En busca de Sofía

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Sara Mateos Plaza

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A mi profesor, por animarme a seguir con el libro y darme sugerencias. Gracias, profe.

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M

están ocurriendo aventuras divertidas y me gustaría que se graben en mi memoria para siempre. A mis hermanos les pasa lo mismo. Considero que son tan interesantes que os voy a contar una de mis

favoritas. He pensado que si la escribo os la puedo relatar de forma ordenada y, además, no se nos olvida ni a vosotros ni a mí. Esta historia tiene lugar en la provincia de Soria, y… mirad… mejor empiezo presentando a mi familia, ¿vale? Mi familia, la familia Martínez, está formada por nueve miembros. La abuela Rosa y el abuelo Carlos, siempre dispuestos a cuidarnos y a darnos la paga (no menos importante). Mi madre y mi padre, que darían la vida por nosotros. Sus cuatro hijos, mis hermanos: David, Raúl, Sofía y yo. David tiene 11 años, pelo rubio y ojos azules y es muuuy deportista. Raúl con 9 años, pelo rizado y castaño, tirando a pelirrojo, ojos verdes y glotón. Sofía tiene seis añitos, pelo rubio y ojos azules (idéntica a David y muy mona). ¡Es mi preferida! Yo soy Laura, la más mayor, con 13 añazos. Tengo el pelo castaño con mechas rubias y los ojos marrones. No sé por qué, pero siempre soy yo la que se mete en los líos. También tenemos un perrito llamado Cuqui. Nos lo encontramos en la acera de una calle, abandonado, pero eso es otra historia.

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UNA MAÑANA AJETREADA Una mañana, mi madre, se levantó temprano y miró el reloj. Eran las 7: 30 de la mañana, se preparó para levantarnos (cosa que yo odio, porque prefiero que me despierte la música de Selena que tengo puesta en mi despertador). De repente, se acordó de una cosa: ¡era domingo! Mi madre pensó en volver a la cama, pero recordó que era el cumpleaños mi abuela Rosa, y se le ocurrió preparar un rico desayuno. Pasó con cautela por el pasillo para no despertar a nadie, mientras echaba un vistazo a los cuadros y las fotos que estaban colgados en él. Mirando cuadro por cuadro y foto por foto, al final del pasillo se paró a observar detenidamente la última foto: la foto de nuestra FAMILIA.

Teresa (mamá)

Juan (papá)

Rosa (abuela)

Carlos (abuelo)

Laura (yo)

Sofía (hermana)

Raúl (hermano)

David (hermano)

Cuqui (mascota)

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Mamá la miró un rato largo, (como si estuviera hipnotizada, cosa que le pasa a menudo), hasta que notó un cosquilleo en los pies. – ¿Ya te has despertado Cuqui? –dijo mi madre– vamos a la cocina, no hagas ruido. Cuqui entendió perfectamente lo que decía su dueña y sin rechistar, acompañó a mamá por las escaleras, hasta la planta baja, donde mamá le dio a nuestro cachorro su desayuno, y así poder preparar unas tortitas tranquilamente.

Mientras tanto, en la habitación de Sofía y mía, (somos las más madrugadoras después de mamá y Cuqui), mi hermanita Sofía ya se había desvelado. Dando vueltas y vueltas en la cama para encontrar la postura perfecta, consiguió despertarme. Miré el reloj de nuestra habitación: eran las 9:30 de la mañana. Otros hermanos, les dirían a su hermanita que se quedara quieta, pero no me molesté. Lo único que hice fue ponerme la almohada en las orejas e intentar conciliar otra vez el sueño, (quien la conociera un poquitín sabría perfectamente que Sofía es la inquieta de la casa). A las 10:00, Sofía consiguió dormirse, pero yo ya estaba completamente desvelada, así que me levanté, me puse la bata y bajé corriendo, pero sigilosamente las escaleras. En el piso inferior me encontré con Cuqui, que me saltó a los brazos y me lamió la cara. – Buenos días Cuqui ¿dónde está mamá? –pregunté. – ¡Guau! –ladró Cuqui agarrándome de la bata y llevándome a la cocina. – Buenos días mamá. – Buenos días cariño –respondió mi madre– ¿y tu hermana? – Revolviéndose en la cama. – Oh… entiendo… ¿te ha despertado? Anda, ve a lavarte la cara y luego prepararemos unas tortitas para tu abuela ¡hoy es su cumpleaños! – Vale, mamá, pero ya sabes lo que dice la abuela sobre las tortitas y el colesterol… si no las quiere, son mías. No se las des a Cuqui. En fin… vendré a ayudarte cuando termine de peinarme y de lavarme el pelo. Es decir, aproximadamente dentro de media hora. ¡BYE! (No es que yo sea pija ni nada por el estilo, si no que me prometí a mi misma que estaría preciosa para cualquier fiesta, sea de mi mejor amiga o de un familiar querido.) Después de un rato, a las 10:15, Sofía se despertó y cuando bajó las escaleras parecía un angelito. Llevaba puesto su pijama de estrellas, (que le quedaba bastante grande), iba pisándoselo y tropezándose todo el rato. Arrastraba su osito de peluche (mejor dicho osazo) de su gran colección de ositos: “Dame cariño mami” Con esas pintas, bajó las escaleras y gritó: 5


– ¡¡¡¡¡Has hecho tortitas, mami!!!!! – Ssssssssssssh…, aún hay gente durmiendo… y respecto a las tortitas, no son para ti son para… – ¡¡¡¡¡BUAAAAAAA!!!!!, ¡¡¡¡¡No me quieres!!!!! –interrumpió Sofía. En esos momentos yo creía que era el fin del mundo por dos razones: 1.- Sofía iba a despertar a la abuela, se estropearía el secreto de la fiesta y todos nos quedaríamos sordos con los gritos de mi hermanita. 2.-¡Se había cortado el agua y tenía el pelo lleno de jabón! De repente se me ocurrió una idea. Me puse otra vez el pijama (era lo que tenía a mano) y bajé como un rayo antes de que ocurriera “el desastre”. Cuando bajaba las escaleras oía a la abuela decir “Carlos, apaga tú el despertador y déjame dormir”. Por muy poco, llegué a la cocina y me quedé muy a gusto al ver que Sofía había parado de gritar al verme, ¿qué, por qué? Pues sencillo, había parado de gritar pero había empezado a reírse como una loca, de… ¡¡¡mí!!! y lo que más rabia me da es que ¡mi madre también se estaba partiendo de risa! Bueno, por lo menos sus risas eran menos ruidosas que sus gritos. Si os habéis fijado, he dicho que tenía una idea. ¿Qué cuál era mi idea? La verdad es que yo pensaba taparle la boca y encerrarla en el garaje… pero me había salido mejor lo del pelo.

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EL CUMPLEAÑOS DE LA ABUELA A las 10:30 conseguí hacer callar a mamá y a mi hermanita (que por cierto esta última se había hecho pis, en los pantalones, de tanto reír) y les había propuesto que le hiciéramos a la abuela por su cumple una especie de “mini fiesta”. A ellas les pareció buena idea y Sofía escribió en una hoja con su mejor letra: MAMÁ -Hacer la tarta -Sacar la vajilla -Preparar las tortitas

LAURA SOFÍA -Hacer la tarjeta -Escribir la lista de felicitación -Llevar el -Llevar el desayuno a la cama desayuno a la cama -Decorar la -Decorar la cocina cocina

Tengo que reconocer que mi hermana sabe mandar la mar de bien, porque cuando nos dimos cuenta ya nos había asignado a mamá y a mí tres trabajos. En un papel dibujó una tabla y escribió los trabajos que deberíamos hacer. Nos obligó a copiar la tabla en una hoja otra vez (según ella para que no se nos olvidaran nuestras tareas) y nos pusimos manos a la obra. Yo subí a mi habitación y saqué mi lápiz favorito, la goma que me regaló mi profesora por sacar un 10 en Mates y el blog de dibujo y las acuarelas que me compró mi mejor amiga por mi cumpleaños. Mi hermana ayudó a mi madre a hacer la tarta y después se puso a inflar globos y a pintarles caritas sonrientes para el decorado. En fin… es mi hermana pequeña ¿qué queréis que os cuente?

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Al rato, bajé a ayudar a Sofía con el decorado. Hicimos un poco de todo: 1.- Yo escribí en una pancarta grande “FELICIDADES ABUELA”, y mientras, Sofía inflaba globos (esta vez sin pintarles caritas sonrientes). 2.- Sofía coloreó la pancarta y le pegó con celo algunos globos de colorines. 3.- Recorté en una cartulina, sombreros de fiesta con forma de cono, porque salen muchas veces en las pelis cuando la fiesta mola. 4.- Elegimos el mantel de la mesa y ayudamos a mamá a ponerla. 5.- Cuando el pastel estuvo terminado, lo decoramos como nos apeteció a Sofía y a mí. Quedó muy bonito y por lo menos aparentaba estar riquísimo. Estaba deseando que la abuela se levantara para poder desayunar y zamparme junto a mi familia la tarta de chocolate y nata ¡HMMM! Sofía y yo estábamos listas, fuimos a avisar a mamá de que habíamos terminado. Ella nos dijo que fuéramos a despertar a David y a Raúl y contarles la idea de la fiesta para la abuela. A ninguna de las dos nos hizo ninguna ilusión contarle nuestra idea, pero tenía su diversión despertarlos… Subimos a su habitación y nos sorprendimos al ver que no estaban en la cama, pero oímos un murmullo: – Y al día siguiente la casa estaba llena de sangre y había escrito por las paredes “ME MATÁSTE”–dijo una voz. – ¿Pe-pero eso no nos ocurrirá, verdad? –dijo asustada otra voz. – No lo sé… puede que en cualquier momento del día o de la noche en cualquier lugar… ¡todo es posible! –respondió la primera voz.

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Vimos una luz debajo de la cama de Raúl y distinguimos que era de una linterna. Levantamos la manta y dimos un susto de muerte a Raúl, que se había tragado la historia de mi hermano David. – ¡¡¡¡¡AAAAH!!!!! ¡No nos matéis por favor! –gritaron asustados las dos “criaturas inocentes” abrazándose como si fuera el fin del mundo. Después se dieron cuenta de quienes éramos y dejaron de gritar. – ¿No sabéis llamar a la puerta, o qué? –bufó David. Nosotras nos tronchábamos de risa. Luego, les explicamos nuestro plan y les pareció una buena idea. Despertamos, con cuidado, al abuelo y a papá y nos pusimos en nuestros puestos.

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¡FELICIDADES ABUELA! Sofía y yo estábamos muy pero que muy nerviosas. Miramos la lista por última vez para asegurarnos de que todo estaba listo. MAMÁ -Hacer la tarta

-Sacar la vajilla

-Preparar las tortitas

LAURA -Hacer la tarjeta de felicitación -Llevar el desayuno a la cama de la -Decorar la cocina

SOFÍA -Escribir la lista

-Llevar el desayuno a la cama -Decorar la cocina

A Sofía y a mí nos tocaba la parte más complicada : despertar a la abuela con cuidado y fingir que era una mañana normal y corriente. Que sólo nos habíamos acordado nosotras de que era su cumpleaños y puesto que nos había costado tanto prepararlo, era muy difícil que no se te escaparan las palabras “sorpresa” y “fiesta”. Al subir las escaleras tenía miedo de que la abuela se despertara por culpa de mi corazón, que de lo nerviosa que estaba latía 150 pulsaciones por minuto (no exagero). Íbamos a llamar a la puerta de la habitación de la cumpleañera cuando (para colmo) Sofía me dijo con su vocecita inocente: – Laura, quiero hacer pis. – ¿No te puedes aguantar aunque sea por un segundo? –dije. – Malamente… ayyy, ayyy. – Eso mismo digo yo… ¡Ay, madre! Tuve que dejar a mi hermanita ir porque era verdad. Su cara lo revelaba. Yo sé perfectamente cuando Sofía miente. Me lo he aprendido de memoria. Por lo que he comprobado, no sabe mentir nada bien. Cuando miente, siempre se le escapa una risita y cuando dice la verdad está muy seria. Bueno, a lo que iba, cuando Sofía volvió del baño, llamamos a la puerta: – ¿Quién es? -dijo la abuela Rosa bostezando. – Nosotras, Laura y yo –dijo Sofía, sin miedo alguno. – Pasad, pasad, que no os voy a comer, tranquilas… Aunque tengo un hambre… ¡Ja, ja, ja! –se rió la abuela.

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Abrimos la puerta y pasamos: – Uy, que detalle, el desayuno a la cama –dijo la abuela– ¿Qué trastada habéis hecho hoy para querer sobornarme así? – Ninguna, solo te queríamos dar esta simple sorpresa. –dije yo. – ¿Una sorpresa? ¿Qué día es? –dijo la abuela. – Es sábado, 9 de abril –respondió rápidamente Sofía. – Hmmm… –se paró a pensar la abuela– ya lo entiendo, lo que queréis hacer vosotras es… ¡felicitarme por mi santo! – ¡¿SANTO?! –respondimos a coro– Oh, oh… En ese momento la abuela se empezó a reír y a gritar “¡Inocentes! ¡Inocentes!”, entonces nos acordamos de la jugarreta que le hicimos a mi abuela el 28 de diciembre, es decir, el día de los Inocentes. ¿Queréis que os lo cuente? Bueno pues empiezo. Era una mañana helada de invierno y la abuela se levantó y se fue a darse un baño caliente de burbujas. Yo estaba muy enfadada porque la noche anterior mis padres me habían echado la culpa a mí por romper una taza de la abuela, pero eso no es lo que me molestaba realmente. Lo que me enfurecía es que la culpa era de mi hermana y la abuela lo sabía. Vamos, que las culpas me las había echado a mí (no del todo, porque mis padres no me habían castigado, solo me habían dicho que tuviera cuidado, supongo

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que mi abuela les habría dicho que no me riñeran mucho, porque la taza no tenía mucho valor). Mis hermanos y yo estábamos hartos de que la abuela perdonase siempre a la pequeña de la casa y echara las culpas a otro. Habíamos planeado una trampa: sus jarrones más queridos estaban en una estantería que estaba diseñada para que las personas más bajas de 1,65 no alcanzaran a coger nada de arriba. Sólo los adultos podían llegar hasta arriba. Con mucho esfuerzo y varias sillas habíamos conseguido trepar hasta arriba y cambiar los jarrones auténticos por unos de plástico. Habíamos tirado “sin querer” un zumo delante de la estantería, perfecto para resbalones. Llegó la hora de la verdad. La abuela se dirigía a la bañera y, como suponíamos, se acercó un momento a la estantería para contemplar sus queridíiiisimos jarrones. Todo iba sobre lo previsto. David y Raúl estaban escondidos, conmigo, detrás de la puerta. La abuela se acercaba y se acercaba a la estantería y nosotros cada vez más arrepentidos, no parábamos de oír en nuestras cabezas “¿Por qué lo has hecho?”. Yo no quería mirar, pero al final me decidí. Cuando quise mirar la abuela ya se estaba cayendo y el jarrón con ella. El jarrón se rompió, y la abuela se asustó mucho. Yo creía que se le había roto un hueso (aunque habíamos puesto una manta y bastantes cojines en el suelo). Salí corriendo de nuestro escondite y le pregunté que si se había hecho daño. Después la ayudé a levantarse y a sentarse en el sofá. Todo iba bien hasta que David y Raúl salieron diciendo: –Así se hace, Laura, mientras que tú entretienes a la abuela, nosotros vamos a decirle a papá y a mamá que ha sido Sofía. En ese momento no me salían las palabras, la mirada asesina de la abuela me dejaba sin ellas y no sé cómo se me ocurrió decir: –¿Inocente? Ja, ja… Ya os imagináis cómo acabó…

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EL SORPRESÓN Con todos los gritos que dimos toda la familia (incluido Cuqui) subieron para ver qué es lo que pasaba. –¡¡Ja, ja, ja!! Bueno, basta ya de bromas, – dijo la abuela con lágrimas en los ojos de tanto reírse– yo también tengo una sorpresa para vosotros, para agradeceros vuestros regalos. – ¿Ah, sí? –dije. – ¡Dínosla, dínosla! – gritó Raúl. – Paciencia… –susurró la abuela mientras se levantaba cuidadosamente de la cama. Después se sentó en un sillón de su habitación y empezó a hablar. “Tengo una amiga que tiene una parcela en una sierra cerca de Soria y me ha dicho que como regalo de cumpleaños, me dejará su casa durante una semana”. – ¿Lo dices en serio, cariño, o es otra de tus bromas? –Se atrevió a decir el abuelo Carlos, que hasta ese momento no había abierto la boca. – Sí, va en serio. En fin, ¿queréis ir? –dijo con ironía, pues ya sabía cual iba a ser la respuesta. Todos le dimos un abrazo y un beso en la mejilla. Siguió diciendo: – En la casa hay habitaciones suficientes para 12 personas. – Tiene que ser enorme –comentó David. – ¡Casi se me olvida! –dije y me dirigí corriendo a mi habitación para coger la tarjeta de felicitación que le había hecho a la abuela:

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La abuela Rosa quedó muy impresionada al ver mi tarjeta y me dijo que era la más bonita que había visto en su vida. Se lo agradecí emocionada. – Mamá, ¿no tienes ganas de desayunar? –preguntó mi madre. – Ahora que lo dices, sí, tengo muchas –respondió la abuela–. Pero, la verdad, es que prefiero desayunar abajo, con vosotros, como todos los días. – Pues, que así sea –dijo papá. Los adultos bajaron las escaleras, pero los niños nos quedamos en la habitación de la abuela. – ¿Cómo sabía la abuela que le íbamos a hacer esta sorpresa? –me pregunté a mí misma en voz alta. – A lo mejor tiene telepatía –dijo Raúl . Al momento, todos le estábamos mirando con caras raras– ¿qué? es una posibilidad. – ¿Alguna otra sugerencia? –imploró David. – A lo mejor se lo ha dicho mamá –comentó Sofía. – ¡BINGO! –exclamé– no me sorprendería nada que mamá le hubiera informado sobre nuestras intenciones a la abuela, antes de que le lleváramos el desayuno a la cama. – Pues, la verdad, a mí tampoco me importa mucho –razonó David– si no se lo hubiera dicho mamá antes, la abuela no nos habría invitado a la parcela de su amiga. – ¿Tú crees? –dijo Raúl. – ¡Niños, a desayunar! –gritó mamá. – Venga, chicos, seguiremos hablando luego –dije. – ¡Ya vamos, mami! –respondió Sofía.

