Magazine de la Facultad de Psicología, Número 4, Julio-Diciembre, 2021.

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NÚMERO 4, JULIO – DICIEMBRE, 2021

UNIVERSIDAD DEL VALLE


AGAZINE MAGAZINE DE LA FACULTAD DE PSICOLOGÍA DE LA FACULTAD DE PSICOLOGÍA

ISSN:

2744-9319 (En línea) magazine.psicologia@correounivalle.edu.co

Facultad de Psicología

Universidad del Valle, Colombia. Edificio D13, Piso 4, Ciudad Universitaria Meléndez, Calle 13 # 100-00, Santiago de Cali, (2) 3212100. Decano Nelson Molina Valencia, Ph.D Editor Pedro E. Rodríguez, Ph.D Oficina de comunicaciones Daniella María Chico Moreno Karen Daniela Paredes Joaqui

Colaboradores de esta edición: Anthony Sampson Pedro E. Rodríguez Diseño y diagramación Michael David Robles Martinez

Pinturas de esta edición: Autor Georges-Pierre Seurat (1859 – 1891) Portada: Un dimanche après-midi à l’Ile de la Grande Jatte (1886) Sección 1: La mer á Grandcamp (1885) Sección 2: Baigneurs a Asnieres (1884) Contraportada: The Seine at La Grande Jatte (1888)


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DE LA FACU CULLTAD DE PSICOL PSICOLOG OGÍÍA

Editorial Tal como anunciamos en nuestro último número, a partir de este año el Magazine de la Facultad de Psicología inicia su aparición en dos ediciones anuales. En esta ocasión, además de las secciones ya conocidas, contamos con la primera colaboración artística por parte de un miembro de la comunidad de la Facultad. Al final de la Sección de información podrán conocer los criterios de convocatoria de colaboraciones que iniciamos en esta fase, en la que los miembros de la comunidad académica de la Facultad podrán tener la oportunidad de mostrar su trabajo tanto en productos propiamente académicos, así como en diferentes manifestaciones de las artes. Este número tiene como tema especial una afectuosa y admirada aproximación al trabajo del profesor Anthony Sampson, jubilado recientemente, después de 25 años de trabajo de formación de varias generaciones de profesionales de la psicología dentro de las aulas del Instituto de Psicología. Para ello, hemos incluido una breve selección de sus textos sobre algunas de sus áreas de interés, que van desde algunos problemas filosóficos, la interacción entre psicoanálisis y arte, así como algunas implicaciones culturales de la psicoterapia y una introducción a la psicología cultural como ámbito de la psicología. Esa breve selección intenta ser, a su manera, una invitación a la relectura de su obra, así como una posibilidad de descubrimiento para las nuevas generaciones de profesionales. La sección especial dedicada al profesor Sampson también incluye una recopilación de textos escritos por antiguos estudiantes y colegas, así como una selección fotográfica. Como ya forma parte de la identidad del Magazine de la Facultad de Psicología, en este número nos acompaña una figura de la pintura universal. En esta ocasión, nuestro invitado es el artista francés George-Pierre Seurat (1859–1891), una figura emblemática del movimiento neoimpresionista (o postimpresionista, como también se le suele definir a la respuesta a la llamada crisis del impresionismo), mundialmente conocido por el desarrollo de la técnica del puntillismo que tuvo, como expresión más notoria, la pintura que nos sirve de portada en este número: Un dimanche après-midi à l’Ile de la Grande Jatte (“Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte), iniciada en 1884 y finalizada en 1886. La obra se encuentra exhibida actualmente en el Instituto de Arte de Chicago y, a su manera, nos propone un fascinante diálogo con procesos que serían abordados hace más de 100 años por los pioneros de la psicología de la percepción.

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Sección temática

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Sección de Información

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Índice

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2. Créditos 3. Editorial 6. 9.

11. 12. 16. 18. 21.

Nuestra facultad le da la bienvenida a tres nuevos docentes Nueva entrega de las Escuelas Internacionales de Formación Avanzada Invitados internacionales La Faculta amplía su oferta editorial Egresados: Diego Grajales (intervenciones concretas y objetivos claros) Colaboraciones artísticas (Fotografía) Convocatoria a la comunidad de la Facultad de Psicología

24. Un homenaje a Anthony Sampson 26. Anthony Sampson en palabras e imágenes 31. De la “verdad” y otras quimeras 44. ¿Qué es la Psicología Cultural? 51. Psicoanálisis y arte 65. La psicoterapia como artefacto cultural

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Sección de Información


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Nuestra Facultad le da

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la bienvenida a tres nuevos docentes

Este año, se concretó la convocatoria docente de reemplazos iniciada en el año 2020 por parte de la Vicerrectoría Académica de la Universidad del Valle. En el caso de la Facultad de Psicología, una vez finalizado el proceso, se incorporaron tres nuevos docentes al cuerpo de profesores de la Facultad. Los tres nuevos profesores se han incorporado al recién creado departamento de Estudios Psicosociales. En este espacio, les damos una vez más la bienvenida y les contamos un poco de quiénes son, cuáles son sus recorridos e intereses.

Profesora Mónica Roncancio

La profesora Mónica Roncancio Moreno es psicóloga de la Universidad del Valle con Maestría en Psicología de la misma Universidad. Doctora en Procesos de Desarrollo Humano y Salud de la Universidad de Brasília. Entre los temas más relevantes de trabajo están: estudio del Self a lo largo de la trayectoria de vida de los sujetos y las transiciones en el desarrollo desde una perspectiva clínica cultural. La profesora Mónica cuenta con múltiples publicaciones en revistas indexadas en el campo de la psicología clínica cultural y hace parte de diversas redes académico-científicas internacionales.

Archivo profesora Mónica Roncancio

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Al preguntarle sobre sus expectativas al ingresar a la Facultad de Psicología, nos cuenta: “Para mí ingresar como profesora nombrada a la Facultad de Psicología ha sido uno de los mayores retos y éxitos de mi vida académica. Desde que inicié mis estudios de pregrado en la Universidad del Valle Sede Palmira, siempre vi con gran admiración la calidad académica de los docentes y los aportes que hacían a la comunidad científica. Estar en una institución como la Facultad de Psicología de la Universidad del Valle, significa co-construir una carrera académica desde la cual puedo aportar a los procesos de formación de los estudiantes desde pregrado hasta doctorado e igualmente fortalecer la investigación desde perspectivas contemporáneas que vinculen lo clínico a los abordajes culturales”.

Profesor Carlos Fernando Torres

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El profesor Carlos Fernando Torres es doctor en Administración en el área de Estudios Organizacionales, por la Universidad Federal de Río Grande del Sur, en Porto Alegre, Brasil. Previo a su formación doctoral, obtuvo el título de magíster en Psicología, con énfasis en Psicología Organizacional y del Trabajo y las formaciones de pregrado en administración de empresas y psicólogo, ambos en la Universidad del Valle. Ha tenido experiencia profesional en el sector de las Organizaciones No Gubernamentales y en diferentes grupos de investigación, tanto en Colombia como en otros países de Latinoamérica. Sus intereses de investigación están relacionados con la Psicología Organizacional y del Trabajo, el trabajo, la vida cotidiana y los estudios organizacionales.

Archivo del profesor Carlos F. Torres

Sobre sus expectativas, nos cuenta: “Mi expectativa al ingresar a la Facultad de Psicología es la de poder investigar y reflexionar autónomamente, articulando mis intereses con los temas ya abordados por el Grupo de Investigación en Psicología Organizacional y del Trabajo, en su amplia y reconocida historia. En ese sentido, valoro que en Univalle se permita la construcción colectiva y autónoma de líneas temáticas de investigación, a partir de la trayectoria de los docentes-investigadores, en aras de contribuir al campo de conocimiento específico de los mismos”

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Profesor Juan Carlos Arboleda

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El profesor Juan Carlos Arboleda es Doctor en Psicología Social por la Universidad Autónoma de Barcelona, Máster en Investigación en Psicología Social Universidad Autónoma de Barcelona y Máster en Intervención Psicosocial Universidad de Barcelona. Realizo una estancia Postdoctoral en Psicología Social de la Memoria Universidad de Chile. Miembro del Grupo de Trabajo: “Memorias Colectivas y Prácticas de Resistencia de la CLACSO”. Sus intereses de investigación se relacionan con temas de memoria social, conflicto armado, imaginarios sociales, metáforas de la ciencia ficción aplicadas a las ciencias sociales, análisis del discurso, entre otros.

Archivo del profesor Juan Carlos Arboleda

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Sobre su incorporación a la Facultad de Psicología de Univalle, nos cuenta:

“Ingresar a la Facultad de Psicología de la Universidad del Valle es una inmensa alegría y es un honor poder ser parte de este excelente proyecto educativo. Mis expectativas tienen que ver con el desarrollo de una línea de investigación-formación dentro del campo de la psicología social que tenga que ver con la comprensión de los imaginarios sociales y su relación con los procesos de construcción de memoria social a nivel local. De igual manera espero poder continuar con trabajos académicos que estén en los márgenes de la disciplina, tales como los que he venido realizado con la vinculación de la memoria y los procesos de zombificación”.

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Nueva entrega de las “Escuelas Internacionales de Formación Avanzada, 2021: Gestión del conocimiento, innovación y Recursos Humanos”

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Créditos: páginas de EIFA, Universidad del Valle

Este año, como ya ha comenzado a ser una tradición, los profesores Álvaro Enríquez, PhD y Oscar Rosero, PhD, la Facultad de Psicología, en alianza con la Facultad de Ciencias de la Administración, la Vicerrectoría de Investigaciones y la Dirección de Relaciones Internacionales, participaron en una nueva entrega de la Escuela de Internacional de Formación Avanzada, EIFA, con una propuesta sobre gestión del conocimiento, innovación y Recursos Humanos, realizada del 8 al 29 de octubre de 2021, con un total de 7 sesiones de trabajo, 42 horas de formación repartida entre talleres, paneles, conversatorios y un curso taller para estudiantes de postgrado. En esta edición, la EIFA-GERCH contó como invitados internacionales con los profesores Anabel Fernández Mesa, PhD (Universidad de Valencia), Prof. Antonio Hidalgo, PhD (Universidad Politécnica de Madrid), Prof. Alicia Carpio Obré (Coordinadora técnica de proyectos en Jovesólides) y Prof. Isacc Lemus Aguilar, Ph.D, formado en diferentes universidades de Europa y México.

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Entre los invitados nacionales se contó con la participación del prof. Henry Caicedo Asprilla, Ph.D (Univalle), Delio Castañedra, Ph.D (Universidad Javeriana) y Ricardo Alberto Santana, Ph.D (Universidad ICESI). El profesor de la Facultad de Psicología Oscar Rosero, sintetizó para nosotros cuatro grandes temas desarrollados durante esta edición:

1. 2. 3. 4.

Un análisis sobre el tema de Gestión de Conocimiento enfatizando en su articulación con los procesos de innovación, visualizando este camino como perspectiva de creación de valor en o distintos órdenes: organizacional, académico, social Se ha analizado el desarrollo de capacidades dinámicas y su articulación con la propuestas más actuales sobre Innovación abierta particularmente en el sector de los servicios como uno de los mayores impactos en temas de empleabilidad y desempeño económico.

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Se ha tratado el tema de la Innovación visualizandola en su dimensión e impacto sobre lo social con el análisis de posibilidades y aportes para la inclusión social, aportes a la vida económica, social y cultural y consecuentemente con el mejoramiento de la calidad de vida de las personas y sus comunidades

Finalmente se ha profundizado en las posibilidades que los temas de la innovación ofrecen para el desarrollo presente y futuro de la investigación e intervención, ofreciendo un panorama actualizado para el mundo académico e investigativo con valiosos aportes para nuestros estudiantes de postgrado e igualmente valioso para el mundo organizacional, empresarial, social, y económico.

Esta escuela de aprendizajes, que ya se ha convertido en un referente a nivel nacional e internacional, busca consolidar las alianzas y experiencias conjuntas que dentro de la Universidad del Valle se han tejido, así como los vínculos que se tienen con escuelas y Universidades de Centroamérica y Europa, quienes colaboraron de manera activa en esta edición que recién tuvo su cierre.

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Invitados internacionales: Profesores Hüseyin Çakal y Magaly Sánchez-R

Archivo Docentes Hüseyin Çakal y Magaly Sánchez-R

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Durante la segunda parte del año 2021, la Facultad de Psicología contó con la visita presencial de los profesores Huseyin Çakal, Ph.D, de la Universidad de Keele y la profesora Magaly Sánchez, Ph.D, de la Universidad de Princeton y actualmente becaria Fulbright en Colombia.

La visita del profesor Çakal comenzó con una invitación a dictar la lección inaugural para el semestre de postgrado, con el título: “Avances recientes en la Psicología Social respecto a la reducción de los prejuicios y el cambio social”. En esta conferencia, se presentaron algunos de sus hallazgos en el trabajo con prejuicio y sus implicaciones para las posibilidades de intervención. Durante la segunda parte del año 2021, la Facultad de Psicología contó con la visita presencial de los profesores Huseyin Çakal, Ph.D, de la Universidad de Keele y la profesora Magaly Sánchez, Ph.D, de la Universidad de Princeton y actualmente becaria Fulbright en Colombia.

La visita del profesor Çakal comenzó con una invitación a dictar la lección inaugural para el semestre de postgrado, con el título: “Avances recientes en la Psicología Social respecto a la reducción de los prejuicios y el cambio social”. En esta conferencia, se presentaron algunos de sus hallazgos en el trabajo con prejuicio y sus implicaciones para las posibilidades de intervención.

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La Facultad de Psicología

amplía su oferta editorial con dos nuevas obras

A Crédito: Programa Editorial Univalle

Este año 2021, el programa editorial de la Universidad del Valle ha publicado dos libros provenientes de docentes que laboran en departamentos de la Facultad de Psicología de la Universidad del Valle. El primero de ellos es el segundo volumen sobre Psicología Política, el cual aborda la participación de jóvenes vinculados y desmovilizados del conflicto armado colombiano. Esta obra lleva por título: “El fenómeno de la participación política de sujetos jóvenes en contextos de conflicto y postconflicto”, de la autoría de Olga Obando, profesora de nuestra Facultad. Dice su contraportada:

“Vacíos teóricos respecto al abordaje del fenómeno de participación de sujetos jóvenes desvinculados y desmovilizados del conflicto armado colombiano (SJDDCAC) demandan

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una revisión del acumulado teórico y metodológico que subyace a las producciones sobre el fenómeno en Colombia, y otros países latinoamericanos (Chile, Guatemala, Nicaragua, Perú, El Salvador) y tricontinentales (Angola, Antigua, Croacia, Sierra Leona, Serbia, Sudáfrica, Uganda, Yugoslavia). Se discriminan tres momentos en la definición del concepto de participación: la participación como fenómeno general, el concepto de participación política y la noción de participación ciudadana. La secuencia en la enunciación de estos tres conceptos es ficcional, no existen cortes tangenciales entre los desarrollos y usos de los tres conceptos y, contrariamente, se implementan obedeciendo a un entramado de entrecruces con respecto a sus caracterizaciones. Los aportes sobre formas de participación, con un insumo para disminuir el déficit; estas formas son clasificadas con respecto a variables como: estatus legal y reconocimiento público de las acciones, tipo de democracia en la cual se desarrollan y estructuras organizativas que les subyacen”.

Por último:

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Los aportes sobre el fenómeno de apatía juvenil recogen el punto de vista de quienes lo reconocen como un comportamiento generalizado a nivel global y, en contraposición, de quienes dudan de la existencia del fenómeno, en especial de una apatía por la política juvenil. Se cierra este volumen con una referencia al contexto de la problemática de la participación política de SJDDCAC con datos estadísticos sobre la magnitud del problema de vinculación y desvinculación de jóvenes, así como del contexto legal y jurídico que les posibilita el ejercicio de la participación.

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Crédito: Archivo Prof. Olga Lucía Obando

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El programa Editorial también finalizó la publicación del libro “Dimensiones de la exclusión psicosocial. Elementos para la teoría, la investigación y la intervención” del profesor Pedro E. Rodríguez.

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Crédito: Programa Editorial Univalle / Emiliana Rodríguez Sapene

Dice su contraportada:

“Este libro es un intento por explorar algunas implicaciones teóricas, empíricas y prácticas de la exclusión psicosocial en psicología. Para ello toma como punto de partida una paradoja en la que, siendo reconocida como el principal factor de riesgo en salud mental, la atención a la exclusión psicosocial ha sido más bien periférica en la agenda de la disciplina, lo que ofrece una oportunidad para explorar no solo su importancia prioritaria en la actualidad de los países de América Latina y el mundo, sino también su potencial para repensar algunos importantes problemas teóricos y prácticos. Para ello, la primera parte explora diversos elementos de la tradición occidental ante la precariedad, revisa aportes históricos y propone un conjunto de elementos para una formulación contemporánea de la exclusión psicosocial, destacando sus posibles beneficios para la comprensión de un proceso mucho más dinámico y complejo que la mera noción de pobreza o carencia material. En la segunda parte, se presentan hallazgos investigativos en los que se pueden apreciar algunos de sus procesos psicológicos

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más relevantes, tales como el papel decisivo de los vínculos como estructuradores de la experiencia, así como las consecuencias subjetivas del sufrimiento y la inequidad. También se analizan ciertas diferencias y similitudes en el funcionamiento y la respuesta a dispositivos de intervención con personas provenientes de contextos de plena inclusión. El libro finaliza con la propuesta de un modelo de intervención que podría ser de utilidad para el abordaje individual, comunitario y social”

Ambos volúmenes han sido publicados tanto en formato físico como digital. Para más información, puede consultarse la página del Programa Editorial: http://programaeditorial.univalle.edu.co/

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Diego Grajales

intervenciones concretas y objetivos claros

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Diego Grajales es doblemente egresado de los salones de la Facultad de Psicología de la Universidad del Valle. Primero, en 20008, cuando finalizó su formación como psicólogo del programa de la Facultad; luego, 10 años después, cuando volvió a formarse en la maestría en psicología, bajo la línea de clínica. En estos años, su recorrido profesional lo ha llevado a diferentes ámbitos e instituciones, desde el trabajo con pacientes oncológicos hasta su posición actual en la secretaría de educación de Yumbo, Valle del Cauca, como docente orientador. El trabajo con jóvenes ha sido una constante en su trayectoria profesional, fundamentalmente en contextos de vulnerabilidad.

