Hacia rutas salvajes jon krakauer

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la abogacía. Los regalos que recibía por Navidad o mi cumpleaños consistían en microscopios, juegos de química y la Enciclopedia Británica. Desde que empezamos la primaria hasta que terminamos el bachillerato, tanto mis hermanos como yo fuimos adoctrinados —e intimidados— para destacar en todas las asignaturas, ganar las medallas de los concursos de ciencias, vencer en las elecciones de delegados o ser las reinas del baile de fin de curso. De ese modo, y sólo de ése, se nos decía, podríamos esperar que nos admitieran en la universidad adecuada para luego acceder a la facultad de medicina de Harvard, el único camino en la vida que nos garantizaría un éxito seguro y una felicidad duradera. Mi padre tenía una confianza inquebrantable en semejante proyecto. Después de todo, se trataba del camino que él había seguido para alcanzar la prosperidad. Sin embargo, yo no era un clon de él. Conforme llegué a esta conclusión durante la adolescencia, fui desviándome lentamente del itinerario que había trazado para mí, y al final lo abandoné por completo. Mi insurrección me valió un sinfín de diatribas; la voz de trueno de sus ultimátums hacía vibrar los cristales de las ventanas de nuestra casa. Cuando me marché de Corvallis para matricularme en una lejana universidad en cuyos muros no crecía la hiedra, había dejado de hablar con mi padre o sólo le respondía con monosílabos. Al cabo de cuatro años me gradué y no continué mis estudios en la facultad de Medicina de Harvard ni en ninguna otra, sino que me puse a trabajar de carpintero y me convertí en un montañero trotamundos. Una brecha insalvable se abrió entre los dos. Desde edad muy temprana se me habían concedido una libertad y una responsabilidad desacostumbradas, y debería haberme sentido agradecido por ello, pero no lo estaba. Al contrario, me sentía abrumado por las esperanzas que mi padre había depositado en mí. Se me había recalcado hasta la saciedad que todo lo que no fuera una victoria suponía un fracaso, una idea que no me tomaba como una frase retórica, sino al pie de la letra, tal como correspondía a un niño impresionable. Ésta fue la razón por la que más tarde no puede reaccionar con entereza cuando salieron a la luz secretos familiares que habían permanecido largo tiempo ocultos, y me di cuenta de que esa deidad que sólo exigía la perfección distaba de ser perfecta, de que en realidad no era tal deidad. En vez de sobreponerme, me sentí consumido por una rabia ciega. La revelación de que mi padre era un mero ser humano, terriblemente humano además, era algo que no podía perdonarle. Veinte años después descubrí de pronto que la rabia se había desvanecido mucho tiempo atrás. Había sido sustituida por una simpatía no exenta de arrepentimiento y un sentimiento parecido al afecto. Llegué a comprender que había enfurecido a mi padre y había hecho que se sintiera frustrado al menos tanto como él a mí. Tomé conciencia de que yo había sido intransigente y egoísta, una verdadera cruz. Él me había construido un puente hacia el privilegio, un puente levantado ladrillo a ladrillo que conducía al bienestar, y yo se lo había pagado derribándolo y escupiendo sobre los escombros. Sin embargo, la epifanía sólo tuvo lugar tras la mediación del tiempo y el infortunio, cuando la existencia satisfecha de mi padre ya había empezado a desmoronarse. Todo comenzó con el progresivo deterioro de su cuerpo: 30 años después de haber superado una poliomielitis, los síntomas volvieron a aflorar de modo misterioso. Los músculos lisiados se le atrofiaron aún más, el sistema nervioso periférico dejó de responder con normalidad y las piernas perdieron su movimiento funcional hasta tornarse inútiles. Gracias a la lectura de revistas médicas pudo deducir que padecía una enfermedad recientemente descubierta, conocida como síndrome de la pospolio. El dolor, que en ocasiones era atroz, invadió su vida como un ruido constante y estridente. Para detener el avance de la enfermedad, cometió el disparate de empezar a automedicarse. No iba a ninguna parte sin un maletín de piel de imitación repleto de docenas de fraseos de medicamentos. Cada una o dos horas hurgaba en el fondo del maletín entrecerrando los ojos para leer las etiquetas de los frascos y sacaba tabletas de Dexedrina, Prozac o Deprenil. Se tragaba las tabletas


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