Joaquina gil ramos
me da mucha vergüenza...” “¡Quién dará haciendo mi trabajo mañana! ¡Tengo que avisar a la señora Josefa para que me dé ayudando en el recorrido y tan que avise al doctor que estoy así....! ¡Ojalá no se ponga bravo...! ¡Quizás no me descuente del mensual...! El Juan estará muy tranquilo en el cuartel y ni se imagina que ya llegó la hora...” Sus pensamientos se interrumpen por un temblor que sacude su barriga poniéndola dura como una cimbra; nota un dolor agudo en su columna como si los huesos se quisieran separar entre sí, al mismo tiempo una humedad viscosa, se desliza suavemente por sus rodillas. “¡Ya me enfermé, ya me enfermé...! Tengo que preparar todo” -balbucea asustada Beatriz-. Caminando torpemente, sale al patio con un balde, se dirige hasta la llave del agua llenándolo a rebosar. Entra a la casa con su carga y ágilmente llena la olla grande y la pone al fuego. Por un momento tiene que agarrarse a la pared, y quedarse allí parada unos segundos hasta que se vaya el nuevo dolor. Este es más fuerte que el anterior. Colgadas de las vigas de la choza, al lado de la cama, están algunas prendas; de un tirón coge una chalina y una bufanda. Se quita el mandil que aprisiona su barriga y se envuelve con la chalina, para sentir su calor. A continuación se amarra la cabeza con la bufanda a modo de turbante, que no se quitaría hasta pasados los primeros treinta días de la dieta. Es costumbre en la comunidad amarrarse la cabeza “para evitar que la sangre mala del parto se vaya hasta el cerebro”. 113