RETRATO EN SEPIA

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me decía. Mi abuela, en cambio, trataba mi pasión por la cámara como un capricho de adolescente y estaba mucho más interesada en prepararme para el matrimonio y escoger mi ajuar. Me puso en una escuela de señoritas, donde asistía a clases diarias para aprender a subir y bajar una escalera con gracia, doblar servilletas para un banquete, disponer diferentes menús según la ocasión, organizar juegos de salón y arreglar ramos de flores, talentos que mi abuela consideraba suficientes para triunfar en la vida de casada. Le gustaba comprar y gastábamos tardes enteras en las boutiques escogiendo trapos, tardes que yo hubiera empleado mejor recorriendo París cámara en mano. No sé cómo se fue el año. Cuando aparentemente Paulina del Valle se había repuesto de sus males y Frederick Williams estaba convertido en un experto en madera para toneles de vino y en fabricación de quesos, desde los más hediondos hasta los más agujereados, conocimos a Diego Domínguez en un baile de la Legación de Chile con motivo del 18 de septiembre, día de la independencia. Pasé horas eternas en manos del peluquero, quien construyó sobre mi cabeza una torre de rulos y trencitas adornadas de perlas, una verdadera proeza, teniendo en cuenta que mi pelo se comporta como melena de caballo. Mi vestido era una creación espumosa de merengue salpicado de mostacillas, que se fueron desprendiendo durante la noche y sembraron el suelo de la Legación de brillantes guijarros. “si tu padre pudiera verte ahora!» –exclamó mi abuela admirada cuando terminé de arreglarme. Ella estaba ataviada de pies a cabeza en malva, su color preferido, con un escándalo de perlas rosadas al cuello, moños postizos sobrepuestos en un sospechoso tono caoba, impecables dientes de porcelana y una capa de terciopelo negro rebordada de azabache del cuello hasta el suelo. Entró al baile del brazo de Frederick Williams y yo del de un marino de un buque de la escuadra chilena que realizaba una visita de cortesía a Francia, un joven anodino cuyo rostro o cuyo nombre no logro recordar, quien asumió por iniciativa propia la tarea de instruirme sobre el uso del sextante para fines de navegación. Fue un alivio inmenso cuando Diego Domínguez se plantó ante mi abuela para presentarse con todos sus apellidos y preguntar si podía bailar conmigo. Ese no es su verdadero nombre, lo he cambiado en estas páginas porque todo lo referente a él y su familia debe ser protegido. Basta saber que existió, que su historia es cierta y que lo he perdonado. Los ojos de Paulina del Valle brillaron de entusiasmo al ver a Diego Domínguez porque al fin teníamos por delante un pretendiente potencialmente aceptable, hijo de gente conocida, seguramente rico, con impecables modales y hasta guapo. Ella asintió, él me tendió su mano y salimos a navegar. Después del primer vals el señor Domínguez tomó mi carnet de baile y 156


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