Crédito: archivo de Diego Grajales

Cuando le preguntamos sobre sus recuerdos de sus años de formación, Diego nos cuenta: “De mi paso por la universidad del Valle tengo muy gratos recuerdos. Ingresé al pregrado siendo aún muy joven (recién había cumplido 15 años) en el año 2002; encontrarme con la perspectiva de los múltiples enfoques y grupos que tenía el entonces instituto, me llenó de deseos de aprender. Tuve además la fortuna de encontrarme con un excelente grupo de compañeros, que entre camaradería y competitividad, me ayudaron en el proceso de convertirme en psicólogo. Resalto, como algo curioso, que me llegué a enamorar de cada una de las líneas de la psicología y por eso intenté ver todos los cursos que el tiempo me permitiera; tuve una genuina admiración por cada uno de los docentes”.

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Sobre los años de formación de maestría, Diego comenta:

“Regresé a la universidad para iniciar la maestría en el año 2015, después de 7 años de haber egresado del pregrado, la experiencia fue maravillosa, un grupo de docentes de la más alta calidad profesional y humana, y sesiones largas pero nutridas de discusiones que lograron hacerme repensar mi práctica profesional y mis ideas hacia el futuro”.

Al preguntarle, según su experiencia, cuáles son las características que debe tener un psicólogo que hace práctica profesional en Colombia, nos dice: “Es esencial que el psicólogo tenga mucha claridad sobre el contexto social y las realidades de los individuos sobre los que interviene, porque solo de esta forma podrá tener una compresión que le permita que sus intervenciones sean efectivas. Lo complejo de esta habilidad, es que este conocimiento no es netamente teórico, y es difícil que te lo enseñen en la educación formal. Para estos casos, suelo jocosamente decir que para ser un buen psicólogo es necesario tener “calle”.

Diego complementa sus ideas en nuestra conversación, diciéndonos:

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“Es muy necesario que quienes ejercemos esta profesión estemos absolutamente convencidos de la importancia que tenemos para una sociedad como la colombiana, una sociedad violenta, con grandes dificultades para seguir normas y dividida de todas las formas posibles. Es en extremo necesario que conozcamos nuestro lugar, porque cada persona tendrá una idea de lo que debemos hacer, y en cada institución hay una expectativa (casi siempre errada) de lo que el psicólogo hace y sus alcances. Depende entonces de nosotros conocer y posicionarnos en el lugar que realmente debemos ocupar, este es el lugar de un agente que permite los cambios desde su capacidad de análisis y sus intervenciones concretas y con objetivos claros”.

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Colaboraciones artísticas Serie fotográfica:

Arte Univalluno, por Andrey Velásquez

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En este número damos inicio a las colaboraciones de los miembros de la Facultad de Psicología. Tenemos el gusto de presentar la serie fotográfica Arte Univalluno, de Andrey Velásquez.

Andrey Velásquez Fernández es psicólogo, fotógrafo y poeta, nacido en 1987 en la ciudad de Pereira (Colombia). Coordinador general del Grupo Estudiantil y Profesional de Psicología Univalle – GEPU -. Psicólogo integral con énfasis y experiencia en psicología cognitiva en la línea de las narrativas textuales y psicología de la imagen. Sus fotografías y poemas han sido publicados en diferentes exposiciones y revistas.

Título: Colores de atardecer. Autor: Andrey Velásquez

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Título: El efímero vuelo. Autor: Andrey Velásquez

Título: DeconstruFAI. Autor: Andrey Velásquez

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Título: El perfecto equilibrio. Autor: Anrey Velásquez

Título: DeconstruFAI. Autor: Andrey Velásquez

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Convocatoria a la comunidad de la

Facultad de Psicología

Continúa abierta la convocatoria a toda la comunidad de profesores, estudiantes y empleados de la Facultad de Psicología en sus diferentes sedes a participar en los próximos número del Magazine de la Facultad de Psicología de la Universidad del Valle. La invitación está abierta a la difusión de contenidos académicos y artísticos en atención a las siguientes bases:

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Contenidos académicos:

Trabajos de investigación y ensayos

1. Trabajos de investigación. Corresponde a reportes de investigación (incluye trabajos de tesis de pregrado y postgrado) e intervención, así como reportes parciales de hallazgos empíricos. La extensión no puede ser mayor a 8 cuartillas. 2. Ensayos. Corresponde a textos dentro del género ensayístico, de temas libres. La extensión no puede ser mayor de 8 cuartillas.

Reseña

Recibimos reseñas de textos en psicología, ciencias sociales con una extensión no mayor a dos cuartillas.

Contenidos académicos:

Cuento breve

Recibimos cuentos breves, con una extensión no mayor a dos cuartillas y de tema libre. La participación puede corresponder a un texto a una colección de textos ajustada al límite establecido. Poesía

Recibimos textos poéticos con una extensión no mayor a dos cuartillas y de tema libre. La participación puede corresponder a un texto poético o una colección de textos ajustada al límite establecido.

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E Fotografía

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La colaboración en fotografía incluye dos modalidades:

1. Imágenes sobre el antiguo Instituto, sus personajes y momentos históricos. Pueden corresponder de una a cinco imágenes, acompañadas de una leyenda o contexto. El objetivo de esta colaboración consiste en fortalecer el banco de imágenes y el repositorio histórico de la Facultad. 2. Fotografía artística. Pueden ser de una a cinco imágenes, seriadas o no, con un claro sentido de fotografía artística.

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Todos los materiales deben acompañarse de un archivo en el que el colaborador se identifique con nombre completo, documento de identidad, dirección de correo electrónico y teléfono y declare que los productos intelectuales son de su completa propiedad y no se encuentran comprometidos con ninguna editorial o compromiso de edición. Los materiales deben ser remitidos sin límite de fecha a la dirección del Magazine de la Facultad de Psicología. magazine.psicologia@correounivalle.edu.co

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Sección Temática


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Introducción sección temática: Un homenaje a Anthony Sampson

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Imagen cortesía de: Valeria Arroyave

En esta edición del Magazine de la Facultad de Psicología hemos querido honrar la valiosa trayectoria del profesor Anthony Sampson durante sus 25 años de docencia en la Facultad, dedicándole la sección temática de este número. Para ello, hemos seleccionado cuatro textos del amplio espectro de temas explorados a lo largo de su recorrido académico. También hemos recopilado algunos cartas y comentarios que, en su momento, escribieron para él antiguos estudiantes y colegas; hemos acompañado esos mensajes con imágenes que, en general, han sido afectuosamente aportadas por su familia, así como algunos de sus estudiantes y colegas. El profesor Anthony Sampson ha sido profesor titular y miembro del Área Académica de Psicología Clínica del Instituto de Psicología de la Universidad del Valle, de la que fue coordinador. Tuvo parte de su formación temprana en Canadá, donde realizó

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prácticas clínicas en el Hospitale de Moisselles. Convalidó su formación como Psicólogo en la Universidad del Valle, con una tesis sobre “La psicología Cultural. reflexiones en torno a Jerome Bruner”. Hizo estudios de postgrado en la Universite De Paris VII, Francia. Continuó su formación clínica en Psicoanálisis en la Escuela Lacaniana (de la que es miembro), así como en el Departamento de Clínica Psicoanalítica de Paris VIII. Ha desarrollado su actividad académica en la actual Facultad de Psicología de la Universidad del Valle. En 2003 se desempeñó como profesor visitante por la Society for the Humanities en la Universidad de Cornell, en EEUU. También ha sido docente invitado en otras universidades de la ciudad de Cali y del país.

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Durante su actividad docente ha escrito una amplia variedad de artículos y capítulos de libros, publicados en revistas nacionales e internacionales, tales como Diacritics, perteneciente a The Johns Hopkins University Press, la revista Artefacto de México, así como las revistas colombianas de psicología y psiquiatría, entre otras. Invitamos a los lectores a explorar otros materiales de su obra publicada en la página de la Facultad de Psicología de la Universidad del Valle: https://psicologia.univalle.edu.co/35-cvprofesores/169-anthony-sampson-cv

Así en la página de Psicología Cultural del Grupo de Cultura y Desarrollo Humano de la que forma parte: https://psicologiacultural.org/psicocultural/index.php/integrantes/a-sampson

Dos comentarios finales: los textos seleccionados en esta edición corresponden a sus ediciones originales. Solo hemos realizado adecuaciones formales en el sistema de citas, ajustándolos al sistema de citación APA. Por último, pero no menos importante, es preciso decir que esta sección ha sido posible gracias al generoso apoyo de los profesores María Cristina Tenorio, Diego Mercado y Rita P. Ocampo, así como de muchos antiguos estudiantes del profesor Sampson, quienes generosamente compartieron sus palabras e imágenes para esta sección especial.

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Anthony Sampson en palabras e imágenes

Hemos seleccionado algunos textos e imágenes escritos y recopilados por antiguos estudiantes y colegas que reflejan de una manera cálida y reflexiva, el recorrido del profesor Sampson como docente de la Facultad de Psicología de la Universidad del Valle. Aquí, algunas palabras e imágenes.

Cortesía: Familia Sampson Tenorio.

“Crecí en barrios de ladera, de esos que históricamente han sido marcados por el hábitat informal, la delincuencia y la violencia. Digo esto porque creo que es relevante: desde los primeros semestres, Antonio y su esposa y compañera intelectual, María Cristina Tenorio, se comprometieron casi personalmente con nuestra formación académica, pero también social, cultural y política. A Antonio solo lo motivaba nuestro interés, nuestro carácter inquieto. Así, estudiamos psicología, dentro y fuera del aula de clase, en diálogo estrecho con el psicoanálisis, la literatura, la filosofía y el conjunto de las ciencias sociales, en contacto con el mundo (numerosas fueron las traducciones, los materiales fílmicos, que Antonio nos ofreció de su propia pluma, de su propio bolsillo). De hecho, Antonio concibió un curso especialmente para los alumnos de mi cohorte: Violencia y Cultura, el cual sentó las bases de mis variadas experiencias en ese tema”. (Luis Miguel Camargo. Psicólogo, Univalle. Candidato a doctor en Estudios Políticos, EHESS, France)

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Anthony Sampson en una actividad académica. Crédito: Diana Gisella Zapata


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M Imagen cortesía de: Diana Cristina Mosquera

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“El profesor Antonio es una de las personas con mayor influencia en mi vida profesional y personal. Como alumna de la cohorte del 2006, tuve la inmensa fortuna de participar en todos sus cursos (incluyendo los cursos de formación fundamental y los de especialización profesional clínica), de asistir a sus grupos de estudio y de trabajar con su apoyo en mis tesis de grado y mi práctica profesional. 20 años después, aún recuerdo con claridad la elocuencia y profundidad con la que Antonio solía guiarnos en la lectura y el análisis de textos. Las clases de Antonio siempre fueron cautivantes, ricas en ideas y reflexiones, abiertas a la discusión y construcción crítica de argumentos. Inspirada por Antonio, mi búsqueda personal y profesional se encaminó a la exploración de puntos comunes entre la historia de la filosofía, la epistemología y el psicoanálisis (Jacqueline Arroyo. Psicóloga, Univalle. Maestría en Trabajo Social (Wilfrid Laurier University, Canada, en proceso) Consejera de Asentamiento (SEPT, Settlement, Education Partnership Toronto, North York Community House).

“Antonio nos ha instado – o nos ha “aguijoneado” – a pensar por nosotros mismos. De manera que para nosotros Antonio, además de ser una figura descollante en el panorama intelectual, ha sido un Maestro extraordinario: Lo fue hace más de veinte años cuando iniciábamos nuestro ciclo de fundamentación y tuvimos la fortuna de asistir a sus cursos de Introducción a la Filosofía y Psicología del Lenguaje. Lo fue también después, en una etapa avanzada de la carrera; cuando adelantábamos nuestro ciclo de profesionalización, al formarnos como psicoterapeutas en varios niveles de Clínica Psicoanalítica y al acompañarnos y guiarnos en el ejercicio de la práctica profesional y en la dirección de nuestros proyectos de investigación” (Julián Mauricio Cabrera. Psicólogo, Univalle. Magister en Historia, Universidad del Valle)

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A Cortesía: Familia Sampson Tenorio.


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Semana Universitaria y Feria del Libro Nacional. Univalle, 2010. Crédito: Prof. Rita P. Ocampo

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“Considero que mi encuentro con la academia y las experiencias significativas que me formaron como profesional pasaron, sin lugar a duda, por el encuentro con el que para mí es el ejemplo paradigmático del maestro universitario. Sé que Antonio se opondría radicalmente a ser identificado con el epíteto de maestro, lo sé porque así me lo hizo saber en más de una ocasión, y aunque me tomó algún tiempo comprender la razón de su oposición, al fin comprendí que Antonio no es un amo, no se comporta como tal y no hay en él ninguna pretensión de serlo. Jamás he conocido a alguien con una pasión tan grande para compartir su vasto conocimiento. Antonio imprimió en mí el amor inaplazable por la sabiduría y me enseñó, sin advertirlo, la importancia de construir una forma de vida. (Javier Rojas. Psicólogo, Univalle. Magister en Filosofía, Univalle)

“Caminando a casa después de mi primera clase con Antonio, el pensamiento de haber encontrado un mentor tomó forma, acompañado de un sentimiento de alivio y seguridad de que todo iba a ir bien durante mi carrera. Jamás le conté eso. Al final de ese primer semestre, algunos compañeros me dijeron que Antonio había elogiado mi trabajo final, y cuando subí a recogerlo, él no dijo nada. En realidad, en todos esos años, casi nunca me dijo algo más allá del “buen trabajo”. Pero no importaba. Creo que esa fue su forma de prevenir que mis éxitos académicos se me subieran a la cabeza, y esa primera lección de humildad me ha acompañado desde entonces. La segunda lección fue cuando recibí sus correcciones de mi trabajo de grado. En ese momento pensé: un extranjero, cuya lengua materna es el inglés, me ha enseñado a escribir en castellano y a ser extremadamente rigoroso en la escritura y el pensamiento. Y esa lección me acompañó durante mi maestría en filosofía, donde también encontrara a otro mentor como Antonio, y luego durante mi doctorado en historia del arte en Alemania.

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Cortesía: Familia Sampson Tenorio.


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Cuando alguna vez una amiga que estaba ayudándome con las correcciones de mi disertación doctoral me dijo que yo escribía en alemán mejor que muchos nativos, me acordé de Antonio. Entonces supe que el origen de aquella rigurosidad era una enorme pasión por hacerle frente a lo otro, por conocer lo distinto, lo extranjero, un abrirse a otro mundo, y en el proceso, un crearse para sí una nueva identidad, más extensa, inclusiva, dinámica, complicada y bella.

Cortesía: Familia Sampson Tenorio.

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(Carlos Idobro. Psicólogo, Univalle. Doctor en Historia del Arte, Universität Greifswald, Alemania).

“Llegué a la Universidad del Valle proveniente de un colegio de clase media; vivía con mi madre quien no tuvo formación universitaria, y posteriormente tuve que vivir solo; así que mi principal influencia en la formación no solo como profesional sino a nivel personal, fueron mis profesores, y entre ellos María Cristina y usted a quienes he considerado siempre como mis maestros.

El título de maestro no me parece menor, y cuando aludo a este, me refiero a la persona que le permite a uno formarse en un sentido transformador, más allá de brindar información o de acompañar; el aprendizaje que promueve un verdadero maestro es aquel que transforma.

¿Y por qué digo que me ayudó a transformar? Porque durante sus clases había un desborde de referencias a literatura, óperas, obras de teatro, cine, esculturas, pinturas, un sin número de artefactos que enriquecieron mi mundo simbólico, que ampliaron mi mirada; por ende, el mundo que habito desde entonces es un mundo vasto, mis acumulados como profesional y como docente en la actualidad no serían los mismos sin esta apertura que usted nos ofrecía en cada clase y más aún en cada encuentro. (José Eduardo Sánchez. Psicólogo, Univalle. Magister en Psicología, línea cultural.

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Grupo de prácticas profesionales, año 2012. Cortesía de: Alex García Escobar.


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Algunos estudiantes de promociones recientes, también ofrecieron un texto del que extraemos estos párrafos: “Esperamos que el profesor encuentre en el desarrollo de estas líneas nuestro esfuerzo por restituir el respeto, la gratitud, y la importancia de su acción sobre nuestra formación como psicólogos. Ciertamente, se trata de un profesor modesto que no requiere de grandes elogios para sentirse cobijado del más profundo aprecio que ha despertado en sus estudiantes, sus compañeros o sus colegas.

Cortesía: Familia Sampson Tenorio.

