Cerebro

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Robin Cook

Cerebro

prestado el hospital Gibson—. A propósito, que alguien llame a Radiología. Quiero una diapositiva de estos electrodos, para que más tarde podamos saber dónde estaban. Las rígidas agujas de los electrodos eran, a un tiempo, instrumentos de registro y de estímulo. Antes de someterlas a esterilización, el neurocirujano había marcado un punto a cuatro centímetros de la punta aguzada. Con una pequeña regla metálica, midió cuatro centímetros desde el borde frontal del lóbulo temporal; sostuvo el electrodo en ángulo recto con respecto a la superficie del cerebro y lo empujó a ciegas, sin dificultad, hasta la marca de los cuatro centímetros. Los tejidos cerebrales presentaron una resistencia mínima. Después tomó el segundo electrodo y lo insertó dos centímetros más atrás. Cada uno sobresalía unos cinco centímetros del cerebro. Por suerte, Kenneth Robbins, el jefe de técnicos de Neurorradiología, llegó en ese momento. Si se hubiera retrasado un poco más, Mannerheim habría tenido uno de sus célebres arrebatos. Como el quirófano estaba preparado para obtener radiografías, el jefe de técnicos tardó sólo unos pocos minutos en tomar las dos imágenes. —A ver —dijo Mannerheim, mirando el reloj; comprendió que debía acelerar las cosas—. Estimulemos los electrodos profundos para ver si podemos generar ondas cerebrales epilépticas. Según mi experiencia, si se producen, hay sólo un uno por ciento de posibilidades de que la lobectomía solucione los ataques. Los médicos se reagruparon alrededor de la paciente. —Doctor Ranade —dijo Mannerheim—, pregunte al paciente qué experimenta y qué piensa después del estímulo. El anestesista, asintiendo, desapareció bajo el borde de las sábanas. Al sacar la cabeza indicó al cirujano que podía proseguir. Para Lisa, el estímulo fue como una bomba que estallara sin sonido ni dolor. Después de un período en blanco que pudo haber sido de una hora o una fracción de segundo, un calidoscopio de imágenes se confundió con la cara del médico indio, al final del largo túnel. No reconoció al doctor Ranade, no sabía quién era ella misma. Sólo tuvo conciencia del terrible olor que presagiaba sus ataques, y eso la aterrorizó. —¿Qué sintió? —preguntó el doctor Ranade. —Ayúdeme —gritó Lisa. Trató de moverse, pero las ligaduras la contenían. Comprendió que el ataque era inminente—. Ayúdeme. El anestesista se alarmó. —Lisa, Lisa, todo va bien. Tranquilícese. —Ayúdeme —gritó Lisa, y perdió el dominio de su mente. La cabeza seguía fija en su sitio, al igual que la correa de la cintura. Toda su fuerza se concentró en el brazo derecho: tiró con una fuerza enorme, imprevista. La ligadura de la muñeca se soltó, y el brazo libre se arqueó hacia arriba entre las sábanas. Mannerheim, hipnotizado por los registros anormales del EEG, vio la mano de Lisa por el rabillo del ojo. Si hubiera reaccionado con mayor prontitud, quizá hubiera podido evitar el incidente. Tal como ocurrieron las cosas, la

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