Tercer Año Prácticas del Lenguaje

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PRÁCTICAS DEL LENGUAJE Profesora : Gladys Pezzolo

Cursos: 3° año “A”, “B” y “C”

LECTURA Y COMPRENSIÓN DE TEXTOS.

1. EL RELATO FANTASTICO

La muerta

L

(de Guy de Maupassant) a había amado locamente! ¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Qué extraño es no ver en el mundo más que un solo ser, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios: un

nombre que sube continuamente, como el agua de un manantial, desde lo profundo del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se murmura incesantemente, en todas partes como si fuera una plegaria. No voy a contar nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una historia, que es siempre la misma. Yo la conocí y la amé. Sólo eso. Viví de sus ternuras, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos, totalmente atadas, aprisionadas y absorbidas por todo lo que procedía de ella, de una manera tal que no me importaba si era de día o de noche, ni si estaba vivo o muerto, en ésta, nuestra vieja tierra, o en cualquier otro sitio. Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé. Hace tiempo que no sé nada (…) Sin saberlo, sin desearlo, fui hacia el cementerio. Encontré su tumba, tan sencilla, con una cruz de mármol blanco, con estas pocas palabras: Amó, fue amada y murió. (…) Quise pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Claro, que podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? (…) Me acurruqué debajo de un árbol, me escondí entre sus ramas sombrías. Esperé, aferrándome al tronco como un náufrago a una tabla. Cuando la noche se hizo cerrada, abandoné mi refugio y me puse a caminar despacio, con pasos lentos, silenciosamente, por esa tierra llena de muertos. Anduve de un lado para el otro, sin encontrar la tumba de mi amada. (…) No había luna. ¡Qué noche! Estaba muy asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Nada más que tumbas! A mi derecha, a mi izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas… ya no podía seguir andando. Las rodillas se me doblaban. ¡Oía los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un rumor confuso, que no podía definir. ¿Ese


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rumor estaba en mi cabeza, en la noche, o debajo de la tierra, la misteriosa tierra sembrada de cadáveres? Miré a mi alrededor. No puedo decir cuánto tiempo estuve allí. Sólo sé que estaba paralizado de terror, helado de espanto… Estaba a punto de morir. De golpe, me pareció que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado, se movía… Sí, se movía como si alguien tratara de levantarla. De un salto fui hasta la tumba contigua, y vi, sí, vi perfectamente cómo se levantaba la losa sobre la cual había estado sentado. Enseguida apareció el muerto, un esqueleto desnudo, que empujaba la losa desde abajo con su espalda encorvada. Lo vi claramente, lo vi a pesar de la oscuridad. En la cruz pude leer: Aquí yace Jacques Olivant, fallecido a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bondadoso y honrado. Murió en la gracia de Dios. El muerto leyó también lo que estaba escrito en la lápida. Luego buscó una piedra en el suelo, una piedra pequeña y filosa, y empezó a rascar las letras. Las fue borrando lentamente, y con sus ojos vacíos contempló el lugar donde habían estado grabadas. Luego, con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió con letras luminosas, como las líneas que se trazan en las paredes con una piedra de fósforo: Aquí yace Jacques Olivant, fallecido a la edad de cincuenta y un años. Con disgustos, apresuró la muerte de su padre para heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo y murió como un miserable. Una vez que terminó de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Entonces miré a mi alrededor y me di cuenta de que todas las tumbas estaban abiertas y todos los muertos habían salido de ellas para borrar las mentiras que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. (…) Todos escribían al mismo tiempo la verdad, la terrible y santa verdad que todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, cuando estaban vivos. Entonces pensé que también ella habría escrito algo en su tumba. Y corrí, corrí sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre cadáveres y esqueletos, fui hacia ella seguro de que la encontraría enseguida. Estaba envuelta en el sudario, no le vi el rostro, pero la reconocí. En la cruz de mármol, donde poco antes había leído: Amó, fue amada y murió, ahora leí: Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, enfermó de pulmonía y murió. Parece que me encontraron al amanecer, sin conocimiento, tendido junto a una tumba. Guy de Maupassant

Actividades 1.

Describe los sentimientos del protagonista durante la etapa del amor.