Nosotros, sus estudiantes, la última generación de ellos estamos, y estaremos siempre agradecidos con el profesor Anthony Sampson, por su tiempo, su paciencia, las sonrisas de los breves encuentros, las charlas a lo largo de los pasillos, las recomendaciones sinfín, y todos esos pequeños detalles que lo hacen digno merecedor del más sincero de los reconocimientos tanto afuera como adentro de la Universidad del Valle. Pues si algo estamos en condiciones de expresar durante estos cinco años de gratas experiencias educativas en su compañía es que la universidad ciertamente extrañará su presencia, y su retiro prematuro constituye a toda luz una inmensa pérdida para la institución: una ausencia de la que no se repondrá nunca del todo, ni satisfactoriamente, dado que, tal como ocurre con todos los profesores que se comprometen sinceramente con la educación, su legado se hace imposible de borrar, en definitiva, se hace imposible de reemplazar”.

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(Colaboración de David Ramírez, entre otros egresados).

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De la “verdad” y otras quimeras Anthony Sampson

Resumen

Me propongo explorar los orígenes griegos de nuestro modo occidental de pensar y de poner en cuestión algunas de las nociones centrales que rigen nuestros hábitos mentales. Examino el impacto psicológico de algunos de los factores (históricos, sociales, tecnológicos y científicos) más relevantes en este proceso. Al final ofrezco una visión más modesta de la empresa científica que la que a menudo se profesa.

Palabras claves Grecia clásica, verdad, razón, universales, lógica conversacional. “El error cardinal, la trampa, consiste en transferir los hábitos y convenciones más estables y difundidos de un lugar y una época particulares a un modelo abstracto y luego denominar a este modelo “naturaleza humana” (Hampshire, 2000).

Antaño cualquier colegial sabía hasta qué punto la civilización occidental se arraiga en los esplendores de la cultura griega. Actualmente, ése ya no es el caso, pues la educación secundaria parece haberse fijado la tarea de producir una amnesia generalizada. No obstante, las instituciones políticas griegas, sus prácticas y modos de pensamiento –sin paralelo en otras civilizaciones antiguas, por brillantes que fuesen– nos han marcado para siempre (en la reflexión política, basta con recordar la obra de Hannah Arendt para convencerse de ello). En otro ámbito, la mitología griega es una fuente inagotable de la que han bebido siglos de escritores y pensadores del mundo occidental. La tragedia es otra invención griega sin la cual el mundo occidental no se reconocería a sí mismo. Y se podría seguir y seguir anotando nuestras herencias legadas directamente por los antiguos griegos a todo el mundo occidental. No es una afirmación temeraria aseverar, entonces, que la deuda con esa lejana cultura es prácticamente imposible de exagerar. 1

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Este texto fue originalmente publicado en la Revista de estudios sociales, Número 40, en Agosto de 2011, pp. 72-79, Bogotá. Se reproduce en este número especial con consentimiento expreso del autor.

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Empero, no siempre se percibe la incidencia decisiva, pero a menudo sutil, de la antigua episteme griega sobre nuestras formas habituales y actuales de hablar y pensar. Como es tan endemoniadamente difícil tomar distancia crítica frente al medio lingüístico en el cual estamos sumergidos, no nos percatamos del legado léxico y semántico griego que estructura incluso nuestras concepciones más básicas y banales. Por lo demás, la llamada episteme (en el sentido del Foucault de la Archéologie du savoir,1969) de la modernidad, caracterizada por el surgimiento de la física matemática en el siglo XVII, es en muchos aspectos una conservación radicalizada de la antigua griega. Es decir, el sueño griego (imposible de cumplir en ese entonces, para gran decepción de Platón) de lograr la certidumbre en el saber –de obtener demostraciones apodícticas y predicciones exactas– en todos los órdenes de la naturaleza, finalmente comenzó a realizarse con la revolución galileana.

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Hoy en día, no obstante, este legado epistémico griego está siendo examinado críticamente desde diversos ángulos. Muchas “evidencias” han comenzado a resultar cada vez menos convincentes y lo obvio empieza a revelarse sólo como un inveterado hábito lingüístico. Se descubre que algunas de nuestras categorías más apreciadas no poseen más existencia que la de los animales fantásticos de la mitología griega; es decir, son quimeras. Quiero hacer unas consideraciones sucintas respecto a tres de estas figuras que han sido centrales en la tradición occidental, tanto en la filosófica como en la psicológica: la Verdad (Aletheia), la Razón (Logos) y los llamados Universales. Mi tratamiento no será exhaustivo y tampoco reivindico una particular originalidad. De hecho, me veré obligado a ni siquiera tener en cuenta los lúcidos ensayos de Donald Davidson, sin hablar de la filosofía analítica en general. Mi propósito es mucho más modesto: simplemente veremos cómo otra concepción lingüística puede conducir a una formulación que se aparta notablemente de lo que ha sido el modo tradicional, en Occidente, de pensar estas categorías. Pero primero quisiera señalar algunos de los factores que han concurrido para producir este nuevo modo desengañado de pensar.

El multiculturalismo y el pluralismo concomitante han puesto en tela de juicio las hegemonías y valores consuetudinarios (Appiah, 2005, 2006). Las poblaciones, otrora marginadas, de las mujeres, de los discriminados por el color de su piel o por sus elecciones sexuales han conquistado su voz y hacen oír sus reivindicaciones (Butler 1993, 2004; Bersani, 1995). Luego, la globalización de la modernidad subvierte los modelos culturales consagrados. La insaciable voracidad del capitalismo, para sostener sus niveles de ganancia en períodos críticos, fomenta desplazamientos laborales, o bien por medio de migraciones desde la periferia hacia el centro, o bien por medio de la descentralización, creando lo que Saskia Sassen denomina “Export Processing Zones” (Sassen, 2006). La fuerza laboral es recompuesta, trastornando las formas tradiciona-

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les de reproducción social. Los medios de comunicación internacionales, cada vez más invasores, atraviesan las fronteras nacionales y traen lo exótico y lejano a todos los hogares. Las tecnologías, como el correo electrónico, o Facebook y Skype, generan una internacionalización instantánea. El cosmopolitismo se vuelve el común denominador de los centros urbanos modernos, tanto en los países desarrollados como en los que están en vías de desarrollo, como eufemísticamente se dice. Los viajes internacionales, el turismo –la mayor industria del mundo, según Agamben, “que involucra cada año más de 650 millones de personas” (Agamben, 2007, p. 85)– y las comisiones académicas al extranjero para los universitarios disminuyen la estrechez mental de la propia parroquia y diversifican las perspectivas. Pero hay algo previo al cosmopolitismo y mucho más desconcertante que ha minado la confianza en las “verdades” de otrora, y que data de la Primera Guerra Mundial: el siglo que no hace mucho terminó sin duda fue el más sangriento y cruel de la historia de la humanidad. Es un siglo que se podría bautizar, para emplear las palabras del historiador Hobsbawm, como “la edad de los extremos”: extremos de civilización y de barbarie, de esperanza y de fracaso, de progreso y de ignominia. Los cataclismos sociales de los últimos cien años inevitablemente han generado legítimas sospechas respecto a las “verdades” asociadas con las instituciones dominantes que han propiciado tanto derramamiento de sangre humana (Hobsbawm, 1995). El universo concentracionario, expresión acuñada por David Rousset (1965), sobreviviente de Buchenwald, condensa todo el horror del sistema moderno, burocrático-administrativo, para gerenciar “la nuda vida”. Hay muchos otros factores que podrían señalarse. Pero la brevedad del espacio que tengo a mi disposición me obliga a nombrar, en un orden cualquiera, sólo a algunos: el modernismo en las artes (Sass, 1992), el “desencantamiento del mundo” (Gauchet, 1985), las luchas anticolonialistas (Fanon, 1961), el nacimiento de la biopolítica (Foucault, 2004). Por tanto, examinaré un único elemento más que, a mi modo de ver, es crucial.

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Me refiero al avance fulgurante de la investigación científica y a la innovación tecnológica que le está asociada. Es tal su crecimiento que literalmente nadie está en condiciones de abarcarla en su totalidad. Las disciplinas proliferan y las subdisciplinas se vuelven áreas de una especialización que ningún generalista puede dominar. Por fuera de su propia restringida zona de pericia, el experto resulta casi tan lego como el no iniciado en los arcanos de la ciencia. Dicho en otros términos, la ciencia ha perdido su transparencia pública, pues el que no es experto simplemente no tiene modo alguno de opinar. En cambio, en el siglo XVIII, Voltaire y su amante, Madame du Châtelet, eran lectores (y ella traductora) de Newton y de los químicos, físicos y matemáticos de su época

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(Leibniz en primer lugar) (Badinter, 1983). Así, personas mundanas –pero cultivadas, claro está– podían estar al tanto de la producción científica en todos los dominios. Goethe es, probablemente, la última figura que encarna la posibilidad de abarcar la casi totalidad del saber de su tiempo, pues la ciencia estaba al alcance de todo aquel que se empeñara en instruirse.

Hoy en día, la legitimidad científica depende por entero del consenso del único público supuestamente competente para decidir: el público endógeno, o auditorio –de acuerdo con la terminología de la Nueva Retó rica– de los llamados “pares”. Los demás se ven obligados a aceptar su verdad como un acto de fe. Los criterios de importancia de los textos publicados ya no consisten en la evaluación de sus méritos intrínsecos y de su capacidad heurística. Se recurre meramente al conteo mecánico del número de citaciones como instrumento de medición, descuidando todos los efectos de secta que son fomentados por los dispositivos burocrático-administrativos propios de los mundillos universitarios. Esto es probablemente aún más cierto en el campo cerrado de la psicología académica, en el que el manual estilístico de la APA (2009) dicta normas de citación que tienden a erigir en expertos a los autores nombrados por el mero hecho de ser citados frecuentemente (Madigan, Johnson y Linton, 1995).

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La verdad, así, adquiere el estatuto de una particularidad, válida propiamente sólo para un restringido grupo de expertos, mientras que para el vulgo –que por definición no sabe– sólo puede ser una creencia fundada en el veredicto de los que supuestamente sí saben. Para el lego, por tanto, discernir la ciencia de la seudociencia sólo se puede lograr si ejerce una extremada vigilancia crítica de los medios informativos y de los abusos de las estadísticas. Afortunadamente, hay un cierto número de investigadores que acuciosamente exponen tales abusos y pueden ayudar al lego a poner en duda “las verdades científicas” proclamadas por los medios de comunicación. Pienso, en particular, en Martin Gardner (1989), Massimo Pigliucci (2010), Chris Mooney y Sheril Kirshenbaum (2009), Charles P. Pierce (2010) y Ben Goldacre (2010).

Ésta es una mutación moderna que afecta de manera muy insidiosa a la concepción que hemos heredado de los griegos de lo que ha de entenderse como la verdad; pues desde Platón, la verdad es una, inmutable e inmortal. La razón humana encuentra la verdad en una búsqueda implacable, animada por el deseo de lo mismo por acoplarse con lo mismo: aquello de cuya esencia participa. Una psique o mente individual, universalmente la misma, ejercita la razón, virtud intelectual por excelencia, para obtener el máximo goce de la conquista de la verdad. Así, no es un azar que se haya representado tradicionalmente a la verdad como una bella doncella que emerge desnuda de un pozo. Está claro que ésta es una visión que postula lo que se ha llamado el “individualismo metodológico”: un individuo ejerce “su” razón para hallar “la” verdad.

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Por el otro lado, la verdad –al ser una– inmediatamente conjura “lo universal”. En el Discurso del método, Descartes afirma la anterioridad lógica de la idea de lo perfecto con respecto a la idea de lo imperfecto. El ser imperfecto sólo se comprende con respecto al ser perfecto, cuya existencia es así englobada por la suya propia. En Platón, esto se decía aún más explícitamente. Por el hecho de que existan cosas que llamo bellas, debo concluir que existe algo que se llama “la belleza”, y en la cual las cosas bellas “participan” … al menos hasta cierto punto. Y, así mismo, por ejemplo, con las cosas que denomino “blancas”; ellas tan sólo participan de la blancura. Por tanto, la blancura como tal no puede ser de este mundo, a pesar del esfuerzo conjunto de los publicistas y de las marcas de detergentes por volverla una mercancía de fácil obtención.

La mutación epistemológica, que comenzó a hacerse visible a mediados del siglo pasado, a la que quisiera atraer la atención, es lo que ha sido denominado el “viraje lingüístico”. Richard Rorty famosamente tituló así un importante compendio de textos filosóficos (Rorty, 1967). Y, sin duda, tal viraje ya está presente en la obra de Wittgenstein (1953) (sobre todo en el “segundo” Wittgenstein). Primero exploraremos esta mutación en lo que concierne a los “universales”, y luego en lo que atañe a nuestras otras dos categorías de la “verdad” y la “razón”.

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Es un hecho indiscutible que no hay sociedad humana sin lenguaje. El ser humano es por definición Homo loquens. Sin embargo, no es una paradoja afirmar que el lenguaje no lo hallamos en ninguna parte. Porque siempre lo encontramos bajo la forma específica y particular de una lengua dada. Dicho en otras palabras, nadie habla lenguaje, sino un idioma en particular, en primer término, la lengua materna. Un niño jamás aprende lenguaje, aprende una lengua específica. El primer universal, que el mismo hecho de hablar hace surgir, es la noción misma de lenguaje. Pero como universal no es más que una clase, la clase compuesta por todas las lenguas que se hablan o que se han hablado. Es una denominación conveniente, pero en otro sentido es análogo a la palabra “unicornio”, por ejemplo. Es decir, un nombre vacío que carece de referente específico. Ahora bien, se ha dicho del lenguaje, tomándolo en otro sentido, que es el medio del hombre, en la doble acepción del elemento en el que vive y del instrumento con el cual opera. Si se acepta esta proposición, entonces podríamos permitirnos esta me-

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táfora: así como ciertos peces pueden prosperar en todas las aguas, tanto saladas como dulces, el hombre es capaz de nadar en todas las lenguas posibles. Es decir, por principio, el hombre es capaz de aprender cualquiera y todas las lenguas que son habladas o que se han hablado. Naturalmente, ésta es una ficción, pues sería irrealizable en una sola vida. Los expertos cuentan unos seis mil quinientos idiomas (otros elevan el número hasta seis mil ochocientos), y se calcula que más del doble de este número ha existido históricamente. Sería, pues, una proeza fuera del alcance humano individual dominar semejante riqueza lingüística. Pero el hecho incontrovertible es que el hombre puede pasar de una lengua a otra, y de ésta aún a otra, potencialmente sin límite distinto a su propia finitud. No hay nada inherente a ninguna lengua que la haga imposible de aprender.

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Ahora bien, así como no existe el lenguaje sino lenguas específicas, de la misma manera lo universal, los universales no se dan en las lenguas como entidades atemporales, sino en la capacidad semiótica, es decir, la de significar, de todas las lenguas y, por ende, del hombre que es capaz de aprenderlas (Hagège, 1985). Esta capacidad semiótica, la de generar significados, es justamente la que hace posible pasar de una lengua a otra. Es decir, es lo que hace factible la traducción. El principio unificador, que genera una universalidad –claro está, sólo aproximativa–, es el principio de la traducibilidad. En la práctica, una lengua corriente es un lenguaje en el cual todos los demás lenguajes pueden ser traducidos, tanto las demás lenguas como todas las estructuras lingüísticas concebibles. Esta traducibilidad resulta del hecho de que las lenguas y sólo ellas son capaces de dar forma a cualquier sentido. Sólo en la lengua de todos los días puede uno “ocuparse de lo inexpresable hasta que sea expresado”. Por lo demás, es esta propiedad la que vuelve a la lengua utilizable en cuanto tal, y que la hace adecuada para cumplir su propósito en cualquier situación [...] Nos inclinamos a suponer que la razón de ello reside en la posibilidad ilimitada de formación de signos y las reglas muy libres que rigen la formación de unidades de gran extensión (como las frases, por ejemplo) en todas las lenguas, lo que, por otro lado, tiene por efecto permitir formulaciones falsas, ilógicas, precisas, bellas o morales (Hjelmslev, 1968, p. 148).

Este principio de la traducibilidad, inherente a la estructura de toda lengua, es lo único que podríamos considerar como universal. Es claro que, al menos después de Babel, ninguna lengua particular, con su sistema de categorización, de valores semánticos, de morfosintaxis y léxico, es universal. Y cada lengua genera, a su vez, sus propias abstracciones taxonómicas. En cambio, los sistemas semióticos son mutua y recíprocamente traducibles entre sí. El hombre puede pasar de una lengua a otra. Es este principio el que funda todo proyecto antropológico, tanto en el sentido filosófico como en el sentido disciplinario

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Como consecuencia, nos vemos obligados a aseverar que no existe una razón universal, dictada por las estructuras esenciales de una míticamente independiente de la cultura y de la historia (Sampson, 1999). El etnocentrismo de los griegos nos ha jugado una mala pasada. Ellos conci bieron como definición de la condición humana lo que, en últimas, no era más que una concepción muy local, opuesta a la de los “bárbaros” (bárbaros como… ¡los persas!), que no hablaban griego, es decir que no hablaban lo que para ellos era lenguaje, sino una cacofonía ininteligible. La conjunción de la psique con el logos, que sólo en el siglo XIX, formalmente, inauguraría una profesión, había comenzado milenios antes. La psicología académica contemporánea es heredera de esta visión etnocentrista griega, que universaliza la visión de la parroquia – la polis– y la encuentra en todas partes (la psicología cognitiva y transcultural están, ambas, profundamente impregnadas de innatismo). Salta a la vista que la “psique” es una invención griega. No lo es menos el “logos”, cuya polisemia podemos distribuir convenientemente entre dos polos: la palabra y el raciocinio. La conjunción de estas dos grandes acepcio nes en un mismo término es altamente instructiva; pues no hay razón por fuera de la palabra, de los enunciados, es decir, del ejercicio de la lengua. ¿Cómo razonar si no es por medio de razones? ¿Y dónde se sitúan las razones, el orden de la razón, si no es en la lengua misma? Dicho en otros términos, la razón es indisociable del uso de la lengua, del ejercicio de la palabra. O, aun en otros términos, no hay razón sin el uso, socialmente sancionado como apropiado, de una lengua particular. Por tanto, si la razón se ejerce siempre en una lengua particular, es necesariamente relativa. Es relativa a las categorías y a los ordenamientos que una lengua dada hace posible. Ciertamente, en cada lengua se razona; la razón existe en todas las culturas, que por definición se constituyen de seres hablantes. Pero la razón, concebida lingüísticamente, sólo emerge gracias a las reglas que imperan en la lengua de que se trata. Por eso, la razón siempre tiene que ser transindividual y jamás puede ser concebida de una manera solipsista o caprichosamente idiosincrásica (Wittgenstein ha hecho ver la imposibili dad de una lengua privada). Así como la lengua posee una existencia social, objetiva, exterior al hablante individual –pues no depende de un único individuo sino de la colectividad de los hablantes–, así también la razón habita una dimensión extraindividual, exterior al hablante, que es invocada para validar la rectitud de una argumentación, vale decir, una cadena de significantes constitutiva de su enunciado. En resumen, sólo hay razón porque existe la lengua, y la una no se da nunca sin la otra.