Nuestro desayuno*

*Os preguntaréis que donde está la tarta. Pues es que la comimos por la tarde, a la hora de la merienda.

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Cuando terminamos de desayunar mi madre nos dijo que saliéramos al jardín y nosotros obedecimos sin rechistar: – Tengo una pregunta –dijo Sofía nada más llegar al jardín. – Dínosla –comenté. – He estado contando las personas que somos en la familia y… ¡sólo somos ocho! –dijo Sofía como si fuera una cosa extraña. – No te olvides de Cuqui, –replicó David– él también cuenta. – Ya sabemos cuantos somos en la familia. Ahora dinos, Sofía, ¿cuál era tu pregunta? –dije. – La abuela dijo que en la parcela había espacio suficiente para 12 personas, pero somos och… ¡nueve! – ¡Ahora te sigo! –exclamé. – ¡Laura, cariño, ven! –gritó la abuela. ¿Por qué me estaría llamando a MÍ, precisamente? Miré con preocupación a mis hermanos y me dirigí hacia donde estaba ella: – Laura, te habrás dado cuenta de que somos och… –empezó a decir la abuela. – ¡Guau! –ladró Cuqui. – Ja, ja, ja. Tienes razón, Cuqui, somos nueve –continuó diciendo. – Abuela, que te vas de la olla… –me atreví a decir. – Es verdad, ¿por dónde iba? Ah, sí… te habrás dado cuenta de que somos nueve personas y que en la parcela caben doce. Por eso quiero que llevéis a un amigo cada uno –dijo de un tirón. – ¡Eres la mejor, abuela! Me disponía a volver a salir corriendo, pero me di cuenta de una cosa: – Pero… uno de nosotros se quedará sin poder llevarlo. – No había pensado en eso, hmmm… Cuqui se quedará con la vecina. – Se lo comentaré a los demás.

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UNA BUENA Y UNA MALA NOTICIA Por el camino, iba pensando cómo se lo explicaría a los demás: – Chicos, tengo una mala y una buena noticia, ¿cuál queréis que os cuente primero? –les comenté a mis hermanos como si fuera una bobada lo que les iba a decir. Cuchichearon un momento para ponerse de acuerdo y al final me dijo Raúl: – Dinos primero la buena. – Podemos llevarnos cada uno a un amigo a Soria, a la parcela – informé– pero, he aquí la mala noticia: no vendrá Cuqui a salvo de que alguien no se lleve a su amigo. Debéis saber que yo no voy a ser la que se quede sin llevar Sara. – Aunque me da mucha pena que no venga Cuqui, yo quiero que nos acompañe Marcos, mi mejor amigo –dijo David tristemente. – Pues a mí no me miréis, Andrés se viene porque lo quiero yo. Todos miramos a Sofía y esta dijo sin preocupación: – Yo me voy a llevar a mi mejor amigo –dijo asustándonos– que es, por supuesto, Cuqui. – Guau, guau –ladró Cuqui y le lamió la cara a Sofía. – ¡Ja, ja, ja –Sofía no paraba de reírse– de nada, Cuqui, de nada!

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¡NOS VAMOS A SORIA! El 10 de abril, nos dirigimos en coche hacia Soria. Por supuesto, vinieron con nosotros Sara, Marcos y Andrés (no podían negarse a una oportunidad como esta), aunque nos había costado convencer a sus padres de perderse la Semana Santa junto a ellos. Como siempre, tenemos que llevar dos coches por ser un montón de personas. Eso no impide que nos sigamos divirtiendo en el trayecto. Cuando llegamos a Soria, nos esperaba la amiga de mi abuela en la casa y nos entregó las llaves. Después, sacamos las maletas del maletero y elegimos la habitación donde íbamos a dormir, cambiarnos de ropa, contarnos secretos entre los compañeros de habitación… y todo eso durante una semana entera. – Laura, ¿en qué habitación nos ponemos? –me preguntaba Sara todo el rato. – Ni idea, voy inspeccionar la parte de arriba para ver si quedan habitaciones sin ocupar –le dije. – Vale, yo te espero aquí –me dijo Sara mientras se sentaba en un sillón. Nada más subir al piso de arriba, me encontré con Sofía que me dijo: – He encontrado una habitación muy cómoda para dormir junt… – Gracias, Sofía, ¡Sara, sube, Sofía ha encontrado una habitación libre! –la interrumpí. – ¿Qué? Yo creía que dormirías conmigo, ya sabes, en una misma habitación –dijo Sofía intentando contener las lágrimas.

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– ¿Qué le ocurre a tu hermanita? –dijo Sara mientras subía por las escaleras. – Que, como siempre que vamos a una casa rural comparto habitación con ella, se creía que esta vez iba a ser igual –respondí. – ¿Es que no sabía que iba a venir yo? –preguntó Sara cada vez más extrañada. – Sí, sí, Sofía sabía que vendrías, pero… –dije. – Si lo que quieres decirme es que le habría hecho mucha ilusión dormir con nosotras, no se lo vamos a negar –diciendo esto, Sara, se dirigió a la habitación sin comentar nada más.

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UNA VUELTA EN BICICLETA Después de instalarnos en nuestra habitación, bajamos a la cocina. Allí nos encontramos a la abuela, al abuelo, a mis padres y a una pareja desconocida. Nos quedamos mirándoles con una cara extraña y ellos nos dijeron que nos fuésemos con mis hermanos, que estaban fuera. Salimos de la casa y vimos a los cuatro trastos sentados en el porche aburridos como ostras. – ¿Qué hacéis aquí sentados? ¿Es qué no tenéis nada planeado? – preguntó Sara. – Aburrirnos, eso es lo que hacemos –respondió Marcos. Empecé a pensar cosas que les podrían divertir tanto a los chicos como a las chicas. No se me ocurrió nada. De repente, volví los ojos hacia la parcela de en frente. Había unos niños preparándose para montarse en bici y me di cuenta de que era una de las cosas más divertidas que se podía hacer en un pueblo como Navaleno (sí, así es, el pueblo de Soria donde estábamos se llamaba Navaleno). Le conté a todos mi idea y les pareció estupenda, pero había un problema: – Buena idea, pero… ¿dónde hay bicis? –preguntó Andrés. – Seguramente que tengan en el garaje; en un pueblo ¡son imprescindibles! –dijo David. Nada más decirlo fuimos al garaje. – ¡¡¡Bien!!! Hay bicis –gritó entusiasmada Sofía. – Sí… pero no las suficientes, ¡somos demasiados! –dije decepcionada. De repente, Cuqui, que había estado siguiéndonos todo el tiempo, se subió a una bicicleta, pero no al sillín, si no a una especie de asiento de metal que había encima de la rueda trasera. – ¡Perfecto! Podemos ir algunos en el asiento de atrás –dije. Nos fuimos distribuyendo y subiéndonos a las bicis según nuestra altura: Sara, conmigo. David con Marcos. Raúl con Andrés. Sofía con Cuqui. Para los interesados, Cuqui iba en un cesto de flores que llevaba la bicicleta de mi hermana. Ya estábamos preparados y era la hora de arrancar. Al cabo de un rato, me di cuenta de que no sabíamos hacia donde íbamos. Se lo dije a mis compañeros pero no se preocuparon. Quince minutos después, Raúl me hizo una señal que significaba que tenía sed. Por suerte, había una fuente aproximadamente a 100 metros. Al llegar, dejamos las bicis contra la pared y bajamos a refrescarnos.

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Cerca de la fuente había un parque y Sofía y Cuqui no dudaron en ir a jugar. Me extrañó mucho que, con la gente que habíamos visto por el camino, no hubiese nadie en ese lugar. El mobiliario del parque estaba hecho de metal y tenía la pintura desgastada por la antigüedad. Miré mi reloj: eran las ocho de la tarde. – Hora de irse –dije. – Joooo, un poquito más –pidió Sofía. – Yo empiezo a tener hambre –replicó Marcos, que era un glotón. – Es verdad, Sofía, ya es hora de cenar –dijo Sara. – ¡Qué no! ¡Qué no me voy! –gritó Sofía. – ¿Puedo? –me preguntó David, que se sabía una táctica muy eficaz para convencer a Sofía. – Si no hay otro remedio –dije. David se acercó a Sofía y le empezó a hacer cosquillas, lo que le impidió seguir agarrada al columpio. – ¡Por fin podemos irnos! –exclamó Raúl. Montamos a Sofía en una de las bicis y empezamos a pedalear.

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PERDIDOS Estaba oscureciendo, el sol había desaparecido por completo y la luna ya se asomaba. No había niebla y al estar en un pueblo, veíamos con claridad como brillaban las estrellas. Llegamos a una cuesta y me di cuenta de que ya habíamos pasado por ella unos minutos antes. En ese instante, me empecé a preocupar, ¡habíamos estado todo el tiempo dando vueltas! Se lo dije a los demás y nos paramos a buscar una solución. – Situación: perdidos en un pueblo al que no habíamos ido nunca, sin comida ni agua –dijo Andrés. – ¡¿Cómo que sin agua?! –saltó Sara. – Tenía mucha sed y me la bebí toda, no queda ni una gota –dijo tranquilamente Andrés. Al oír eso, Sara se abalanzó sobre Andrés gritando como una loca. Por suerte yo la detuve antes de que le hiciese una de sus llaves de judo. Al detenerla, caí encima de la pierna de Raúl y él empezó a llorar como si se la hubiese roto. – Lo siento mucho Raúl –me disculpé. – ¿Puedes pedalear? –preguntó Sofía. – Es que me duele mucho y… ¡tengo mucha hambre!–sollozó Raúl. Todos me miraron con cara de enfado y desesperación. – Tranquilos, seguro que mis padres nos vienen a buscar o… eso creo –dije. Ya eran las ocho y media y no había rastro de mis padres. Yo ya tenía bastante hambre y estaba cansada. Estaba desesperada. Cogí mi mochila y me monté en mi bici. – Voy a buscar ayuda –dije. – Yo voy contigo –dijo David. – No, yo os he metido en este lío y yo os sacaré de él. Empecé a pedalear y a alejarme de mis hermanos y amigos. Si no recuerdo mal, estuve quince minutos sin parar de moverme. Cuando mis fuerzas se agotaron, me senté en un banco.

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Desde ese improvisado mirador veía a la gente en los bares, podía observar a muchas personas tomando tapas y bebidas. Eso me recordó que tenía hambre y sed. Así que miré hacia otro lado. Tuve la suerte de reconocer a los dos niños que había visto en la parcela de cercana a la nuestra. Corrí hacía ellos y les expliqué con pelos y señales, todo lo que nos había pasado. Les rogué que me llevaran a mi parcela. Ellos me tranquilizaron y me comentaron que ellos ya iban a volver a su casa. Así que no tenían ningún problema en acercarme a la mía. Estaréis pensado que como pude olvidarme de mis compañeros; pues sí, lo hice. Estaba demasiado preocupada por el castigo que me iban a poner mis padres como para acordarme de ellos. Por el camino, estuve hablando con los dos desconocidos y me cayeron muy bien. El mayor de los hermanos era Alex, que tenía 13 años. Después iba su hermana Andrea, con 11 años. Sus padres eran la pareja desconocida que había estado hablando con mis padres esa misma tarde. Cuando llegamos a mi casa, observé la cara de alegría de mi madre al verme de nuevo. Por otra parte, el rostro de mi padre manifestaba su enfado. Antes de que me soltaran un sermón sobre la responsabilidad, subí corriendo a mi habitación dejándolos con la palabra en la boca. Me tumbé en mi cama y, de repente, me vino a la cabeza el recuerdo de mis hermanos. – ¿Qué es lo que he hecho? –pensé en voz alta– Seguro que aún están perdidos, ¡y todo por mi culpa! Al decir eso, rompí a llorar. Pero no me había dado cuenta de que alguien había entrado en mi habitación. –¿Por qué lloras? –me preguntó Sofía. – Porque os he abandonado. – ¿De qué hablas? En ese momento volví en mí y me giré para darla un abrazo. – ¿Y los demás? –pregunté. – En la habitación de Dav… No le dio tiempo a terminar la palabra; ¡yo ya estaba corriendo hacia la habitación de mi hermanito! Estaba tan feliz como una perdiz de verles. No me hubiese gustado interrogarles hasta el aburrimiento, pero el “ansia viva” pudo conmigo. Me senté y empecé a preguntar: – ¿Cómo conseguisteis localizar la casa? – Pues… en cuento te fuiste, me di cuenta de que llevaba el móvil e intenté localizarte, pero no lo cogías –dijo Sara. – Al ver que era imposible encontrarte mediante el teléfono, llamó a mamá y a papá y ellos nos vinieron a buscar –siguió Raúl.

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– Ya entiendo… no les dijisteis a mis padres que me había perdido ¡para que no me castigaran! –dije mientras ellos me miraban, pasmados (sabía que todo eso era una trola, pero estaba demasiado contenta como para enfadarme). Me levanté, tranquilamente, de la silla. – ¡Genial!, todo arreglado. – No del todo. Aún hay algo que no encaja. –dijo Andrés misteriosamente, mientras me agarraba del brazo para que me volviese a sentar– ¿Cómo encontraste la parcela? Noté como si siete pares de ojos (incluyendo a Cuqui) clavaban su mirada en mí. No tuve más remedio que contarlo todo: – ¡Ah, sí! Se me olvidaba…–empecé diciendo– he conocido a nuestros vecinos de enfrente. Se llaman Lucas y María y tienen dos hijos muy simpáticos llamados Alex y Andrea. Ellos me trajeron a casa. Me han dicho que algún día acerquemos a su casa a recogerles. Podremos dar una vuelta en bici. Supongo que será para que no nos volvamos a perder… Estuvimos un rato hablando de Alex y Andrea. Nos preguntábamos si nos caerían bien a todos y si podíamos hacer una peña con ellos y empezamos a buscar nombres para la peña. De si, a lo mejor, tenían un perrito y Cuqui se hacía un nuevo amigo. De… de… ¡de miles de cosas!

