“Yo nunca he creído en las matemáticas, uno juega y llega lejos porque quiere dar lo mejor de sí”.
“Parce, haciendo las cuentas eso no da… ya no pasamos así ganemos el partido”. Esas palabras que Catalina, la punta del equipo representativo de la Universidad de Antioquia, escupió como si le quemaran, como si la persiguieran y quisiera pedir ayuda, helaron a sus compañeras de cuarto ¿Cómo le iban a decir al resto del equipo que ya no quedaba nada? ¿cómo iban a cargar con una lucha que, sin haberlo siquiera intentado, ya estaba perdida? ¿para qué jugar si sabían que luego del partido, incluso si estaba ganado, tendrían que volver a empacar sus cosas, ir al aeropuerto y volver a Medellín dejando en Bogotá la ilusión de ganar la
la primera liga de voleibol profesional en Colombia? Así fue como todas con los ojos aguados y el apetito desaparecido se armaron del poco valor que les quedaba, pero no para jugar, sino para bajar a comer con el resto del equipo e informarles, como si se tratara de un muerto, “que ya, que nada, que ya para qué, que estamos muy tristes”. Faltaba solo un partido, habían jugado dos y solo ganado uno ¿Quién lo diría? En la primera fase del torneo jugaron nueve y ganaron seis, pero la suerte se agota y más en la Superliga, además ¿qué profesional se vale de la suerte? Esta vez todo era diferente, el coliseo en el que jugaban, la rutina que tenían, los espectadores que ahora sí existían, hasta el equipo era diferente, pero no para bien; faltaba algo que en la primera fase no tenía nombre y ahora sí: cohesión.
Natalia miraba sus notas, una y otra, otra y otra vez y cada vez les creía menos ¿cómo ella que se mataba estudiando, que era la que le explicaba y ayudaba a todos sus compañeros y que, probablemente, era la
mejor estudiante del Manuel Uribe Ángel no iba a tener todas sus notas en excelente? Mucho menos podría creer que su único “sobresaliente” (odiaba esa palabra) fuera en Educación Física “¡pero si esa es la que ganan en cinco hasta los más vagos!... Simplemente increíble”.
Todo ese día lo único que pudo escuchar era “sobresaliente, sobresaliente, sobresaliente”, le taladraba la cabeza, es que sacar menos de 4.5 para ella era casi que una blasfemia a su inteligencia y, peor aún, hacia su esfuerzo. Claramente debía solucionarlo, no podía permitir que eso manchara su hoja de vida y mucho menos en esa asignatura. “Juegue los Indercolegiados de voleibol con el equipo del colegio y yo le pongo el 5.0 en la materia”. Las palabras de su profesor le hicieron brillar los ojos, sí había esperanza de reparar los daños y no podía perder la oportunidad, no importaba nada más. Solamente quería que todo fuera perfecto, que ella fuera perfecta. “Bueno y ¿Qué tengo que hacer?” “Mañana me pide el uniforme y yo le digo cuándo vamos a jugar en el Polideportivo de Envigado, en las clases yo le voy explicando qué tiene que hacer esta semana y ya con eso tenemos”.
