El psicoanalista

Page 206

John Ka tzenbach

El psicoanalis ta

– Ah, sí –sonrió el doctor–. Por supuesto, lo recuerdo. Imaginé que te interesaría, ¿no? ¿Cuánto tiene, cinco años? – Seis. Y tienes razón, Auguste, me interesa mucho. El niño todavía no ha dicho una sola palabra, según su madre. – Eso es también lo que yo entendí. Interesante, ¿no crees? – Poco corriente. Sí, es verdad. – ¿Y tu diagnóstico? Ricky visualizó a aquel niño pequeño, enjuto y nervudo corno muchos otros isleños, y algo desnutrido, lo que también era típico, pero no tanto. El niño tenía una mirada furtiva mientras había estado frente a Ricky, asustado a pesar de seguir en el regazo de su madre. Ésta había vertido unas lágrimas amargas que le resbalaron por las mejillas oscuras cuando Ricky le hizo preguntas, porque la mujer creía que el niño era el más inteligente de sus siete hijos, rápido en aprender, rápido en leer, rápido con los números, pero sin decir jamás una palabra. Lo consideraba un niño especial en casi todos los aspectos. La mujer tenía fama de tener poderes mágicos y se ganaba algún dinero extra vendiendo filtros de amor y amuletos que, según se decía, protegían del mal. Y Ricky comprendió que, para ella, llevar al niño a ver al extraño médico blanco de la clínica debía de haber sido una concesión muy difícil de hacer y que indicaba su decepción respecto a las medicinas nativas y su amor por el niño. – No creo que la dificultad sea orgánica –dijo Ricky despacio. – ¿Su falta de habla es...? –sonrió Auguste Dumondais, y convirtió esa expresión en una pregunta. – Una reacción histérica. El pequeño doctor negro se frotó la barbilla y se pasó la mano por el cráneo reluciente. – Lo recuerdo vagamente de mis estudios. Quizá. ¿Por qué piensas eso? – La madre insinuó una tragedia, cuando el niño era más pequeño. Había siete hijos en la familia pero ahora sólo son cinco. ¿Conoces la historia de esa gente? – Murieron dos niños, es cierto. Y el padre también. Recuerdo que fue en un accidente, durante una gran tormenta. Sí, el niño estaba ahí; eso también lo recuerdo. Podría ser el origen. Pero ¿qué tratamiento podríamos aplicarle? – Lo elaboraré después de estudiar un poco más el caso. Tendremos que convencer a la madre, claro. No será fácil. – ¿Le resultará caro? – No –contestó Ricky. La petición de Auguste Dumondais de que diera un diagnóstico sobre el niño cuando tenía previsto un viaje fuera del país obedecía a algún motivo. Un motivo bueno, sin duda, Imaginaba que él habría hecho más o menos lo mismo–. Creo que no les costará traerme al niño para que lo vea cuando haya vuelto. Pero primero tengo que averiguar algunas cosas. – Excelente –dijo Dumondais, que sonrió y asintió. Se colgó un estetoscopio al cuello y entregó a Ricky una bata blanca. Fue un día muy ajetreado, tanto que Ricky casi perdió su vuelo a Miami en CaribeAir. Un empresario de mediana edad llamado Richard Lively, que viajaba con un pasaporte norteamericano reciente que sólo contenía unos cuantos sellos de varias naciones caribeñas, pasó por la aduana estadounidense sin demasiada dilación. Comprendió que no encajaba en ninguno de los habituales perfiles delictivos, que se habían inventado más que nada para identificar a los traficantes de drogas. Ricky pensó que era un delincuente de lo más especial, imposible de clasificar. Tenía reserva en el avión de las ocho de la mañana a La Guardia, así que pernoctó en el Holiday Inn del aeropuerto. Tomó una larga ducha caliente y jabonosa, que disfrutó tanto desde un punto de vista higiénico como sensual y que le pareció rayar en auténtico lujo tras el alojamiento espartano al que estaba acostumbrado. El aire acondicionado que mitigaba el calor del exterior y refrescaba la habitación constituía un placer recordado. Pero durmió de manera irregular, con sobresaltos, tras una hora dándose vueltas en la cama antes de que se le cerraran los ojos para despertarse después dos veces, una en medio de un sueño sobre el incendio de su casa y otra cuando soñaba con Haití y con el niño que no podía hablar. Yació en la cama, en la oscuridad, un poco sorprendido de que las sábanas le parecieran demasiado suaves y el colchón demasiado mullido, y escuchó el zumbido de la máquina de cubitos de hielo en el vestíbulo y algunos pasos en el pasillo apagados por la moqueta. En medio del silencio, reconstruyó la última llamada que había hecho a Virgil, hacía casi nueve meses. Era medianoche cuando llegó a la habitación en las afueras de Provincetown. Había sentido una extraña y contradictoria sensación de agotamiento y energía, cansado de la larga carrera y entusiasmado con la idea de haber superado una noche que debería haber visto su muerte. Se había dejado caer en la cama y había marcado el número de Virgil en Manhattan. Cuando contestó al primer tono, ésta se limitó a decir:

206


Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.