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POR FIN PAZ Y TRANQUILIDAD Eran las diez en punto de la noche y nos llamaron para cenar. Bajamos las escaleras en fila india . Cuando estábamos casi abajo, Cuqui empezó a ladrar. Saltó a las piernas de mi madre, que estaba sentada en una de las sillas que había colocadas a lo largo de la rebosante mesa de comida, en la sala de estar. Mi madre, rápidamente, cogió un par de humeantes salchichas y se las echó a Cuqui, en un cuenco rojo que estaba en el suelo. Mamá sabía perfectamente que si te descuidabas un segundo, Cuqui podía abalanzarse sobre la mesa en busca de comida. – No os quedéis ahí mirando las musarañas, coged una silla y sentaos para cenar –dijo mi madre, a la vez que acariciaba a Cuqui. Mientras tanto, él ya había devorado las salchichas y no quedaba ni una pizca. Obedecimos sin rechistar y nos lanzamos a la comida como fieras pues, un día tan largo y difícil como aquel, se merecía un buen banquete. Después de cenar fuimos directamente a la cama. Bueno… no es cierto. Primero nos pusimos el pijama y nos lavamos los dientes. Era predecible ¿no?

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En fin, a las once en punto, estábamos todos en la cama, con la manta hasta el cuello y el pijama largo puesto (en los pueblos da igual que sea verano o invierno, ¡siempre hace frío!). Saqué mi diario del cajón de la mesilla de noche y empecé a escribir sobre todo lo que había pasado, con pelos y señales. En cambio, Sara prefirió adentrarse en el mundo de Sherlock Holmes. Se notaba que le encantaban los libros de misterio. Aparte del que estaba leyendo, se distinguían un par de ellos más en su mochila. Sofía cogió su cuento de Blancanieves y los siete enanitos (que se había leído, por lo menos, nueve veces) y lo abrió por donde señalaba el marcapáginas. Cuando ya no me quedaba más espacio en la página del diario para seguir escribiendo, lo leí todo y sonreí triunfante. Lo guardé y dirigí la vista hacia mi hermanita, que se había quedado frita con el libro entre las manos. Después, miré a Sara. Ella también estaba dormida, pero había dejado el libro en la mesilla. Apagué la luz y cerré los ojos con ganas de que ya pasase la noche y llegase el siguiente día.

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EL MISTERIO DEL PARQUE ABANDONADO Aquella mañana me desperté tarde, muy tarde. Había dormido como un lirón y estaba de muy buen humor. Eché un vistazo a la habitación y me sorprendió que no hubiese nadie en la cama. Salí al pasillo y me encontré con que todas las habitaciones tenían la puerta abierta. Eso quería decir que ya se habían levantado todos. Bajé las escaleras y me dirigí hacia la cocina con la esperanza de que aún hubiese alguien desayunando. Pero me equivoqué. No encontré a LA TIROLINA nadie. Solamente se oía el trinar de los pájaros que Instalación para la práctica deportiva al aire libre, había posados en la consistente en un cable en desnivel sobre el cual se desliza ventana. Parecía una casa por gravedad una polea con la abandonada, lo que me persona suspendida por medio de un arnés. ponía un pelín nerviosa. Es una actividad familiar muy Consulté el reloj del completa. comedor que marcaba las En esta historia hablo de las doce y veinticinco. Pensé tirolinas como si estuvieran que, seguramente, mis compuestas por más actividades. Por ejemplo: el padres y los demás rocódromo, la escalera floja, los troncos colgantes, el paso habrían salido a dar su de toneles, la telaraña, las típico paseo matinal. Eso combas largas, etc. me calmó bastante. Era imposible que se hubiesen olvidado de mí y se hubiesen ido a las tirolinas en las que yo estaba deseando subir. Me preparé el desayuno: un vaso de leche caliente con Cola Cao y unas galletas Tosta Rica. Me apresuré para tomármelo. Aunque estuviese menos preocupada, la intriga sobre donde estaba toda mi familia y mis amigos podía conmigo. Subí a mi habitación a vestirme y cuando baje a toda prisa le di un rodillazo a la mesa del salón, por la que cayó un papel en el que había algo escrito. Decía así:

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¡Buenos días, Laura! Hemos visto que tardabas mucho en despertarte y como estabas tan a gusto en la cama no hemos querido levantarte. Hemos ido a Casarejos, a ver a la amiga íntima de la abuela que nos ha dejado la casa en el pueblo. Casarejos está, aproximadamente, a 15 minutos de Navaleno. Estaremos en casa a la hora de comer. Si necesitas algo, llámanos. Un abrazo, mamá. Entre aliviada y llena de rabia dejé la carta en la mesa y con un portazo, salí de casa. Me fastidiaba mucho que no me hubiesen llevado. Pero, a la vez, había sido un detalle que no me hubiesen despertado tan temprano. Pensé en el lado positivo: podía hacer lo que yo quisiese sin que nadie me dijese que no podía (como soy la hija mayor de cuatro hermanos, casi nunca hacemos lo que a mí me apetece). Se me ocurrió que una buena idea sería ir a visitar a mis nuevos amigos y así lo hice. Crucé la calle por el paso de peatones y fui hacia su casa. Llamé al timbre y una chica de unos 30 años me abrió la puerta. – ¿Están Alex y Andrea? –pregunté y ella echó un vistazo al interior de la casa. – No. Están Andrea y Alex –respondió ella. – Bueno… si tú lo dices… –dije perpleja. – Tengo cosas que hacer, niña –gruñó la chica mientras cerraba la puerta. – ¡No! Digo… ¿pueden salir a dar una vuelta? –salté. – ¿Quiénes? ¿Andrea y Alex? Porque te advierto que Alex y Andrea no están ahora mismo. – Andrea y Alex. Lentamente, la chica fue cerrando la puerta y pude oír perfectamente, cómo gritaba los nombres de mis dos amigos. Ellos salieron como una bala de su casa y sin saludarme siquiera, cogieron sus bicicletas mientras me metían prisa para que cogiera la mía. Cuando por fin nos alejamos de la casa, me explicaron por qué habían salido de su casa con tanta prisa. Su prima mayor, Leire, se había ofrecido

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para cuidarles por 8 euros la hora y sus padres la dejaron. Ella no quería estar con ellos, todo lo contrario: ¡los odiaba! Los metía en su habitación mientras ella estaba viendo la tele o escuchando música por el nuevo iPhone. Se había comprado ese aparato con el dinero que le habían pagado los padres de mis amigos por trabajar cuidándolos. Así que lo que más les apetecía a Andrea y Alex era salir de la cueva del ogro cuanto antes. Después de describirme lo malvada que era su prima, me hicieron una ruta por el pueblo, explicándome de quién era cada casa que veíamos, cuándo se construyeron las estatuas que había repartidas por todo el pueblo, etc. Hasta que llegamos al parque abandonado. Frenaron sus bicicletas y se pararon a observarlo con sigilo y atención. No me pude contener y rompí el silencio: – ¿Qué os pasa? Parecéis estatuas. – Eh… ¿qué? Ah, sí, perdón, sigamos con la ruta –volvió en sí Andrea mientras le daba un codazo a su hermano, que reaccionó al momento. – Eso, eso. Vamos, te estarán esperando –dijo Alex. Mientras pedaleábamos hacia mi casa, no dijeron ni una palabra, lo que me resultó muy extraño. Cuando ya estábamos cruzando la calle de la parcela, les pregunté muy extrañada: – Desde el parque, no habéis dicho ni una sola palabra, ¿os pasa algo? – No, nada –dijo Alex. – No me lo creo, ¿qué es lo que ocurre? – Mira, estoy harta de guardar este absurdo secreto así que ahí va – respondió Andrea tragando saliva– el… el… ¡el parque está encantado! Hala, ya lo he dicho. – ¿Cómo creéis aún en esas memeces? –solté. – Es verdad –dijo Alex. – ¡Chorradas! –insistí. – Bueno, si no te lo crees peor para ti –dijo Alex– pero, por tu propia seguridad… ¡no te acerques a ese parque y, sobre todo, no toques nada de él! O… – O… te pasarán cosas horribles que no sabemos con certeza. Las personas que han jugado en ese maldito parque han desaparecido y nunca, nunca volvieron. Dicen que es una maldición horrorosa –continuó Andrea. – Claro… seguro… –dije sin haberme convencido– Hmmm… tengo que irme a comer, ¡adiós! Corrí hacia la puerta y busqué las llaves por mi bolsillo pero… ¡no estaban! Eché un vistazo a la carretera con tan mala suerte, que me encontré con el coche de mis padres.

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¿DÓNDE ESTÁN LAS LLAVES? No encontraba las llaves de la parcela y mis padres se acercaban a mí poco a poco. Corrí a esconderme en el jardín trasero y vi que la ventana de la habitación de mis abuelos estaba abierta de par en par. Recordé que, la noche pasada, mis padres habían utilizado una escalera para sacar del árbol un disco que se le había colado a Raúl. Examiné el jardín y pude comprobar que , la escalera aún estaba allí. La cogí como pude y la coloqué apoyada sobre la fachada de la casa. Trepé por ella sin pensármelo dos veces. Aparecí en la habitación. Me preparé para gritar “¡Hurra!” pero… ¡horror! ¡Mis abuelos estaban allí!. Estaban dormidos como unos troncos (supongo que mi madre no me quería decir que los abuelos estaban en casa, dormidos, para que no los despertara). Me dirigí de puntillas hacia la puerta y la cerré con mucho cuidado. Suspiré profundamente pensando que, por fin, todo había acabado. Fui como una bala a mí habitación para ponerme otra vez el pijama (como si no hubiese salido de casa) y bajé al salón a ver la tele. No habían pasado ni quince segundos cuando mi padre, con toda la pandilla en fila india, abrió la puerta principal y dijo: – ¡Ya hemos llegado Laura! ¿Dónde estás, cariño? Entraron en el salón y mi hermano saltó: – ¡Menuda holgazana! Ya podrías haber salido un poco… – Cállate, imb… –me enfadé. – ¡Me rugen las tripas! –me interrumpió aposta mi madre. – Pues… ¡a comer se ha dicho! –dijo mi padre. – ¿Qué hay de comer? –dije. 29


– Espinacas y pescado que acabamos de comprar –dijo Sofía a disgusto. Yo me resigné a seguirlos a la cocina, cabizbaja. Puse la mesa mientras mis padres cocinaban, y me senté en mi sitio favorito: justo en frente de la tele. Terminamos de comer a las tres y me llevé la sorpresa de que la comida había estado riquísima. Eso me puso, otra vez, de muy buen humor. Subí al despacho, acompañada por Sara. Ya arriba, mi amiga agarró una mochila rosa, con corazoncitos y el logo de “Tenth”. Yo en cambio, cogí una mochila azul, de la marca deportiva de “Adidas”. Saqué de ella un libro y un cuaderno. Sara me imitó. En la portada del libro había rotulado “Matemáticas”. Sí, vuestras suposiciones son ciertas: estábamos haciendo deberes. Nuestra promesa hacia los padres había sido: “Haremos nuestros ejercicios y deberes correspondientes ante todo, todo, todo. Aunque tengamos que pasar una noche en vela para estudiar.” Nos lo hicieron prometer y no hubo más remedio que aceptar. Ya llevábamos una hora estudiando y repasando ejercicios, cuando mi hermano Raúl abrió tímidamente la puerta del despacho y me dijo: – Laura, no entiendo esto. No sólo Sara y yo teníamos que hacer deberes, ¡todos teníamos! Incluso a mi padre le habían dicho en el hospital (donde trabaja) que preparase una clase para los alumnos de la Facultad de Medicina. – ¿Qué no entiendes? –respondió Sara. – Este problema de Matemáticas. – ¿Nos dejas verlo? 30


– Aquí tienes.

1. Los alumnos de 6º organizaron un sorteo de fin de curso. Vendieron los números del 1 al 23, del 32 al 48, del 54 al 62 y del 67 al 75 a 3 euros cada uno, ¿cuánto dinero han recogido?. DATOS QUE ME DAN: Muchos números OPERACIÓN: Ni idea SOLUCIÓN: No lo sé

– Lo primero: ¡borra esto! –salté. – Eso está hecho. – Ahora, piensa que tú tienes que vender unos boletos para un sorteo, y los números van del 1 al 75 –dijo Sara leyendo el problema. – Has vendido del 1 al 23 y del 32 al 48, pero no has vendido del 23 al 32 –expliqué. – Entonces resto 23 al 32… ¿no? –razonó Raúl. – Exacto –le felicitó Sara. – Y así con todos –dije. – El resultado las restas, lo sumas y lo multiplicas por 3; que son los euros que cuesta cada boleto –finalizó Sara. Raúl escribió la respuesta en la libreta y nos agradeció la ayuda, tanto a Sara como a mí.

1. Los alumnos de 6º organizaron un sorteo de fin de curso. Vendieron los números del 1 al 23, del 32 al 48, del 54 al 62 y del 67 al 75 a 3 euros cada uno, ¿cuánto dinero han recogido?. DATOS QUE ME DAN: Vendidos = 1-23, 32-48, 54-62, 67-75. A 3€ cada uno OPERACIÓNES: 23-1=22, 48-32=16, 62-54=8, 75-67=8. (22+16+8+8) x 3 SOLUCIÓN: 54x 3=162 euros.

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¡¡SOFÍA!! – Gracias chicas –dijo mi hermano– cuando terminéis los deberes ¿venís a dar una vuelta? – Vale, podemos ir ya –dije sin pensármelo dos veces. – Pero… aún no hemos acabado… –replicó Sara. – Sara, tenemos muchos días para acabarlos –dije. – Ya verás como se nos olvida hacerlos –gruñó Sara. – No se nos olvidará, te lo aseguro –la calmé yo. – Qué remedio –cedió Sara. – ¡Genial! ¿Sabéis dónde están David y Sofía? –preguntó Raúl. – Ni idea. ¿Y Andrés, Marcos y Cuqui? –continué. – Esto es un trabajo de la ayudante de Sherlock Holmes: ¡Sara Holmes! – dijo Sara entusiasmada. – ¿Sara Holmes? –dijimos Raúl y yo al unísono. – ¡QUÉ! –se enfadó Sara. – ¿Qué pasa aquí? –dijo Marcos entrando inesperadamente en la sala. – ¡Marcos! –dijimos todos, sorprendidos. – ¿Y los demás? –pregunté. – Andrés está abajo esperándote, Raúl –dijo Marcos, lanzando una mirada asesina a este.– En cuanto a Sofía, no sabemos dónde está. Hemos buscado por toda la casa, desgraciadamente sin resultado. David y Cuqui han ido a buscarla. – ¡Madre mía! ¿Lo saben mis padres? –dije asustada. – No, se acostaron durante la siesta. – Vamos con Andrés a buscar a David y a Cuqui. Así, ayudamos a encontrar a Sofía –dijo Raúl. – Buena idea. Lo primero para resolver un caso como este es encontrar pistas para averiguar por qué Sofía ha escapado –comentó Sara. – ¿De qué hablas? –preguntó Marcos extrañado. – Te lo contamos por el camino –dijo Raúl. – ¡Vamos! A ver si encontramos a David –dije intranquila. Fuimos al salón y le contamos toda la historia a Andrés. Después, escribimos una nota a los padres diciendo que habíamos ido a dar una vuelta con Andrea y Alex. Cogí las llaves (no se me iban a olvidar después de aquel día) y salimos con las bicis y un plano que nos habían hecho Andrea y Alex (supongo que era para que no nos perdiéramos de nuevo) a buscar a David. Miramos por la plaza, la iglesia, el mercadillo… 32


Preguntamos en bares, tiendas y restaurantes… Ya sólo nos quedaba mirar en un sitio: el parque abandonado. Estaba muerta de miedo por la historia que me habían contado mis amigos. No quería ir a ese lugar por nada del mundo. En cambio, a los demás, no parecía asustarles la idea de ir a un parque antiquísimo al que, al parecer, a nadie del pueblo le gustaba cruzar. Tenía unas ganas horribles de estallar y contarles a todos lo del misterio del parque; pero me llamarían loca. Si alguien se lo creía como yo, podría asustarse demasiado (querría volver a casa a contárselo a los adultos). Una cosa sí tenía clara: no debía dejarles jugar en los columpios del parque. – ¡Mirad! Allí está el parque, creía que no lo íbamos a encontrar nunca –exclamó Marcos orgulloso. – Recordad, venimos aquí para buscar a David y a Cuqui, ¡nada de montarse en los columpios! – dije previsora. – Como mandes, aguafiestas –dijo Raúl. – ¡Calla, niño! –me enfadé, y es que Raúl no era precisamente, un hermano ejemplar. – ¡Paz! Laura tiene razón, venimos a buscar a David no a divertirnos – razonó Andrés. Al momento, le saqué la lengua a Raúl. – Infantil –me dijo él en voz baja. Nos acercamos poco a poco al parque. Ante mi asombro, observé un árbol de unos treinta metros de altura que no había visto la última vez que fuimos. No le di mucha importancia, por lo que seguimos con nuestra búsqueda. Cuando llegamos, vimos a Sofía balanceándose en un columpio del parque. Parecía feliz. El pelo se le movía por culpa del aire y se le ponía en la cara, impidiéndola ver. Se columpiaba con energía y, cada vez que estiraba las piernas, parecía que quería dar la vuelta completa al columpio. – ¡Sofía! ¡Nooooooooooo! –grité. Pero, era demasiado tarde. – Laura, relájate, sólo es un columpio –me intentó calmar Sara. – Además, ya hemos encontrado a Sofía, ¡objetivo cumplido! –siguió Raúl. – Pero… pero… la maldición del parque –solté yo. – ¿Qué maldición? – preguntó Andrés. – Os lo contaré en casa… ¡vamos! Hay que sacar a Sofía de ese columpio –rogué yo. – Raúl tiene razón, Laura a demás de aguafiestas está loca –susurró Marcos. – Te he oído –advertí. 33


Mientras convencíamos a Sofía de que el columpio estaba lleno de arañas y que se la iban a comer vivita y coleando si seguía jugando, David llegó montado en la bici, con Cuqui acompañándolo. – ¡Chicos! ¿Qué hacéis aquí? ¿No estabais haciendo los deberes? – ¡Hay que sacar a Sofía del columpio! –chillé. – Me bajo si me dais 3 euros para chuches –nos chantajeó Sofía. – ¡Toma, diablo! Pero bájate ya –le rogué. Sofía contó el dinero, se lo metió en el bolsillo del pantalón y se montó en el asiento trasero de la bici de Sara. Nos quedamos todos con cara de bobos. ¿Tan fácil había sido? Me encogí de hombros y les hice a mis hermanos una señal para que volviéramos a casa.