Una vez en ese coliseo enorme de tapete azul y tribunas rojas tan desgastadas que ya eran más bien de un anaranjado oscuro, Natalia pensó que ella de deportista no tenía nada y que se había pegado una encartada como ninguna otra, pero bueno, ella nunca deja las cosas empezadas porque lo incompleto no puede ser perfecto. “Tocó”. Fue lo que la Negra —como le decía todo el mundo— se dijo cuando escuchó al árbitro dar la señal con el pito de que debía empezar a jugar. Durante el partido no pudo más que agradecer ser una niña de trece años con un metro setenta y cinco de altura; eso le permitía ser central y la liberaba de la responsabilidad de tener que defender y recibir, eso que se veía tan difícil. Se repetía que menos mal ella
solo tenía que pasar el balón, bloquear al otro equipo en la malla y pasar el saque, desde afuera de la cancha. El partido siguió entre frustraciones de no poder ser la mejor y por la dificultad que le daba poder jugar al voleibol, pero Natalia se recordaba cada vez que era por el 5.0, que ya iba a terminar hasta que, de repente, algo de estar allí empezó a gustarle, había algo en estar frente a la malla, con los brazos muy en alto, agregándole casi otro metro de altura que le picaba en la curiosidad y le encendía el fondo del pecho; algo le llamaba la atención y es que más que esforzarse era divertido, era diferente. El partido acabó y el marcador no le importó, después de todo el único número importante era el 5.0 que iba a ver su mamá en la carpeta de notas. Además, sería el cinco más divertido que habría obtenido en su vida, sin embargo, el plan era dejarlo ahí y así, después de haber jugado el primer y último torneo de su vida, se disponía a irse y volver a ser la niña estudiosa de siempre. “¡Flaquita, vení!” Se escuchaba por la parte de atrás de la cancha, pero Natalia pudo jurar que no era ella la
flaca que buscaban, ¿por qué iba a destacar acá si ni sabía jugar? Ahora, con la voz más cerca, pudo agregarle un rostro mientras esta le decía: “Flaca ¿usted entrena voleibol en alguna parte?”. Era un hombre alto, de unos 40 o 45 años, espalda ancha, fornido en su juventud, sonrisa alegre, camisa naranjada acompañada de un pequeño “INDER” arriba del corazón y una gorra blanca. Era Kike, el entrenador del equipo departamental de Envigado y uno de los técnicos antioqueños más reconocidos y que la había visto durante el partido, atraído como una polilla a la luz al ver el despampanante metro setenta y cinco de Natalia y lo joven que estaba. “No, yo no entreno en ninguna parte ni nada”. “¡Listo! La veo mañana acá a las cuatro de la tarde para entrenar”. Una vez soltó la sentencia, como si fuera una orden militar extrañamente amable, Kike se fue, dejando a la Negra perpleja y sorprendentemente comprometida.
Los entrenamientos estaban siempre en regla, ahora la rutina de la Negra era estudiar, ir a entrenar y volver a su casa a comer, seguir estudiando y dormir. Las salidas con sus amigos se fueron apagando y ahora veía más a las niñas del equipo que a su mamá. Su mejor amiga se quejaba de que no podía salir y todo el mundo tenía algo que decir. Pero esto no le molestaba, quería jugar porque había algo en ese deporte, en el volei, tan complejo que encendía una llama en ella y le hacía imposible dejarlo. Al finalizar su entrenamiento de siempre, Kike le soltó como si no fuera nada: “Negra, quédese mañana a entrenar con las mayores del departamental a ver cómo le va”. Era una imposición sin nada que preguntar, parecía que él le quería dirigir la vida como lo hacía en el juego y algo le decía a ella que debía cumplir, que al igual que cuando estaba en un partido: si lo escuchaba todo iba a salir bien. Incluso si eso significara entrenar seis horas, dos veces al día, cinco días a la semana.
