El Médico - Noah Gordon

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—Yo no —contestó ella, y el asintió. Mary había llevado consigo todo el tiempo una pieza de paño de lana ligero, hilado con sus propios vellones, y averiguó infatigablemente hasta encontrar una costurera fina en Gabrovo. La mujer aceptó el trabajo cuando le transmitió qué quería, pero indicó que convenía teñir el paño —de un color natural indescriptible— antes de cortarlo. Las raíces de la planta rubia darían matices rojos, pero con sus cabellos la haría destacarse como un faro. El centro de la madera de roble daría gris, pero después de su dieta de negro el gris le parecía deprimente. La corteza de arce o de zumaque virarían al amarillo o el naranja, colores muy frívolos. Tendría que ser marrón. —Toda mi vida he usado marrón cáscara de avellana —se quejó a su padre. Al día siguiente el le llevó un pequeño bote con una pasta amarillenta, tono semejante al de la mantequilla rancia. —Es tintura, y escandalosamente cara. —No es un color que yo admire —dijo ella prudentemente. James Cullen sonrió. —Ese color se llama añil o índigo. Se disuelve en agua y debes cuidar que no te toque las manos. Cuando se saca el paño húmedo del agua amarillenta, cambia de color en el aire y, a partir de ese momento, el tinte es rápido. Produjo un paño azul marino, tan espléndido como nunca había visto otro; la costurera cortó y cosió un vestido y una capa. Mary estaba contenta con su nueva indumentaria, pero la dobló y la apartó hasta la mañana del diez de abril, día en que los cazadores volvieron a Gabrovo con la noticia de que ya estaba abierto el camino de la montaña. A primera hora de la tarde, la gente que estaba esperando el deshielo en el campo comenzó a acudir deprisa a Gabrovo, el punto de partida hacia el gran desfiladero conocido como Portal de los Balcanes. Los proveedores instalaron sus mercancías y comenzaron a llegar las multitudes, vociferando su derecho a comprar provisiones. Mary tuvo que darle dinero a la mujer del posadero para convencerla de que calentara agua al fuego en un momento tan ajetreado, y la subiera a las cámaras donde dormían las mujeres. Primero Mary se arrodilló, metió la cabeza en la cuba de madera y se lavó el pelo, ahora largo y recio como la lluvia invernal; luego se metió en cuclillas en la cuba y se frotó hasta queda brillante. Se vistió con la ropa recién hecha y fue a sentarse afuera. Mientras se pasaba un peine de madera por los cabellos, para que se secaran dulcemente bajo el sol, vio que la calle principal de Gabrovo estaba llena de carros y caballos. Poco después, una numerosa partida de jinetes delirantemente borrachos atravesó la ciudad al galope, haciendo caso omiso de los estragos causados por los atronadores cascos de sus cabalgaduras. Un carro volcó cuando los caballos se espantaron, con los ojos blancos de terror. Mientras los hombres maldecían y luchaban para contener las riendas, y los caballos piafaba acobardados, Mary entró corriendo, antes de que se le secara el pelo. Tenía sus pertenencias preparadas cuando apareció su padre con el sirviente Seredy. —¿Quienes eran esos hombres que pasaron tempestuosamente? —preguntó. —Se dan el nombre de caballeros cristianos —replicó fríamente su padre—. Eran cerca de ochenta, franceses de Normandía que van en peregrinaje a Palestina. —Son muy peligrosos, señora —dijo Seredy—. Usan cotas de malla pero llevan carros repletos de armaduras. Siempre están embriagados y —desvió la vista— abusan de las mujeres. No debéis moveros de nuestro lado, señora. Mary le dio las gracias seriamente, pero la idea de tener que depender de Seredy y de su padre para que la protegieran de ochenta caballeros bebidos y brutales, de no ser tan siniestra, le habría provocado una sonrisa. La protección mutua era la mejor razón para viajar en una caravana numerosa, y en un abrir y cerrar de ojos cargaron los animales y los condujeron a un gran campo del límite este de la ciudad, donde se estaba reuniendo la caravana. Al pasar junto al carro de Kerl Fritta, Mary vio que este ya había montado una mesa y hacia buenos negocios de reclutamiento. Fue una especie de regreso al hogar, pues se acercaron a saludarlos muchas personas que habían conocido en la etapa anterior del viaje. Los Cullen encontraron su lugar hacía la mitad de la línea de marcha, pues muchos viajeros nuevos formaban fila detrás.

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