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Ahora bien, este proceso que debe recibir sanción social, y que se somete a reglas públicas y colectivas (las de la lengua misma), es de naturaleza eminentemen te dialogal. Aquí se podría inmediatamente apelar a las tesis, justificadamente apreciadas

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en la actualidad, de Bajtín. Prefiero, en cambio, recordar las consideraciones del eminente sociólogo C. Wright Mills, injustifica damente caído en el olvido hoy en día.

Wright Mills desarrolló en su texto Language, Logic and Culture ciertos postulados básicos que son particularmente valiosos para mis propósitos en este texto (Wright Mills, 1963). La primera formulación que quisiera destacar es la exigencia de “un concepto de la mente que incorpore los procesos sociales como intrínsecos a las operaciones mentales”. Pero para lograrlo, ¿cómo compensar las carencias conceptuales de la psicología para pensar la incidencia de los procesos sociales?; pues, tradicionalmente, el pensamiento parece ser la acción de un sujeto aislado, una realización lingüística de un pensador individual, cartesiano. No se puede invocar una especie de monstruoso “sujeto colectivo”, ni una vaga y difusa “consciencia colectiva”, como tampoco es concebible una especie de “mente grupal”. En cambio, utilizando formulaciones de G. H. Mead, Wright Mills puede postular la existencia de un “Otro generalizado”. Este Otro generalizado es “el público interiorizado con el cual el pensador conversa: es una organización focalizada y abstracta de actitudes de aquellos que están implicados en el campo social del comportamiento y de experiencia” (Wright Mills, 1963, p. 426).

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Entonces, el pensamiento sigue el esquema de la conversación. Es un auténtico intercambio. Es una constante interactúan. El pensamiento no es la interacción entre dos átomos (la doctrina del atomismo) impenetrables; es conversacional y dinámico, es decir que los elementos involucrados se compenetran y modifican su existencia y estatuto respectivos. Es esta interacción simbólica la que constituye la estructura de la mente. Conversando con esta organización interiorizada de actitudes colectivas, se ponen a prueba las ideas y se confrontan con criterios lógicos. El razonar implica la sanción social del razonamiento. Stuart Hampshire, el célebre filósofo de la mente, poco antes de morir, escribió algo parecido a lo que Mills sostiene: Los procesos mentales en las mentes de los individuos deben verse como las sombras de procedimientos públicamente identificables […] Las palabras que habitualmente empleamos para distinguir procesos mentales –‘deliberar’, ‘juzgar’, ‘adjudicar’, ‘revisar’, ‘examinar’, y muchas otras– poseen tanto un uso público como mental e interno. Los usos mentales internos se explican de la mejor manera con referencia a actividades públicas. Las relaciones entre las actividades públicas de la deliberación y la adjudicación están expuestas a la observación de cualquiera, y sus sombras, las correspondientes actividades mentales privadas, son presuntamente la duplicación de estas relaciones […]. En la deliberación privada, el principio adversativo de escuchar a ambos lados es impuesto por el individuo sobre sí mismo como el principio

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de la racionalidad […] aprendemos a transferir, mediante una especie de mímica, el patrón adversativo de la vida pública e interpersonal sobre un escenario silencioso llamado la mente. Los diálogos se interiorizan, pero, aun así, no pierden las huellas de su origen en la argumentación adversativa interpersonal […] la mente es el foro invisible e imaginado sobre el cual aprendemos a proyectar los procesos sociales, audibles y visibles, que primero encontramos en la infancia (Hampshire, 2000, p. 7-12).

Vygotsky, en el más allá, estará asintiendo silenciosamente. Y Charles Sanders Peirce, igualmente. Pero no hay espacio para concederles la palabra. Volvamos a mi paráfrasis de Mills: se opera lógicamente (aplicando criterios normativos) sobre las proposiciones y los argumentos desde el punto de vista del Otro. No hay lógica sino donde hay acuerdo entre los miembros del universo del discurso en cuanto a la validez de lo que constituye un buen razonamiento. Así, las “leyes” de la lógica simplemente son las reglas que debemos seguir si queremos socializar nuestro pensamiento. No son aprehendidas intuitivamente, ni tampoco son innatas. Son aprendidas como válidas extensiones conversacionales2. Por eso Mills puede llegar a afirmar que los principios de la lógica son formulaciones abstractas de reglas sociales derivadas de la difusión de los esquemas dominantes de ideas. Es decir, no son leyes ahistóricas, atemporales, sino derivadas de la relación social conversacional. Además, los patrones del comportamiento social, junto con sus “variaciones culturales”, valores y orientaciones políticas, ejercen un implacable control sobre el pensamiento por medio del lenguaje. Un pensador sólo puede pensar –y comunicar– el pensamiento que le ha sido inspirado por la lengua, empleando los términos compartidos precisamente por su comunidad lingüística. Me remito en este punto al célebre estudio de Émile Benveniste, Categorías de pensamiento y categorías de lengua (Benveniste, 1971), que muestra cómo la categorización lógica de Aristóteles se desprende directamente de las categorías gramaticales de la lengua griega.

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Además, siguiendo a Mills, el lenguaje construido y sostenido –colectiva y socialmente– conlleva mandamientos implícitos y evaluaciones sociales. Dicho en mis palabras, cuando adquirimos las categorías de una lengua, adquirimos de paso las valoraciones morales, la moralina (“moralidad inoportuna, superficial o falsa” DRAE), los insultos y todos los términos no predicativos, que luego llegarán a incluir también las categorizaciones estigmatizantes del DSM-IV. 2

Creo que sería de gran interés cotejar las intuiciones de Mills con las brillantes y encantadoras reflexiones de Paul Grice (1989) sobre la lógica y la conversación en Studies in the Way of Words.

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En resumidas cuentas, nuestro pensamiento y nuestra lógica caen bajo el control de un sistema lingüístico dado. Y Mills termina, apoyándose en estudios sobre la lengua y el pensamiento chinos3 , por mostrar que nuestros conceptos y distinciones, en primer lugar, por nuestra jerga filosófica, psicológica y sociológica, cumplen además la finalidad ideológica –no atribuible a ninguna voluntad maquiavélica– de ocultarnos a nosotros mismos los múltiples factores socioeconómicospolíticos que determinan nuestro modo de pensar (Sampson, en prensa). En cierto sentido, entonces, podríamos decir que lenguas diferentes codifican diferentes modos de comprender nuestra condición humana común, pues los significados no están encerrados (como las definiciones en un diccionario) dentro del espacio interior –la mente– del individuo: formas públicas y colectivas de existencia y acción constituyen su medio natural.

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Vincent Descombes sostiene que “Comprender el significado de algo no implica tener su representación presente en la mente” (Descombes, 1994, p. 105). Si la “explicación de algo es la explicación de su uso” (Wittgenstein 1953, p. 20), se sigue que el entendimiento, a su vez, no implica la posesión de un “estado de conciencia”, sino más bien la posesión de una capacidad. La actual teoría “constructivista” de la mente pue de resumirse en esta corta cita: “Nada está en la mente que no haya estado antes en la conversación” (Harré, 1983, p. 116). El “viraje lingüístico” consiste en “pensar la razón humana en términos de un intercambio dialogal, en oposición a las teorías clásicas según las cuales la razón es una facultad individual que permite al individuo un acceso solitario a verdades necesarias” (Descombes, 1994, p. 105). En este sentido, Piaget y Chomsky, por más que se trenzaron en arduo debate en el legendario coloquio de Royaumont, en octubre de 1975, son las dos caras de la misma moneda clásica. Para concluir, los científicos no buscan la “Verdad”; tanto Thomas Kuhn como Paul Feyerabend enseñaron que éstos prosaicamente pretenden solucionar problemas. La “Verdad” no es su meta. La meta, en últimas, es sim plemente el acuerdo, el entendimiento, el consenso en la medida de lo posible. Como lo dice Richard Rorty: “‘Verdadero’ es un adjetivo indefinible pero imposible de eliminar que se aplica a creencias y enunciados, y ‘verdad’ es meramente la propiedad atribuida por tal adjetivo. La ‘verdad’ no tiene el derecho de convertirse en el nombre de algo hacia lo cual somos guiados o hacia lo cual convergemos” (Rorty 1995, p. 75). J. L. Austin, en su característico estilo inglés de dry humour, decía: “In vino, posiblemente, ‘veritas’, pero en un sobrio simposio, ‘verum’” (Austin 1979, 117).

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François Jullien (2006), el célebre sinólogo, confirma ampliamente estas tesis de Mills en una serie muy notable de publicaciones de obras sobre la civilización china, de la cual destaco, sobre todo, Si parler va sans dire, du logos et d’autres ressources.

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Concuerdo con Rorty en que “el único ideal presupuesto por el discurso es el de ser capaz de justificar las creencias de uno ante un auditorio competente. Si uno puede ponerse de acuerdo con otros miembros de semejante auditorio respecto a lo que hay que hacer, entonces uno no tiene por qué preocuparse por la relación con la realidad, ni por algo llamado ‘la verdad’” (Rorty 1995, 77-78). El célebre físico Freeman Dyson (2011), en una reseña reciente, publicada en The New York Re view of Books (10 de marzo), sostiene: […] el público tiene una visión distorsionada de la ciencia, porque a los niños les enseñan en la escuela que la ciencia es una colección de verdades firmemente establecidas. De hecho, la ciencia no es una colección de verdades. Es una exploración continua de misterios […] La ciencia es la suma total de una gran multitud de misterios […] Se parece mucho más a Wikipedia que a la Encyclopaedia Britannica (Dyson, 2011).

Rortianamente, no presumo haber dicho la verdad sobre la verdad. No pongo en duda la competencia del auditorio de mis eventuales lectores para juzgar, pero una sana humildad me lleva a dudar de mi competencia para persuadirles. Es decir, no me tomo por Belerofonte y no proclamo haber matado la Quimera.

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Bibliografía

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¿Qué es la Psicología Cultural? Anthony Sampson

La Psicología Cultural constituye un novedoso enfoque teórico-metodológico (en gestación probablemente desde finales de los años setenta –y aún antes, si se toman en cuenta las tentativas de G.H.Mead y de Lev Vygotski que permanecieron marginales con respecto a las corrientes principales de la psicología académica–, pero bautizado como tal sólo a partir de mediados de los años ochenta) para la exploración y análisis de la constitución y construcción de la dimensión psicológica del ser humano. Dicho enfoque comienza a fructificar y engendrar un número cada vez más amplio de estudios2 que demuestran la determinación esencialmente cultural e histórica de todos los procesos calificables de psicológicos: cognitivos, emocionales, intencionales, perceptivos y en general todos los llamados estados mentales y funciones psíquicas. Se trata, sin duda, de un enfoque que, por su fecundidad, se ha extendido rápidamente por todos los centros de investigación tanto en los Estados Unidos como en Europa. Por tanto, es de particular interés que esta orientación teórica y metodológica sea acogida también en Colombia para poner a prueba, en el contexto socio-cultural específicamente colombiano, la novedad y valor de sus conceptos. Entre las diversas innovaciones que este enfoque efectúa, conviene subrayar la que consiste en arrancar la psicología de su aislamiento teórico y disciplinario, el cual tradicionalmente la ha confinado dentro de una compartimentalización académica muy estrecha. La segmentación académica de los saberes llevó a que la psicología académica, durante décadas, le diera la espalda a prácticamente la totalidad de las diversas ciencias humanas. El partido tomado por una cientificidad decimonónica semejante a la que aparentemente caracterizaba a las ciencias físicas pre-einsteinianas, no sólo implicó la adopción de una postura epistemológica cada vez más insostenible en dichas ciencias mismas, sino que conllevó el repudio de toda noción de subjetividad que incluso puso en peligro la idea misma de lo psicológico como campo de despliegue de las actividades de una psique como tal: la mente y el llamado mentalismo fueron cubiertos de anatema y abandonados a la filosofía, que prestamente recogió lo que

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1

Este texto fue originalmente publicado en la página de psicologiacultura.org. Se reproduce en este número especial con el consentimiento expreso de su autor.

2

Para no recargar este texto con una bibliografía pesada, señalo solamente los últimos textos de Jerome Bruner, La Construcción del Sentido (con Helen Haste), Madrid, Paidós, 1992, Realidad Mental y Mundos Posibles, Barcelona, Gedisa, 1989, Actos de Sentido, Madrid, Alianza Editorial, 1991, además de diversos artículos posteriores a estos libros; Donald E. Polkinghorne, Narrative Knowing and the Human Sciences, New York, SUNY, 1988; y especialmente: Cultural Psychology, Essays on Comparative Human Development, ed. James W. Stigler, Richard A. Schweder, Gilbert Herdt, New York, Cambridge University Press, 1990, 625 páginas.

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los psicólogos habían despectivamente desechado. Las únicas fuentes de inspiración para los estudios psicológicos provinieron de campos que no podían aportar más que esquemas mecánicos o formalistas y, por ende, reduccionistas. Estos esquemas, o más bien metáforas, tuvieron la fatal consecuencia de despojar al ser humano de uno de sus rasgos definitorios y más esenciales: el de ser un ser de lenguaje. Dicho en otros términos, fue borrado del campo de la psicología el hecho de que el hombre es, por encima de todo, un transmisor y generador de significaciones. El postulado del cual parte la psicología cultural consiste en afirmar que la psicología no constituye una dimensión comparable a la que la dota ción fisiológica le ha conferido al ser humano. A este propósito cabe anotar que se considera que la evolución de la especie hace tiempos ha llegado, por lo esencial, a su límite final, y, por tanto que nada significativamente nuevo ha de esperarse como transformación vital –salvo alguna catástrofe de tipo nuclear, por ejemplo, que afecte drásticamente a la configuración genética–; en cambio, la evolución cultural se ha sustituido a la evolución biológica e inclusive ha logrado eludir las constricciones selectivas de orden orgánico3 . Las invenciones tecnológicas han dotado al ser humano de una plétora de prótesis, u órganos exosomáticos, que compensan ampliamente las restricciones que la fisiología impone. Todas estas invenciones, eminentemente culturales, no pueden considerarse como carentes de efecto sobre la dimensión psicológica. No simplemente potencian, por ejemplo, la competencia cognitiva, sino que hacen que posibilidades latentes, virtuales, en ciertas circunstancias se despliegan de una manera insospechada. En últimas, el saber nunca puede pensarse como algo confinado esencialmente dentro de un espacio interior -aunque fuese el espacio cerebral mismo. El saber está, como se dice contemporáneamente, “distribuido” en un contexto. El adentro y el afuera están en una permanente interracción. Y de esa interracción, y del empleo de instrumentos que ella presupone, dependemos de manera radical. La famosa frase de Einstein de que su lápiz era más inteligente que él ilustra esta proposición gráficamente.

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Entonces, si el contexto socio-cultural posee una importancia tan crucial como lo pregona la psicología cultural, es justamente debido a la naturaleza de la fisiología humana misma, y en particular la del cerebro. Es la llamada epigénesis la que hace posible que la cultura incida de una manera tan decisiva sobre la constitución psicológica. Dicho de otro modo, la extraordinaria plasticidad del equipo fisiológico humano, en particular las potencialidades del cerebro no imponen un único patrón que es inexorable y universalmente seguido. Al contrario, la tesis fundamental de la psicología cultural es la de que dicha plasticidad es moldeada, de una manera infinitamente variable, de acuerdo con las estructuras culturales históricamente constituidas que 3

Cf., Jacques Ruffié (1986), en Le Sexe et la Mort, Odile Jacob, dice: “...la evolución biológica...a nuestro juicio está terminada en la escala humana”, p.224.

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configuran los sistemas de significación peculiares a cada sociedad humana.

Así, la psicología cultural se propone estudiar las variadísimas maneras en las que las tradiciones culturales y las prácticas sociales regulan, expresan, transforman y transmutan la psique humana. Es el estudio de las formas como el sujeto se constituye en una permanente interrelación con el otro, en el marco de los sistemas culturales que rigen las prácticas sociales en un momento histórico dado. La psique no se da sino en una cultura particular y es esa cultura la que confiere su particularidad a tal psique. La interdependencia, la determinación recíproca, la dinámica de una dialéctica son algunos de los corolarios que se desprenden de este axioma de partida. Así, no se llega a la unidad de un substrato universal, atemporal, ahistórico, y acultural sino a la proliferación de divergencias, es decir de modos de significación diferenciales que constituyen la singularidad y especificidad de cada cultura humana.