“¿Contra quién jugamos ya?” Le decía su mejor amiga a Natalia cuando estaban representando a Envigado en los zonales que clasificaban a los Juegos Departamentales anuales. Se habían sentado en la tribuna y tomaban café mientras esperaban para jugar en el calor inmundo que hacía ese día en Bello. “Creo que nos toca contra Medellín, pero hay que preguntarle a Gala” Fue la respuesta que encontró Natalia. Sorprendentemente ella tampoco lo sabía y debía ir a buscar a la capitana para preguntarle, porque si le decía a Kike —que ya lo había repetido mil veces— se enojaría tanto que le gritaría a todo el equipo y tendrían que jugar dirigidas por una tormentosa oleada de insultos y berrinches. “Ya vuelvo, le voy a preguntar y voy a ir por otro tinto ¿quieres algo?”. “No, nada. Me avisas qué te dice”. Fue caminando a buscar a la capitana para preguntarle, pero en el camino se encontró con Kike y un entrenador que solo había visto acompañando a la Selección Antioquia y a Desarrollo, ambos equipos masculino, además, en ese torneo no podía haber jugadores que hayan participado en ninguna selección nacional o internacional. Se preguntó qué estaría haciendo allá, pero no
le dio mucha importancia. El misterioso entrenador nuevo era un poco más bajo que su técnico, mucho más calvo y la seriedad en su rostro parecía ser permanente, era mucho más callado y tranquilo para lo que ella acostumbraba. Quién sabe qué podría estar tramando combinado con la mente sagaz y “entrona” de Kike, pero no quiso darle importancia y trató pasar de largo. “¡Negra, vení!” “¡No puede ser!”. Pensó Natalia antes de redirigir su camino. “Es que le estaba contando a Camilo que pasaste a la Universidad de Antioquia, para que vayas a entrenar con él y con las niñas de la universidad este ¿lunes?” Kike buscaba la aprobación del entrenador misterioso que ahora tenía nombre y lo miraba como si fueran amigos de toda la vida, lo que confundió a Natalia porque hace años que pasaba casi todos los días junto a su entrenador, ella pensaba que conocía ya a todos sus amigos de profesión. “Sí, el lunes a las seis de la mañana”. Le aseguró el
entrenador calvo. “Kike, pero el lunes tengo clase a esa hora”. Fue la única queja y opinión que soltó Natalia con la esperanza de que no le demandaran más tiempo y de que entendieran de alguna forma su desinterés por la propuesta. “No te preocupes, puedes ir los días que te dé el horario. Entrenamos en el coliseo de la universidad los lunes, miércoles y viernes. Los otros ya son en la placa al lado de las canchas de básquet”. “Negra, yo ahora le doy tu número a Camilo para que te meta al grupo del equipo ¿sí?” Fue lo último que le dijo Kike para que ella asintiera y se fuera por su café, decepcionada porque su indirecta se quedó así: indirecta y desapercibida. De todas formas, debía ir a ver si conseguía hablar ahora con su segunda capitana, segunda porque, al parecer, ahora tendría una por cada equipo.
“Entonces te saliste y estás yendo al gimnasio?” le preguntaba a su mejor amiga por mensajes. “Sí parce, entrenar así con la universidad no me daba entonces me salí en diciembre del año pasado y me metí al gimnasio como por intentar algo. Tú sabes. Estoy yendo todos los días”. “¿Cuánto te está costando? Es que tú sabes que hace mucho me quiero salir de volei otra vez, pero yo no soy capaz de entrar sola al gimnasio, eso así no me gusta entonces para que vayamos juntas”. Natalia intentó saber, cada vez con mayor intensidad. El cansancio en su forma de escribir y las ganas de encontrar algo diferente eran evidentes. “Me vale 70 mil y así puedo entrar a todas las sedes.
¿Por?”. Su mejor amiga le respondía sin creer que fuera a dedicarse a algo tan simple como el gimnasio, no era la primera vez que la Negra salía con el cuento de querer dejar el voleibol… varias veces lo hizo con la misma excusa: el cuerpo magullado, falta de tiempo y de pasión, pero siempre volvió a los pocos meses. “Parce, yo me inscribo mañana y ¿empezamos a ir juntas? Es que así sí vale la pena”. “Dale”. Otra respuesta dudosa y como si fuera todo un juego, estaban tratando de no dejar caer la pelota. Poco se imaginaba su amiga que Natalia iba en serio, que sí quería dejarlo todo y, por fin, ser la adolescente normal que se le escapó a los 13 años cuando Kike la encontró en el Polideportivo, alta y mucho más joven. Al otro día, puntuales, fueron a inscribirla al gimnasio cercano y comenzaron a entrenar como un equipo, uno pequeño que tenía los mismos horarios rigurosos, coordinados y estrictos, pero esta vez, la llama que alguna vez sintió por el volei se apagaba más en la
cancha y se encendía más con las pesas y los amigos que hizo en el gimnasio. Dejó caer la pelota, después de todo se necesitan dos manos para levantar pesas.