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2. ¿A partir de qué conductas concretas el protagonista expresa su desesperación por la pérdida de su amada? 3. Extrae del texto un fragmento que ponga de manifiesto la intensidad de su dolor. 4. ¿En qué lugar se desarrollan los hechos? Justifica extrayendo fragmentos del texto. 5. Describe a los “habitantes” de aquel lugar. 6. ¿Cómo interpretas lo que dice el protagonista: “…el amor sólo tiene una historia, que es siempre la misma. 7. Qué tipo de narrador cuenta la historia. Justifica extrayendo fragmentos del texto. 8. Describe el sentimiento de terror del personaje. 9. ¿A qué se refiere el narrador cuando dice: “… la terrible y santa verdad que todo el mundo ignoraba”? 10. ¿Cuál es el dolor que siente el protagonista del cuento: la muerte de su amada o el haber sido víctima de un engaño amoroso? Explica. 11. Los personajes que aparecen y los lugares en que se mueven, ¿son o podrían ser reales? Explica. 12. ¿Cuál es el hecho sobrenatural que ocurre en el cuento? Explica. 13. Según lo que pudimos ver, ¿cómo clasificarías a este cuento fantástico? ¿Por qué? Explica. 14. Imagina cómo se conocieron y se enamoraron estos amantes. Elabora un relato de no menos de diez renglones.

2. EL RELATO FANTASTICO:

El cocodrilo Joaquín Gómez Bas

E

staba de pie en la ducha. Me di un susto tremendo cuando sentí su viscosa presencia deslizándose entre mis piernas enjabonadas. A la altura de los tobillos.

Atiné a aferrarme de la llave del agua; si no, me desnuco contra el borde de la bañera. Permanecí inmóvil bajo el chorro tibio, indagando, al acecho de la repetición del caso. Y lo vi nítidamente cuando se produjo un claro en la superficie espumosa ¡Un cocodrilo! Enorme, verdoso. No entiendo cómo cabíamos los dos en tan reducido espacio. Lo pienso erguido sobre su cola y sería tan alto como yo. Pero ahora no se movía, tendido a lo largo, a un costado, en su evidente propósito de no molestarme. Para mortificarlo me apreté contra los azulejos de la pared, bajé la palanca del calefón al máximo y al instante el agua salió hirviente. Pero el bicharraco, tan orondo, insensible y plácido. Hasta me parecióٕ que gruñía placentero.


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Aparentando ignorarlo comencé a fregarme la espalda con el cepillo de mango, y cuando localicé exacta su cabeza le sacudí sorpresivo un golpe. Inútilmente. Con velocidad increíble levantó con sus fauces la tapa de goma del sumidero y alargándose como una anguila desapareció por el embudo carrasposo formado por el agua que se escurría. No volví a acordarme de él durante el día, y por la misma razón con ninguno de mis compañeros comenté el caso en la oficina. Tampoco con mis hijos, ni con mi esposa, por que soy soltero y vivo solo. Tengo cincuenta y dos años, pero esto no tiene nada que ver. Ahora que las noches son bastantes frescas me agrada llevarme a la cama una bolsa con agua caliente. Antes no lo hacía. Creía que era un signo de debilidad, de afeminamiento. Hasta que me convencí de que es estúpido eliminar la frialdad del colchón, de las sábanas y las cobijas a costa de la propia temperatura. La cama debe calentarlo a uno, y no a la inversa. Puse la bolsa de agua en el lugar correspondiente, a los pies, y me dormí profundamente. Desperté repentino con la sensación de que algo áspero y frío me rozaba los tobillos. Y resultó lo que esperaba. Allí estaba de nuevo el cocodrilo. Esta vez procedí con cautela. Retiré los cobertores, así con lenta astucia las cuatro puntas de la sábana donde reposaba acurrucado, como si fuera el patrón del lecho, y lo alcé en vilo. Ni hizo el menor esfuerzo por liberarse. Me llamó la atención que apenas si sentí su peso, como si la improvisada bolsa estuviera llena de viento. Me acerqué al balcón –vivo en un cuarto piso- y lo arrojé a la calle, cuidando de retener un extremo de la sábana. Abajo contra el pavimento, hizo un ruido terrible, una verdadera explosión. Estaba desayunándome cuando llamaron a la puerta, no mediante el timbre, sino con unos golpes sordos. Adiviné que se trataba de coletazos urgente y abrí sereno, dispuesto a recibirlo sin encono. Porque no tenía la menor duda de que se trataba del cocodrilo. Y allí estaba, su cabeza apoyada en el pequeño felpudo, abatido, maltrecho, observándome con ojos implorantes. Me dio pena; una pena de llanto contenido; y sin una palabra, pero autoritario el mudo gesto, le indiqué que pasara. Eso sí, le señalé con la mano extendida el hueco debajo de la cama, y allí se refugió sumiso, arrastrándose pesadamente. Fue en el cine donde le descubrí su condición humorística. No sé cómo se las ingenió para entrar, ni cómo pudo seguirme por las calles sin que yo lo advirtiera. Lo cierto es que cuando la sala atronaba con el tableteo de los balazos –sólo veo películas de violencia-, en el instante justo en que el contrabandista en acción se retorcía estertoroso, me privó de la visión la cabeza del cocodrilo, que emergió sobre el respaldo del asiento delantero, incomprensiblemente, pues