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Es una concepción, entonces, anti-esencialista, anti-sustancialista y resueltamente relativista en la que es el orden o sistema de la cultura el que, a tiempo que determina al sujeto, permite la realización concreta de sí, permite que el sujeto se complete a sí mismo y devenga lo que su cultura le capacita -y autoriza- para ser. De otro modo no tendría sino esa forma de existencia de lo puramente incoativo que no ha podido desplegar su potencialidad. Y ya se sabe que aquel que no advenga como sujeto en el lapso debido permanece para siempre por fuera de su plena realización humana (el ejemplo más patético son los famosos “enfants sauvages” (Malson, 1964) que fascinaron a los psicólogos y educadores del siglo XIX y los autistas contemporáneos (Bettelheim, 1967)). Digámoslo en palabras de Marshall Sahlins: “...las estructuras de la mente no son tanto los imperativos de la cultura cuanto sus implementos. Componen un conjunto de posibilidades organizacionales a disposición del proyecto cultural humano, proyecto que, no obstante, gobierna su implementación de acuerdo con su naturaleza, así como gobierna su investimiento con diversos contenidos significativos. ¿De qué otro modo explicar la presencia en las culturas de estructuras universales que, sin embargo, no están universalmente presentes?” (Sahlins, 1976, p. 122-123). De este modo, los dispositivos mentales humanos son los instrumentos a través de los cuales la cultura se ejerce, mas no son los determinantes de ella. Pero, si la cultura es el conjunto de los sistemas de transmisión y de generación de significaciones –siempre discretas, diferenciales, relativas al sistema en el cual se engendran y que al mismo tiempo constituyen–, ¿cómo dejar de reconocer que la cultura es un orden simbólico, y por ende, sólo pensable y analizable en términos semióticos? De nuevo, esto equivale a poner en un lugar crucial y central la dimensión lingüística del ser humano; equivale, dicho con mayor precisión, a pos tular que no hay psicolo-

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gía sino de un ser hablante. O, en aún otros términos, no puede haber psicología sino en la estricta medida en que todas las consecuencias de este hecho primordial pueden ser rastreadas, catalogadas, comparadas, evaluadas y plenamente conceptualizadas. La estructuración semiótica del universo humano, concretándose cada vez en una lengua y en una cultura dadas, se extiende sobre cada aspecto y faceta de la existencia humana. Es esta interpenetración de la cultura y de la lengua, y sus efectos constitutivos sobre el sujeto humano que actúa en dicha cultura y que habla dicha lengua, la que la psicología cultural quiere estudiar. Sujeto, lengua y cultura no son disociables y ciertamente no pueden ser tratados como variables independientes. No pueden, por tanto, contraponerse el individuo y su sociedad, ni el sujeto y el objeto escindirse y mantenerse en aislamiento el uno del otro. No es de asombrarse, por tanto, si entre los autores de épocas pasadas la obra de Lev Vygotski (1991, 1993) –pero también la de George Herbert Mead (1934)– haya adquirido una nueva importancia para los investigadores contemporáneos en la psicología cultural. Y la edición de sus voluminosos escritos que, por primera vez, se comienzan a editar de una manera completa y relativamente aceptable, sin duda aumentará aún más el valor de su orientación para los practicantes de la psicología cultural. Se sabe desde los años sesenta, por supuesto, especialmente entre los estudiosos de la teoría psicológica del aprendizaje, del interés e importancia del concepto de la “zona del próximo desarrollo”. En cambio, sólo hasta hace poco, se ha comenzado a reconocer que “el corazón de la teoría histórico-cultural de Vigotski es la concepción de la organización semiótica peculiar de todas las formas propiamente humanas de la psiquis” (Puziréi, 1989, p. 8-9). Es digno de señalarse, aunque sea de paso, que en este punto central hay un acuerdo importante entre Vygotski y el padre de la lingüística Ferdinand de Saussure.

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Según esta concepción vigotskiana, los límites tradicionales asignados al campo de la psicología debían ser desplazados para ensanchar su territorio, pues éste se había deslindado de modo excesivamente estrecho. Así, se había cercenado a la psicología importantes áreas que legítimamente le correspondían. Vastas zonas para la investigación se habían dejado completamente abandonadas, y Vygotski se propuso, entonces, inaugurar su análisis, abriendo nuevos caminos para la psicología. Reveló la dimensión específicamente psicológica de mucho de lo que hasta entonces no se había considerado como propiamente psíquico: los sistemas mnemotécnicos semióticos (desde el nudo que se hace en un pañuelo como método para recordar hasta los complejos sistemas de representación mnemotécnica en los que Vigotski mismo era un consumado experto), los sistemas de escritura (desde las primeras incisiones de los “primitivos” hasta el sistema alfabético con su violenta disrupción de la unidad silábica natural), los sistemas de anotación numérica (que Brian Rotman (1993) estudia

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modernamente desde la misma perspectiva semiótica), los esquemas y diagramas, las obras de arte (tanto la literatura –la novela, la gran trajedia y especialmente la poesía lírica–, así como las artes plásticas: todas áreas que la psicología académica, a pesar de aislados esfuerzos por constituir una psicología del arte, consideraba provincia de las facultades de filosofía y letras y no del dominio de una disciplina ansiosa por ganarse el reconocimiento general como ciencia pura y dura), la historia de los vestidos, los tatuajes y en general todos los sistemas de signos que constituyen el “medio ambiente” propiamente humano. Por tanto, aun el sistema de los llamados “lunares” o “moscas” que, en la moda de los siglos XVIII-XIX, las europeas se complacían en lucir en partes visibles del cuerpo (rostro o escote) era, para él, objeto digno de la atención del psicólogo.

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Pues, Vygotski se negó siempre a que la psicología o bien se redujera a una concepción fisiologista en la que todas “las formas superiores de comportamiento, que deben su origen al desarrollo histórico de la humanidad, se ponen en una misma línea con los procesos fisiológicos, orgánicos”, o bien se abstrajera en un frío cálculo de los dispositivos mentales, caso en el cual dichas formas superiores “se liberan de todo lo material y comienzan una vida nueva, en este caso eterna, supratemporal y libre en el reino de las ideas, revelándose al conocimiento intuitivo, que toma la forma de una ‘matemática del espíritu’ fuera del tiempo” (Vigotsky cp. Puziréi, 1989, p. 88). De ahí su insistencia en una concepción histórico-cultural, y en una nueva manera de considerar el desarrollo infantil que rechaza todo “el oculto preformismo remanente” que aún perdura en la teoría del desarrollo del niño. Vygotski proporciona las bases para una crítica de la noción, periclitada en embriología, pero pertinaz en psicología, de “génesis”. Pues, dicho llana y escuetamente, la noción de génesis se otorga a sí misma de entrada justamente lo que sólo al final debería poder explicar: está desde el origen ya allí aquello cuyo surgimiento habría que explicar, exactamente como la bellota de un roble contiene ya todo el futuro roble con sus raíces, tronco y ramas, pero en miniatura. Este evolucionismo oculto e insidioso fue objeto de las más severas críticas de Vygotski quien le reprochaba a “la psicología infantil no [querer] saber nada de las transformaciones críticas, discontinuas y revolucionarias de las que está llena la historia del desarrollo infantil y que tan frecuentemente se encuentran en la historia del desarrollo cultural” ( Puziréi, 1989, p. 139). Vygotski hallaba la huella de estas discontinuidades y rupturas en lo que él llamaba, citando a Freud, los “desechos del mundo de los fenómenos”. Justamente tales “desechos” les habían parecido a los psicólogos, hasta entonces, perfectamente desdeñables e insignificantes. Pero en ellos Vygotski veía, al contrario, la manifestación de la adquisición de lo que él denomina “las funciones psíquicas rudimentarias” que

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son “documentos del desarrollo, testigos vivientes de viejas épocas,...importantísimos síntomas históricos” (Vygotski cp. Puziréi, 1989, p. 107). Así como el zoólogo, a partir de un pequeño fragmento de hueso de algún animal fosilizado, reconstruye todo su esqueleto, o como el arqueólogo basándose en una moneda antigua desprovista de todo valor descubre una compleja mutación histórica, o como el historiador al descifrar un jeroglífico puede llegar a leer toda una época perdida de la historia, así también el psicólogo puede leer en lo pequeño lo grande. Y así se produce la sorprendente confluencia del pensamiento de Vygotski con el de Freud: “La psicología sólo en los últimos tiempos está superando el terror que experimentaba en la evaluación vital de los fenómenos y aprende a ver en menudencias insignificantes —estos desechos del mundo de los fenómenos, si usamos la expresión de S. Freud, quien prestó atención, justamente, a la psicología de la vida cotidiana— importantes documentos psicológicos. Nosotros quisiéramos seguir el mismo camino y mostrar en el problema que nos interesa cómo lo grande se manifiesta en lo más pequeño, como dice Freud al respecto” (Vygotski cp. Puziréi, 1989, p. 107). Entre esas pequeñas insignificancias en las que el método “analítico- objetivo” del joven Vygotski se detiene, podemos señalar esta asombrosa lista: “La máquina, el chiste, la lírica, el nudo mnemotécnico, la orden militar”. Nos llevaría demasiado tiempo desmenuzar esta colección aparentemente heteróclita que yuxtapone elementos a primera vista tan disímiles. No obstante, señalo, aunque sea de paso, que todos constituyen, en la nomenclatura de Vygotski, “trampas” (trampas para la naturaleza y trampas para la psique), en las que algo es apresado, aprehendido, y en las que una actividad humana de dominio a través de sistemas mediadores –semióticos– se ejerce.

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La prematura muerte de Vygotski y la subsiguiente tiranía staliniana hizo que su vasto programa quedara sepultado con él. Por lo demás, por genial que Vygotski fuese, es por completo evidente que él solo no habría podido avanzar sino por unos cuantos caminos dentro de este extensísimo campo de la psicología histórico-cultural. De hecho, este programa de investigación tampoco puede llevarse a cabo si es concebido como el dominio exclusivo de los psicólogos propiamente dichos. Y de hecho, los impulsadores contemporáneos de la psicología cultural pregonan la urgente necesidad de acoplar sus esfuerzos a los de los antropólogos, historiadores, sociólogos, filósofos, juristas, semióticos y psicoanalistas. Sus investigaciones concretas (los simposia de Chicago de 1986 y de 1987, bajo los títulos respectivos de “Cultura y Desarrollo Humano” y de “Vidas de Niños en Contexto Cultural”, son una clara ilustración del ejercicio de esta interdisciplinariedad) recurren abundantemente a todas estas disciplinas para la elaboración de los instrumentos teóricos indispensables

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para el tratamiento de los hechos estudiados. Hay que señalar también la aparición reciente de nuevas revistas especializadas, como Psycholgy and Culture, dirigida por Jaan Valsiner.

En efecto, los refuerzos necesarios se hallan ya a la mano o están siendo producidos por muchísimos investigadores en todos los campos mencionados, pues sostengo que en realidad muchos estudios de psicología cultural, especialmente en lo que concierne a civilizaciones pasadas, así como a civilizaciones no occidentales, ya han sido ampliamente desarrollados -con la salvedad de que no han sido hechos por estudiosos que se denominan a sí mismos como psicólogos, sino como historiadores o antropólogos.

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Psicoanálisis y arte Anthony Sampson

Psicoanálisis y arte es un tema sobre cual muchísimo se ha escrito. Existen centenares de libros, tratados, artículos y números especiales de revistas dedicados al asunto. Se ha escrito, pues, enormemente; sin duda se ha escrito en demasía, muchas veces muy mal y sólo excepcionalmente muy bien. No obstante, si tenemos en cuenta esta abultada literatura, sobre todo producida por críticos literarios y del arte pictórico (no necesariamente siempre psicoanalistas), parecería que el uno sí tendría que ver con el otro. Al menos la mera existencia de esta masa de escritos indica que muchos intuyen que algo hay en común, que algo es compartido por los dos oficios. Pero, a pesar de todo lo escrito, a mi parecer, las relaciones entre ellos aún siguen tan inciertas y tan oscuras como siempre. No tengo la presunción en este breve ensayo de aportar la luz que falta sino la de disipar algunas sombras, criticar algunos equívocos persistentes y sugerir algunas nuevas perspectivas. Ahora bien, el psicoanálisis sólo tiene cien años. En cambio, el arte es milenario, existe al menos desde el neolítico, pues las pinturas parietales de la cueva Chauvet tienen más de 30.000 años. Este es un hecho que revela una clara disimetría: el arte no tuvo que esperar la aparición del psicoanálisis para poder existir. Pero también es lícito preguntar: ¿el arte, después del psicoanálisis, sigue siendo el mismo arte? ¿Ha cambiado en algo o no? ¿Ha infiuido la existencia del psicoanálisis para inspirarle al arte nuevos rumbos, nuevos objetos, nuevos modos de realizarse? ¿Existe algo en el arte contemporáneo que pueda claramente atribuirse al psicoanálisis? ¿Se comprueba una mayor sofisticación, por ejemplo, en el tratamiento psicológico de los personajes? ¿Recurren los autores al vocabulario psicoanalítico, a la segunda tópica digamos, para los análisis de los móviles y oscuros designios que impelen a sus creaciones? Me parece que estas preguntas sólo admiten respuestas negativas, o al menos dubitativas. ¿Qué mayor sofisticación psicológica que la que encontramos en las novelas de Jane Austen, Dostoyevski, Tolstoy y Henry James, por ejemplo? Y todos ellos son pre­psicoanalíticos.

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Pero también es claro que otros autores más contemporáneos ciertamente revelan el impacto del psicoanálisis sobre su visión del mundo y de los personajes que lo habitan. Pensemos nada más en algunos novelistas nortea mericanos, como William 1

Este texto se publicó originalmente en el año 2002 en el primer volumen de la revista Entreartes, Universidad del Valle, Cali, Colombia. Se reproduce en este número especial con autorización expresa de su autor.

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Faulkner: Saul Bellow, Philip Roth, e incluso el archi-detractor del psicoanálisis, Vladimir Nabokov. En ellos el psicoanálisis está a flor de piel. Por supuesto, desde antes de ellos tenemos al insigne Thomas Mann, quien proclamaba sin ambages su admiración por Freud, su amistad con él y la importancia del psicoanálisis en el mundo moderno. Pero, ¿afecta realmente al arte como tal –es decir a su objeto– el discurso psicoanalítico? ¿Le dicta o le dona algo sustancialmente nuevo? Dicho en términos aún más directos: ¿hace el psicoanálisis posible un arte nuevo? Creo que hay que responder de una manera decididamente negativa. Algunos han querido insinuar que el monólogo interior, como técnica literaria, empleado por James Joyce en Ulises, debe mucho a la técnica analítica de la asociación libre que suelta las amarras convencionales del discurso, dejándolo errar por los caminos más disparatados. No obstante, el mismo Joyce, en un gesto de modestia y generosidad, reconoció que había tomado prestado esta técnica de Edouard Dujardin, cuya novela Les louriers sont coupés había sido publicada en 1887 antes de la invención del psicoanálisis.

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Un ejemplo más seguro de una nueva forma artística, al parecer de otros, sería más bien la otra gran novela de Joyce, Finnegons Wake. Esta inmensa sinfonía nocturna, para muchos absolutamente ilegible e ininteligible, está gobernada por una lógica que Joyce pretende ser la del sueño. Los recursos lingüísticos desplegados por Joyce en un deslumbrante virtuosismo crean una conmovedora música verbal en la que prima el significante puro, relegando el significado a un segundo plano. No obstante, forzoso es admitirlo, esta novela es absolutamente singular; inimitable y no ha generado una nueva forma artística empleable por otros novelistas. Por lo demás, Joyce parece haber considerado escépticamente al psicoanálisis como una nueva mitología y fue así como lo utilizó en Finnegas Wake. Claro está, también los surrealistas, en otra postura muy distinta a la de Joyce, encontraron temas e inspiración para sus creaciones en el psicoanálisis. Notablemente André Breton, René Crevel y otros de la escuela surrealista eli gieron a Freud –de lo que él se indignó– como su santo patrón. Salvador Dalí también hizo la peregrinación a Londres para visitar a Freud en su refugio poco antes de su muerte, después de haber fracasado en tres intentos de entrevistarse con él enViena. Sin duda, la teoría psicoanalítica fue admirada por los surrealistas y su exaltación de la crea tividad de los sueños les predispuso fuertemente a favor del autor de la Interpretación de los sueños. Pero no está claro que este encuentro dejara de ser un puro malentendido y que el psicoanálisis realmente contara por algo en las producciones literarias y pictóricas de los surrealistas. Freud terminó por admitir que Dalí ciertamente sabía pintar: por más que sus cuadros le resultaban chocantes para su gusto decimonónico. Pero es

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más probable que Dalí haya contribuído al psicoanálisis (y no al revés), mediante su método paranoico crítico, altamente apreciado por su amigo Jacques Lacan (Abribat, 1991). Así, subsisten las preguntas: ¿exactamente en qué consiste la relación entre el psicoanálisis y el arte? ¿En qué consiste la naturaleza de la cópula “y” que se interpone con tanto desparpajo entre los dos? ¿En qué se diferencia el tratamiento artístico de temas suscitados por el psicoanálisis del tratamiento dado a otras temáticas de la modernidad? ¿No formaría el pensamiento psicoanalítico meramente otro componente ineludible del Zeitgeist moderno? Y del lado del psicoanálisis, ¿exactamente de qué se habla cuando se emplea la expresión de “psicoanálisis aplicado”?.

Esta última noción innegablemente sitúa el saber del lado del psicoanálisis. Así el arte consistiría en una especie de materia prima en la que oscuramente se barruntan saberes incipientes, incoados que el docto interpréte reconoce y recoge como los suyos propios. Es decir el arte, como generación de saberes, es francamente tratado de modo condescendiente. No obstante, es seguro que Freud, el padre del psicoanálisis, halló en todas las artes inspiración invaluable para sus propias producciones y elucubraciones. Un solo ejemplo basta: sin Sófocles, Shakespeare y Diderot no hay complejo de Edipo. Es posible, entonces, que las relaciones entre un campo y el otro sean preponderamente unilaterales, es decir que el psicoanálisis sea mucho más deudor del arte que al revés.

