Se arrodilló cuatro veces e hizo la señal de la cruz sobre su pecho tal como le había enseñado mamá tanto tiempo atrás, inclinando la cabeza por separado ante Dios, Su Hijo, Nuestra Señora y, finalmente, ante los apóstoles y todas las almas benditas. El sacerdote recorrió la iglesia y apagó ahorrativamente las velas de junco; lo dejó solo para que llorara a su muerto, junto al féretro. Rob no salió a comer ni a beber; permaneció de rodillas, como suspendido entre la danzarina luz del cirio y la pesada negrura. Pasó el tiempo sin que se diera cuenta. Se sobresaltó cuando las campanas tocaron a maitines, se incorporó avanzó por el pasillo dando bandazos sobre sus piernas entumecidas. —Haz la reverencia —dijo fríamente el sacerdote. Hizo la reverencia, y una vez fuera bajo por el camino. Debajo de un árbol orinó; volvió y se lavó la cara y las manos con agua del cubo que estaba junto a la puerta, mientras en la iglesia el sacerdote concluía el oficio de medianoche. Poco después, el sacerdote soplo por segunda vez los cirios, dejando Rob solo en la oscuridad, con Barber. Ahora Rob se permitió pensar en cómo lo había salvado aquel hombre en Londres, siendo el un crío. Recordó a Barber cuando era bonachón cuando no lo era; su tierno placer para preparar y compartir la comida; su egoísmo; su paciencia para instruirlo y su crueldad; su natural libidinoso sus atinados consejos; sus risas y sus iras; su talante afectuoso y sus borracheras. Lo que habían intercambiado no era amor; Rob lo sabía. Sin embargo, había sido tan buen sustituto del amor, que cuando las primeras luces agrisaron el cerúleo rostro, Rob J. lloró con amargura, y no únicamente por Henry. Barber fue enterrado con alabanzas. El sacerdote no pasó mucho tiempo ante la sepultura. —Puedes rellenarla —dijo a Rob . Mientras la piedra y los guijos resonaban en la tapa, Rob lo oyó murmurar en latín algo referente a la segura esperanza en la Resurrección.

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