La pandemia y el encierro obligatorio le había traído a Natalia la necesidad de hacer deporte y algo que disfrutara, pero irónicamente también trajo consigo más dudas estruendosas y aparatosas respecto al voleibol: ya no quería seguir, quería tiempo para ella, para su familia, su pareja, sus amigos, para estudiar, para recuperarse del dolor incesante de los músculos, articulaciones, huesos… le dolía todo y sentía que lo odiaba todo con cada salto, con cada bloqueo y ataque: con todo. Un día del mes de septiembre su mejor amiga no pudo ir con ella al gimnasio y la Negra le preguntó a Juan Pablo, el entrenador de planta más joven de allí, que si podía guiarla para saber qué hacer y, así fue: todos los días se veía a la misma hora con su amiga y le pedían a Juan Pablo o, más bien a “Juanpa”, que las entrenara.
Fueron pasando los días y la Negra, cada vez más resentía al voleibol: resentía cada salto, cada bloqueo, cada ataque que le agravaba sus lesiones y se soñaba en el gimnasio, siempre riendo y recordando cómo ella y su amiga le contaban a Juanpa todas las dolencias que les dejó el voleibol y que estas eran la razón por la que no podían hacer sentadillas, trotar, saltar ni levantar peso con los hombros. Recordó cómo jocosamente le decían que tenían “rodillas de viejitas” mientras oían el rechinar que producían cuando las flexionaban y él, que era el primer entrenador que escuchó sus quejas en la vida, les decía a ambas qué debían hacer para no lastimarse, porque igual “ustedes sí que no” y no, no tenían arreglo, pero eran felices así. Estaba agradecida, más que nadie, de que la pandemia les impidiera volver a entrenar en la universidad y de que ya no tuviera que pensar más en eso ni preocuparse por algo más que tener tiempo para estudiar, porque los años parecen no haberla dejado olvidar que ella era perfecta y que debía hacerlo todo del mismo modo siempre: a la perfección.
Eran las seis de la mañana, estaba el gimnasio repleto y no se veían rastros de pandemia sino en los tapabocas y desinfectantes que cargaban los demás, pero allá estaban Natalia y su amiga, como siempre puntuales, entrenando hasta la ocho y media bajo el mando de Juan Pablo. De repente, en los camerinos donde acostumbraban dejar sus cosas y llenar sus termos, la Negra se detuvo en silencio. “¿Qué pasa?”. Le preguntan entonces. “Parce, les cuento esto, pero por ahora es un secreto”. “Está bien”.
“Es que Camilo me escribió y me dijo que en Colombia van a hacer una prueba piloto de una liga profesional de voleibol y nos dijo que la Universidad nos devolvió el campus para prepararnos porque seríamos el equipo representativo, entonces parece que tengo que volver a entrenar”. “Pero es bueno ¿no?”. “Pues al que le guste sí, yo ya no quiero jugar, eso me aburre mucho”. “Pues, dile a Camilo que no”. “Sí, yo voy a ir y le digo en persona que no me tenga en cuenta”. Afirmó ella con una seguridad fingida y siguió caminando, rechinando, como si no hubiera roto la rutina con un montón de dudas detrás de la invitación que acababa de compartir. A las semanas Natalia continuó yendo a entrenar al gimnasio y a la universidad, pero sus ánimos eran cada vez menos. El dolor, los exámenes finales, sumados a todo lo que debe hacer una persona común le bajaban la moral. Muchas veces pensaba que su único lugar feliz era el gimnasio con sus amigos porque solamente allí podía reír y ser ella tranquilamente.