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antes de que se apagaran las luces me había regodeado contemplando en ese sitio la aterciopelada nuca de una muchacha rubia. Me irritó la oscura interposición de su boquiabierto perfil de saurio y enardecido le apliqué un manotazo. Alguien pegó un chillido –creo que una voz de mujer- y opté por escurrirme atropellando a los espectadores sentados, entre un coro creciente de murmullos inamistosos. No comprendo el insomnio. Apenas me acuesto, yazgo convertido en bloque. Podría decirse que no despierto: resucito. Y siempre maldiciendo la obligación de ir al trabajo. Lo que me saca de quicio es la comprobación permanente, de toda la vida, de que me falta el sueño precisamente los domingos, cuando podría disfrutarlo hasta el cansancio. Ya desde el amanecer me mantengo lúcido, alerta, aguardando el rumor del periódico que el diariero desliza por debajo de la puerta. Entonces me levanto, vuelvo a la cama y leo hasta lo que no me interesa. Siempre así, desde que tengo noción de mis actos. Rectifico. Siempre así, no. Ahora –ya va para casi un año- tengo que soportar la visita del cocodrilo, que aparece los domingos por la mañana, junto con el periódico. Mientras leo, se instala soñoliento a mis pies, bosteza de tanto en tanto y ronronea como un gato. La idea me la sugirió una fotografía impresa en el diario. Unos niños en el Zoológico. Debe haber sido algo así como una detonación mental, porque simultáneamente con la ocurrencia el cocodrilo dio un respingo y se me quedó mirando, receloso y a la expectativa. Pero no me dejé presionar por sentimientos de lástima. En menos de un minuto estuve vestido, tomé una funda de almohada y lo metí adentro. Confieso que sentí tristeza por la mansedumbre, la resignación con que se sometió a mis maniobras. Y con el bulto a cuestas me dirigí al Zoológico. Anduve dando vueltas y preguntando hasta que logré por fin ubicar el reducto destinado a los cocodrilos. Aguardé el momento oportuno, pasé el bulto sobre el alambrado y lo arrojé íntegro sin quitar la funda. Mi amigo- se me ocurre llamarlo así justamente cuando lo abandono- se contorsionó dentro del trapo y un tanto cohibido asomó la cabeza. Sus congéneres se abalanzaron curiosos, y me tocó padecer lo imprevisto. Mi cocodrilo -¡el mío!- huyendo por el espacio circular, aterrorizado, acometido encarnizadamente a dentelladas por los de su propia especie. Lo salvaron mis alaridos y el fragor del avance del público cercano, que acudió intrigado por mi actitud. La gente se acercó a tiempo para compartir mi alivio. Porque recuperando coraje y haciendo alarde de una temeridad insospechada, mi cocodrilo se volvió agresivo, enfrentó decidido a sus perseguidores y aprovechando el desconcierto creado emprendió vuelo verticalmente, descendió haciendo espirales para despedirse de mi soledad y enseguida enfiló raudo, directamente hacia las nubes.


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¿Cómo que no puede ser? Ah, claro… Desde el principio olvidé mencionar que el cocodrilo de que hablo tenía alas.

Actividades 2-

¿Cuál es el elemento fantástico o sobrenatural en el relato? Explica con tus palabras y

luego transcribe ejemplos del texto. 3-

¿Cómo te explicas la aparición del cocodrilo en la casa del protagonista?

4-

¿Es necesario ser un lector cómplice para que el relato tenga el efecto que el autor quiso

darle? Explica con tus palabras. 5-

Describe al protagonista.

6-

El protagonista ¿es una persona común y corriente? Explica por qué y da ejemplos.

7-

Dentro de los temas del cuento fantástico, ¿dónde situarías este relato? Explica con tus

palabras. 8-

Piensa y escribe un final diferente para el relato.

