RETRATO EN SEPIA

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relleno y una aguja de colchonero. Frederick Williams y mi abuela habían convertido el salón dorado en capilla ardiente con un altar improvisado y cirios amarillos en altos candelabros. Cuando al amanecer empezaron a llegar los coches con la familia y los amigos, la casa estaba llena de flores y mi primo, limpio, bien vestido y sin trazos de su martirio, reposaba en un magnífico ataúd de caoba con remaches de plata. Las mujeres, de luto riguroso, estaban instaladas en una doble hilera de sillas llorando y rezando, los hombres planeaban la venganza en el salón dorado, las empleadas servían bocadillos como si fuera un picnic y nosotros, los niños, también vestidos de negro, jugábamos sofocados de risa a fusilarnos mutuamente. Mi primo y varios de sus compañeros fueron velados durante tres días en sus casas, mientras las campanas de las iglesias repicaban sin cesar por los muchachos muertos. Las autoridades no se atrevieron a intervenir. A pesar de la estricta censura no quedó nadie en el país sin saber lo ocurrido, la noticia voló como un polvorín y el horror sacudió por igual a partidarios del gobierno y revolucionarios. El Presidente no quiso oír los detalles y declinó toda responsabilidad, tal como había hecho con las ignominias cometidas por otros militares y por el temible Godoy. –Los mataron a mansalva, con saña, como bestias. No se puede esperar otra cosa, somos un país sanguinario –apuntó Nívea, mucho más furiosa que triste-, y procedió a explicar que habíamos tenido cinco guerras en lo que iba del siglo; los chilenos parecemos inofensivos y tenemos reputación de apocados, hasta hablamos en diminutivo (porfavorcito, deme un vasito de agüita), pero a la primera oportunidad nos convertimos en caníbales. Había que saber de dónde veníamos para entender nuestra vena brutal, dijo; nuestros antepasados eran los más aguerridos y crueles conquistadores españoles, los únicos que se atrevieron a llegar a pie hasta Chile, con las armaduras calentadas al rojo por el sol del desierto, venciendo los peores obstáculos de la naturaleza. Se mezclaron con los araucanos, tan bravos como ellos, único pueblo del continente jamás subyugado. Los indios se comían a los prisioneros y sus jefes, los toquis, usaban máscaras ceremoniales hechas con las pieles secas de sus opresores, preferentemente las de aquellos con barba y bigote, porque ellos eran lampiños, vengándose así de los blancos, que a su vez los quemaban vivos, los sentaban en picas, les cortaban los brazos y les arrancaban los ojos. «¡Basta! Te prohíbo que digas esas barbaridades delante de mi nieta», la interrumpió mi abuela. La carnicería de los jóvenes conspiradores fue el detonante para las batallas finales de la Guerra Civil. En los días siguientes los revolucionarios desembarcaron un ejército de nueve mil hombres apoyado por la artille130


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