Orgullo y Prejuicio

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con tan evidente propósito de ofender­me y de insultarme me dice que le gusto en contra de su voluntad, contra su buen juicio y hasta contra su modo de ser. ¿No es ésta una excusa para mi falta de cortesía, si es que en realidad la he cometido? Pero, además, he recibido otras provocaciones, lo sabe usted muy bien. Aunque mis sentimientos no hubiesen sido contrarios a los suyos, aunque hubiesen sido indiferen­ tes o incluso favorables, ¿cree usted que habría algo que pudiese tentarme a aceptar al hombre que ha sido el culpable de arruinar, tal vez para siempre, la felici­dad de una hermana muy querida? Al oír estas palabras, Darcy mudó de color; pero la conmoción fue pasajera y siguió escuchando sin inten­ción de interrumpirla. ––Yo tengo todas las razones del mundo para tener un mal concepto de usted ––continuó Elizabeth––. No hay nada que pueda excusar su injusto y ruin proce­der. No se atreverá usted a negar que fue el principal si no el único culpable de la separación del señor Bingley y mi hermana, exponiendo al uno a las censu­ras de la gente por caprichoso y voluble, y al otro a la burla por sus fallidas esperanzas, sumiéndolos a los dos en la mayor desventura. Hizo una pausa y vio, indignada, que Darcy la estaba escuchando con un aire que indicaba no hallarse en absoluto conmovido por ningún tipo de remordi­miento. Incluso la miraba con una sonrisa de petulante incredulidad. ––¿Puede negar que ha hecho esto? ––repitió ella. Fingiendo estar sereno, Darcy contestó: ––No he de negar que hice todo lo que estuvo en mi mano para separar a mi amigo de su hermana, ni que me alegro del resultado. He sido más amable con él que conmigo mismo. Elizabeth desdeñó aparentar que notaba esa sutil reflexión, pero no se le escapó su significado, y no consiguió conciliarla. ––Pero no sólo en esto se funda mi antipatía ––con­tinuó 222


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