3. EL RELATO POLICIAL:

El Crimen casi perfecto

L

Roberto Arlt a coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la señora Stevens se suicidó entre las siete y las diez de la noche) detenido en una comisaría por su participación imprudente en una accidente de

tránsito. El segundo hermano, Esteban, se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las nueve del siguiente, y, en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del laboratorio de análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección de dosificación de mantecas en las cremas. Lo más curioso del caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la suicida para festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó de traslucir su intención funesta. Comieron todos alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron. Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que servía hacía muchos años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a las siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue que le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el portero le


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entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción que ésta siguió antes de matarse se presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en las libretas donde llevaba anotadas las entradas y salidas de su contabilidad doméstica, porque las libretas se encontraban sobre la mesa del comedor con algunos gastos del día subrayados; luego se sirvió un vaso de agua con whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio gramo de cianuro de potasio. A continuación se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al sentirse morir trató de ponerse de pie y cayó sobre la alfombra. El periódico fue hallado entre sus dedos tremendamente contraídos. Tal era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas pacíficamente en el interior del departamento pero, como se puede apreciar, este proceso de suicidio está cargado de absurdos psicológicos. Ninguno de los funcionarios que intervinimos en la investigación podíamos aceptar congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado. Sin embargo, únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no contenía veneno. El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía presumirse que el veneno había sido depositado en el fondo o las paredes de la copa, pero el vaso utilizado por la suicida había sido retirado de un anaquel donde se hallaba una docena de vasos del mismo estilo; de manera que el presunto asesino no podía saber si la Stevens iba a utilizar éste o aquél. La oficina policial de química nos informó que ninguno de los vasos contenía veneno adherido a sus paredes. El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba yo, nos inclinaban a aceptar que la viuda se había quitado la vida por su propia mano, pero la evidencia de que ella estaba distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la muerte transformaba en disparatada la prueba mecánica del suicidio. Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para continuar ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete de análisis, no cabían dudas. Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens había bebido, se encontraba veneno. El agua y el whisky de las botellas eran completamente inofensivos. Por otra parte, la declaración del portero era terminante; nadie había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó el periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones superficiales, hubiera cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado, mis superiores no hubiesen podido objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar el sumario significaba confesarme fracasado. La señora Stevens había sido asesinada, y había un indicio que lo comprobaba: ¿dónde se hallaba el envase que contenía el veneno antes de que ella lo arrojara en su bebida?


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Por más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir la caja, el sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba extraordinariamente sugestivo. Además había otro: los hermanos de la muerta eran tres bribones. Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de sus padres. Actualmente sus medios de vida no eran del todo satisfactorios. Juan trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su conducta resultó más de una vez sospechosa y lindante con la presunción de un chantaje. Esteban era corredor de seguros y había asegurado a su hermana en una gruesa suma a su favor; en cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario, pero estaba descalificado por la Justicia e inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de hambre ingresó en la industria lechera, se ocupaba de los análisis. Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres veces. El día del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente conservada, gruesa, robusta, enérgica, con el cabello totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y manejaba su casa alegremente y con puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa estaba provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel “accidente” la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter era capaz de suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a cada uno de los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos. La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las labores groseras de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en un procedimiento judicial. El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora en que ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro con cadenas de acero, llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las once de la mañana, como creo haber dicho anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del laboratorio de análisis, a las tres de la tarde abandonaba yo la habitación donde quedaba detenida la sirvienta, con una idea brincando en mi imaginación: ¿y si alguien había entrado en el departamento de la viuda rompiendo un vidrio de la ventana y colocando otro después que volcó el veneno en el vaso? Era una fantasía de novela policial, pero convenía verificar la hipótesis. Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada: la masilla solidificada no revelaba mudanza alguna. Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré una


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enormidad) no policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un asesino sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado un recurso simple y complicado, pero imposible de presumir en la nitidez de aquel vacío. Absorbido en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas, que yo, que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky. ¿Cuánto tiempo permaneció el whisky servido frente a mis ojos? No lo sé; pero de pronto mis ojos vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo. Atónito quedé mirando el conjunto aquel. De pronto una idea alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le pagué la bebida que no había tomado, subí apresuradamente a un automóvil y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la habitación donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije: - Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky con hielo o sin hielo? -Con hielo, señor. -¿Dónde compraba el hielo? - No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en pancitos. – Y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez.- Ahora que me acuerdo, la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta. Él se encargó de arreglarla en un momento. Una hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida con el químico de nuestra oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en el depósito congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El químico inició la operación destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos: – El agua está envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua envenenada. Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado. Ahora era un juego reconstruir el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto que localizó el técnico) arrojó en el depósito congelador una cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo que aguardaba, la señora Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo (lo cual explicaba que el plato con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al desleírse en el alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta concentración. Sin imaginarse que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a leer el periódico, hasta que juzgando el whisky suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar. No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa.


