Casa Oscura y otros relatos

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El gato blanco se retiró de su pecho, abandonándolo con cierta expresión de desdén en sus ojos vidriosos, y se dirigió a la cabecera de la cama para tumbarse mientras Abraham recorría el pasillo para comprobar -y horrorizarse por ello-

que todas y cada una de las habitaciones estaban

sitiadas por gatos de todas clases, colores, tamaños y aspectos. Abajo, en la cocina, la cosa empeoraba, puesto que toda la despensa tenía las puertas abiertas y los alimentos estaban fuera de sus recipientes, totalmente al alcance de la legión que estaba sobre ellos, lamiéndolos con complacencia, saboreando cada manjar. Como la señora Porter no podía pasar aquella tarde a limpiar la casa, y en el departamento de recogida de animales le dijeron que hasta el día siguiente no vendrían a retirar todos aquellos gatos, meditó la conveniencia de trasladarse a un hotel o instalarse por esa noche en el salón y dormir en el ancho sofá que, por casualidad, se hallaba libre de arañazos y excrementos, por otra parte abundantes en otros muebles y lugares de la casa. . Consideró que era un poco extraño que los vecinos no le hubieran dejado ninguna nota en el buzón acerca de aquellos gatos, ni sobre el desagradable olor que desprendía la casa, filtrándose desde el interior para atravesar los muros e inundar el ambiente exterior de aromas poco delicados, pero como fuera que eran gente extraña con la que apenas tenía relación, abandonó ese pensamiento mientras se acomodaba en el sofá, cansado, como si los efluvios que sentía tuvieran poder narcotizante. El reloj detuvo sus manecillas a las doce en punto. La hora de la oscuridad. Abraham estaba totalmente dormido y los gatos empezaron a maullar para despertarle. Sobresaltado, se incorporó, y agarrando la manta que le cubría, vio cómo a la cabeza de aquel centenar de animales iba el enorme gato persa que le observaba con los ojos de quien se cree superior y considera la batalla ganada. El maldito gato consideraba ése su territorio y su mirada azul era desafiante. Maúlla, muestra sus pequeños pero afilados dientes; las zarpas arañan la alfombra, flexiona los músculos. Abraham, paralizado por esos terribles ojos hipnotizantes, sólo acierta a taparse el rostro con la manta, pero el gato, al abalanzarse sobre él, atraviesa con sus uñas el lino y alcanza su cara. 76


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