9 preludio a la fundación

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—¿Cuándo llegaremos a los niveles de las microgranjas? —Ya hemos llegado. Seldon respiró profundamente. —Pues no huele como si estuviéramos en ellas. —¿Huele? ¿Qué quieres decir? —Gota de Lluvia estaba lo bastante ofendida para no darse cuenta de que había levantado la voz. —En mi experiencia, siempre hay un olor putrefacto asociado con las microgranjas. Ya sabes, por los fertilizantes que las bacterias, levadura, hongos y saprofitos suelen necesitar. —¿En tu experiencia? —repitió ella, aunque en esa ocasión bajó la voz—. ¿Dónde? —En mi mundo de origen. La Hermana contrajo su rostro con repugnancia. —¿Y tu gente se revuelca en gabelle? Seldon jamás había oído la palabra, pero por la expresión y tono, adivinó de qué se trataba. —Bueno, una vez listos para el consumo, no huelen así —aclaró Seldon. —Los nuestros no huelen mal en ningún momento. Nuestros biotécnicos han conseguido tipos perfectos. Las algas crecen bajo la luz más pura y en soluciones electrolíticas cuidadosamente equilibradas. A los saprofitos se les alimenta con magníficos combinados orgánicos. Las fórmulas y recetas son algo que los tribales jamás conoceréis. Bueno, ya hemos llegado. Olfatea cuanto quieras. No encontrarás nada ofensivo. Hay una razón por la que nuestros alimentos son solicitados en toda la Galaxia y por la que el Emperador, según hemos sabido, no come otra cosa; sin embargo, si quieres saber mi opinión, nuestros productos son demasiado buenos para los miembros de las tribus, aunque uno de ellos sea Emperador. Lo dijo con una rabia que parecía directamente dirigida contra Seldon. Luego, como si temiera que él no lo hubiera advertido, añadió: —O aunque se trate de un huésped de honor. Salieron a un estrecho corredor, a ambos lados del cual había grandes depósitos de grueso cristal en los que se agitaba un agua verdosa llena de algas serpenteantes, movidas por la fuerza de las burbujas de gas que penetraban a chorro entre ellas. Seldon pensó que serían ricas en dióxido de carbono. Una luz cálida y rosada iluminaba los depósitos, una luz que era mucho más brillante que la de los corredores. Lo comentó. —Por supuesto —le explicó la Hermana—. Estas algas se hacen mejor al extremo rojo del espectro. —Me figuro que todo estará automatizado —dijo Seldon. Ella se encogió de hombros y ni se molestó en contestarle. —No se ven muchos Hermanos ni Hermanas —dijo Seldon, insistente. —Sin embargo, hay mucho trabajo que hacer y lo realizan aunque tú no les veas trabajar. Los detalles no son para ti. No malgastes tu tiempo haciendo este tipo de preguntas. —Espera. No te enfades conmigo. No espero que se me cuenten los secretos de Estado. Sigamos, querida. —Se le escapó la palabra. La sujetó por el brazo al ver que ella estaba a punto de marcharse. No lo hizo, pero él percibió su estremecimiento y la soltó al instante, turbado. —Lo digo porque me parece automatizado —observó. —Interpreta como quieras lo que veas. No obstante, aquí hay lugar para el cerebro humano, y el juicio humano. Cada Hermano y Hermana tiene ocasión de trabajar aquí en una ocasión u otra. Algunos lo tienen como profesión. Parecía hablar menos cohibida aunque, para mayor turbación de Hari, se dio cuenta de que su mano izquierda frotaba con disimulo el punto del brazo por donde él la había sujetado, como si le hubiera hecho daño. —Esto continúa así varios kilómetros —explicó ella—. Si torcemos por aquí, podrás ver una parte de la sección de hongos. Siguieron caminando. Seldon se fijó en lo limpio que se veía todo. El cristal resplandecía. El suelo de mosaico parecía estar mojado pero, cuando en un momento dado se inclinó para tocarlo, observó que estaba seco. No era resbaladizo..., a menos que sus sandalias (con el dedo gordo asomando al establecido estilo mycogenio) tuvieran suelas deslizantes. Gota de Lluvia Cuarenta y Tres tenía razón en un punto. Aquí y allí un Hermano o una Hermana trabajaba en silencio, estudiando termómetros, ajustando controles, a veces sumidos en algo tan


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