El horror a través de los siglos

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látigo ni las amenazas de muerte y tortura para espolear a sus albañiles, quienes mantenían la cabeza baja y las manos diligentes para no provocar la crueldad de su amo. Él mismo no se esforzaba menos, pues permanecía en el sitio de la construcción desde el amanecer hasta el crepúsculo, no sólo supervisando, sino que trabajaba en la construcción con sus propias manos. Una mañana, cuando Manole, sus aprendices y los siervos llegaron al sitio de la obra, se encontraron con que muchos de los muros levantados se habían venido abajo. El arquitecto ordenó de inmediato redoblar esfuerzos para reconstruir lo perdido y al final de la jornada, el equipo logró cierto avance. Pero a la mañana siguiente encontraron los muros derrumbados una vez más. De nuevo el arquitecto y sus trabajadores repararon los daños y, para encontrar al culpable, Manole ordenó a un albañil que se quedara a velar la construcción toda la noche. Al otro día, la obra había sido desbaratada y el velador había desaparecido. Nunca lo encontraron, a pesar de que Manole puso un precio sobre su cabeza. El arquitecto decidió entonces dejar a toda una patrulla de siervos al cuidado de la obra, pero al amanecer halló de nuevo la construcción derrumbada y ni rastro de los guardias. El pueblo comenzó a murmurar acerca de maldiciones, de la presencia de los strigoi, que beben la sangre de los vivos, y de los vârcolaci, demonios que se transforman en lobos para atacar a sus víctimas. Unos decían que los şbolani, las ratas gigantes del infierno, roían los basamentos, y otros que los antiguos brujos Solomonari, aprendices y adoradores del demonio Uniilă, habían maldecido la construcción para evitar que una iglesia se alzara en sus dominios. Manole, por supuesto, no creía en tales supercherías, y castigó con dureza a quien se atreviera a mencionarlas en su presencia.

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