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LA MALDICIÓN SE CUMPLE – ¿Cuál es el misterio, Laura? –preguntó Raúl al llegar a casa. – Ah, sí. Veamos… Andrea y Alex me han contado esta misma mañana que, al que se acerca o se monta en los columpios del parque, le ocurren cosas horribles –conté de un tirón. – Vamos, una maldición –aclaró Sara. – Exactamente. – Entonces… ¿qué me va a pasar a mí? –preguntó Sofía preocupada. – Aún no lo sé, pero estaremos alerta –aseguré. Después de aquella extraña conversación, a nadie se le ocurrió hablar del tema. Lo que quedaba de tarde transcurrió con tranquilidad y algo de aburrimiento. La noche fue normal y corriente. – ¿Qué raro? –pensé– ha sido un día demasiado normal sabiendo cómo es esta familia. A la mañana siguiente, me desperté temprano (a las diez de la mañana). Había tenido pesadillas relacionadas con el tema de Sofía y su maldición. Eché un vistazo a la habitación. Sara dormía plácidamente pero… ¡Sofía no estaba! – Estará desayunando –me dije a mí misma en voz alta para tranquilizarme. Bajé a la cocina pero… ¡Sofía tampoco estaba allí! – Buenos días cielo, ¿te preparo unas tortitas? –me preguntó mi madre. – No tengo hambre, gracias –dije nerviosa. Volví a mi habitación y desperté a Sara. – ¡Sara, Sara! ¡Sofía ha desaparecido! –dije. – ¿Qué pasa? –dijo ella bostezando. – ¡Sofía no estáaaaaa!–grité desesperada–seguro que ha sido la maldición, ¿qué hacemos?. – ¿Seguro? ¿Has mirado en su cama? – Sí. – ¿Y en la cocina? – También. – Vamos a vestirnos y se lo contamos a Andrea y a Alex – Buena idea. Si ha sido la maldición ellos tendrían que saber algo más.

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Después de arreglarnos un poco, salimos pitando a llamar a nuestros vecinos. Esta vez, no fui yo quien hizo sonar el timbre. No quería que me abriese otra vez, la prima de Andrea y Alex pues, en el último encuentro, no tuvimos una grata conversación. Se lo comenté a Sara. Ella se encogió de hombros y llamó a la puerta. – Hola niñas, ¿sois vosotras las amiguitas de mis criaturas? –preguntó una señora que parecía ser la madre de Andrea y Alex –Pasad, pasad. Entramos en la casa y la señora que nos había abierto la puerta, nos dijo que sus “criaturitas” estaban en la “salita”. Traducimos la frase y quedó así: Mis “hijos” están en la “sala de estar”. La señora nos guió por el pasillo hasta donde estaban Andrea y Alex. En el pasillo vimos un montón de fotos de tirolinas, lo que me llamó mucho la atención. – ¿Son ustedes los propietarios de estas famosas tirolinas? Preguntó Sara señalando las fotos con el dedo índice. – Sí, por desgracia –dijo la señora, cabizbaja. “¿Cómo qué por desgracia?” –pensé. De repente, Andrea y Alex aparecieron por una de las puertas del largo pasillo. – ¿Qué hay? ¿Veníais a buscarnos? –saludó Alex. – Sí, y con urgencia –chilló Sara; mientras los empujábamos hacia la puerta. – ¿Qué pasa? –dijo Andrea subiéndose a la bici. – ¡Sofía ha desaparecido! –gritó Sara nerviosa. – ¿Qué? –se asombró Andrea. – ¡Como lo oyes! Verás… creemos que es la maldición y… –expliqué, intentando parecer lo más tranquila posible. – ¿¡Le dejasteis subirse a un columpio del parque!? –chilló Andrea. – ¡Pues sí! ¡¡Cuando llegamos ya era demasiado tarde! –gritó Andrea. – ¡¡Parad de gritaaaaaaaaaaar!! –chilló Alex mucho más fuerte que nosotras. Las tres chicas nos callamos al instante, sorprendidas de la fuerza de sus cuerdas vocales. – Os habéis metido en un lío muy grande –dijo Alex al ver que nos habíamos calmado un poco. – No lo entiendo. ¿Por qué le dais tanta importancia? –pregunté. Alex se aclaró la voz y nos contó la siguiente historia: “Érase una vez dos hermanos llamados Álvaro y Paula. Álvaro tenía 8 años y su hermanita Paula sólo 3. Llevaban poco tiempo viviendo en Navaleno y apenas tenían amigos con los que divertirse.

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Un día, fueron a jugar a un parque en el que había jugando un montón de niños. Desgraciadamente, todos los columpios estaban ocupados así que optaron por el tobogán. Lo observaron de arriba abajo. ¡Era el tobogán más grande que habían visto nunca! Pero… había demasiada cola para subir. Ya sólo les quedaba el arenero pero, estrenaban ropa y no querían mancharla. Se sentaron en un banco, mirando cómo se divertían los demás niños; hasta que Álvaro se fijó en un pino muy grande, que antes no se había ni percatado de que estaba allí. Cogió a Paula de la mano y se dirigió, como si le hubieran hipnotizado, hacia aquel gran árbol. Cuando estuvo cerca del árbol, distinguió entre la corteza, una puerta. La abrió y entró cerrándola suavemente. Un niño lo vio desaparecer en la nada pero no vio el pino. Quiso investigar y lo siguió. Se acercó mucho al árbol invisible y se chocó contra él. Nada más chocarse vio con claridad el pino y la puerta y se introdujo en él. Muchos niños hicieron lo que el primero. Todos desaparecieron.” – Desde aquel día no se ha sabido más de los dos hermanos y de los niños curiosos –dijo Andrea.

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– ¿Qué pasó en el interior del árbol? –pregunté. – Como ha dicho mi hermana, no se ha sabido más. – ¿Qué tiene que ver con la maldición? –dijo Sara, muy atenta. – Ah, sí… –empezó a decir Alex– cuenta la leyenda que, al desaparecer, vieron grabado en la corteza un mensaje que decía: Os maldigo a todos los que juguéis en este parque. – ¿Por? –pregunté. – Porque si no hubiese sido por los que jugaron en el parque, él, junto con su hermanita, habrían salido de aquella situación, jugando en vez de andar investigando en el árbol. – Aaaaaa… –comprendí. – Pero… ¿eso significa que no vamos a volver a ver a Sofía? –resumió Sara. – Solamente hay una solución, –dijo Alex– buscar la entrada del árbol. – Buff… pues si es invisible… –resopló Sara. – Hmmmm… cuando fuimos a buscar a Sofía, vi un árbol muy grande, de unos treinta metros de altura –recordé– no le di mayor importancia. – ¡El árbol! ¡El gran árbol! –exclamó Andrea. – ¡Esa es la solución! Ahora, hay que ir al parque y buscar la entrada – dijo Sara. – Pero… puede que no volvamos nunca. No sabemos lo que nos espera –recordó Alex. – También puede ¡que mi hermana no vuelva! –dije. – ¡Qué se le va a hacer! En fin, hacía mucho tiempo que no vivía una aventura –suspiró Alex. – ¡Genial! –dije subiéndome a la bici. Sara y Andrea me imitaron, y los cuatro, nos dirigimos pedaleando a, la que podía ser, la aventura más grande de nuestras vidas.

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UN ÁRBOL INVISIBLE Ya en el parque, nos dimos cuenta de que yo era la única que percibía el “árbol invisible”. Los demás, sólo veían los columpios, el tobogán y el arenero. Nos acercamos al árbol y empecé a buscar la puerta que conducía al interior. Mis amigos se sentaron en una roca, mientras miraban como palpaba algo invisible. Unos cinco minutos más tarde, abrí la puerta que había encontrado entre la corteza. Al abrirla, una luz extensa me cegó. Miré a mis amigos y vi que, sorprendentemente, a ellos también les había deslumbrado. – ¿Cómo es que veis la luz? –pregunte asombrada. – No lo sé… –dijo Andrea– parece que, al abrir la puerta, la luz nos ha hecho ver el árbol. – Basta ya de charla. Tenemos la puerta abierta de par en par; vamos dentro –dijo Sara. Dimos los pasos muy despacio (como hacen los astronautas al penetrar en una nave espacial) dirigiéndonos a la puerta del árbol. Justo antes de entrar, me di la vuelta. Observé con atención los columpios, el tobogán, las bicicletas, las malas hierbas… pues podría ser la última vez que las viera. Escuché el trinar de los pájaros, los ladridos de Cuqui, el chirriar de los columpios, mecidos por la suave brisa… Un momento… ¡Cuqui! ¡Cuqui estaba allí! Conseguí llamar su atención y, el cachorro se acercó a mí ladrando y moviendo la cola. Se subió a mis brazos y le acaricié. – ¿Cómo has llegado hasta aquí, pequeñín? –dije dulcemente. Entonces, recordé por qué estaba allí. Sabía que mis amigos no aprobarían llevar a Cuqui. Como no quería dejarle sólo, metí al cachorro en mi mochila. El perro, como es lógico, empezó a gimotear. – Si no te quieres quedar sólo, tendrás que aguantar un poco y permanecer aquí dentro – le dije a Cuqui. Me giré y miré a mis amigos que, esperaban pacientemente a que me decidiera: si me iba con ellos o me quedaba en tierra. – ¿A qué esperáis? –dije. Los tres, sonrieron. Nos agachamos para poder entrar por la puerta del gran árbol porque era demasiado pequeña para nuestra altura. 39


Con mucha valentía, nos introdujimos por fin en el árbol. El árbol no era tan impresionante por dentro, estaba hueco. Parecía normal. – ¿Tanto para esto? –se decepcionó Andrea. – ¡No juzguéis antes de tiempo! –dijo Sara – Tampoco es tan normal pues, en los árboles normales, no hay palancas. – ¡Qué guay! –exclamé al divisar ese objeto saliente, escondida en un rincón. Sara se acercó a la palanca y nos miró, preocupada. – ¿La bajo? –nos preguntó indecisa– no sabemos lo que podría pasar. – Hemos tenido el valor de entrar aquí sin saber lo que nos podría pasar; ¿por qué no vamos a poder bajar una simple palanca? –dijo Alex. – Entonces… ¿la bajo? –preguntó Sara sin acabar de convencerse. – ¡Claro que sí! –coreamos Alex, Andrea y yo. Sara agarró la palanca y la bajó lentamente. De repente, se abrió una trampilla debajo de nosotros y resbalamos por un largo tobogán hasta un pequeño bosque. Me pregunté cómo podía haber ocurrido eso pero, al no encontrar una respuesta lógica, me rendí y me olvidé de aquella pregunta. Alex fue el primero que se puso en pie. Me tendió la mano. La agarré y, de un salto, me levanté. Sara y Andrea seguían en el suelo. Alex les hizo una señal para que se incorporasen. Sara obedeció al instante pero Andrea permanecía inmóvil, sentada en la tierra. – ¿Qué te pasa, holgazana? –se burló Alex. – Creo que me he torcido el tobillo –sollozó Andrea ignorando a su hermano. Al oír eso, Sara abrió su mochila y sacó de ella un botiquín. Rebuscó dentro y, unos segundos después, tenía lo imprescindible para ponerle a Andrea una venda en el pie. Mientras Sara se ponía manos a la obra, Alex y yo hablamos un rato: – ¿Cómo hemos llegado aquí? –pregunté preocupada mientras miraba el entorno en el que estábamos. Era un lugar raro, que no habíamos visto nunca y que no tenía nada que ver con el parque. ¡Era un bosque! Estaba lleno de altísimos pinos y las ramas secas cubrían el suelo. – La cuestión es… ¿cómo SALIMOS de aquí? –dijo Alex histérico. 40


– Tranqui… puede que el destino nos haya traído hasta aquí para que encontremos a Sofía –dije– lo he visto en muchas pelis. Alex se quedó un rato pensativo, observando los altos pinos que había a su alrededor. – ¡Ya sé! Sabía que este sitio me recordaba a algo pero no caía a qué. A veces, la mente te juega malas pasadas; como ese de mi clase, Jaime. Es un tío que se despista con todo. Mi profesor dice que está en “los mundos de Yupi” pero yo creo que se refiere a que… – Me estabas hablando del bosque… ¿a qué te recuerda? – ¿Cómo? ¡Ah, sí! Perdón, había perdido el hilo. Me recuerda a un sitio del que me hablaron mis padres hace unos días. – ¿Qué te dijeron? – Verás… mis padres se dedican a diseñar tirolinas en Soria. Ahora tienen que hacerlo en Navaleno. – ¿En serio? ¡A mí me encantan las tirolinas! Estaba deseando ir a las de Navaleno. Dicen que serán las mejores de Soria. – ¡Genial! Si salimos algún día de ésta, te subes conmigo a unas que han diseñado mis padres y que tienen una altura de 10 metros. – ¡Guau! ¡10 metros! ¿Y sabes si nos podrían hacer un descuento por familia numerosa? – Oye…¿qué es eso? –dijo Alex de pronto, tirándome de la manga. – ¿Qué? – ¡Eso! –gritó señalando a un hombre enmascarado, con una motosierra, que se dirigía con paso ligero hacia nosotros.

