mer en él en un extremo de la cocina y terminó en el otro. Comía muy aprisa. La abuela pasó un trapo por el suelo. —No creo que quiera jugar a algo ahora, ¿verdad ? —di jo Simpey. —Creo —dijo la abuela—que no sería mala idea si se va pronto a la cama. Ha tenido un día muy ajetreado. -Pues no parece muy cansado -dijo Simpey mirando a Arturo, que olfateaba un rincón. —Nunca se sabe con los cerdos —sentenció la abuela. —¿Tienes sueño, cerdito? —preguntó Simpey. Arturo se sentó en el suelo. —Le buscaré algo donde pueda echarse a dormir —dijo la abuela— Y mañana estará dispuesto a hacer lo que sea. —Hasta mañana —dijo Simpey sonriendo a Arturo. Al día siguiente desayunaron todos en la cocina. Artu ro, el cerdo, intentaba de nuevo cazar su plato, que se mo vía de un lado a otro. —Se te está enfriando el huevo —dijo la abuela—. Pue des hablar con él después. Simpey cogió la cuchara. —Le he oído por la noche —dijo— Se ha pasado la no che chillando y rascando. —Yo me he pasado la noche rascando —dijo la abuela— És un cerdo muy vivo... —Bostezó un poco-. Por lo que res pecta a Arturo... —comenzó a decir. —Arturo, Arturo —Simpey comía a toda velocidad. —Sí, me alegro de haberlo ganado —continuó la abuela mientras pasaba la mermelada de cereza a Simpey. —Lo que pasa es que —continuó— no creo que lo poda mos tener mucho tiempo. Simpey dejó caer la cuchara. Se hizo el silencio en la cocina; sólo Arturo husmeaba ruidosamente debajo de la mesa. —¿Por qué no? —preguntó Simpey. Su desayuno pare cía habérsele atragantado.