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Claro está, también es ampliamente sabido que el psicoanálisis ha propuesto una “explicación” –por lo demás a muy grandes rasgos– de los mecanismos psicosexuales que estarían en la raíz de la creatividad artística.Todo el mundo, entonces, ha oído h hablar de la “sublimación” (término que antes de ser de la química, de donde la tomó Freud, perteneció a la alquimia) y de la transmutación pulsional, la cual elevaría las tendencias primarias hacia las alturas sublimes de la belleza universalmente admirada. Desde este punto de vista, la relación del psicoanálisis con el arte sería extremadamente íntima, aunque es preciso confesarlo, sólo o posteriori – tanto en el sentido de la historia colectiva como en el de la historia individual. Con esto quiero decir que el psicoanálisis, por más que ofrezca reconstrucciones de la infancia del creador: de ningún modo propone modelos de crianza para los niños que garanticen a sus an-

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siosos padres competencias y dotes excepcionales en sus hijos. Existen métodos para asegurar que los hijos se vuelvan de los cien mejores tenistas del mundo. Incluso hay métodos (el de Suzuki entre otros) para que el chiquito se convierta en un consumado violinista. Pero no hay receta psicoanalítica par·a transformar a un hijo en un creador renombrado.Y lamentablemente también hay que confesar que la cura psicoanalítica ni está diseñado para convertir a los analizantes en artistas –cosa que alguna que otra vez sucede2– ni tampoco para fomentar especialmente la “sublimación”.

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Es decir la teoría psicoanalítica se limitaría a ofrecerse como “explicación”, ex post facto, del acto creativo. Retrospectivamente sería posible, por ejemplo, hallar en la fantasía infantil de Leonardo da Vinci3–un buitre ha bajado de los cielos para posar·se en el bor·de de la cuna del futuro genio y ha colocado suavemente su cola entre los labios del lactante y la ha movido con gran delicadeza para el deleite y susto del bebé– la clave para la comprensión de su singular destino de creador infatigable en múltiples dominios de la inventiva humana . Así, en esta visión, aun si el psicoanálisis no existía en ese entonces, hoy en día detentaría el saber para explicarnos por qué la vida infantil, reconstruida siglos después, ha ejercido una función determinante sobre las competencias artísticas del adulto. Llevado a su extremo, esta postura no vacilaría en recrear la vida infantil del anónimo escultor egipcio que creó el busto de la reina Nefertiti para así explicarnos cómo habría podido esculpir su tan inolvidable naricilla. Pero Freud (1963) mismo alertó en una carta (7 de noviembre de 1914) al pintor Herman Struck que su reconstrucción de la infancia de Leonardo fue “un trabajo de tipo literario4” y en su texto mismo lo trata de un jeu d’esprit. De hecho, el análisis del recuerdo infantil de Leonardo es mucho más un aporte a la teoría psicoanalítica de la fantasía y de su pregnancia en la vida psíquica que una contribución a la exploración de la sublimación, a la biografía de Leonardo o a la historia del arte. No hay ninguna ambigüedad en lo que enuncio. Con toda franqueza, la posición que acabo de esbozar me parece irremediablemente ingenua e insostenible –por más que parezca ser la de Freud. Si bien el psicoanálisis ha contribuido enormemente a enriquecer nuestro entendimiento de la vida psíquica, si ha colaborado decisivamente para hacernos abandonar para siempre una visión unidimensional de los asuntos

2

Me vienen a la mente los nombres de Marie Cardinal (les mots pour le dire, etc.) y de Pierre Rey (Le Grec y otras novelas).

3

Desfortunadamente, se sabe hoy en día que el término empleado por Leonardo no fue “buitre” sino, en italiano, “nibbio” que es “milano” en español. Este no es un mero detalle pues demasiado en el estudio de Freud se construye a partir de lo que el término de “buitre” permite.Véase: Schapiro, M. (1968) Freud and Leonardo: An Art-Historical Study. En. M. Schapiro (1994). Theory and Philosophy of Art: Style, Artist and Society. Selected Papers 4. George Braziller.

4

E.H.Gombrich en su “Estética de Freud”, incluído en Gombrich, E.H. (1971). Freud y la Psicología del arte. Estilo, forma y estructura a la luz del psicoanálisis, Barral, cita esta expresión de Freud como “mitad ficción novelesca”. Freud, en la carta citada, a continuación dice a su corresponsal que le enviará un ejemplar de su libro y lo califica como una “nimiedad”.

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humanos, si ha elaborado en sus grandes rasgos los componentes pulsionales infantiles que influyen de una manera determinante sobre la vida adulta, ciertamente no ha penetrado más que de una manera apenas incipiente en el misterio de la creatividad. Los diversos elementos que el psicoanálisis ha aportado pueden resultar sumamente valiosos, pero distan mucho de ser una elucidación cabal de un fenómeno que nunca pierde su carácter sorprendente y sorpresivo. Dicho en otros términos, se buscará en vano en el psicoanálisis algo que podría llamarse una teoría del arte, o una teoría de la creación artística. El psicoanálisis, por encima de todo, es una praxis, es decir un procedimiento terapéutico sui generis. Secundariamente, es una vasta construcción teórica que ha sido elaborada en una estrecha interacción con los resultados clínicos para dar cuenta de los mecanismos psicológicos en juego en el proceso de la cura. Sin el trabajo clínico inicial, la teoría psicoanalítica habría sido imposible, porque no es fruto de la introspección ni de la experimentación, y en ese sentido se constituye en una franca ruptura con la psicología tradicional. Es sabido que Freud, luego de los primeros tiempos, concibió el psicoanálisis como una ciencia de la vida psíquica en todas sus dimensiones, abarcando así la mitología, la historia de la cultura, de las religiones, etc. Y después de Freud no han faltado quienes hayan pretendido “aplicar” el psicoanálisis al estudio de la literatura, el arte pictórico, la historia de la filosofía, de las ciencias e incluso de las matemáticas (la música es una excepción casi total, salvo la ópera en la que de nuevo es la trama narrativa la que proporciona un apoyo decisivo). Algunos han denunciado en esta aspiración de abarcar a la vida psíquica en su conjunto una especie de imperialismo dogmático. Sea como sea, Freud siempre tuvo el arte a su vera, y junto con la ciencia fue el modelo al cual quiso ceñirse en la invención de la nueva disciplina fundada por él. En lo que acabo decir el término fundamental es el de “disciplina”, pues el arte es ante todo una disciplina, una ascesis, una exigencia de rigor, de precisión, de exactitud. En ese sentido –y sólo en ése– el psicoanáisis es un arte, según el anhelo de Freud.

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Ahora bien, el problema mayor en la construcción de un puente sólido entre el psicoanálisis y el arte es de índole metodológica. El psicoanálisis como praxis clínica clásicamente opera remontándose a las causas antecedentes de los síntomas actuales, explorando los acontecimientos del pasado y el sentido que estos han cobrado para el analizante. El psicoanálisis estudia especialmente las formaciones del inconsciente y, para hacerlo, debe provocar asociaciones que susciten el pasado. De allí que al tomar la obra de arte como un producto de la vida psíquica, los psicoanalistas que lo han intentado, busquen remontarse igualmente al pasado infantil del ar tista para comprender cómo los acontecimientos de su infancia determinaron los

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temas de su creación. Esto crea el problema de que un tercero –el psicobiógrafo– es quien establece las asociaciones entre obra e historia personal. Obviamente, mientras más lejano en el tiempo esté un artista, más remota es la posibilidad de conocer su psiquismo y la influencia de este sobre su creación. Con lo cual estoy apuntando a otro aspecto importante: el psicoanálisis funciona demasiado a menudo con la idea básica de una universalidad de las operaciones psíquicas.

Pero los estudios históricos y culturales han demostrado que los hombres de otras épocas y de otras latitudes no necesariamente tenían la misma mente y la misma sensibilidad de nosotros los modernos de la herencia occidental. Su tradición puede ser muy otra, y en la creación artística la tradición posee un peso muy especial, como más adelante lo recalcaré. De allí que sea más factible tratar de relacionar un cuadro de Salvador Dalí, por ejemplo, a partir de sus escritos autobiográficos que uno de Leonardo a partir de su diario secreto.

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No obstante, esta posición es la que motiva la tentación mayor en la que han caído los autores que intentan esta aproximación entre el psicoanálisis y el arte. Es decir, la tentación de construir una psicobiografía del artista que pretendidamente daría cuenta de la obra de arte. Pero así sólo se logra que la especificidad de la obra se diluya en el anecdotario del creador. Las menudencias triviales de una vida, generalmente poco distinguida por sus cualidades “superiores” (piénsese en la de Rimbaud, por ejemplo), explicarían la génesis del cuadro, del poema, de la novela, de la partitura, de la coreografía, de la estatua, del edificio, del paisaje, de la voz que nos conmueve.

Esta desafortunada tendencia conduce al abandono de la obra como tal. Y los críticos se entregan al escrutinio de la vida del artista, dejándose fascinar por la dimensión imaginaria y descuidando lo simbólico propiamente dicho, su estructura y su funcionamiento.

En cierto sentido, se trata de una repetición del debate que opuso Proust (1954) al crítico Sainte-Beuve. Es una polémica antigua, entonces, y que ha debido cerrarse hace tiempo acordando la victoria a Proust. Pero tal es la fascinación ejercida por la vida que Sainte-Beuve tuvo su revancha en la biografía que George D. Painter (1967) hizo de Proust. Painter se deleita en descubrir, debajo de los disfraces de los personajes de la ficción, figuras reales de la infancia y vida adulta de Proust. Prácticamente no deja de esculcar ningún rincón de la novela, abriendo todos sus cajones secretos. Sin embargo, no aporta ni un elemento para hacer intelegible por qué podemos considerar el magnum opus de Proust una obra excelsa de arte. Por supuesto que toda creación es en últimas autobiográfica, como dijo Borges. Pero lo es en últimas. Porque es preciso entender que la obra posee una autonomía, una vida propia, si es una obra digna de ese nombre.

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Ahora bien, esto es válido en todos los terrenos de la creación, artística o no. Consideremos rápidamente un ejemplo tomado de la historia de las ciencias. Ciertamente la biografía de Newton es fascinante (Christianson, 1987). Es una sorpresa descubrir que Newton, el fundador de la ciencia moderna y saludado por tantos como la encarnación misma del espíritu científico, estaba literalmente obsesionado por dios. La colección de sus obras completas contiene diez veces más páginas dedicadas a discusiones teológicas que a problemas científicos. Sin embargo, el entendimiento del sistema newtoniano, como sistema, es completamente independiente de que estemos enterados o no de las convicciones y creencias de Newton. Su fe en dios, y sus escritos teológicos en nada iluminan sus ecuaciones. En gracia de discusión, podemos admitir que si no hubiera creído en dios quizá no habría podido hacer ciencia. Pero también hay que admitir que millones de sus contemporáneos en el siglo XVIII creían en dios y no hicieron absolutamente nada para hacer avanzar las ciencias. Es decir, las convicciones religiosas nada dicen respecto a la competencia científica. Por ejemplo, un siglo después, Engels, un ateo absoluto, escribirá La Dialéctica de la Naturaleza, un libro que no aportará lo más mínimo para ninguna ciencia de la naturaleza. Entonces, por más que conozcamos en íntimo detalle la vida cotidiana, desde el nacimiento hasta la muerte, y poda mos inferir, por sus acciones, actitudes, e inclinaciones, la organización psíquica profunda, por ejemplo, de Wolfgang Amadeus Mozart, nada de esto ayuda a explicar cómo fue posible la creación ni siquiera de las más simples de sus creaciones, a los seis años de edad (¡!), como los minuetos K.4 o K.5 de 1762 –sin hablar de ninguna de las obras mayores . La psicobiografía puede resultar apasionante y revelarnos desconcertantes secretos de la vida íntima de un artista, pero no ilumina para nada el acto creativo. Una vida tristemente normal, desde el punto de vista de la ineptitud creativa, puede contener detalles igualmente escabrosos que tampoco explican la incapacidad artística. No soy enemigo por principio de las biografías, aunque a menudo –si no son hagiográficas– son simplemente tediosos exámenes de la ropa sucia del héroe. Supuestamente Napoleón decía que no hay gran hombre para su lacayo, y desafortunadamente muchos biógrafos revelan su vocación de lacayos.

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En cambio, si la biografía es el pretexto para una reconstrucción histórica compleja e intertextual que arroja luz sobre un personaje y una época necesariamente ambiguos y escindidos, no le veo ningún inconveniente (un ejemplo magnífico de este tipo de biografía es la de Steven M. Nadler de Spinoza o la de Firbanks de Diderot). Pero lo que me parece intolerable e inadmisible es que la especulación, psicoanalíticamente desorientada, se apodere de los datos de una vida para “explicar” el surgimiento y el sentido de una obra (uno de los ejemplos más grotescos de este proceder es el de Marie Bonaparte (1958) en su estudio sobre Edgar Allan Poe, y más contemporánea-

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mente, la biografía de James Miller (1993) de Michel Foucault –sin hablar de la psicobiografía de Jacques Lacan cometida por Elisabeth Roudinesco, 1993).

Entonces, a lo sumo, la psicobiografía (en versión lacayuna o circunspecta) puede ser aleccionadora en la medida en que nos permita desmixtificar al creador que con demasiada frecuencia tendemos a idealizar. Quizá sea saludable descubrir que el gran hombre podría parecernos en sus debilidades y en sus inconfesadas predilecciones. Constituye una lección de tolerancia, pero sobre todo con nosotros mismos que pretendemos, o nos imaginamos, como decía Freud, ser mejores de lo que somos y de lo que podemos ser.

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La otra inclinación desafortunada que ha caracterizado las relaciones del psicoanálisis con el arte consiste –y esto concierne sobre todo al análisis de obras literarias, teatro y novela sobre todo– en lo que habría que llamar una falacia antropomórfica. Es decir; se trata de la tendencia a tomar los personajes presentados en escena o en las páginas de una novela como personas reales, que luego son analizados como si estuvieran sobre el diván, tomando sus parlamentos, sus acciones y sus recuerdos ficticios como si fuesen asociaciones libres. Estos personajes literarios son sometidos, entonces, a pormenorizados análisis: detalles ínfimos permiten la construcción de diagnósticos que los convierten en ejemplares puros de neurosis, perversiones y psicosis. Así, se construyen cuadros psicopatológicos a partir de personajes novelescos que se convierten, a su vez, en prototipos de supuestas patologías que serán endilgadas a personas que nada tienen de invención literaria. Probablemente el más ilustre ejemplo de esta corriente interpretativa sea el destino, primero que todo en manos de los psiquiatras, de Madame Bovary. Desde Jules de Gaultier “el bovarismo” se convirtió en el nombre de un temible mal que amenazaba a la sociedad entera.Un nuevo flagelo había hecho su aparición por primera vez en las páginas de Flaubert. Por supuesto, no faltaron algunos para denunciar en el escritor mismo la presencia de una insidiosa enfermedad que habría sido etiológicamente responsable de su crea ción de un personaje tan enfermizo como Emma, y con mayor razón cuando, según se cuenta, Flaubert habría exclamado: “¡Madame Bovary soy yo!”. Aquí abordamos, entonces, un nuevo tema: el de la incidencia innegable de la literatura sobre el psicoanálisis, pero pasando primero por la psiquiatría, cuya psicopatología fue en gran medida legada al psicoanálisis. El siglo XIX, sobre todo, fue pródigo en la invención de cuadros nosológicos derivados de experiencias de lectura. Sin embargo, fue el siglo XVIII, el siglo de las luces, el que inauguró lo que pronto se volvería una auténtica tradición de explotación de la literatura para propósitos psicopatológicos en el siguiente siglo.