Siguió y siguió contando sus penas de deportista y todos le repetían que uno no tiene que hacer lo que no le gusta, que nada más se saliera y no perdía nada, que ya había jugado desde los 13 a hasta los 21, que no iba a pasar nada malo y ella cada vez más, de poquito en poquito trataba de recoger muestras de coraje para decirle a su entrenador que lo iba a dejar, que eso ya no la apasionaba. “Marica, imagínense que hablé hoy con Camilo y le dije que ya no quería jugar, que no me tuviera en cuenta para la Superliga y que me iba a ir del proceso de selección”. Juanpa y su mejor amiga no pudieron encontrar ni un atisbo en su rostro de la emoción que esperaban ver cuando Natalia finalmente hablara con su entrenador, pero no se distinguía la expresión de quien logra algo que le ha costado mucho. “¿Y qué pasó?”. “Me dijo que me tocaba ir que porque ya pasó la lista de las que iban a ir a Bogotá”. Sus dos amigos necesitaron de un minuto de silen-
cio, para pensar. “Pero ¿no están pues en la preselección?”. “Se supone”. Escupió la Negra con disgusto, como si fuese tierra lo que decía. “¿Y qué vas a hacer?” “Pues me toca jugar, pero ya le dije que volvíamos del torneo y me salía”
Tedio, mucho tedio, no hay otra palabra para describir lo que sentía. Estaba mamada, cansada, irritada y adolorida. Llevaban seis de los nueve partidos que tenían que jugar y habían ganado cinco —estaba haciendo historia en la Superliga— pero nada de eso importaba, solo contaba los días, las horas, los minutos y los segundos para volver a Medellín. En ese momento odiaba el voleibol y más cuando lo jugaba en Bogotá; el frio era demasiado y hacía que el cuerpo le rechinara, retumbara y se le atascara. No podía irse ni hacer nada mal, porque Natalia siempre había creído en el trabajo duro y en la disciplina, además no podía abandonar al equipo, contaban con ella y más a las puertas del partido contra la Escuela Nacional del Deporte. Solo con el nombre ya se imaginaba el tamaño del reto a enfrentar y resentía cada letra de cada palabra de ese maldito nombre. Solo se quería ir. Nunca quiso llegar hasta allá, los profesionales tienen pasión y ganas y ya a ella se le había escurrido todo
eso a través de las lesiones. Sin embargo, su tarea en este juego estaba clara, tan clara como ese día en el coliseo de Envigado en el que debía bloquear y evitar que la atacante auxiliar del equipo contrario superara su barrera impuesta con sus manos largas y envidiables, pero vaya tarea para ella que no quería ser nadie en ese deporte, ya no más… su cuerpo se estaba rindiendo, se apagaba como una máquina mal lubricada a la que le rechinan todas sus piezas y con el dolor, también se apagaba el amor al deporte y la diversión parecía un recuerdo lejano. No era solo bloquearle, era detener a una jugadora internacional, a una selección Colombia de la que se rumoreaba su fuerza ¿cómo iba hacerlo si ya ni le quedaba voluntad, la última de las fuerzas? El partido comienza y punto a punto, bloqueo a bloqueo siente que llega a su límite, que el cuerpo no le da más y que a duras penas puede caminar; era como si los pies se le hubiesen derretido y no pudiera usarlos para levantarse, como si la gravedad hubiera aumentado 10 veces. Tenía que seguir, siempre debía seguir adelante porque ella era la central principal de la U de A, la primera línea que protegía a sus com-
pañeras, a las que no podía abandonar por más que su cuerpo se lo pidiera con cada movimiento, con cada calambre de cada músculo. Si ella no se rendía —al menos por la obligación de tener que acabar— su cuerpo tampoco podía hacerlo. 25 a 20, pierden el primer set y lo primero que pasa por su mente es que ahora para ganar deben jugar otros tres y salir victoriosas, lo que significaría otra media hora de dolor que pudo haberse evitado. Los balones iban y venían y se escuchaba el eco del silbato de los jueces y el del rebote del balón en los brazos de las jugadoras. ¡ZAZ! De repente, en medio de un bloqueo, la Negra dejó de escuchar los ires y venires del balón y solo pudo oír el golpe estruendoso del potente ataque internacional en su codo izquierdo, entonces, dejó de escuchar para sentir las pequeñas hormigas de fuego que le recorrían por los tendones y la quemaban desde adentro. Notó que esa era, quizá, la única articulación que no le había dolido, al menos hasta que empezó a sentirla como al resto de su cuerpo magullado mientras caía del salto. En el piso siguió corriendo, pero ahora sin gritar, dejando que su equipo hiciera todo el trabajo de animarse.