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EL HOMBRE ENMASCARADO – ¡Corred! –avisé apresuradamente a Sara y Andrea que estaban terminando con la venda. Andrea miró al hombre y gritó nerviosa: – ¡No puedo correr! Cada vez el hombre estaba más cerca de nosotros y no sabíamos que hacer. De pronto, Alex cogió a su hermana a hombros y empezó a correr. – ¿A qué esperáis? –exclamó nuestro héroe. El hombre estaba a unos pocos metros de nosotras y no tuvimos más remedio que correr con todas nuestras ganas. Se nos agotaban las fuerzas y el hombre enmascarado nos seguía a un centenar de metros. Encontramos un pino con un tronco muy grueso y nos escondimos tras él. – ¿Qué hacemos ahora? –preguntó Sara preocupada. – ¿Os gustan las alturas? –dijo Alex poniendo una sonrisa malévola. – Para nada –replicó Sara. – ¿En mi estado? ¡No! –la secundó Andrea mirándose la venda del tobillo. – Pues, si queréis salvar el pellejo tendréis que aguantaros –dijo Alex. – ¿Qué plan tienes entre manos? –pregunté curiosa. – ¿Veis aquel árbol? –dijo señalando un pino del que colgaba una escalera de cuerda– hay que trepar ¡y rápido! Nos dirigimos hacia el árbol y ayudamos a Andrea a subir por la escalera. Después, subió Sara mientras se repetía a sí misma “No mires abajo, no mires abajo”. Yo ya estaba agarrada a la escalera cuando el hombre enmascarado gritó: – ¡Niños, no deis un solo paso más! – ¡Corre Alex, corre! –gritaron Andrea y Sara. Alex se subió en un momento y, ya arriba, sacó una navaja de su bolsillo y cortó la cuerda que sujetaba la escalera. Ésta cayó al suelo. – ¡Así no subirá! –gritó orgulloso de sí mismo. El hombre que nos había perseguido, se quitó la máscara que le cubría la cara. ¡Era un pobre leñador! – ¡Niños, que se os ha caído un bocadillo de la mochila! –gritó el leñador. Dirigí una mirada asesina a Alex, que se había quedado mirando al leñador con la boca abierta. – Ese señor nos podía haber ayudado a llegar a casa –dije furiosa– si no nos hubieses dicho que nos subiéramos aquí… 42


– ¡Y encima cortas la cuerda! –siguió Sara. Alex nos ignoró y se dedicó a gritar al leñador para llamar su atención. – No te oye y no podemos saltar. Hay demasiada altura –dijo Andrea muy sensata por su parte. – ¿Y qué hacemos entonces? –dije. – Si no puedes volver atrás sigue hacia delante –dijo Sara dándose la vuelta y saltando de rama en rama con decisión. Me fijé en ella y… ¡tenía los ojos cerrados! – ¡Sara! ¡Abre los ojos! –grité al ver que iba a saltar hacia una grieta enorme en el suelo. Mi amiga abrió los ojos pero, ya era demasiado tarde. Caía al vacío, gritando como una loca. Pero… ágilmente se agarró a una rama muy gruesa y por muy poquito salvó el pellejo. – ¿Estás bien? –le pregunté, corriendo hacia ella. – Todo lo bien que se puede estar al pensar que podría no haber salido de esta –dijo Sara mientras yo le ayudaba a subirse a la rama que le había salvado la vida. – Esto es muy peligroso –sollocé. Sara y yo buscamos con la mirada a Alex y a Andrea. Los encontramos probándose unos arneses que habían encontrado colgados de una rama. Nos acercamos hacia ellos. – ¿Qué hacéis? –les pregunté. – Hemos encontrado estos arneses aquí. ¡Qué casualidad! –dijo Andrea. – Demasiada casualidad diría yo… – murmuró Sara. – Casualidad o despiste –dijo Alex. – ¿Qué quieres decir? –dijo Andrea extrañada. Alex señaló hacia arriba. Nosotras miramos con curiosidad y nos dimos cuenta de que encima de nosotros había una plataforma. Nos pusimos los arneses que por “casualidad” eran de nuestra talla. Nos ayudamos unos a otros a subir. Cuando conseguimos ascender (no había sido muy fácil con una coja en el grupo) Alex empezó su sermón: – Ya sabía yo que este bosque me sonaba de algo. ¡Es el bosque en el que mis padres han estado trabajando medio año! Decían que eran las mejores y más difíciles tirolinas que habían diseñado. Tienen una altura de 30 metros ¡altísimas! Con todas las actividades que puedes ver en unas tirolinas normales sólo que… ¡gigantes! Si vas rápido tardas una hora en pasar cada uno de los retos. No puedes tardar más de una hora y media porque, al rebasar los 30 minutos, las cuerdas y maderas en las que te estás apoyando se sueltan y caen al suelo. Tú te precipitas con ellas, pero cuando estás a pocos metros del suelo, la cuerda elástica que te sujeta se para, dejándote en el aire, bocabajo. Esta caída te da una sensación de tensión que no has tenido nunca. A mí, me gustaría haberlas probado como hago con todas, pero mis padres no lo aprueban por nada del mundo. 43


– ¡Guau! Tus padres deben de estar contentísimos por haber diseñado eso –dije con envidia. – ¡Qué va! Al revés, desde el día que una chica joven les propuso la idea de hacer esas tirolinas, están muy preocupados en que salga todo bien y están muy agobiados –afirmó Andrea. “Qué extraño ¿Por qué no iban a querer diseñar aquellas fantásticas tirolinas?” pensé.

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TIROLINAS “EL PINAR” Dirigí la mirada hacia Sara, en busca de una solución. Ella había sacado su inseparable cuaderno rojo de apuntes y había estado escribiendo todo lo que decíamos. Eché un vistazo a su libreta, intentando leer lo que ponía pero Sara apartó mi cabeza rápidamente. – ¡Es confidencial! –rugió. Me escondí detrás de Andrea porque, cuando Sara se enfada… – ¡Vale ya! ¿No entendéis que estamos en un aprieto? –se enfadó Alex. – Pues propón una solución –le dije poniendo los brazos en jarras. Alex se puso rojo y dio un par de pasos hacia atrás. – Como veo que nadie se atreve a decir nada –dijo Sara lanzando una mirada asesina a Alex– voy a repetiros mi estrategia: “si no puedes volver para atrás sigue hacia delante”. – Pues antes no es que te saliera muy bien tu estrategia –murmuró Alex. Yo le di un codazo e hice una señal a Sara para que siguiera hablando. – En este caso, seguir hacia Arnés delante significaría intentar descubrir que hay en esta Sujeción de seguridad singular plataforma –nos utilizada en escalada y otras informó ella. actividades de riesgo Hay tres tipos de arneses: Tras esas palabras, - De cintura: el más usado; caminamos hasta llegar a un se coloca en la cintura. lugar que a Alex y a mí nos - Integrales: de cuerpo entero. sonaba mucho. Nos paramos a - Combinados: de cintura + el observarlo detenidamente. del pecho Arnés de Miré hacia abajo. Un escalada profundo abismo (que tendría unos 20 metros de profundidad) se hallaba debajo de nosotros. Un escalofrío me recorrió el cuerpo al pensar lo que me podría pasar si me caía. Retrocedí un par de pasos hacia atrás y miré hacia arriba. Había una cuerda rodeando dos árboles. Uno de los árboles se situaba en uno de los extremos del precipicio y el otro, lógicamente, en el otro lado. El metal era negro y una pequeña parte de él era roja. Rodeaba un tronco muy grueso en el que había clavado un cartel. En el cartel había un muñequito dibujado que parecía colgar de una cuerda y volar por los aires. 45


Descubrí que el monigote estaba en una tirolina porque tenía un arnés atado a la cintura. Encima del cartel había un letrero muy grande en el que ponía “Inicio” y en la esquina derecha de este había escrito con una letra muy pequeña: “el Pinar”. Sonreí. “El Pinar” era el nombre con el que se denominaban las tirolinas más famosas de Soria. De pronto, lo entendí todo. Era una prueba. Todo tenía que estar planeado: el parque, el árbol, la trampilla, el hombre enmascarado que finalmente resultó ser un leñador… Pero… ¡cómo! ¡Por qué! ¿Por qué querrían a Sofía? ¿Tenían algo que ver los padres de Andrea y Alex? ¿Y el hombre que los había convencido para que diseñaran el parque? ¿Por qué estaban tristes? Debíamos resolver demasiadas preguntas. Pensé que lo que había que hacer en aquella situación era seguir adelante y no rendirse. Jamás íbamos a retroceder pues, un Daniel´s nunca se da por vencido. – Hay que pasar esta prueba – afirmé. – ¿Qué prueba? – se extraño Andrea. – Ésta – dije señalando el cartel. Mis amigos observaron el cartel y leyeron el letrero que había encima. Alex pareció entenderlo al instante pero Andrea y Sara seguían confusas. – Pues… Laura, seguimos sin saber a qué te refieres –dijo Andrea examinando aún el cartel. – Es muy simple –expliqué.– En Navaleno hay unas tirolinas o, más bien, unas actividades por los aires, muy famosas llamadas “El Pinar”. – Coincide con el cartel… –comprendió Sara. – … y con el nombre de las que diseñaron mis padres… –siguió Alex. – ¡Tienes razón! ¡Qué coincidencia! –exclamó Andrea. – Puede que no sea una coincidencia. Tal vez, sean estas las tirolinas diseñadas por mis padres –dijo Alex pensativo. – Pero ¿no las conocías? –pregunté– si las conoces debes saber si son éstas o no. – Ya os he dicho que, aunque insistí mucho, no me permitieron ir a probar aquellas tirolinas. – Es cierto –afirmó Andrea. – Entonces… sabes poco de esas instalaciones menos por lo que te han contado tus padres –dije. – ¡Ya lo vas entendiendo! – Hmmmm… ¿dónde te dijeron que se encontraban las tirolinas? – preguntó Sara. – En las afueras de Soria capital. – Pero, ¿Navaleno está a las afueras de Soria? – No. En ir a Soria desde Navaleno se tardaría una hora aproximadamente. 46


– Conclusión: os mintieron –aseguró Sara después de echar un vistazo a su libreta. – ¿Por qué iban a querer mentirnos nuestros propios padres? –dijeron al unísono los dos hermanos. – Ni idea. Lo único que tengo claro es que estas tirolinas esconden un gran misterio –dije pensativa. Se hizo un silencio muy tenso que había que romper. Sin pensármelo dos veces agarré la polea de mi arnés a la zona roja del metal. Comprobé que estaba bien sujeta y salté al vacío. ¡Lo había conseguido! ¡Estaba montada en una tirolina! Mis tres amigos dieron un paso hacia atrás (por seguridad) mientras me animaban.

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MI PRIMERA TIROLINA Fue una experiencia inolvidable. El aire movía mi pelo con fuerza y me hacía sentir como si estuviese en una peli. Cerré los ojos. No notaba el arnés y eso me daba una sensación de libertad tremenda. Sentía como si volara, como si fuese un pájaro. Me sentía… libre. – ¡Yujuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu! –grité sin poder contener la emoción. Entonces me di cuenta de una cosa: ¡me acercaba al final de la tirolina y no sabía cómo parar! Un gran nerviosismo invadió mi cuerpo. Había visto en las noticias que un golpe como el que yo me iba a dar en ese momento podía ser mortal. Empecé a dar patadas al aire intentando frenar pero sólo conseguí girarme. En esta posición cogí más velocidad aún y me percaté de que ya era demasiado tarde para intentar parar. Recordé entonces que, al final de las tirolinas siempre hay una colchoneta para amortiguar el golpe. Esa colchoneta tiene un asa para agarrarte. De esa manera consigues no rebotar e ir hacia atrás de nuevo.

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Giré la cabeza con rapidez, con la esperanza de que la colchoneta estuviera allí. Y… ¡Ahí estaba! Hice un último esfuerzo para girar el cuerpo y agarrarme al asa. Vi un cartel clavado en la colchoneta que decía: “Salida” y tenía un flecha que indicaba que había que salir por la izquierda. De un salto, aparecí en otra plataforma de madera. Saqué la polea de la cuerda de la tirolina y la guardé en mi arnés. Agarré la polea al metal rojo y miré hacia abajo. El suelo aún estaba muy lejos de mi alcance, pero algo había descendido. Continué caminando por la plataforma y me fijé en que, poco a poco, se ensanchaba. Estaba hecha de madera. Rodeaba un gran pino, en el que había puesto un cartel mucho más grande que los anteriores. Lo observé detenidamente. Mientras tanto, Alex, Andrea y Sara se acercaban a mí. Estaban hablando sobre qué les había parecido la tirolina. Sin verlos, (pues estaban detrás del pino) sabía perfectamente quién hacía cada comentario. – ¡Ha sido genial! –comentó Alex. – Tengo ganas de vomitar… –gimió Sara, supongo que masajeándose la barriga. – No ha estado mal –dijo Andrea. Se acercaban a mí lentamente, bien agarraditos de la cuerda que les sujetaba. Les conté mi experiencia en la tirolina. Luego, ellos me contaron la suya. Me fijé en que la forma de ver las cosas de Alex, Sara y Andrea era totalmente distinta. Por un lado estaba Alex que siempre estaba o muy feliz o muy enfadado. Por otro, Sara era muy negativa con todo y Andrea muy positiva. Mientras pensaba en ellos, se me escapó una risita. Me parecían muy cómicos cuando peleaban y, precisamente, Alex y Sara habían comenzado una discusión sobre las tirolinas. Andrea intentaba interponerse entre ellos para frenar la pelea pero, al tener 2 años menos que nosotros, era un pelín más bajita y ninguno de los dos escuchaba sus argumentos. Os estaba hablando de que Alex y Sara me parecían muy cómicos cuando discutían ¿verdad? Si no os lo creéis leed su conversación: – ¡Me encantan estas tirolinas! –exclama Alex. – ¡Son las peores del mundo! –se queja Sara. – Pero, ¿ qué dices? – Como lo oyes. Son las pe-o-res. 49


– ¡Estás delirando! – ¡QUÉ TE DIGO QUE SON LAS PEOREEEEEEEES! – Ten cuidado. Si insultas a estas tirolinas ¡insultas a mis padres! – Mantengo mi queja y con más razón. – ¿¡Cómo diceeees!? Ya habréis entendido porque digo que son tan graciosos cuando se enzarzan en una discusión (casi siempre absurda). ¡Parecían un matrimonio de abuelitos! Aunque me riera a carcajadas con ellos, tenía que parar su pelea. Parecían a puntito de sacar la mano del bolsillo y liarse a tortazos. Ayudé a Andrea a frenar la disputa y a mí sí que me hicieron caso. Los separamos a un metro de distancia (por si las moscas) y empecé a hablar sobre el cartel que había visto antes: – Antes de que empezarais vuestra discusión, –dije lanzando una mirada asesina a Alex y Sara– me había detenido a observar aquel cartel – continué mientras señalaba el letrero clavado en el pino. Mis amigos optaron por acercarse a él para verlo mejor. – Guau… está lleno de cuadrados con dibujos dentro –se asombró Andrea.

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– Los “ cuadrados” describen los retos típicos en unas tirolinas –explicó Sara. – Un… dos… tres… ¡Hay quince retos! –contó Alex. – Hay mucha variedad: escala + rocódromo, tirolinas, rulos en ascenso, balancines largos… –dije. – Hay muchas tirolinas, por lo que veo –se fijó Andrea. – ¿Hay más? ¡Creo que voy a vomitar! –gruño Sara – Se supone que ponen tantas tirolinas porque son los retos más sencillos – dije intentando calmarla. – ¿Las más fáciles? Hice una mueca de desesperación. – Aquí a la derecha, explica qué herramientas hay que usar en el reto y cómo –continuó Alex sin hacer caso a Sara. – Voy a hacer una foto al letrero. Así podremos saber si hay que usar la polea o los mosquetones –dijo Andrea. – Espera un momento… ¿con qué vas a hacer la foto? –le preguntó Sara abriendo mucho los ojos, como cuando se le ocurre una idea. – Pues con el móvil. – ¿El móvil? – Si, el móvil. Me lo llevo a todas partes desde que me lo regalaron por mi comunión. – ¿Tienes cobertura? –prosiguió Sara a la que parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas. – Claro que sí. – ¡Pues llama a tus padres y que nos vengan a recoger! – Es que… no tengo saldo. Sara se quedó con la boca abierta, en estado de shock. – Cierra la boca, que te van a entrar moscas –me reí de ella. – Pero, pero… –murmuró Sara tristemente.