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El padre de toda esta escabrosa progenie fue Jean­Jacques Rousseau quien, en sus Confesiones, descubrió ante Europa entera su predilección por el vicio solitario practicado, en particular; durante la lectura de libros que, en términos de Rousseau, una dama leía sosteniéndolos con una sola mano. En esa época, aún no había sido acuñado el término de “masturbación”, que sólo sería preferido al término de “manustupración” hacia mediados del siglo XIX. Pero el término previamente elegido había sido el de “onanista”, que gozó durante muchos años de gran favor y es aún hoy en día empleado con cierta frecuencia. Rousseau tampoco tuvo empacho en contar la experiencia, a los ocho años de edad, de haber recibido de manos de la Srta. Lemercier; una agraciada joven de 30 años, unas vigorosas palmadas en su trasero desnudo. A pesar de la vergüenza y del dolor; Rousseau experimentó una indudable oleada de sensualidad que le hizo anhelar una repetición de la experiencia de castigo infligido por la misma blanca mano. Pero, ¡ay! la segunda vez el castigo fue abruptamente interrumpido, porque la Srta. Lemercier percibió un signo anatómico inequívoco de que la punición estaba surtiendo un efecto indeseado. Así, con Rousseau nace no sólo el “onanismo” sino también el “pasivisimo”, porque habría que esperar hasta el siglo XIX para que Krafft-Ebing (1955), después de su lectura de las novelas de Sacher-Masoch, inventara el término de “masoquismo”. En una carrera de alarmante celeridad van apareciendo, a partir de la literatura –no exclusivamente la de los novelistas, hay que decirlo, sino también de la literatura confesionaria de colaboradores espontáneos (de imaginación inflamada) de los psiquiatras– nuevas entidades patológicas que luego serán empleadas para diagnosticar, clasificar y tratar jurídica o médicamente a personas de carne y hueso. Los primeros, puestos al descubierto por Jean-Jacques Rousseau, como ya lo he dicho, son los “onanistas”:una es pecie particularmente temida, pues se suponía que se debilitaban y que su vergonzosa tara innata o adquirida podría ser transmitida –en el segundo caso lamarkianamente– a las siguientes generaciones, poniendo en peligro la virilidad bélica y la capacidad de trabajo de la nación entera. Luego vienen los “erotómanos” de ambos sexos, presos de una insaciable lascivia: “ninfomanía”, y “satiriasis” eran los nombres de sus enfermedades escalofriantes. La Naná de Zola (tomado del personaje de los Raggionomiento de Pietro Aretino (Findlen, 1996) del Renacimiento italiano) será tomada como prototipo de la afección femenina, pero ya, desde el siglo anterior, el anónimo Anécdotas sobre la Condesa du Barry había conferido forma a ese tipo de mujer enferma del sexo (Darnton, 1996).En seguida se denuncian a los “feministas”, es decir originalmente hombres afeminados des Esseintes, el héroe de la novela Là Bas de Joris-Carl Huysmans de la llamada escuela decadentista será su modelo, y luego, claro está, el Dorian Gray del Retrato de Oscar Wilde. Los “tiranistas” también son descritos –obviamente el Marqués de Sade proporcionará

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su versión más desarrollada en sus novelas y así Krafft-Ebing (1955) hallará el epíteto de “sádico” ya prácticamente listo. Los “pasivistas”, como ya lo he dicho, serán los futuros “masoquistas”. Y hay todo el largo cortejo de “necrofílicos”, “uranistas”, “coprofílicos”, “degenerados”, “cleptomaníacos”, “oniomaníacos” (los que padecen la manía de ir de compras), “fetichistas”, “parósmicos” (los que se deleitan en aspirar olores pútridos), “voyeuristas”, “exhibicionistas”, “frotteurs” (frotistas), “frôleurs” (rozadores). etc., etc. que pululan en algunas de las obras más leídas de Emile Zola (Vernon, 1997). El Vientre de París, La Bestia Humano, El Doctor Pascal son algunos de los títulos más sobresalientes en esta veta. Naturalmente, Zola mismo será vilipendiado por enfermizo. Sobre todo será clasificado como “parós mico” por su gusto, supuestamente mórbido, por los olores fuertes y nauseabundos que son descritos inolvidablemente en sus libros. En particular, su descripción de los muy diversos olores de los quesos será tomado como evidencia de su profunda anormalidad. Y también será reprochado por la construcción de personajes aquejados de “oniomanía”, entregados compulsivamente a las compras.

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Sólo tardíamente aparecen los “homosexuales” (el término es acuñado apenas en 1868), y, por supuesto, la literatura sólo los retrata con gran discreción (en esa época es el amor que no osa decir su nombre, en palabras de Oscar Wilde) pero sin dejar al lector ningún riesgo de equivocarse.Y, por último, aparece esa alarmante categoría de tan difícil explicación etiológica y manejo clínico: los “heterosexuales” (Halperin, 1995; Katz, 1996).

Claro está, para ser justos,hay que decir que la literatura, y el arte en general, no ha constituido sólo una fuente de malentendidos y de creación de categorías espurias. La literatura, especialmente, arroja luz sobre la clínica. Si nos guardamos de la falacia antropomórfica, si no nos abalanzamos a tomar las criaturas de la ficción por personas reales, el análisis de sus actos, dichos y pensamientos puede sernos extremadamente útil para dilucidar en lo real de la clínica intrincados problemas psicológicos. Para convencerse de ello basta con recordar la lectura freudiana en Los Siniestro de cierto cuento de Hoffmann (El Hombre de la Arena). O su estudio sobre el Tema de la Elección de los Tres Cofrecillos. Igualmente, deslumbrante es el análisis lacaniano de Hamlet, pero precisamente Lacan no toma a Hamlet como una persona real. Por eso no hace de él ni un histérico, ni un obsesivo, ni un melancólico, ni ilustración de ningún cuadro supuestamente psicopatológico. Hamlet es la obra de una imaginación poética sin rival y en esa medida Lacan puede leer en ella el drama, nada menos, del deseo humano como tal.Y de Shakespeare, el autor, por supuesto, Lacan no dice ni una sola

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palabra. Joyce, en cambio, lector de la Interpretación de los Sueños, y los breves comentarios que allí hace Freud sobre Hamlet, presentará, mediante Stephen Dedalus, una tesis claramente paródica de la interpretación freudiana. Porque Joyce, como Lacan también lo ha mostrado, mediante su arte ya no requiere de la hipótesis del padre. Quiero concluir con unas tesis fuertes. El psicoanálisis no es una nueva estética, ni aporta estrictamente nada para el entendimiento de la obra artística literaria, pictórica, musical, o lo que sea en cuanto obra. Es posible que el psicoanálisis esté suspendido del Edipo, pero eso no lo califica en nada para reconocerse en el texto de Sófocles, como lo dice Lacan. En cambio, aporta, cuando el análisis es fino y riguroso, mucho para el psicoanálisis mismo. Los artistas son los que, desde Freud mismo, han enseñado a los analistas, y no al revés. Esta es la posición que contemporáneamente Pierre Bayard preconiza (1993): la literatura aplicada, aplicada al psicoanálisis. Bayard pretende invertir la relación epistemológica entre psicoanálisis y literatura: el saber no está del lado de este sino que la literatura puede instruir al psicoanálisis, abriendo posibilidades teóricas, reservas de teorización posible. Es este el punto de vista que también creo que valdría la pena intentar adoptar. Por otra parte, el ejercicio del psicoanálisis por sí mismo no tiene por qué conferir ninguna competencia especial para dilucidar la eficacia estética de una obra. Lacan de nuevo fue quien precisó que la práctica clínica no habilita el menor juicio literario. El complejo de Edipo –al menos en su versión de sainete vienés– ciertamente no es universal. Por lo demás, una llave que abre todas las puertas no es una llave sino una ganzúa, como lo dijo Vigotski (1971) herramienta de apartamenteros, agrego yo. A lo sumo, la llamada crítica psicoanalítica permite escribir novelas psicoanalíticas sobre novelas (un ejemplo excelente y pésimo.a la vez es Marthe Robert (1972): Orígenes de la Novela y Novela de los Orígenes). Pero no otra cosa es generalmente la misma crítica literaria. Esta produce lecturas creativas que se vuelven caducas con el paso de los años, y nuevas generaciones vuelven a leer las mismas obras, o contemplar los mismos cuadros produciendo nuevas lecturas e interpretaciones.

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Se dirá que, de todos modos, la obra necesariamente hunde sus raíces en el inconsciente. De acuerdo. Pero una obra de arte no es una formación del inconsciente, análoga al lapsus, al Witz, al sueño, a la fantasía, al síntoma. Sobre todo una obra de arte no es un síntoma, si es una obra de verdad (Joyce “le sinthome”, en el decir de Lacan, es el hombre santo, un hombre sin síntomas). Raymond Roussel se lee por sus novelas, no como un caso psiquiátrico. Lo mismo es cierto para Antonin Artaud, Gérard de Nerval o el Conde de Lautréamont, etc., etc. En cambio, lo mismo no puede decirse de las Memorias del Presidente Daniel Paul

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Schreber. Sigue siendo un misterio, no esclarecido por ningún crítico literario, la razón por la cual la autobiografía de Schreber es un documento psiquiátrico y no una obra de arte, mientras que la de Casanova o la de Benito Cellini, por no decir la de Rousseau, son insignes creaciones literarias.¿En qué consisten los criterios en que basamos nuestra recepción estética? Es una pregunta similar –y a la vez diferente– interrogar por qué hoy en día nadie lee las tragedias deVoltaire, las de Séneca, o las épicas de Ariosto y de Torquato Tasso. Nuestra recepción estética no es la de antaño y esas obras ya no nos hacen estremecer. Pero por más que nos parezcan tediosas no las tomamos por manifestaciones schreberianas de la locura.

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Claro está, la puesta en relación de una obra artística y aspectos muy íntimos de la vida de quien la produjo a veces aclaran el por qué de la repetición e insistencia obsesiva de ciertos temas. Dalí por ejemplo estuvo obsesionado por la imagen del Angelus de Jean-François Millet. Introdujo este cuadro en sus propias telas: Gala y el Angelus de Millet precediendo a la la llegada inminente de las anamorfosis cónicas ( 1933), Reminiscencia arqueológica del Angelus de Millet (1933), Busto de mujer retrospectivo ( 1933), Los atavismos del crepúsculo (1934), Retrato de Galo o el Angelus de Gola (1935), Dalí interpretando el Angelus ( 1935), Lo estación de Perpignan (que incluye los personajes del Angelus, 1965), Aurora, mediodío,atordecer y crepúsculo ( 1979). El estudio de Claude Amirault sobre algunos cuadros de Dalí, muestra cómo el hermanito muerto de su historia familiar reaparece en su obra de múltiples maneras.

Dalí, mediante su método paranoico-crítico, había intuido que en el Angelus de Millet el pintor había originalmente pintado en medio de la pareja que reza un pequeño ataud de un niño. En 1963, Dalí logró que se hiciera el análisis radiológico de El Angelus, y se descubrió que, en efecto, Millet había pintado, entre la pareja de campesinos que oran al atardecer, el ataud de un bebé que, luego de haberlo pintado –afortunadamente– borró (Amirault, 1982). Es cierto, entonces, que el hermano mayor, muerto antes de que Dalí naciera, que llevaba su mismo nombre: Salvador, no fue un incidente anodino.No obstante, El Angelus de Dalí es ante todo un homenaje a Millet, cuya obra tuvo un efecto fulgurante sobre Dalí. Pero Dalí también sabía de la relación especialmente intensa que Van Gogh tuvo con la obra de Millet, notablemente, de nuevo, con El Angelus que copiaba obsesivamente a partir de tarjetas postales en los peores momentos de sus crisis. A su vez, la vocación de Millet tuvo su origen en su encuentro con un dibujo de Miguel Angel en el Louvre que representaba a un hombre desmayado. Roland Léthier (1996) en su estudio del Angelus de Dalí establece una serie que se puede representar: Miguel Angel → Millet → Van Gogh → Dalí. Y Léthier escribe:

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“Se encuentra el apoyo para la creación en la obra de un predecesor: Este apoyo es distinto de lo que se llama la influencia artística: no se retoman los temas, el estilo, la manera de pintar: La posición deseante y creativa no se escribe en los términos familialistas del tipo: ‘de padre en hijo... ‘, tomará su fuente en lo que otro ha figurado, se escribirá entonces: dibujo por carecer de ser”. El arte nace del arte. No hay arte por fuera de una tradición, de una técnica heredada, de una vital relación de aprendizaje (lo que en inglés se llama apprenticeship) en la escuela de un maestro.Aquí conviene introducir la reflexión de E. H. Gombrich: el arte no existe, sólo existen artistas capaces de transmitir la técnica y, sobre todo, el deseo de crear. Pues el inconsciente solo no es genial ni creativo. Millet fue el maestro de Dalí, su Angelus fue la forma en la que Dalí pudo captar, capturar la falta en el otro y la fuente de su deseo de pintar. Esa falta fue reconocida como la suya propia y tomada como su principio inspirador. El concepto freudiano de “sublimación” sigue estando tan oscuro como lo dejó Freud. Otro concepto psicoanalítico de una oscuridad casi igual es la de “identificación”. Paradójicamente, quizá sea mediante la coojunción de esas dos oscuridades como alguna luz se pueda arrojar sobre el proceso creativo. El vínculo está constiuido, por un lado, por la subjetivación del artista singular y, por el otro, por el objeto constituido en y por la obra de arte. Es la relación entre el proceso de subjetivación y la constitución del objeto, tal como adquiere forma en la obra de arte, lo que eventualmente podría ayudar a aclarar el misterio de la “sublimación”.

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La psicoterapia como artefacto cultural Anthony Sampson

Resumen

Cualquiera que sea la forma que revista, la psicoterapia es común a la humanidad entera. Hoy día, en el mundo occidental, centenares de psicoterapias están en el mercado. Buena parte, si no todas, se pueden atribuir al contagio freudiano vaticinado por el mismo padre del psicoanálisis. Aunque Freud creyó haber fundado una psicoterapia científica, nunca postuló que su invento fuera la única terapia posible. La cientificidad del psicoanálisis ha sido severamente cuestionada en las últimas décadas. No obstante, no existe criterio alguno para decir qué sería una psicoterapia científica. La diversidad de las etnoterapias, tanto las de la antigüedad como las contemporáneas en la sociedad moderna y en las premodernas actuales, es innegable. En lugar de repudiarlas a todas como precientíficas –ya que no existe criterio de demarcación– lo razonable sería estudiarlas para intentar explicitar su lógica interna.

Palabras claves Psicoterapia; Etnopsicología.

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Se atribuye a Dostoyevski el dicho de que toda la generación de escritores rusos, de la que él formaba parte, había salido de debajo de «El Capote» de Gogol (1968). En la historia de las leras es seguro que el modelo de un solo maestro basta para inaugurar toda una tradición. Generación tras generación, el legado se transmite, se enriquece y adquiere progresivamente la densidad y los rasgos característicos de una literatura nacional. La diversidad resultante de estilos, de temáticas preferidas, de géneros empleados, contribuye a formar un patrimonio cultural distintivo. Parodiando a Dostoyevski, tal vez podríamos decir que, si no todo, al menos una buena parte del enjambre de psicoterapias actualmente existentes ha salido de debajo del diván de Freud. No se sabe si la historia es apócrifa pero, supuestamente, al desembarcar en los EE.UU., en 1909, Freud habría dicho a sus acompañantes, Jung y 1

Este texto tuvo su primera aparición como ponencia en el “XXXIX Congreso Nacional de Psiquiatría, Bucaramanga, 12 al 16 de octubre, 2000. Posteriormente, fue publicado con el mismo título en la Revista Colombiana de Psiquiatría, vol. XXX, núm. 4, 2001, pp. 359-368. Se reproduce en este número especial con autorización expresa de su autor.

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Ferenczi: «No saben que les traemos la peste». Sea auténtica la anécdota o no, la peste freudiana, pero especialmente las nuevas cepas derivadas de ella, no han se han reproducido en ningún otro lugar del mundo con tanto éxito.

Primero fueron los discípulos disidentes quienes se conviertieron a su vez en cabezas de escuela: Alfred Adler, Otto Rank, Ludwig Binswanger, Erich Fromm, Karen Horney, Carl Jung, Fritz Perls, Wilhelm Reich, Carl Rogers, Harry Stack Sullivan, Igor Caruso. Luego vinieron aquellos que se definieron como opciones distintas al freudismo con el cual guardaban poco lazo, si acaso alguno: la psicosíntesis de Roberto Assagioli, el análisis transaccional de Eric Berne, la terapia racional-emotiva de Albert Ellis, la EST de Werner Erhard, la logoterapia de William Glasser, la terapia primal de Arthur Janov, la terapia psicodélica de Timothy Leary, la terapia bioenergética de Alexander Lowen, la psicología humanista de Abraham Maslow, la psicocibernética de Maxwell Maltz, el psicodrama de Jacob L. Moreno, la psicología de las profundidades de Ira Progoff, la integración estructural o Rolfing de Ida Rolf.

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La lista se alarga alarmantemente si incluimos a todas las técnicas de «self-improvement», de auto-superación: el realismo estético, el entrenamiento para la asertividad, la proyección astral, Meher Baba, el método de Bates, modificación del comportamiento, bioritmo, terapia de danza, Esalen, terapia familiar, el método de Kelley, terapia zonal, terapia de grupo nudista, la meditación trascendental y, por supuesto, las importaciones orientalizantes: yoga, zen, I Ching, y las artes marciales que, al decir de sus partidarios, paradójicamente fomentarían el pacifismo. El catálogo completo registraba más de 300 nuevas terapias en un censo establecido ya hace veinte años (Tytell, 1980). Es seguro que hoy día el número debe ser aún mayor.

Por lo demás, no incluyo lo que ha sido bautizado La Nueva Era y las corrientes y agrupaciones propiamente espiritualistas o religiosas, aunque la psique, desde su invención en Grecia antigua, ha estado íntimamente asociada con el más allá y lo sobrenatural. Sin embargo, no puedo dejar de recordar que la Sociedad para la Investigación Psíquica, fundada en Londres en 1882, tuvo afinidades muy tempranas con la Sociedad Teosófica, creada por Madame Blavatsky, ha engendrado una descendencia ininterrumpida hasta nuestros días: Annie Besant, Krishnamurti, Rudolf Steiner, Gurdjieff, Ouspensky, y las doctrinas actuales de Subud y de Sufi (Washington, 1993).

También vale la pena señalar que «un psíquico» en inglés, a psychic, designa «una persona supuestamente sensible a influencias o fuerzas psíquicas [sobrenaturales]; una médium» (Random House Unabridge Dictionary, 1993). Aristóteles hizo lo que pudo por distinguir el nous de la psique, pero el alma siempre ha estado sobre la cuerda floja entre el materialismo y el espiritualismo.