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Ignoraban dónde se encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que llegaría a las diez de la noche. A las once, yo, mi superior y el juez nos presentamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor Pablo, en cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera anatemizar nuestras investigaciones, abrió la boca y se desplomó inerte junto a la mesa de mármol. Había muerto de un síncope. En su armario se encontraba un frasco de veneno. Fue el asesino más ingenioso que conocí.

Actividades: 1. Los tres hermanos de la víctima y posibles sospechosos, ¿qué coartadas tenían respectivamente para la hora del crimen? ¿Son creíbles y verificables? 2. ¿Qué pistas hacían dudar a los investigadores de que se había suicidado? 3. El investigador, finalmente llega a la conclusión de que la señora Stevens había sido asesinada, ¿a qué se debió esto? 4. ¿Qué datos hacen creer al investigador que los hermanos tenían que ver con el crimen? 5. ¿Qué características se mencionan de la víctima? Enuméralas. 6. ¿Qué primera hipótesis se plantea el detective? ¿Resultó fructífera? 7. El detective se plantea una nueva hipótesis, menciónala y describe cómo llega a tener la revelación. 8. ¿Quién fue el homicida? ¿Cómo hizo para matar a su hermana sin estar presente en el lugar del hecho? 9. ¿Cuál fue el destino del Homicida? 10. ¿Qué tipo de cuento policial es? Fundamenta.

L

ee el siguiente relato y luego realiza las actividades que se proponen:

La maldición


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Cursos: 3° año “A”, “B” y “C” de Ricardo Mariño


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La muerta de peor carácter de todo el cementerio era Ana Maidana de Quintana. En vida, Ana había sido maestra y directora de escuela. Al cementerio había llegado hacía sólo un mes y los problemas con ella comenzaron ese mismo día. Tras un breve paseo entre las tumbas, Ana tuvo una reacción inesperada: se puso a gritar enojada .Su enojo se debía a una leyenda que vio en una placa de bronce: ¡José, te fuistes, pero sigues vivo en nuestros corasones! -“¿Fuistes”-pronunció Ana, exagerando la ese-.”¿corasssones?” Siguió caminando y pocos metros más allá otra leyenda llamó su atención: Cristina: te recuerdan tu esposo, higos y nietos. -¿Higos? ¿Los higos recuerdan a Cristina?-dijo Ana llena de bronca-¿Qué higuera da higos con sentimientos? Enseguida la espantó el texto de otra lápida: ¡Querida esposa: nos reuniremos en el más hallá y ceremos felices como acá! Pero lo que terminó de ponerla frenética fue su propia tumba en la que habían varias placas de bronce. En una de ellas, decía: En memoria de Ana de Quintana, maestra egemplar, que nos encenió todo lo que savemos. Sus ex alunos que tanto la lioran. -¡Ahhhhh! -fue el interminable grito de Ana, que le erizó la piel y le puso los pelos de punta a los muerto y vivos de diez kilómetros a la redonda. Eran las siete de la mañana. En ese momento el encargado del cementerio, el señor Héctor Funes, tomaba mates con el sepulturero, señor Héctor Pozos, y el vendedor de flores, señor Héctor Clavel. Eran los únicos seres humanos vivos presentes en el cementerio y, aunque no podían escuchar el grito de un muerto, si experimentaron un profundo escalofrío. El fuego del calentadorcito se apagó, los pájaros huyeron de los árboles y un silencio de sepulcro cubrió la escena. -Un muerto ha entrado en cólera -anunció sombrío Héctor Funes, que después de treinta años de ejercer como encargado del cementerio sabía todo los que se puede saber sobre los muertos. Héctor Pozos se puso pálido como una lápida de mármol y su vista quedó fijada en la ahora inexistente llama del calentadorcito. Héctor Clavel saltó a su bicicleta y no dejo de pedalear hasta llegar a su casa.