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ESCALA + ROCÓDROMO – ¿Cuál es el primer reto Andrea? –pregunté impaciente. Andrea sacó su móvil del bolsillo de la chaqueta, lo encendió y observó la foto con atención. Su móvil no tenía una pantalla muy grande, tuvo que poner el zoom para ver la imagen del reto con claridad. – ¡Escala + rocódromo! – exclamó Andrea finalmente. Al decir esas palabras, unas luces empezaron a parpadear como diciendo que mirásemos hacia allí. Me fijé que las luces estaban rodeando un ancho pino. Mis amigos y yo nos quedamos con la boca abierta y estuvimos un tiempo de pie, contemplando aquel extraño árbol, como hipnotizados (no todos los días se ve un árbol brillar como si tuviera adornos de Navidad). Alex se acercó silenciosamente al pino, sacó su mosquetón del arnés y lo agarró a un metal rojo que colgaba de ese árbol. Entonces me di cuenta de que había una madera de unos tres metros de longitud, clavada en el árbol, debajo de ella colgaba una escalera de cuerda que se balanceaba con el viento. Como iba diciendo, Alex había sacado su mosquetón y lo había enganchado al metal rojo. Después, había trepado por la escalera y finalmente había escalado la madera. Me pregunté cómo habría podido escalar aquella madera, pues hubiera jurado que era plana y no tenía ningún relieve para sujetarse. Me equivocaba. La madera tenía relieves, con forma de roca. ¡Ahora lo entendía! ¡Escala + rocódromo! Alex nos hizo una señal desde arriba para que subiéramos. Obedecimos al instante y trepamos por la escalera y a continuación por el rocódromo. Lo hicimos en este orden: Andrea, yo y Sara. Tardamos una media hora en llegar todas arriba (tardamos mucho más que Alex, pero es que somos bastante menos ágiles). – Primer reto ¡superado! –exclamó Andrea entusiasmada. 52


– ¡Qué mareo! –se quejó de nuevo Sara. – Pero si solo era escalada… –dije. – Ya, pero tengo vértigo –respondió Sara con los brazos en jarras. Dirigí una mueca de desesperación hacia Alex y él se encogió de hombros como diciendo “Que le vamos a hacer. Ella es así”. Suspiré profundamente. Sara observó su reloj, bostezó y nos dijo: – Oye, por hoy se acabaron las actividades de riesgo. Ya es tarde –dijo Sara. – Y está oscuro –añadió Andrea. Comprobé la hora que era y, ¡tenían toda la razón del mundo! Eran ya las ocho de la tarde y pronto empezaría a oscurecer. Antes de que la luna apareciera en el cielo, teníamos que buscar algo de comer y encontrar un refugio donde pasar la noche. Se lo comenté a mis compañeros y ellos pensaron igual que yo. – Tienes razón en que hay que buscar un refugio, pero… ¿Crees que pondrían un lugar donde resguardarse en unas tirolinas? –dijo Sara al límite de ponerse histérica. – Bueno… no nos pasaría nada si buscáramos –afirmó Alex. – Además, con todo lo raro que ha pasado hoy, no me extrañaría en absoluto encontrar aquí un refugio –concluí. Al cabo de un rato, habíamos formado dos equipos: Alex y Andrea y Sara y yo. El primer grupo buscaría el refugio y el segundo, la comida. Nos pusimos en marcha. Rápidamente, Alex y Andrea improvisaron un refugio con palos y ramas que arrancaban de los árboles. En cambio, Sara y yo no encontrábamos comida. Se hicieron las nueve y media de la noche y no veíamos nada. Sara y yo nos dirigimos al refugio, decepcionadas. Nos encontramos allí a Alex y a Andrea que temblaban de frío, a pesar del fuego que habían encendido con unas cuantas ramas. Nos reunimos en torno a ellos. Todos tiritábamos de frío cuando Sara se levantó de golpe. Parecía haber visto algo que le llamase la atención. Me fijé en sus movimientos. Estaba palpando un pino como si buscara algo. De pronto, del pino salieron unas mantas de colores, provocando que, Alex, Andrea y yo, lo aclamáramos con un sonoro “Ooooooooooh”. Sara nos las trajo, orgullosa de sí misma. Nos pusimos de cuclillas y nos cubrimos con las mantas. Noté como iba entrando en calor.

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Después de aquella grata sorpresa, nos pusimos a contar chistes y anécdotas alegremente, en torno al fuego. De repente, Andrea abrió su mochila y de ella sacó unos objetos envueltos en papel de aluminio. Nos los repartió y, con una señal, nos indicó que los abriéramos. Para la sorpresa de todos eran… ¡¡bocadillos!! Le dimos las gracias y un gran abrazo. Nos los comimos todos menos uno, que guarde en la mochila para si surgía “alguna emergencia”. Nada más introducirlo en la cartera, Cuqui se relamió de gusto y ladró, agradecido (¿ya no os acordabais de mi perrito?). Los demás se extrañaron al oírlo y miraron a los lados para averiguar de dónde procedía ese ruido. Yo tosí, intentando hacerlo lo más parecido a un ladrido. Sara y Alex me dirigieron una mirada inquietante. En cambio, Andrea prefirió no darle más vueltas. – Mi madre me metió los bocadillos en la mochila por si nos perdíamos o algo así –explicó Andrea, intentando cambiar de tema. – Papá también me dijo que me llevara unos cuantos en la bici –dijo Alex abriendo su mochila, para enseñarnos los ocho bocatas que había en ella. – Que raro que os hayan metido tantos bocadillos… –dijo Sara mientras lo apuntaba en su libreta roja. – ¿Qué escribes? –le pregunté. – Nada –dijo ella escondiéndola rápidamente. – Jolín. Ni que fuera tu diario –se burló Alex. – ¡No es mi diario! – Y si no es tu diario, ¿por qué no nos lo enseñas? –dijo Andrea. – Creo que la mejor opción es que nos lo enseñes –dije tímidamente. – ¡No! – Sara tiene diario, Sara tiene diario –canturreó Alex. Al final, Sara no tuvo más remedio que enseñarnos el cuaderno.

Cuestiones que hay que resolver 1 · ¿Por qué está abandonado el parque? 2 · ¿Por qué le gusta tanto el parque a Sofía? 3 · ¿Es verdad lo de la maldición del parque?

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4 · ¿Dónde está Sofía? ¿Adónde ha ido? ¿Por qué? 5 · Respuesta de la madre de Alex y Andrea al decir que si son los propietarios de las famosas tirolinas: “Sí, por desgracia” ¿Por qué dijo eso? 6 · ¿Es real lo de la maldición? 7 · ¿Por qué es el árbol invisible? 8 · ¿Cómo es que sólo Laura ve el árbol? 9 · ¿Dónde estamos? √ En las tirolinas “El pinar” 10 · ¿Por qué estamos aquí? 11 · ¿Qué pintaba un leñador en las tirolinas? 12 · ¿Por qué el padre de Alex no le dejó que se montara en las tirolinas si siempre lo hacía? 13 · ¿Por qué eran los arneses precisamente de nuestra talla? ¿Por qué estaban allí? ¿Quién los había puesto? 13 · ¿Por qué estaban agobiados los padres de Alex y Andrea? 14 · ¿Quién era la chica joven que fue a decirle a sus padres algo? ¿Qué les fue a decir? ¿Por qué? 15 · ¿Tienen algo que ver las tirolinas con la desaparición de Sofía? 16 · ¿Por qué los padres de Andrea y Alex les dijeron que se llevaran bocadillos?

– ¡Guau! ¡Cuántas letras! –exclamó Andrea. 55


– Son apuntes, imbécil –la insultó Alex. – ¿Por qué haces esto en la libreta? –dije señalando el cuaderno con el dedo índice. – Pues porque estamos involucrados en un difícil misterio y no me pienso ir de Soria sin resolverlo. – ¿Y qué tiene que ver eso con estos apuntes? –preguntó Andrea. – Son pistas, idiota –la insultó de nuevo Alex. – No exactamente –puntualizó Sara; y Andrea sacó la lengua a su hermano– son preguntas que, con sus respuestas, podrían sernos muy útiles. Bostecé en señal de cansancio y aburrimiento. Sara entendió perfectamente lo que quería decir y, por suerte, dejó de hablar. Me tumbé y me arropé con la manta roja que me había tocado. Los demás me imitaron. Cogí el sueño rápidamente, pues estaba muy cansada. Pensé en todo lo que habíamos hecho ese día y una sonrisa se dibujó en mi cara. Lo mejor de todo aquello era saber que hacía lo correcto al ir en busca de mi hermanita Sofía. Además, había tenido bastante suerte con lo de las actividades en las tirolinas porque, realmente era el sueño por el que había aceptado viajar a Soria y… ¡voilá! Se cumplió. Siempre he pensado que si crees en una cosa con fe, se te hace realidad. Por eso, sabía que tenía que creer que podía rescatar a Sofía, volver con mi familia y seguir con mi rutina diaria. Suspiré profundamente. Ojalá y se hiciese realidad ese sueño.

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EL DÍA QUE PASÓ MI FAMILIA Os voy a poner al corriente de lo que pasó aquel día en la casa prestada de Navaleno, mientras nosotros estábamos en las tirolinas. Tenéis que tener en cuenta que nosotros no teníamos ni idea de qué ocurría allí en ese momento. Me han contado esto mis hermanos y mis padres después de que pasara toda la aventura y que decidiera relatárosla a vosotros. Mi madre se levantó, como siempre, muy temprano. Nos preparó el desayuno tanto a nosotros como a Cuqui. Después, se sentó en la mesa de la cocina y llamó a Sofía (que ya estaba levantada) para desayunar juntas. Al terminar, le preguntó que si había hecho los deberes y ella, orgullosa, respondió que sí. Mamá le ordenó que se vistiera y que luego bajase a la cocina de nuevo. Mi madre tenía intención de hacer algo juntas pues, al tener tantos hijos, no pasaba mucho tiempo con la pequeña de la familia. Sofía bajó a la cocina a los diez minutos y le preguntó a mamá que por qué le había hecho bajar de nuevo. Mi madre abrió la boca para responder pero, en ese preciso momento, Sofía miró el reloj de la pared y exclamó: – Mira qué hora es. ¡Ya debe de haber empezado el programa de los ositos “Dame cariño, mami”! “Dame cariño, mami” era la marca de peluches favorita de Sofía y como habían sacado una serie sobre aquellos peluches, mi hermana no se la pensaba perder por nada del mundo. Mi madre ya sabía lo que había que hacer. Fue al salón acompañada de Sofía, encendió la tele y mi hermana se sentó en un sillón de 3 plazas que había delante de la “caja que fabrica imágenes” como dice mi abuelo. Sofía pulsó los botones dos y el tres en el mando a distancia (el canal de la serie estaba en el número veintitrés). Cuando los insoportables ositos cantarines inundaron la pantalla, mi hermanita ya estaba en su mundo, lleno de arcoíris y unicornios. – ¿Te preparo las galletas fantasía, cielo? –dijo mamá para poder dejar de ver a esos peluches saltar y brincar (aunque ella no quiera admitir que es por esa razón). – Sí, mami. A la hora del programa más chuli del mundo, tengo que tomar las galletas fantasía para que los unicornios sepan que soy su amiga. Mamá volvió a la cocina, cogió la caja de las galletas, sacó de ella unas cuantas de color rosa fucsia y las colocó en un pequeño plato. 57


Mientras tanto, Sara y yo bajábamos corriendo las escaleras, para comprobar si Sofía estaba en la cocina (¿os acordáis?). – Buenos días cielo, ¿te preparo unas tortitas? –me preguntó mi madre. – No tengo hambre, pero gracias –dije nerviosa y salimos corriendo por la puerta. Mamá se encogió de hombros. – Están en la edad del pavo –se dijo. Llevó las galletas al salón y se las dio a Sofía, que las comió sin apartar la vista del televisor. – No estés ahí de pie, mamá. Siéntate y mira la serie conmigo –dijo Sofía, mirando la tele. Mamá suspiró silenciosamente, con razón. ¡Era una serie insoportable! Las pocas veces que he visto esa serie me he vuelto loca preguntándome si Linda es el unicornio rosa o el violeta. O si Mr. Buppy es el oso malvado o el elefante amigo de Crapy, la bella sirena hija de Spotty. ¡Te vuelves loco! ¡Te lo puedo asegurar! En fin, volvamos a mi madre. No tuvo más remedio que sentarse en el sillón y ver la aburrida serie. Mamá miró el reloj. ¿Cuánto quedaría para que terminara? Llevaba allí sentada 6 minutos escasos cuando, gracias a Dios, llamaron a la puerta. – Voy yo, cariño. Te dejo viendo tu maldi… digo… ¡tu adorable serie! Mi madre se marchó de la sala con los dedos en signo de victoria. Abrió la puerta. – Hola, somos del programa “Deportes de riesgo”, del canal “Antena Depor”. Queríamos informarle de que, si no encuentra a su hija y a su amiga en un par de días, no se alarme. Están a salvo –dijo una chica joven que sostenía un gran micrófono en la mano. Varias personas más la rodeaban, sujetando con el hombro unas cuantas cámaras de vídeo. – Pase a la sala de estar y cuénteme más –dijo mi madre, preocupada y extrañada al mismo tiempo –pero, por favor, cámaras dentro de la casa no – continuó al ver que se disponían a entrar todos los que la acompañaban. Tras mucho insistir, mamá consiguió que solo pasasen la chica y uno de los cámaras. Dentro de la parcela, la joven explicó a mi madre lo que tenía preparado para el canal de televisión: – Llevamos preparando este episodio del programa muchos meses. Primero, tuvimos que elegir un pueblo de Castilla y León con altos pinos, es decir, Navaleno. Después, buscamos a un par de personas para que se ocupasen de preparar la actividad y ahora la probamos con cuatro niños que estén interesados en las actividades de riesgo.

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Mamá se quedó un rato pensativa y, cuando asimiló lo que le había explicado, preguntó alarmada: – Y… ¿esos dos chicos son por casualidad…? – ¿…su hija y sus amigos? ¡Exacto! –afirmó la chica. – ¿¡Por qué se los han llevado sin mi permiso!? –chilló mi madre. – En realidad, nosotros veníamos para que nos firmase la autorización para permitir que su hija participara en nuestro programa pero, parece ser, que han averiguado cómo llegar a las tirolinas antes de tiempo. – ¿Cómo dices? – Nosotros no hemos tenido nada que ver. Pedimos a la gente que no fuese al parque de las afueras de Navaleno para trabajar en un gran árbol que se ubica en él. Al parecer, su hija y sus amigos, se han creído que el parque estaba abandonado y se han introducido en ese gran árbol para investigar la razón. – Entonces… ¿dónde dices que está mi hija? – Se encuentra en las nuevas tirolinas llamadas “El Pinar”. – ¿Cómo han llegado hasta allí? – Mediante el árbol. Tuvimos la idea de poner una trampilla con una palanca. Si se acciona la palanca, la trampilla se abre y caes a un bosque mediante un gran tobogán. Nos costó mucho planearlo pero lo hemos conseguido. – Ya veo… así que, firme o no la autorización, mi hija estará fuera un tiempo. – ¡Correcto! La diferencia es que, si no firma, su hija y su amiga no estarán a nuestro cargo, con lo cuál les podría pasar cualquier cosa. Si firma, las dejará a nuestro cargo y nos ocuparemos de que no les ocurra nada. – Y… ¿cuándo volveré a ver a mi hijita? – Cuando se acabe el programa, es decir, dentro de un par de días. A no ser que encuentren una de las cámaras que les están grabando antes de que finalicen las actividades y nosotros se lo digamos a ellos en persona. – Entonces… si se dan cuenta de que les estáis grabando saldrán del programa y no correrán más peligros. – ¡Exacto! Si ocurriera eso, usted podría ver a su hija en unas horas. No tiene nada que perder. Yo que usted firmaría el papel. – Déjame ver esa autorización –dijo mamá y la chica se lo tendió en la mano– hmmm… hmmm… parece que es real y por lo que dice aquí sólo tendrá que salir en un capítulo. En fin, me has convencido, firmaré. – Ha tomado una gran decisión, señora –concluyó la chica y le entregó un bolígrafo a mi madre. Mamá firmó el papel, aún indecisa.– Veamos… ¡todo correcto! Sólo falta que eche otra firmita aquí, aquí, aquí y aquí y que ponga sus iniciales aquí, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí.

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Mamá se quedó anonadada al oír tantas veces decir “aquí” pero, cuando volvió en sí, se encogió de hombros y firmó y puso sus iniciales donde le indicaba la chica. – Perfecto. Nos tenemos que ir. No se preocupe. Nos ocuparemos de su hija –dijo la chica finalmente. Salió de la parcela y cerró la puerta. Mamá suspiró profundamente. – No sé si he hecho lo correcto. Eso es todo lo que os puedo contar sobre el día de mi familia. ¿Ya encajáis algunas piezas del puzle? Sí, ¿verdad?

