Más allá de la montaña
praron hace tres años y que sustituyó al viejo horno de piedra. El humo sale de la estancia por el techo de paja, completamente negro, que permite ver un trozo de cielo por la abertura del centro. Cerca de la puerta está una mesa grande, muy grande, que hizo su hijo Andrés cuando quedó viudo; los bancos alrededor, descansan en el suelo de tierra. Los baldes de agua y las ollas de aluminio, brillantes por dentro y ennegrecidas por fuera, cuelgan en clavos que sobresalen de la pared de adobe y de las vigas de madera. Al otro lado de la puerta la cocineta de gas de cuatro quemadores, regalo de su hija Estella, la que murió hace un año. Ágilmente se desenvuelve en esa penumbra, de un lado a otro, con paso urgente, hace la colada y el pan, al mismo tiempo. La colada de maíz negro y mortiño, condimentada con pimienta de dulce, hoja de naranja, ishpingo, arrayán, canela, hierbaluisa y piña, desprende un aroma que se esparce por todos los rincones de la casa. Doña Pancha, empinada sobre el piso, mueve la enorme olla, esperando impaciente que termine la cocción, tiene otras muchas tareas que hacer hasta las tres de la tarde, cuando se irá a la hacienda a ordeñar. Ella es “chaguadora”, salió a trabajar en la hacienda desde los catorce años y aunque gana un sueldo miserable, no puede dejar la tarea, ya es parte de su vida. Ahora trabaja por necesidad, tiene seis nietos a su cargo. Se levanta a las tres de la mañana, con sueño y frío, se apresura a ponerse la chalina y el sombrero, coge un palo y corre por las “trochas”. La oscuridad es total, su perro Capitán le acompaña hasta la puerta de la hacienda, es tan fiel que recorre la media hora de camino, todos los días con su ama, 106