Revista Ilusiones 34

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hacer galerías como los topos para toparnos el oro…, bueno, esa casasolar se la vendí a un personaje que, lo supe después, era mago. Y lo supe porque el dinero que me quedó debiendo me lo pagó con juegos de magia entre ellos el de la producción infinita de bolas de la boca – no me pagó tanto con las bolas como con el secreto -. Con ese juego estuve en varios escenarios caseros y en las salas de hospitalización, cuando era estudiante de medicina. Aquí las camas en fila, a lado y lado, con un gran corredor en el centro. Al fondo una imagen sagrada con su cirio encendido en permanencia. Ese día, apenas terminó la ronda clínica, el profesor Jaime Borrero y su séquito de estudiantes y enfermeras, digamos estaban en platea y los pacientes en sus camas, digamos en galería, vieron como al fondo, un estudiante mago sacaba y sacaba y sacaba bolas rojas de la boca. Era como un vómito de bolas rojas que de lejos de veía como una hemorragia por etapas. Fue mi primera presentación. Y fueron mis primeros aplausos, tenues por cierto y casi intuidos pues las salas eran templo de dignidad y allí nunca había estado la magia, salvo la de las curaciones y la muerte. El profesor sólo me miraba. En los días posteriores, cuando me veía, me miraba siempre a la boca, incluso cuando me preguntaba sobre la historia clínica de algún paciente. Esta historia mágica fue muy grata y me hace olvidar aquella, más bien trágica, del enano que me persiguió por la sala y me obligó a saltar por la ventana. Resulta que este enano de

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circo era muy formal conmigo porque como estudiante médico estaba muy pendiente de su esposa, que no era enana y estaba hospitalizada pues sufría una enfermedad que no tenía diagnóstico preciso y se caracterizaba por insensibilidad en las piernas. Recuerdo que los profesores hablaban de amiloídosis renal como primer diagnóstico. Y claro, los estudiantes teníamos que examinarla con todos los instrumentos propios de la profesión y que eran de la usanza de entonces, incluidos el estetoscopio, el tensiómetro, el termómetro, los exámenes de sangre, orina y líquido cefalorraquídeo y también las agujas, y no se por qué, el cigarrillo encendido, para probar la sensibilidad de los miembros inferiores. Lo cierto del caso fue que con los compañeros la examinamos muy bien para presentarla durante la ronda clínica al día siguiente, en horas de la mañana. Así que prácticamente le clavamos la aguja en varias partes de la pierna y también el cigarrillo de punta roja. Y sí, la conclusión fue correcta: ¡no tiene sensibilidad! Y quedamos tranquilos. Pero al día siguiente, cuando el profesor vio las señales del cigarrillo en la piel, como pequeñas monedas de fuego, se declararon las alarmas y más cuando el enano vio esas “viruelas redondeadas”. Me esperó a la entrada de la sala. A lo lejos le vi que me miraba fijo y pensé que era el saludo diario. Después empezó a darle vueltas a una navaja gigante que tenía atada al cinto con una pesada cadena metálica, especie de leontina, con la hoja mayor abierta y


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