RETRATO EN SEPIA

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que Severo del Valle volvería a su lado sano y salvo de la guerra; tiene una especie de clarividencia para ver su propio destino. Tal como siempre supo que sería su esposa, incluso cuando él le anunció que se había casado con otra en San Francisco, igual sabe que morirán juntos en un accidente. Se lo he oído decir muchas veces, la frase ha pasado a ser un chiste en la familia. Temía quedarse en el campo porque allí sería difícil para su marido comunicarse con ella, ya que en el despelote de la Revolución el correo solía perderse, sobre todo en las zonas rurales. Desde el comienzo de su amor con Severo, cuando quedó en evidencia su desbocada fertilidad, Nívea comprendió que si cumplía con las normas habituales de decoro y se recluía en su casa con cada embarazo y alumbramiento iba a pasar el resto de su vida encerrada, entonces decidió no hacer un misterio de la maternidad y tal como se pavoneaba con la barriga en punta como una campesina desfachatada, ante el horror de la «buena» sociedad, igual daba a luz sin aspavientos, se confinaba sólo por tres días –en vez de la cuarentena que el médico exigía, y salía a todas partes, incluso a sus mítines de sufragistas, con su séquito de criaturas y niñeras. Estas últimas eran adolescentes reclutadas en el campo y destinadas a servir por el resto de su existencia, a menos que quedaran encintas o se casaran, lo cual era poco probable. Esas doncellas abnegadas crecían, se secaban y morían en la casa, dormían en cuartos mugrientos y sin ventanas y comían las sobras de la mesa principal; adoraban a los niños que les tocaba criar, sobre todo a los varones, y cuando las hijas de la familia se casaban se las llevaban consigo como parte del ajuar, para que siguieran sirviendo a la segunda generación. En un tiempo en que todo lo referente a la maternidad se mantenía oculto, la convivencia con Nívea me instruyó a los once años en asuntos que cualquier muchacha de mi medio ignoraba. En el campo, cuando los animales se acoplaban o parían, obligaban a las niñas a meternos en la casa con los postigos cerrados, porque se partía de la base que aquellas funciones lastimaban nuestras almas sensibles y nos plantaban ideas perversas en la cabeza. Tenían razón, porque el lujurioso espectáculo de un potro bravo montando a una yegua, que vi por casualidad en el fundo de mis primos, todavía me enardece la sangre. Hoy, en pleno 1910, cuando los veinte años de diferencia de edad entre Nívea y yo han desaparecido y más que mi tía es mi amiga, me he enterado de que los alumbramientos anuales nunca fueron un obstáculo serio para ella; preñada o no, igual hacía cabriolas impúdicas con su marido. En una de esas conversaciones confidenciales le pregunté por qué tuvo tantos hijos –quince, de los cuales hay once vivos– y me contestó que no pudo evitarlos, ninguno de los sabios recursos de las ma127


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