Orgullo y Prejuicio

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––Recuerdo ––decía–– que lloré dos días seguidos cuando se fue el regimiento del coronel Miller, creí que se me iba a partir el corazón. ––El mío también se hará pedazos ––dijo Lydia. ––¡Si al menos pudiéramos ir a Brighton! ––suspiró la señora Bennet. ––¡Oh, sí! ¡Si al menos pudiéramos ir a Brighton! ¡Pero papá es tan poco complaciente! ––Unos baños de mar me dejarían como nueva. ––Y tía Philips asegura que a mí también me senta­rían muy bien –– añadió Catherine. Estas lamentaciones resonaban de continuo en la casa de Longbourn. Elizabeth trataba de mantenerse aislada, pero no podía evitar la vergüenza. Reconocía de nuevo la justicia de las observaciones de Darcy, y nunca se había sentido tan dispuesta a perdonarle por haberse opuesto a los planes de su amigo. Pero la melancolía de Lydia no tardó en disiparse, pues recibió una invitación de la señora Forster, la esposa del coronel del regimiento, para que la acompa­ ñase a Brighton. Esta inapreciable amiga de Lydia era muy joven y hacía poco que se había casado. Como las dos eran igual de alegres y animadas, congeniaban perfectamente y a los tres meses de conocerse eran ya íntimas. El entusiasmo de Lydia y la adoración que le entró por la señora Forster, la satisfacción de la señora Bennet, y la mortificación de Catherine, fueron casi indescriptibles. Sin preocuparse lo más mínimo por el disgusto de su hermana, Lydia corrió por la casa completamente extasiada, pidiendo a todas que la felicitaran, riendo y hablando con más ímpetu que nunca, mientras la pobre Catherine continuaba en el salón lamentando su mala suerte en términos poco razonables y con un humor de perros. 264


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