El psicoanalista

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John Ka tzenbach

El psicoanalis ta

– Entiendo. En el período en que empezaste el tratamiento, el mismo en que conociste y cortejaste a tu mujer, ella se dedicaba a defender a delincuentes. Siguió adelante y trató con muchos tipos marginales enfadados a los que, sin duda enfureció aún más al emprender acciones legales en su contra. Y ahora tú pareces estar mezclado con alguien que se incluye en la categoría de delincuente, aunque mucho más sofisticado que los que tu mujer debió de conocer; pero ¿crees que no hay ningún posible vinculo? Ricky vaciló con la boca abierta antes de contestar. Se había que dado helado. – Rumplestiltskin no ha mencionado... – Sólo era una sugerencia –comentó Lewis, agitando una mano en el aire–. Algo en qué pensar. Ricky dudó mientras se esforzaba en recordar. El silencio se prolongó. Ricky empezó a imaginarse como un hombre joven, como si de golpe se hubiera abierto una fisura en un muro en su interior. Podía verse mucho más joven, rebosante de energía, en un momento en que el mundo se abría para él. Era una vida que guardaba poco parecido y relación con su existencia actual. Esa incongruencia, que tanto negaba e ignoraba, de repente lo asustó. Lewis debió de notarlo, porque dijo: – Hablemos de quién eras hace unos veinte años. Pero no del Ricky Starks ilusionado con su vida, su profesión y su matrimonio, sino del Ricky Starks lleno de dudas. Quiso contestar deprisa, descartar esta idea con un movimiento rápido de la mano, pero se detuvo en seco. Se sumergió en un recuerdo profundo y rememoró la indecisión y la ansiedad que había sentido el primer día que cruzó la puerta de la consulta del doctor Lewis en el Upper East Side, Miró al anciano sentado frente a él, que al parecer estudiaba cada gesto y movimiento que hacía, y pensó lo mucho que el hombre había envejecido. Se preguntó si a él le había pasado lo mismo. Tratar de recuperar los dolores psicológicos que lo habían llevado a un psicoanalista tantos años atrás era un poco como el dolor fantasma que sienten los amputados: la pierna ha sido cortada, pero la sensación permanece, emana de un vacío quirúrgico real e irreal a la vez. « ¿Quién era yo entonces?–, pensó Ricky. Pero contestó con cautela. – Me parece que había dos clases de dudas; dos clases de ansiedades, dos clases de temores que amenazaban con incapacitarme. La primera clase se refería a mí mismo y surgía de una madre demasiado seductora, un padre frío y exigente que murió joven, y una infancia llena de logros en lugar de cariño. Era, con mucho, el más joven de mi familia, pero en lugar de tratarme como a un bebé querido, me fijaron unos niveles imposibles de alcanzar. Por lo menos, ésa es la situación simplificada, Es el tipo que usted y yo examinamos a lo largo del tratamiento. Pero el acopio de esas neurosis hizo mella en las relaciones que tenía con mis pacientes. Durante mi tratamiento trataba pacientes en tres sitios: en la clínica para pacientes externos del hospital Columbia Presbyterian, una breve temporada atendiendo enfermos graves en Bellevue… – Sí –asintió el doctor Lewis–, Un estudio clínico. Recuerdo que no te gustaba demasiado tratar a los verdaderos enfermos mentales. – Sí. Exacto. Administrar medicaciones psicotrópicas e intentar evitar que las personas se lastimen a sí mismas o a los demás... –Ricky pensó que la afirmación de Lewis contenía alguna provocación, un anzuelo que él no había picado–. Y también en esos años, quizá de doce a dieciocho pacientes en terapia que se convirtieron en mis primeros análisis. Eran los casos que le mencioné mientras estaba en terapia con usted. – Sí, lo recuerdo. ¿No tenías un analista supervisor, alguien que observaba tus progresos con esos pacientes? – Sí. El doctor Martín Kaplan. Pero él... – Murió –lo interrumpió el viejo analista–. Le conocía. Un ataque cardíaco. Muy triste. Ricky empezó a hablar pero reparó en que Lewis hablaba con un tono extrañamente impaciente. Tomó nota de ello y prosiguió. –Tengo problemas para relacionar nombres y caras. – ¿Están bloqueados? – Sí. Debería recordarlos perfectamente, pero resulta que no consigo relacionar caras y nombres. Recuerdo una cara y un problema, pero no logro asignarle un nombre, y viceversa. – ¿Por qué crees que te pasa? – Estrés –contestó Ricky tras una pausa–. Debido a la clase de tensión a la que estoy sometido, las cosas sencillas se vuelven imposibles de recordar. La memoria se distorsiona y deteriora. El anciano asintió de nuevo.

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