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Mucho se habló ese día sobre la desagradable sensación experimentada por todos en la ciudad ,pero mucho más se dijo en los días siguientes, cuando comenzaron a registrarse extraños sucesos: Un quinto grado completo fue perseguido por un libro de gramática que trataba de morderle la cabeza a los pequeños. A una chica le apareció escrito en la panza la leyenda “las palabras terminadas en aba se escriben con b “. Un carnicero que acababa de escribir un cartel anunciando “Azado especial”, fue atacado por una tira de chorizos que envolvió su cuello como una boa constrictora y trató de asfixiarlo. Un señor en cuya casa había un cartel que decía “Electrisidad”, fue perseguido dos cuadras por una plancha voladora que trató de quemarle las nalgas. La ciudad bajo los efectos del pánico. Nadie entendía a qué se debían los ataques paranormales. Los únicos que tenían un plan para intentar remediar aquello eran los héctores. Héctor Funes, Héctor Pozos y Héctor Clavel estaban preocupados porque ya casi nadie visitaba el cementerio .Los pocos que lo hacían, pasaban rápido por la tumba de su pariente y no compraban flores ni dejaban propinas .Hubo fallecidos que fueron enterrados en cementerios de localidades ubicadas a 50 o 100 kilómetros de allí. El cementerio de los héctores se desbarrancaba económica y moralmente. Un día los héctores compraron pinceles, pinturas y una edición usada de “Dudas y errores frecuentes del idioma castellano”, un pequeño manual. Durante una jornada completa se dedicaron a corregir los errores de las lápidas y una noches, sin que nadie los viera, acarrearon baldes y una escalera por toda la ciudad hasta corregir todos los carteles con errores. Al principio la gente observó con extrañeza las correcciones en los carteles, pero reaccionó con más temor cuando una maestra jubilada, dijo: -¡Es el fantasma de Ana Maidana de Quintana! Sólo ella podría hacer algo así. Los tres héctores se juramentaron no contar nunca la verdad. Ana volvió a la tumba y se quedó tranquila. Con el tiempo la gente olvidó los ataques fantasmales y volvió a visitar normalmente el cementerio. Pero para los héctores las cosas ya no volvieron a ser como antes: como contagiados por una


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maldición (¿la maldición de Ana Maidana de Quintana?), cada vez que veían un error no podían dejar de correr a corregirlo.

Actividades: 1)-Completá con las acciones del cuento. • Ana Maidana de Quintana había sido ……………………………………………… • Su espíritu empieza a crear problemas porque …………………………………. • Los que intentaron resolverlos eran ……………………………………..………… y su profesión era …..………………………………………………………………………. • Los extraños sucesos que se registraron fueron: la insólita persecución de un libro de gramática, la aparición de

………………………………………………… y los ataques de una……………………………………………………… y una ………………………………………………… • Los “héctores” lo resuelven mediante .……………………………………………… • La gente, al observar las correcciones, cree que ..………………………………. • Pero los tres trabajadores adquirieron desde entonces la costumbre de ……………………………………………………………………………………………………… 2) Respondé : a)¿Qué relación puede establecerse entre los apellidos de los “héctores” y su profesión? b) ¿Por qué la ex maestra gritó de ese modo al leer la inscripción en su propia lápida? c) ¿Qué verdad juraron, los tres trabajadores del cementerio, no revelar nunca? 3) Subrayá en el cuento las frases que hicieron gritar a la muerta. Copiálas en la carpeta y escribílas correctamente. 4) Reemplazá las palabras y expresiones destacadas por otras de significado semejante:


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-La ciudad estaba bajo los efectos del pánico. -Los únicos que tenían un plan para intentar remediar esto eran los “héctores”. -Al ver tantos errores ortográficos, Ana de Maidana montó en cólera. 6)- Imaginá y escribí otro ataque que pudo haber realizado Ana de Quintana. …………………………………………………………………………………………………. …………………………………………………………………………………………………. …………………………………………………………………………………………………. …………………………………………………………………………………………………. 7) Extraé del texto palabras relacionadas con el lugar donde suceden los hechos. Quedará formada la cadena léxica de cementerio. 8) Fijate cómo se llaman los protagonistas y cuál es su profesión ¿en qué se relacionan? 9) Pensá cómo podrían llamarse, siguiendo el ejemplo anterior, un vidriero, una verdulera, un médico de la especialidad que elijas y un carnicero. 10) Escribí un texto de tres párrafos con las palabras que extrajiste en el punto 7


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