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Sin lugar a duda, parte de la singularidad de la cultura occidental contemporánea puede reconocerse en esta proliferación fantástica de psicoterapias. Lo que algunos llaman la «alienación del yo moderno» se ve expresada en la búsqueda desesperada de métodos para la realización de sí. La híperconciencia puesta en los propios procesos anímicos, la vigilancia extrema de las oscilaciones humorales, junto con la promoción cada vez más exacerbada de la imagen de sí, conducen a una extrema vulnerabilidad que puede reclamar un apuntalamiento psicoterapéutico constante. En los EEUU hay cerca de 35,000 psiquiatras, más de 60,000 psicólogos profesionalmente formados de acuerdo con pautas académicas consensuales, hay más de 100,000 trabajadores sociales autorizados a ejercer terapia, pero puede haber tanto como un millón de terapeutas legos sin licencia estatal (Kleinman, 1988). Claro está, hay que guardar las debidas proporciones: Colombia no es los Estados Unidos. Pero la tendencia es semejante, y si no fuera por el éxodo de los mandos superiores y de los cuadros medios, debido a la recesión económica y a la guerra sucia, los psicoterapeutas –que cada año son más numerosos por la multiplicación de programas de estudios de psicología– gozarían de una fortuna análoga a la de sus colegas norteamericanos. Ahora bien, algunos podrían indignarse ante este estado de cosas, y acusar de charlatanería a los practicantes de estas terapias exóticas e insólitas. Otros airadamente pueden denunciar la laxitud de las autoridades estatales. Y aún otros, más filosóficamente tolerantes, sonreirán ante la infinita credulidad de la sufriente condición humana. Podríamos también atribuirlo todo a un fenómeno de la psicología social: serían meras modas californianas de efímera duración, lo que a menudo ha sido efectivamente el caso. Sin embargo, parece más prudente indagar por lo que puede estar sucediendo en las sociedades contemporáneas para que semejante oferta de terapias no sólo tenga demanda sino que aparentemente sea necesaria.

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Por tanto, antes de precipitarnos a condenar o a reír, deberíamos preguntarnos si existe una pauta de evaluación que permita distinguir entre la paja –es el caso de decirlo– y el grano. Las estadísticas permiten, de acuerdo con el criterio de la satisfacción del usuario, afirmar que el mismo porcentaje de éxitos y de fracasos puede ser atribuido a todas las formas de terapia actualmente en el mercado (Horgan, 1996). No obstante, nadie ha podido definir qué es un éxito y qué es un fracaso. Así, si no hay un fundamento teórico para establecer que una cura es mejor, o de una naturaleza cualitativamente superior, ¿cómo estipular normativamente qué terapias son lícitas y las que no lo son? Es imposible y también indeseable legislar, porque, como ya lo dijimos, no hay criterio evaluativo seguro, y porque la inflexibilidad jurídica sólo conduce a lo peor: la clandestinidad y el aumento de la potencia de atracción de las prácticas prohibidas.

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¡Imagínese cómo se elevaría el costo de la consulta con el experto en leer el tabaco, y cómo se improvisarían de la noche a la mañana una multitud de pseudo expertos, si esta especialidad fuera declarada ilegal! Ahora bien, es cierto que cada terapia pretende fundarse en una teoría, aunque dichas teorías en muchos casos guardan una relación bastante dudosa con lo que se entiende tradicionalmente por coherencia y racionalidad. Sin embargo, es preciso reconocerlo: no existe una psicoterapia científica, expresión que probablemente sea un oxímoron. Pero es justamente la ausencia de tal terapia científica lo que hace inevitable la multiplicación de procedimientos que aspiran a ese estatuto, tan codiciado en nuestra cultura.

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Como se sabe, Freud –al menos el de los primeros tiempos (el de Sobre Psicoterapia, 1905/1976)– creía que sus técnicas psicoanalíticas habían hecho posible por primera vez en la historia la psicoterapia científica. Pues él admitía de buen grado que la psicoterapia es tan antigua como el hombre y es, por idéntica razón, el procedimiento más antiguo del que se ha servido la medicina.

La novedad psicoanalítica, a sus ojos, consistía en hacer de un aparente vicio una virtud curativa: el terapeuta podría apropiarse de la «crédula expectativa» –espontáneo factor psíquico de la influencia del médico sobre el enfermo– para servirse deliberadamente de ella, para guiarla y reforzarla. «La sugestión» es el nombre que desde antes de Freud se dio a esta eficacia de la sugestión se debía a la «transferencia» que investía a la persona del médico de los poderes legendarios del Emperador José2. No obstante, su reconocimiento temprano de ella –desde «Tratamiento psíquico (tratamiento del alma)» de 1890– Freud siempre tuvo una actitud ambivalente respecto a la transferencia. Primero tuvo que admitir que era un arma de doble filo, pues podía presentarse de modo positivo o de modo negativo. Insistió en que la transferencia es un fenómeno absolutamente espontáneo, del que el analista no es responsable. Pero al mismo tiempo reconoció que mucho depende de la persona del médico, no sólo en lo que concierne al manejo de la sugestionabilidad, sino también en la inauguración del drama transferencial como tal. Por eso la libre elección del médico no debe suprimirse, porque de hacerse «se anularía una importante condición del influjo sobre los enfermos» (10).

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Freud alude al Emperador José, renombrado por su excéntrica manera de hacer beneficencia, en al menos dos ocasiones: en la 27ª Conferencia, “la transferencia”, de sus “Conferencias de introducción al psicoanálisis”, y en “Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica”, Obras Completas, Vol. XVI y Vol. VII respectivamente.

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Por lo demás, aunque la transferencia es postulada como el motor de la cura, como un auxiliar indispensable para vencer a la resistencia, es en sí misma una resistencia porque se opone a la labor de rememoración. En últimas es –en la búsqueda de una terapia causal– una «enmienda vergonzosa para nuestro rigor científico»: palabras textuales de Freud (1976). Claro está, él nunca renunció a la convicción de haber inventado una psicoterapia científica. Incluso en «Análisis terminable e interminable», prácticamente su última palabra sobre el asunto y que pasa por ser un texto pesimista respecto a la eficacia analítica, el instrumento forjado es considerado todavía cualitativamente bueno y su impotencia relativa es explicada por factores sólo cuantitativos. Sin embargo, aún en las épocas primeras en las que el desencanto no se vislumbraba en el horizonte, Freud jamás pretendió ejercer un monopolio en lo que concierne a la psicoterapia. No sólo esta ha existido de antiguo3–los médicos la han practicado siempre, aunque fuese sin darse cuenta, como aquel personaje de Moliere que ha hablado toda su vida en prosa sin caer en cuenta de ello– sino que «hay muchas variedades de psicoterapia, y muchos caminos para aplicarla. Todos son buenos si llevan a la meta de la curación» (1976, p. 249). Freud sólo postula que su método «es el más interesante, el único que nos enseña algo acerca de la génesis y de la trama de los fenómenos patológicos» (1976, p. 249). Es decir, su superioridad estribaría sólo en la generación de un saber seguro sobre la etiología. De ahí su pretensión de ser una terapia causal y no meramente sintomática. No obstante, como es un tratamiento tan costoso y tan largo, Freud encuentra «enteramente lícito aplicar métodos terapéuticos más cómodos siempre que haya la perspectiva de lograr algo con ellos» (1976, p. 252). Poco después de la Primera Guerra Mundial, Freud contempla la posibilidad –y la necesidad de aumentar la cobertura del tratamiento psicoterapéutico para incluir a capas de la población hasta entonces excluidas de los beneficios del psicoanálisis. «[.] es muy probable, dice él, que en la aplicación de nuestra terapia a las masas nos veamos precisados a alear el oro puro del análisis con el cobre de la sugestión directa, y quizás el influjo hipnótico vuelva a hallar cabida.» (1976, p. 163).

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Entonces no hay la proclamación unilateral de una exclusión absoluta: o bien la ciencia pura y dura o la charlatanería total. Todos los caminos conducen a Roma, parece decir Freud, pero el punto decisivo es el de saber si se consigue más yendo por el camino más largo que por el más corto. Ese punto sigue discutiéndose acaloradamente todavía hoy día entre los partidarios de la psicoterapia breve y los que practican el psicoanálisis clásico.

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Pedro Laín Entralgo lo demuestra en su célebre texto (1958/1987) La curación por la palabra en la antigüedad clásica Anthropos.

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Pero peor aún: la antropología médica y psiquiátrica ha ido censando y estudiando la diversidad de procedimientos psicoterapéuticos empleados en las sociedades no occidentales. Estas técnicas, por más que repudian a la racionalidad occidental, no pueden ser descalificadas como meras expresiones de un pensamiento mágico, primitivo o pre-lógico. Entre otras razones, porque las grandes civilizaciones como la hindú y la china, que practican psicoterapias distintas a las que conoce el Oeste, difícilmente pueden ser catalogadas como primitivas y pre-lógicas.

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Además, demuestran una innegable eficacia –relativa es verdad, pero no más relativa que la que alcanzan las psicoterapias occidentales. Pero sobre todo la etnopsiquiatría ha logrado articular los sistemas simbólicos o semióticos puestos en obra en estas terapias: es decir se puede explicitar, al menos aproximativamente, la lógica que les subyace.

El eminente psiquiatra y antropólogo de la Universidad de Harvard, Dr. Arthur Kleinman, propone que estas terapias en su conjunto, occidentales y no occidentales, sean consideradas como sistemas simbólicos de curación (Kleinman, 1988). Ya desde finales de los años cuarenta, el antropólogo Claude Lévi-Strauss presentó dos textos que se han convertido en clásicos: «El hechicero y su magia» y «La eficacia simbólica» en los que la función simbólica en su prevalencia en la vida de los hombres es demostrada mediante el análisis de la cura chamanística (Lévi-Strauss, 1958). Desde mediados del siglo pasado la literatura etnopsiquiátrica ha ido creciendo de una manera muy notable, en parte por la productividad de jóvenes antropólogos en busca de étnicas exóticas para sus tesis de grado; en parte por la implementación de servicios estatales de salud en países no occidentales con psiquiatras formados en la tradición occidental. Pero también por la emigración de miembros de etnias africanas y asiáticas a las metrópolis de Europa y de los EEUU, que terminan por desconcertar a sus terapeutas por la extrema dificultad de distinguir entre un delirio y una extraña creencia folklórica. Lo que resulta cada vez más comprobado es que la cultura, cualquiera que ella sea: la egocéntrica occidental o las sociocéntricas no occidentales, ejerce un efecto muy poderoso no sólo sobre todo el proceso de curación, sino incluso sobre lo que debe pensarse como patológico o no.

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El antropólogo con formación psicoanalítica, originario de Sri Lanka, Gananath Obeyesekere, ha mostrado que ciertas acciones, que en términos occidentales podrían ser interpretadas como síntomas, «son transformadas en símbolos que confieren significación a las motivaciones que las suscitaron y proporcionan una avenida para la reflexividad, comunicación con los demás, y en casos excepcionales, a una transformación radical del ser» (Obeyesekere, 1990, p. 24). Esto puede ocurrir, contribuyendo así a lo que Obeyesekere denomina «el trabajo de la cultura» y no al aumento del número de pacientes hospitalizados, porque «Las motivaciones profundas del individuo son ‘reconocidas’ por la sociedad, y ella ha proporcionado símbolos culturales para dar expresión a los problemas que lo atormentan –problemas de culpabilidad, alienación, traición y desesperanza» (p. 24). Arthur Kleinman ha llevado extensas exploraciones comparativas entre los métodos terapéuticos indígenas (incluyendo los de las medicinas china e hindú tradicionales) y los procesos occidentales más representativos. Ha confeccionado una especie de cuadrícula dividida en siete rúbricas: encuadre institucional, características de la interacción interpersonal, características del practicante, lenguajes de comunicación, realidad clínica, etapas y mecanismos terapéuticos, aspectos extraterapéuticos. Su conclusión es que, salvo ciertos universales no triviales como la confianza y la empatía, las diferencias entre los sistemas tradicionales y los de la psicoterapia psiquiátrica son tan grandes que la psicoterapia occidental aparece como un caso aparte, una excepción en gran medida determinada culturalmente. Tobie Nathan, un etnopsiquiatra que ejerce su práctica clínica con emigrantes africanos, asiáticos y caribeños en el Centro Georges Devereux en París, ha llegado a una conclusión semejante. Los sistemas terapéuticos no occidentales simplemente no son reductibles al nuestro. Son auténticos sistemas conceptuales de una gran sofisticación y refinamiento. Como consecuencia, Nathan opina que «de ahora en adelante el único objeto de una psicopatología verdaderamente científica debe ser la descripción la más fina posible de las terapias y de las técnicas terapéuticas...» (1995, p.105-106).

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Arthur Kleinman quizá no suscribiría esta afirmación sin agregar matices. Pero estaría de acuerdo con la necesidad de conocer en detalle y analizar los sistemas terapéuticos existentes. Ese estudio comparativo es esencial en la formación del psiquiatra, entre otras muchas razones, para llegar a apreciar, mediante el enfoque comparativo, el propio sistema de prejuicios y de ideas preconcebidas. Lo que es crucial es la adopción de una perspectiva cultural, que revela que «la psicoterapia es meramente una forma indígena de curación simbólica, es decir, una terapia basada en palabras, mitos y el uso ritual de símbolos» (1988, p. 114).

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Freud ya lo había dicho: el tratamiento psíquico, es decir el «tratamiento desde el alma, se hace con recursos que de manera primaria e inmediata influyen sobre lo anímico del hombre. Un recurso de esa índole es sobre todo la palabra, y las palabras son, en efecto, el instrumental esencial del tratamiento anímico. El lego [...] pensará que se lo está alentando a creer en ensalmos. Y no andará tan equivocado.» porque justamente de lo que se trata es de «devolver a la palabra una parte, siquiera, de su prístino poder ensalmador (1976, p. 115. Subrayado añadido)».

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Claro está, no es sólo el lego el que desconfía de los ensalmos. Por lo general, el que quiera ser científico, y en primer término el médico, tiene todo interés en distinguirse del curandero, del chamán y del hechicero. También Freud fue el primero en comprobarlo: «La psicoterapia sigue pareciéndoles a muchos médicos un producto del misticismo moderno, y por comparación con nuestros recursos terapéuticos físico-químicos, cuya aplicación se basa en conocimientos fisiológicos, un producto directamente acientífico, indigno del interés de un investigador de la naturaleza» (1976, p. 248).

Pero en nuestros días Arthur Kleinman comprueba una situación básicamente la misma que hace 95 años cuando Freud escribió las palabras que acabo de citar. «La psicoterapia resulta amenazante a los académicos que intentan forjar una ciencia psiquiátrica debido a sus vínculos con terapias folklóricas y populares y a su imagen psicosocial ‘blanda’» (1988, p. 112). La psicoterapia representaría así un residuo arcaico del pasado de la medicina. Consistiría tan sólo en un efecto placebo, dependiente de la fe del paciente en el tratamiento o en «la persona del médico»”, para emplear una expresión favorita de Freud. Pero a Kleinman esto no le parece algo que deba condenarse sino aplaudirse. Si la psicoterapia es una manera de maximizar respuestas placebo, un efecto no específico del tratamiento, entonces tanto mejor que sea aprovechado un mecanismo terapéutico subutilizado en la medicina en general. Si durante los tratamientos psicoterapéuticos se generan efectos psicofisiológicos, debido a la activación del sistema nervioso autónomo y de los sistemas psiconeuroinmunológico y endocrinológico, como efectivamente parece ser el caso, esto no tiene nada de ignominioso.

El problema radica más bien en lo que Kleinman designa como la paradoja crucial y perturbadora que representa la eficacia de la psicoterapia para la psiquiatría contemporánea. «La psicoterapia del psiquiatra es una anomalía en la casa de la medicina científica. El psiquiatra, en la medida en que no piensa en términos de neurociencia o no emplea terapias somáticas, es un anacronismo debido a que intercambia símbolos

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generales, significaciones subjetivas, y experiencias vividas». El trabajo del psiquiatra consiste por encima de todo en la construcción de las historias de vida de sus pacientes: sus aspiraciones y derrotas, sus pasiones y tragedias, y la singular experiencia vivida en los trastornos más severos. La biomedicina occidental es absolutamente singular con respecto a todas las demás terapias, tanto históricas como contemporáneas, en la medida en que tiende a ser la única en intentar ignorar sistemáticamente la estructura simbólica de los procesos de curación. Para concluir, una última cita de Freud: «Nosotros, los médicos, todos ustedes, por tanto, cultivan permanentemente la psicoterapia, por más que no lo sepan ni se lo propongan; sólo que constituye una desventaja dejar librado tan totalmente a los enfermos el factor psíquico de la influencia que ustedes ejercen sobre ellos. De esa manera se vuelve incontrolable, indosificable, insusceptible de acrecentamiento. ¿No es entonces lícito que el médico se empeñe en apropiarse de ese factor, servirse deliberadamente de él, guiarlo y reforzarlo? A esto, y sólo a esto, los alienta la psicoterapia científica (1988, p. 248).

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Bibliografía Freud, S. (1976). Obras Completas. Amorrortu.

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Gogol, N. (1968). El Capote. Obras Completas. Aguilar. Horgan, J. (1996). Why Freud Isn’t Dead, Scientific American, dic. 1996, p.74-79. Kleinman, A. (1988). Rethinking Psychiatry. From cultural category to personal experience. The Free Press. Lévi-Strauss, C. (1958) Anthropologie Structurale. Plon. Nathan, T. y Stenger, I. (1995). Médecins et sorciers. Les Empecheurs de Penser en Rond, Département de communication, Synthélabo. Obeyesekere, G. (1990). The Work of Culture, Symbolic Transformation in Psychoanalysis and Anthropology. University of Chicago Press. Random House (1993). Random House Unabridged Dictionary. (2ª ed). Tytell, P. (1980). La peste en Amérique, de la psychanalyse au psychoverbiage, Magazine littéraire, Nº 159160, Abril, París, p. 32-39. Washington, P. (1993). Madame Blavaysky’s Baboon, A History of the Mystics, Mediums and Misfits Who Brought Spiritualism to America. Schocken

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