Foucault para encapuchadas

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y conciencia política se encargaría de desestigmatizar -pacificando en ese gesto su revulsividad monstruosa- y retirar de los manuales de psiquiatría mediante el lobby internacional de derechos humanos, sino un horizonte de posibilidades que en principio no pueden ser ni previa ni apriorísticamente delimitado, pero que sí comparten ciertos presupuestos epistemológicos radicales por fuera de todo modelo de asimilación heteronormal: ni matrimonio, ni parentesco, ni monogamia, ni pareja, ni amor romántico, ni trabajo formal, a riesgo de dejar de funcionar como queer. Si es que viene a ser algo, este concepto sería un hacer renovador, un verbo afilado, una acción lapidaria que no puede nunca quedarse quieta, puesto que es nómade, fugitiva y criminal, y atenta en cada acto contra la generización esencialista intrínseca a cualquier identidad que conformemos (sea de la especie que sea). En tal sentido, no constituye una identidad -vinculada con el reconocimiento y éste, con el narcisismo-, sino un devenir, una zona o plataforma móvil de productivización sexo-afectiva micropolítica disidente minoritaria y marginal, siempre. Entonces, la pregunta no es ¿quiénes son queer?, sino ¿cómo llegamos a hacer queer? Los gorriones de París En este punto, los aportes de la filosofía del devenir de Gilles Deleuze y Félix Guattari, como así también su nueva concep- tualización del deseo, son de la partida a la hora de entender no tanto qué quiere decir queer, sino más bien cómo funciona. Con la publicación del Anti Edipo en 1972, y de Mil Mesetas en 1980, ambos autores plantean una crítica crucial al psicoanálisis e impulsan una nueva forma de pensar no sólo el deseo y el inconsciente, sino la identidad. Para estos filósofos, las identidades siempre son mayoritarias, sujeción del desarrollo de nuestra potencia de vida a los deseos y formas propias de esa identidad que se nos incorpora en el sentido etimológico de la palabra (se nos hace cuerpo). El Yo personal no permite, entonces, que prolifere en él nada que no sea acorde con dicha identidad, aprisionando la vida en el mismo movimiento. El Yo y quienes interpelan con preguntas tales como si estoy actuando de acuerdo a esa identidad en vez de preguntarse cómo conseguimos hacer proliferar las potencias que en nosotras habitan. De allí que Deleuze y Guattari propongan líneas de fuga o devenires, es decir, la ruptura de las líneas duras del ser. Por su parte, los devenires son siempre minoritarios, ya que no están guiados por identidades. La identidad es la sujeción del desarrollo de la potencia; la identidad aprisiona la vida y no


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