Codigo Da Vinci

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76 Langdon se daba cuenta de que Sophie seguía afectada por el recuerdo del Hieros Gamos que había presenciado. A él, por su parte, le maravillaba haber oído algo así. Sophie había sido testigo del ritual completo, pero además su abuelo había sido el celebrante... el Gran Maestre del Priorato de Sión. Leonardo da Vinci, Botticelli, Isaac Newton, Víctor Hugo, Jean Cocteau... y Jacques Saunière. —No sé qué otra cosa te puedo decir —le susurró Langdon con dulzura. Los ojos de Sophie tenían un tono verde oscuro y estaban llorosos. —Me crió como si fuera su propia hija. Langdon se daba cuenta de la emoción que había ido aflorando a su rostro mientras hablaba, y que no era otra cosa que remordimiento. Un remordimiento profundo, que venía de lejos. Sophie Neveu había despreciado a su abuelo y ahora lo veía bajo una nueva luz. En el exterior, el amanecer avanzaba deprisa y su resplandor rojizo se llevaba a otra parte el manto estrellado de la noche. Por debajo, la tierra aún estaba a oscuras. —¿Vituallas, queridos míos? Teabing se unió a ellos haciéndoles una reverencia y puso sobre la mesa unas latas de Coca-Cola y un paquete de galletas saladas, disculpándose por lo parco del desayuno. —Nuestro amigo el monje todavía no ha cantado —dijo en tono alegre—, pero hay que darle tiempo. —Le dio un bocado a una galleta y miró el poema—. Bueno, encanto, ¿alguna pista? —Miró a Sophie—. ¿Qué ha intentado decirnos su abuelo? ¿Dónde diablos está esa lápida? «Lápida por templarios venerada.» Sophie negó con la cabeza y no dijo nada. Teabing volvió a sumergirse en la lectura de aquellos versos y Langdon abrió una lata de Coca-Cola y miró por la ventanilla, con la mente llena de imágenes de rituales secretos y códigos sin descifrar. «Lápida por templarios venerada / Es la llave.» La bebida estaba caliente. El velo de la noche parecía evaporarse a toda prisa, y contemplando la transformación, vio que el mar se extendía a sus pies. «El Canal de la Mancha.» Ya no iban a tardar en llegar. Langdon le pidió a la luz del día que le trajera otro tipo de iluminación, pero cuanto más clareaba, más lejos estaba de la verdad. El ritmo de aquel verso resonaba en su mente, como resonaban los cánticos rituales del Hieros Gamos, que se mezclaban con los zumbidos del avión. «Lápida por templarios venerada.» Ahora el jet volvía a sobrevolar tierra y entonces, de repente, se le ocurrió algo. Dejó con estruendo la lata en la mesa. —No os lo vais a creer —dijo Langdon, girándose—. Creo que he resuelto lo de la lápida de los templarios. A Teabing se le pusieron los ojos como platos. —¿Me estás diciendo que sabes dónde está la lápida? 260


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