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LA VALENTÍA DE SARA Aunque no me quería despertar aún, la luz del sol me cegaba y no me permitía seguir durmiendo por más tiempo. No tuve más remedio que levantarme. Al abrir los ojos, me percaté de que mis amigos ya se habían levantado. Estaban desayunando tortitas, tranquilamente. – Pero… ¿qué? –exclamé asombrada al ver lo que comían mis amigos. Sara se giró, sobresaltada al oír mi voz. – Buenos días, holgazana –dijo Sara sonriente–. Mira que sorpresa más apetecible. ¡Tortitas calentitas! – ¿De dónde han salido? – ¿Qué importa eso? ¡Tenemos tortitas! Me encogí de hombros y, para no ser aguafiestas, me uní a ellos. Cuando no quedaba ni una sola tortita más, nos chupamos los dedos. ¡Las tortitas habían estado exquisitas! – ¡Qué buenas estaban! –exclamó Andrea. – ¡Y recién hechas! –dijo Sara. – Eso me recuerda a algo… ¿Cómo es que estamos comiendo tortitas, en medio de unas tirolinas, situadas en un bosque, dónde solo hemos visto a un humilde leñador? –pregunté.– ¿Quién nos puede haber preparado este delicioso desayuno? – Buena pregunta. No pueden haber llegado hasta aquí por arte de magia, esto tiene que tener alguna explicación lógica –razonó Alex. Sara sacó su cuaderno rojo, lo abrió por la página correspondiente y con una expresión seria nos dijo:

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– Alguien nos ha seguido todo este tiempo. Si lo pensáis por un momento, todo tiene sentido: las mantas escondidas en el tronco del árbol, las tortitas recién hechas para desayunar… – ¡Qué miedo! ¿Qué querrán hacer con nosotros? –dijo Andrea alarmada. – Tranquila. Si alguien nos está siguiendo y haciendo todas esas cosas por nosotros como dices tú, Sara, no nos sigue con malas intenciones –dije. – Puede que tengas razón, Laura. Alguien nos está ayudando, alguien quiere que lleguemos hasta Sofía –dijo Alex. – ¿Vamos a seguir haciendo retos o qué? –exclamó Andrea inesperadamente. Nos pusimos los arneses y seguimos andando por la plataforma en busca de un nuevo reto. Al cabo de un rato, vimos una especie de rulos de madera que colgaban de una cuerda. Nos acercamos. De nuevo, pudimos ver que un metal estaba atado a un grueso pino. En él se podía distinguir un cartel en el que explicaba lo que había que hacer en la actividad. – Rulos en ascenso y balancines largos –leyó Alex–. No parece un reto muy difícil. Solo hay que pasar por encima de los bloques de madera. Al oír esas palabras, Sara se armó de valor. Esta podía ser una de las actividades más sencillas y no iba a perder la oportunidad de demostrar que no era una miedica pasando el reto la primera. Sacó su mosquetón del arnés y lo enganchó al metal grisáceo. Antes de empezar, miró hacia el suelo. Sufría fobia a las alturas pero, pensó que era la mejor ocasión para afrontar sus miedos. – Sara, ¿tienes intención de…? –le pregunté, sorprendida por su decisión. – Sí, la tengo –saltó Sara antes de que pudiese acabar la pregunta.– Voy a demostraros que no soy una miedica. Diciendo esto, mi valiente amiga, puso su píe derecho sobre un bloque, comenzando el recorrido. Alex, Andrea y yo la seguimos. No fue un reto muy complicado. A Sara le costó avanzar al principio, pero luego se lanzó y no había quien la parara. Lo que no sabía mi amiga, era que, habían puesto maderas divididas por la mitad para hacer la actividad más arriesgada. Cuando Sara llegó a la “zona peligrosa” se paró bruscamente, haciendo que los demás nos chocáramos aparatosamente con ella. – ¿Qué… qué pasa aquí? –titubeó ella. – Esta es la “zona peligrosa”. Tienes que pasar saltando por encima de los bloques partidos en dos –le expliqué pacientemente. Sara retrocedió, asustada. – No voy a ser capaz.

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– ¿Cómo que no? –dijo Andrea.– Has podido pasar todo este tramo sin problema alguno y ahora, ¿te rajas? – No puedo. ¿Y si me caigo? – Si te caes (que no creo que pase), te quedarás colgando del mosquetón y ya está. No te harás daño –dijo Alex. – Vale… lo intentaré… pero solamente para que podáis pasar vosotros. – ¡Esa es mi chica! –exclamé, orgullosa. Sara estiró su pierna derecha todo lo que pudo, para alcanzar el bloque que no estaba divido en dos. No llegó a hacer más. Así se quedó mi amiga, haciendo el “espagar”, sin poder adelantar ni retroceder. Me quedé mirándola, entre preocupada y desesperada. Si no conseguía cruzar el reto, mis amigos y yo tampoco podríamos pasar. Lo que significaba que nos quedaríamos allí eternamente, esperando a que Sara se decidiera por fin a dar un paso. No encontraríamos a Sofía, no volveríamos a casa, con lo cual, nos moriríamos de hambre pues, unos cuantos bocadillos no podrían ser comida suficiente para toda la eternidad. Como esos pensamientos eran muy negativos (me estaba empezando a parecer a Sara), intenté quitarme ese tema de la cabeza y centrarme en animar a mi amiga. La ayudé a volver al bloque desde el que había intentado saltar y le dije: – ¿Recuerdas cuando teníamos 7 años? Ese matón de Óscar me perseguía continuamente y tú te arriesgabas a hacerte daño para protegerme de él. – Sí, me acuerdo perfectamente. Pero… ¿qué quieres decir con eso? – me preguntó ella extrañada. – Que, con lo poco que te gusta poner en peligro tu integridad física, te atreviste a hacerlo en aquel momento por mí. Por tu amiga. – Si te atreviste a hacerlo en aquel instante por Laura, ahora también podrás hacerlo por nosotros –aclaró Alex. Sara dudó un momento. Dirigió la mirada hacia el final del reto y pudo comprobar que las cuerdas que los sujetaban no resistirían mucho más. Nos miró a nosotros y comprendió que si no saltaba, nosotros lo pasaríamos mal. Sara miró de nuevo a las cuerdas y, a continuación, a nosotros. Agitó la cabeza como si quisiera dejar la mente en blanco, cerró los ojos y saltó…

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Sara sintió como sus pies dejaban de permanecer en el bloque. Rápidamente, volvió a notar la madera bajo sus zapatillas. Abrió los ojos, insegura. Al comprobar que seguía viva, suspiró profundamente, aliviada. ¡Lo había logrado! – Sabía que podías hacerlo –murmuré, sonriente. Mis amigos y yo la seguimos y aplaudimos su valentía. Pero ella no reaccionaba. Aún seguía sorprendida por lo que había conseguido hacer. ¡Había tenido valor! Agitó la cabeza para volver a la realidad. – Lo he logrado –murmuró. Yo le puse mi brazo sobre su hombro y le dije: – Sí, lo has hecho. Ahora hay que darse prisa en salir de aquí, pues las cuerdas están cediendo. Señalé hacia atrás y mis amigos se asustaron. De pronto, oímos un sonoro crujido. Yo le di un pequeño empujón a Sara para que se diese prisa en llegar a la plataforma que nos esperaba al final del reto. Por culpa de mi empujón, Sara estuvo a punto de caerse. Gracias a Dios, mantuvo el equilibrio y no se cayó. Sara respiró hondo y puso toda sus ganas en lo que quedaba del reto. Empezó a andar por los bloques con mucha decisión. Alex, Andrea y yo la seguimos, evitando mirar las cuerdas que se desgastaban cada vez más rápido. Continuamos el recorrido sin ningún otro percance. Cuando llegamos por fin a la plataforma, resoplamos, agotados por la tensión que habíamos tenido. De pronto, un fuerte crujido seguido de un golpe, retumbó en todo el bosque. Nosotros nos dejamos guiar por nuestros oídos y ladeamos la cabeza, alarmados. Pude comprobar que, las cuerdas que sostenían los rulos en ascenso y los balancines largos, se habían soltado (de ahí el ruido) como presentíamos. Intenté reprimir los pensamientos de cómo podíamos haber acabado si no fuera por la valentía de Sara. La abracé con fuerza, agradecida. Ella se extrañó de que hubiese hecho aquel gesto, pues yo sabía perfectamente que no aprecia mucho que la toquen. Pero luego acabó cediendo a aquella muestra de cariño que le había ofrecido y me devolvió el caluroso abrazo. Oculté mi cara en su hombro y sollocé silenciosamente. Había estado al borde de la muerte demasiadas veces en solo dos días. Una parte de mí deseaba seguir con la aventura y encontrar, de una vez por todas, a Sofía; otra deseaba volver a casa, contarle todo a mis padres y dejar que el tema de mi hermana lo resolvieran mis padres. Sara pareció adivinar mis pensamientos. – Eh… sé fuerte. Sé que estás contrariada pero, debes saber, que nosotros estaremos a tu lado, apoyándote, cada vez que tú lo creas necesario. Laura… confía en nosotros –susurró dulcemente, cogiéndome 64


por los hombros. AfirmĂŠ y, con mucha decisiĂłn, me atrevĂ­ a afrontar el siguiente reto.

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PELEA ENTRE HERMANOS Llegamos a la siguiente prueba. Como siempre, un cartel clavado en un grueso pino nos esperaba. – “Paso de toneles” –leyó Alex. Andrea, Sara y yo no lo escuchamos, pues toda nuestra atención estaba centrada en unos barriles con agujeros que colgaban de un metal. Comprendí entonces, que esa sería nuestra siguiente prueba. – ¿Cómo dices que se llama el reto, Alex? No te he escuchado –le dije, aún mirando hacia los barriles. – Paso de toneles –repitió mi amigo. Nos acercamos a los extraños barriles. De cerca, pude distinguir unos pequeños escalones. Pensé que serían para poder subir a los toneles con más facilidad. Me extrañó el hecho de que todo había sido muy peligroso hasta el momento y ahora iban y se tomaban la molestia de construir unas mini-escaleras para facilitar el reto. – Mirad, unas escaleritas para subir a los toneles –les comenté a mis amigos con guasa. Ellos se rieron. Después de las risas, Andrea se puso seria (cosa que no hacía a menudo) y nos dijo: – Esta vez voy a pasar yo la primera –nos quedamos con la boca abierta. Desde que la conocía, nunca había sido lanzada, es más, la consideraba una miedica. Miré a Alex y, al parecer, él también se había sorprendido por las palabras de su hermana, lo que significaba que yo estaba en lo cierto. – No me miréis de esa forma –continuó Andrea–, cuando Sara decidió cruzar la prueba, nadie le puso pegas. Yo tengo derecho a que me tratéis igual que a ella. – No es lo mismo, Andrea –le explicó Alex.– Tú eres mucho más pequeña que ella. – ¡Oh! Es mucho más mayor que yo, claro –dijo con ironía, furiosa. – No os enfadéis –intentó calmarla, Sara.– Andrea tiene razón, yo no soy mucho más mayor que ella. Solo le llevo dos años, al igual que Laura y tú. – Ya… pero… –intentó decir Alex. – ¡Ni peros ni nada! Ya estoy harta de ser la hermana pequeña que acompaña a Alex. Si me da la gana cruzar la primera, ¡pues cruzo y sanseacabó! –gritó Andrea a su hermano. Pareció que Alex le iba a responder pero no encontró las palabras precisas. 66


Después de aquella discusión, se formó un silencio muy incómodo. Al cabo de un rato, Alex hizo un gesto a Andrea, dándole permiso para pasar el reto la primera. Andrea le dedicó una gran sonrisa pero se acordó de que estaba enfadada con él y cambió su gesto feliz por uno de enojo. Pasamos el reto con mucha tranquilidad, aunque el enfado de Andrea con Alex caldeaba un poco el ambiente. Cuando bajamos de los toneles me sentí, de nuevo, segura por el mero hecho de sentir el suelo bajo mis pies. Consulté mi reloj: eran las siete de la tarde. Miré hacia el cielo y me percaté de que estaba oscureciendo y pronto no se vería nada. Les dije a mis amigos que ya era tarde y decidimos hacer lo mismo que la noche pasada: buscar refugio. No fue difícil. Entre todos encontramos un montón de palos y los colocamos en disposición triangular, formando un pequeño cobertizo. Reunimos otro montón de maderos y, con un par de piedras, hicimos fuego. Sacamos las mantas de las mochilas (que habíamos guardado la noche pasada) y nos calentamos junto al fuego. Sacamos también los bocadillos y tomamos una deliciosa merienda-cena. Mientras comíamos, oímos un ladrido y comprendí que ya no podría ocultar más aquel pequeño secreto. Saqué a Cuqui de mi mochila y él me lamió la cara, feliz por ver de nuevo la luz. Mis amigos se quedaron muy sorprendidos por ver al cachorro. – ¿Qué… qué hace él aquí? –preguntó Sara, extrañada. – Pues, veréis… lo vi en el parque, justo antes de empezar nuestra aventura y, como estaba tan sólo y perdido, se me ocurrió llevarlo conmigo –expliqué. – ¡Cómo se te ha ocurrido! –se alarmó Andrea. – Siento no habéroslo contado. Yo… – ¡Pobre animal! ¡Dos días encerrado en una mochila! –me interrumpió ella, cogiendo a Cuqui. – Déjala… ¡es una fanática de los animales! –me dijo Alex intentando explicar el raro comportamiento de su hermana. Cuqui, hambriento, se abalanzó sobre el bocadillo que se estaba comiendo Sara, hambriento. El cachorro pilló a Sara por sorpresa y ella lanzó el bocata al aire, sorprendida. Cuqui corrió hacia, lo que parecía ser para él, una “exquisitez”. Se lo zampó de un mordisco y volvió hacia mí para 67


que le diese más “manjares”. Lo cogí y le pedí a Andrea que me diese más bocadillos. Ella asintió y me dio todos los que le quedaban. – Si es para una animal, no dudas nunca en dar lo que sea, ¿verdad? –le comentó Alex a su hermana. Andrea se negó a decirle nada, molesta aún por cómo la había tratado esa tarde. Noté en Alex una expresión de tristeza y me conmoví por él. Yo sabía lo que era estar enfadado con un hermano más pequeño que tú. Suspiré y pensé (por primera vez en dos días) si Raúl estaría triste por mi ausencia o festejándolo. De repente, Cuqui saltó de mis brazos y corrió hacia fuera del refugio, ladrando como loco. Me apresuré para ir tras él y los demás me imitaron. Aunque la oscuridad no me permitía ver con nitidez, pude seguir el rastro del cachorro. Cuqui paró de correr y empezó a saltar, ladrando aún con más fuerza. Miré hacia arriba, para averiguar qué es lo que había hecho que mi perro saliera disparado hacia allí. Agité la cabeza, anonadada. No podía ser… Una luz roja parpadeaba en la noche. Eso explicaba por qué Cuqui había salido corriendo hacia allí; le volvían loco las luces de colores y más cuando parpadeaban. Lo que no entendía es qué hacía una luz roja en medio del bosque. Me acerqué, cautelosa. La luz procedía de una cámara que estaba sujeta en el tronco de un árbol. – ¿Pero qué…? –pude decir. Sara y Andrea, que también habían visto la cámara, estaban tan alucinados como yo. Alex estaba despistado mirando las estrellas y no se había enterado de nada. – Oye… hace mucho frío –dijo tiritando. Era verdad. Sentía el frío recorriendo mis venas y decidí que sería mejor seguir con la conversación en el pequeño refugio, acurrucados junto a la hoguera. Les hice una señal a mis amigos, cogí a Cuqui y nos dirigimos a la improvisada tienda de campaña.

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LA CÁMARA Entramos y nos sentamos alrededor del fuego. Comprobé que los demás habían dejado de tiritar y retomé la conversación: – ¿Cómo es que hemos visto una cámara en medio del bosque? – Es extraño… ¿nos están espiando también mediante cámaras? ¿Quién se iba a tomar la molestia? ¿Y por qué razón? –reflexionó Sara en voz alta. – ¿De qué habláis? –preguntó Alex. Recordamos que él estaba en su mundo cuando encontramos la cámara. Resoplamos y le explicamos lo que habíamos visto. – ¿Una cámara en el bosque? ¿Estáis seguras? –nos cuestionó Alex cuando finalizamos la explicación. – Créeme, mis ojos no me engañan –aseguré. Sara sacó su cuaderno rojo y se quedó unos instantes mirando a la libreta, pensativa. – No lo entiendo. No tiene lógica –repetía continuamente. – Déjame ver ese cuaderno –le dije. Sara agarró su libreta con fuerza y me dirigió una mirada de cervatillo asustado. Suspiró, intentando calmarse y me dejó ver, por fin, sus apuntes secretos. Me extrañé al comprobar que estaban igual que cuando los miré por primera vez, excepto por una pregunta añadida: “¿Quién nos ha traído las tortitas? ¿Por qué?” . El misterio que intentábamos resolver era demasiado difícil incluso para Sara. Estaba desesperada. Si la sucesora de Sherlock Holmes no era capaz de solucionar aquellas preguntas, nadie podría hacerlo. – Lo de la cámara me recuerda a un programa de televisión llamado “Deportes de riesgo”… –dijo Alex inesperadamente. – Alex, creo que no es el mejor momento para… –le interrumpió Sara, molesta. – Yo también veo ese programa en “Antena Depor”; ¡es mi canal favorito! ¡No me pierdo ni un episodio! –exclamé al recordar la entretenida serie. – Eh, chicos… no creo que sea el mejor momento para hablar de un absurdo programa de televisión –nos reprochó Sara. – ¡No es absurdo! –exclamamos Alex y yo al unísono. – Hmmm… Sara, creo que hemos dado con la solución a nuestro problema, sin habernos dado cuenta –murmuró Andrea, pensativa. – ¿Cómo? –le preguntó Sara, sorprendida.

