El Médico - Noah Gordon

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Fue Loeb quien respondió: —En los alrededores vive una gentuza capaz de matar a cualquier viajero, y detesta especialmente a los judíos. Conocían de memoria la ruta. Rob no sabía nada del camino, y si les ocurría algún percance a los otros tres, era dudoso que el sobreviviera en aquel entorno desolado y hostil. La senda subía y bajaba precipitadamente, serpenteando entre los oscuros y amenazadores picos del este de Turquía. Entrada la tarde del quinto día, llegaron a un pequeño cauce que jugueteaba caprichosamente entre márgenes contorneadas de rocas. —El rió Coruh —informó Aryeh. Casi no había agua en la bota de Rob, pero Aryeh movió la cabeza negativamente cuando lo vio dirigirse al río. —Es agua salada —advirtió en tono cáustico, como si Rob tuviera la obligación de saberlo. Siguieron cabalgando. Al doblar un recodo, al atardecer, vieron a un zagal que apacentaba cabras. El pastorcillo dio un salto y se alejó en cuanto los vio. —¿No deberíamos perseguirlo? —preguntó Rob—. Tal vez haya salido corriendo para informar a los bandidos de que estamos aquí. Lonzano lo miró y sonrió. Rob notó que la tensión había desaparecido de su rostro. —Era un niño judío. Estamos llegando a Bayburt. La aldea tenía menos de cien habitantes, y aproximadamente la tercera parte eran judíos. Vivían protegidos por un muro alto y difícilmente expugnable, construido en la ladera de la montaña. Cuando llegaron a la puerta, la hallaron abierta. En cuanto la hubieron traspuesto, se cerró a cal y canto a sus espaldas, y al desmontar encontraron seguridad y hospitalidad en el barrio judío. —Shalom —saludo el rabbenu de Bayburt, sin sorpresa. Era un hombre menudo, que habría formado un conjunto perfectamente armonioso a horcajadas de un burro. Su barba era espesa y tenía una expresión melancólica alrededor de la boca. —Shalom aleikhum —dijo Lonzano. En Tryavna habían hablado a Rob del sistema judío de viajes, pero ahora lo vio con ojos de participante. Unos chicos se llevaron los animales para atenderlos, otros recogieron sus botas para lavarlas y llenarlas de agua dulce del pozo del lugar. Las mujeres les dieron trapos húmedos para que pudieran lavarse, y luego les sirvieron pan fresco, sopa y vino antes de que fueran a la sinagoga, a reunirse con los hombres del pueblo para el maariu Después de las oraciones se sentaron con el rabbenu y algunas autoridades. —Conozco tu cara, ¿no? —preguntó el rabbenu a Lonzano. —He disfrutado anteriormente de vuestra hospitalidad. Estuve aquí hace seis años con mi hermano Abraham y nuestro padre, bendita sea su memoria, Jeremiah ben Label. Nuestro padre nos dejó hace cuatro años por voluntad del Altísimo, cuando un pequeño rasguño en el brazo se gangrenó y lo envenenó. El rabbenu asintió y suspiró. —Que en paz descanse. Intervino entusiasmado un judío canoso que se rascaba el mentón. —¿No me recuerdas? Soy Yosel ben Samuel de Bayburt. Estuve con tu familia en Masqat, hace diez años esta primavera. Llevaba piritas de cobre en una caravana de cuarenta y tres camellos y tu tío... ¿Issachar?, tu tío Issachar le ayudó a venderle las piritas a un fundidor y a obtener un cargamento de esponjas marinas con buenos beneficios para mí. Lonzano sonrió. —Mi tío Jehiel. Jehiel ben Issachar. —¡Eso es, Jehiel! ¿Goza de buena salud? —Estaba sano cuando salí de Masqat. —Bien —dijo el rabbenu—. El camino a Erzurum está controlado por una calamidad de bandidos turcos, que la plaga se los lleve y toda forma de catástrofe siga sus pasos. Asesinan, cobran rescates, hacen lo que les da la gana. Tendréis que eludirlos por una pequeña senda que atraviesa las más alts montañas. No os perderéis porque uno de nuestros jóvenes os guiará.

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