la mala hora

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Los hombres que transportaban las casas, hundidos hasta los tobillos en el barro, pasaron tropezando con las paredes de la peluquería. El señor Carmichael vio por la ventana el interior desmantelado, un dormitorio enteramente despojado de su intimidad, y se sintió invadido por una sensación de desastre. Parecían las seis de la mañana, pero su estómago le indicaba que iban a ser las doce. El sirio Moisés lo invitó a sentarse en su tienda mientras pasaba la lluvia. El señor Carmichael reiteró el pronóstico de que no escaparía en las próximas veinticuatro horas. Vaciló antes de saltar al andén de la casa contigua. Un grupo de muchachos que jugaban a la guerra lanzó una bola de barro que se aplastó en la pared, a pocos metros de sus pantalones recién planchados. El sirio Elías salió de su tienda con una escoba en la mano, amenazando a los muchachos en un álgebra de árabe y castellano. Los muchachos saltaron de júbilo: -Turco güevón. El señor Carmichael comprobó que su vestido estaba intacto. Entonces cerró el paraguas y entró en la peluquería, directamente a la silla. -Yo siempre he dicho que usted es un hombre prudente -dijo el peluquero. Le anudó una sábana al cuello. El señor Carmichael aspiró el olor del agua de alhucema que le producía la misma desazón que los vapores glaciales de la dentistería. El barbero empezó por repicar en la nuca el cabello recortado. Impaciente, el señor Carmichael buscó con la vista algo para leer. -¿No hay periódicos? El barbero respondió sin hacer una pausa en el trabajo. -Ya no quedan en el país sino los periódicos oficiales y ésos no entran en este establecimiento mientras yo esté vivo. El señor Carmichael se conformó con contemplar sus zapatos cuarteados hasta cuando el peluquero le preguntó por la viuda de Montiel. Venía de su casa. Era el administrador de sus negocios desde cuando murió don Chepe Montiel, de quien fue contabilista durante muchos años. -Ahí está -dijo. -Uno matándose -dijo el peluquero como hablando consigo mismo- y ella sola con tierras que no se atraviesan en cinco días a caballo. Debe ser dueña como de diez municipios. -Tres -dijo el señor Carmichael. Y agregó convencido-: Es la mujer más buena del mundo.

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