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– ¿No lo entendéis, verdad? –Sonrió al ver nuestras expresiones de sorpresa.– Todo tiene sentido: la palanca, el tobogán, el leñador, las mantas, las tortitas… – Pero… ¿cómo? –pregunté, cada vez más extrañada. – Nos han estado espiando… y grabando, pero sin malas intenciones. He visto muchas ediciones de “Deportes de riesgo” con mi hermano. Los suficientes como para enterarme de la base del programa. Consiste en llevar a unos cuantos niños a un bosque o, incluso, a una selva. Tienen que buscarse su propio refugio, mientras pasan distintas pruebas. Los retos pueden ser paracaidismo, piragüismo, buceo, escalada, parapente, ala delta, etc. – ¿Qué tenemos que ver con todo eso? –le pregunté, sin darme cuenta de lo que quería decirme. – Nosotros estamos en “Deportes de Riesgo”, ¿lo entendéis ahora? – resumió Andrea. – Si te soy sincero… no –confesó Alex. Andrea puso los ojos en blanco y siguió explicando, procurando no concederle ninguna sonrisa a su hermano. – En el programa, eligen a cuatro o cinco niños. Piden autorización a sus padres para que sus hijos participen en la serie. Si aceptan, se llevan a los niños a un lugar preparado con actividades de riesgo. Les advierten que no podrán salir de allí mientras no encuentren una de las cámaras escondidas entre la vegetación. Los primeros días para ellos son muy entretenidos pero, cuando los retos son demasiado difíciles, se ponen a buscar las cámaras como locos, deseando salir de allí. – Eso ya lo sabíamos –dije, sin comprender–. Vuelvo a repetir, ¿qué tiene que ver eso con nosotros? – ¡Nosotros somos esos niños! ¡Tenemos que encontrar una cámara para salir de aquí! –exclamó Sara, feliz por entender por fin lo que quería decir nuestra amiga. – Exacto –afirmó Andrea. – Pero… ya la hemos encontrado… –murmuró Alex. – Es verdad, ya la hemos encontrado… ¡ya la hemos encontrado! ¡Yujuuuuu! ¡Puedo volver a casa! –gritó Sara, más feliz que nunca. Salió del refugio y se puso a cantar y a bailar como una loca. Lo que había deseado en todo momento era salir de allí, ¡y por fin lo había logrado! Sonreí, aunque en el fondo estaba desilusionada por aquella noticia. A mí me encantaban las tirolinas y esos dos días habían sido, seguramente, los mejores de mi vida… y se iban a terminar en breve. – Para mí sigue sin tener sentido lo de la palanca y el tobogán –comenté con intención de cambiar de tema. – Los organizadores del programa habrán puesto la palanca y el tobogán para dar más emoción al asunto –me explicó Alex. 70


– ¿Y las mantas y las tortitas? –pregunté, cogiendo la libreta de Sara y apuntando lo que me decían mis amigos como respuestas a algunas de las preguntas. – El canal tiene órdenes de tratarnos bien. Es decir, no dejarnos morir ni de frío ni de hambre –dijo Andrea con guasa. Sara ya había vuelto al refugio y estaba sentada junto a la hoguera, intentando calmarse. Cuqui estaba encima de Andrea, que lo acariciaba cariñosamente. Yo me situaba en medio de los dos hermanos, para que no empezaran otra de sus discusiones. – Entonces… ¿qué debemos hacer ahora para salir de aquí? –preguntó Sara, sin creerse aún que en unas horas estaría en casa, con calefacción y con toda la comida del mundo. – Pues… alertar a los del programa para que nos saquen de aquí – explicó Alex. – ¿Y cómo vamos a hacer eso? –continuó Sara. – Hay que gritar a las cámaras para que se den cuenta de que ya podemos volver a casa –dije. – Pues, ¿a qué estamos esperando? –dijo Sara, entusiasmada. – ¿No estáis un poco cansados? –dije, intentando cambiar de tema. Mis amigos negaron con la cabeza–. Pues, aunque vosotros no estéis agotados, parece que Cuqui y yo sí que lo estamos. Andrea dejó de acariciar al cachorro y le dirigió una mirada. El perrito estaba con los ojos cerrados, disfrutando de uno de sus sueños en el que estaba persiguiendo a las mariposas en una verde pradera. Andrea y Alex sonrieron y asintieron. Se tumbaron en el suelo y se taparon con las mantas, entendiendo perfectamente lo que quería decir. En cambio, Sara se había puesto en pie y se dirigía hacia la cámara que habíamos visto antes. – ¡Sara! ¡Ven aquí! –la llamé. Ella abrió la boca para replicar, pues no le gusta nada que le den órdenes pero, como estaba tan feliz como un regaliz, se dirigió a nosotros dando brincos y sin rechistar. – Hemos decidido que vamos a pasar aquí la noche. Mañana avisaremos a través de las cámaras –le explicó Andrea cuando Sara se instaló en el refugio. – Jooooo… yo quería irme hoy… –replicó Sara. – Pues hoy no… ¡mañana! –le dijo Alex con guasa, recordando la famosa frase del programa “La Hora de José Mota”. Nosotras nos reímos, pues conocíamos perfectamente aquel programa de humor manchego y nos gustaba mucho. Después de las risas, Sara y yo nos tumbamos en el suelo y nos tapamos con las mantas.

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TODA PREGUNTA TIENE SU RESPUESTA Me desperté de muy buen humor. Miré mi reloj: eran las nueve de la mañana. Me desperecé y me levanté de un salto. Miré a mi alrededor y pude comprobar que era la primera en despertarme. Hacía un día muy bueno: caluroso y soleado. Salí del refugio para disfrutar de los cantos de los pájaros y los rayos de sol matinales. Al cabo de un rato, entré de nuevo en el refugio y, con mucho cuidado para no despertar a nadie, agarré la mochila de Andrea. Me senté en la plataforma de madera y saqué de la cartera, uno de los cinco bocadillos que quedaban. Le quité el papel de aluminio y me lo acerqué a la boca con intención de dale un bocado. Esperé unos segundos antes de hincarle el diente. Cuqui salió de la cabaña corriendo hacia mi bocata. Me lo quitó de las manos de un salto y lo tiró al suelo para comérselo con facilidad. Sonreí. Sabía que, si tientas a mi perro con comida, no duda en ir a por ella, con ese truco había comprobado que el cachorro estaba despierto. Cogí otro bocadillo de la mochila porque sabía que Cuqui no iba a dejar ni las migas del que se estaba zampando. Terminé mi desayuno antes que mi perro y, mientras esperaba, decidí hurgar en la mochila de Andrea (soy un poco cotilla). Encontré en ella unos pañuelos (algunos de ellos usados), un llavero de un gato, muchos dibujos de conejos y caballos, un trabajo del colegio arrugado y un móvil. Exploré la galería de fotos del teléfono sin mirar sus mensajes (no soy tan cotilla). En la pantalla se veía la foto que había hecho al cartel inicial de las tirolinas. Comprobé que aún nos quedaban muchos más retos que, seguramente, no haría nunca. Suspiré con resignación y apagué el móvil. No podía obligar a mis amigos a hacer todas aquellas actividades; sería muy cruel. Guardé el teléfono en la cartera y la puse donde la había encontrado: al lado de su dueña. Cuando dejé la mochila, Andrea se despertó de un salto, cogió un palo y me dio en la cabeza. – ¡Auuuuuuu! ¡Qué soy yo, Andrea! –grité, dolorida, frotándome la cabeza con la mano. – ¡Uy! Lo siento… creía que eras otra persona… –se disculpó ella. – ¿Quién? ¿El leñador? –dijo Alex, de pronto. Andrea se rió. Parecía que ya no estaba tan enfadada con su hermano. – Parece que ya nos hemos levantado todos –dijo Sara con una sonrisa poco usual en ella– ¿nos vamos? – Vale. Avisemos a los cámaras –dijo Andrea. 72


Alex y Sara asintieron. Yo me froté el chichón que me había salido y accedí. Cuando llegamos al lugar donde habíamos encontrado la cámara la noche pasada, empezamos a gritar y a agitar las manos para que nos viesen. Creo que esa mañana me quedé ronca de chillar. Pasados 10 minutos, me acordé de que no habíamos dicho las palabras esenciales, solo habíamos gritado, sin más – ¡Ya sabemos que nos estáis grabando! ¡Queremos salir de aquí! –grité, aunque fuese mentira. Alex, Sara y Andrea empezaron a dar voces con las mismas palabras que había usado yo. Pasados otros 10 minutos, un coche nos esperaba bajo las tirolinas. Un hombre salió del coche y cogió una escalera que llevaba atada encima del coche. La apoyó sobre la plataforma en la que nosotros estábamos pisando y nos hizo una señal para que bajásemos. Mientras descendíamos por la escalera, me di de cuenta que habían venido cuatro coches más. Del primero salió una chica muy joven que sostenía un gran micrófono en la mano, junto con un grupo de organizadores que no paraban de hablar. También salieron muchos hombres y mujeres que llevaban grandes cámaras en el hombro y las dirigían hacia nosotros. Del segundo coche descendieron los padres de Alex y Andrea, junto con su prima Leire. Del tercer y el cuarto coche, bajaron mis padres, Tania y Juan; mis abuelos, Rosa y Carlos; David y Marcos, Raúl y Andrés y… ¿a qué no adivináis quién? ¡La perdida Sofía! Casi me caigo de la escalera de la sorpresa que me llevé. Me di prisa en bajar, pues tenía un montón de preguntas que hacer. Cuando pisé tierra firme, mis padres corrieron hacia mí y me abrazaron. Intenté separarme de ellos, no porque me diera vergüenza era porque… ¡me estaban dejando sin respiración! Cuando pude volver a respirar, dirigí la mirada hacia Sara. Ella no tenía ningún familiar en Soria al que abrazar pero, sin dudarlo ni un momento, se había dirigido hacia el grupo que organizaba el programa y había sacado su libreta roja, en la que no paraba de apuntar cosas. Me acerqué a ella. – ¿Qué haces? –le pregunté. – Estoy resolviendo todas las preguntas que me hice en las tirolinas – me dijo ella, enseñándome su cuaderno (se notaba que estaba de muy buen humor porque, como habréis podido comprobar, no enseña su cuaderno a nadie). 73


Su libreta había cambiado mucho desde la última vez que lo vi. Casi todas las preguntas tenían su respuesta.

Cuestiones que hay que resolver 1 · ¿Por qué está abandonado el parque? √ Porque lo estaban preparando para el programa. 2 · ¿Por qué le gusta tanto el parque a Sofía? √ Porque todos los niños se sienten atraídos por los parques. 3 · ¿Es verdad lo de la maldición del parque? √ No. Es solo una leyenda. 4 · ¿Dónde está Sofía? ¿Adónde ha ido? ¿Por qué? √ Estaba en casa. No se ha movido de allí. Porque quería ver su programa favorito: “Dame cariño,

mami”.

5 · Respuesta de la madre de Alex y Andrea al decir que si son los propietarios de las famosas tirolinas: “Sí, por desgracia” ¿Por qué dijo eso? √ Porque le agobia ser responsable de una cosa muy importante. 6 · ¿Es real lo de la maldición? √ No, es solo una leyenda. P.D.: ya lo he puesto dos veces. 7 · ¿Por qué es el árbol invisible? 8 · ¿Cómo es que sólo Laura ve el árbol? 9 · ¿Dónde estamos? √ En las tirolinas “El pinar” 10 · ¿Por qué estamos aquí? √ Porque somos los que ha elegid el programa. 11 · ¿Qué pintaba un leñador en las tirolinas? √ Estaba trabajando. 12 · ¿Por qué el padre de Alex no le dejó que se montara en las tirolinas si siempre lo hacía? √ Porque le habían dicho que no dejase montar a nadie.

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13 · ¿Por qué eran los arneses precisamente de nuestra talla? ¿Por qué estaban allí?¿Quién los había puesto?√ Porque ya sabían que íbamos a ir allí. Estaban allí por seguridad. Los habían colocado los del programa. 14 · ¿Por qué estaban agobiados los padres de Alex y Andrea? √Porque no querían ser los responsables de una cosa tan importante para el programa. 15 · ¿Quién era la chica joven que fue a decirle a sus padres algo? ¿Qué les fue a decir? ¿Por qué? √ Una empleada del programa. Les fue a decir que si querían ocuparse de las tirolinas porque sus padres son diseñadores de tirolinas y les vendría muy bien su ayuda. 16 · ¿Tienen algo que ver las tirolinas con la desaparición de Sofía? √ No. Además no estaba desaparecida. Fue pura casualidad que no la encontrásemos. 17 · ¿Por qué los padres de Andrea y Alex les dijeron que se llevaran bocadillos? √ Porque sabían que se iban a ir a las tirolinas y no querían que pasasen hambre.

– ¡Qué guay! –Exclamé al leer todas las respuestas–. Pero… ¿has tenido que preguntarle todo a ese hombre? –dije señalando a un señor que estaba detrás de Sara. Ella asintió. – Lamento no poder haberlas resuelto yo pero… –se excusó ella. – No importa. Era un misterio demasiado difícil para una principiante – le dije. Sara sonrió, cogió la libreta para guardarla en la mochila pero se detuvo y se quedó mirándola como si fuese un extraterrestre. – Faltan dos preguntas por resolver –murmuró señalando con el dedo índice las cuestiones 7 y 8. Las miré y me encogí de hombros. – Se te habrá pasado preguntarle al hombre. Perdone… ¿podría respondernos a dos preguntas? –le dije al señor. – Solo dos que estoy harto de preguntas –dijo lanzándole una mirada asesina a Sara–. Dime. Le leí las dos cuestiones: ¿por qué es el árbol invisible?, ¿por qué solo Laura (yo) ve el árbol? El hombre nos miró con cara rara y nos dijo que lo del árbol invisible era imposible y que podría haber sido una alucinación. 75


– Pero… yo juraría que… –murmuré. – Es imposible y ya está –dijo el hombre. – No es imposible, es magia –dijo una voz detrás de nosotros. Nos giramos y descubrimos que allí estaba Sofía, mi hermanita perdida. La abracé, olvidándome de todo lo relacionado con las tirolinas, el misterio y las preguntas. – ¡Cuánto te he echado de menos, Sofía! –exclamé, feliz. – Oye… ¿nos vamos a casa? –dijo Sofía cuando terminó el abrazo. – Vale. Nos dirigimos hacia uno de los dos coches que traía mi familia, conducido por mi abuelo. Le di un beso en la mejilla y me subí al coche junto con Sara y Sofía. El viaje a la casa de Soria no fue muy largo y se nos pasó rapidísimo. Mis abuelos no paraban de preguntarnos sobre las tirolinas. Sara y yo contábamos todas las aventuras, que habíamos pasado en esos dos días, de muy buena gana. Llegamos a casa después que mis padres. Cuando entramos por la puerta, mi madre nos recibió con dos entradas para otras tirolinas que había en Navaleno. Las cogí y le di un gran abrazo a mi madre, agradecida. Pensé en lo bien que me conocía mi madre pues, sin hablar conmigo en dos días, había sabido perfectamente qué preocupaciones me rondaban por la cabeza. – Un segundo… son solo dos entradas –dije, extrañada. – Claro. Una para ti y otra para Alex –me explicó mi madre–. Nos las han regalado sus padres. – ¿Vosotros no queréis venir? –pregunté. – No. – Ni hablar. – No me apetece. – Me dan miedo las alturas. – No. – Soy demasiado pequeña. Sonreí. Parecía ser que era la única a la que le divertían las actividades de riesgo pero no me importaba. Salí corriendo de la parcela y me encontré con el coche de Alex, que me esperaba en la puerta de casa. Me despedí de mis hermanos, amigos, padres y abuelos y corrí hacia el asiento trasero del coche. Allí estaba Alex, esperándome. El coche arrancó y nosotros sonreímos, contentos al saber que íbamos a poder tirarnos por una tirolina juntos… otra vez.

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