A ella ya no le quedaba nada y, en adelante, jugaría los sets restantes de todos los partidos sin importarle un carajo el marcador, lo haría con la determinación de largarse y de hacerlo rápido.
“Mira las estadísticas, te las dejaré acá para que reconsideres lo buena que eres en el voleibol y veas si realmente quieres irte”. Ese fue el último mensaje de texto que le dejó Camilo al llegar a Medellín y abandonar el equipo. Miró el chat, lo leyó, releyó y saboreó como quien lee un cuento sobre la victoria y se sintió como la niña de 13 años que quería todo en 5.0 en el colegio, pero esta vez no quería un excelente en voleibol, sino en su vida, quería un 5.0 en tiempo de sobra, vida social y salud. Vio que había sido la segunda mejor central de la liga profesional y que había sido el bloqueo más efectivo de todo el torneo, pero realmente no le importó. Por primera vez en su vida era libre de decir “me vale verga” y hacer lo que quería no lo que tenía o debía hacer. Ella quería cuidar sus lesiones, recuperarse y pensar en sí misma por primera vez. Dejó el celular, agarró sus cosas y se fue a hacer lo que se le dio la gana sin pedir permiso, sin remordimiento.
Eran las diez de la mañana y estaba en el gimnasio con su mejor amiga y Juan Pablo haciendo lo mismo de siempre: levantando pesas, riendo y pasándola bien cuando —como un corrientazo— empezó a sentirse melancólica. Comenzó a extrañar a su equipo y a la pelota. Fue como si alguien, de repente y sin avisar, se hubiera comprometido a encender la llama que hace tanto se había apagado. “Voy a volver a entrenar”. La mirada de sus amigos se quedó en blanco un segundo y pasó rápidamente al humor. “¡¿Parce, de buena?!” cantaron los dos casi al mismo tiempo y con algunas risitas burlonas, pero Natalia, con todo el cariño del mundo también rió. “Sí, yo sé”.
“Pero hágale y nos va contando”. La verdad, no esperaba menos de sus amigos que siempre la habían apoyado con todo lo que hacía. Esa misma tarde llegó a su casa, tomó su celular y volvió a abrir ese chat que una vez juró nunca más leería, pero allá estaba, otra vez y como si nada. “Hola, profe. Qué pena molestarlo. Es que estaba pensando en volver a entrenar, pero le aviso que por ahora es sin compromiso, si veo que me empiezo a sentir mal otra vez me vuelvo a salir”. Y así como el impulso de la Negra —tajante y repentina— fue la respuesta de Camilo. “El lunes a las 8 a.m. en las canchas de voleiplaya en el estadio”. Ni una palabra más. Era una oración exacta y libre de compromisos, precisa, tan precisa que Natalia sintió miedo de haberlo ofendido.
La puerta del coliseo bogotano era un poco más pequeña esta vez y hacía creer que —en la segunda fase de la Superliga— todo se había achicado: el coliseo, sus dolores, su oportunidad de ser titular y su odio por el voleibol parecían nimiedades ahora que había tenido un respiro y que había decidido volver. “Había decidido” ¡Qué bien se sentía poder decir que todo esto era una elección y que esta vez había luchado por llegar allá! Pero, ahora, en la banca, tuvo que sentarse sobre la impotencia de ver perder a su equipo. Sentada solo podía gritar, gritar con las nuevas fuerzas que había recogido en los seis meses que abandonó ese mundo, pero sus gritos no eran suficientes y no pudo evitar sentir vergüenza de la forma en la que estaban jugando sus compañeras. El primer partido lo perdieron 3-0 y Natalia solo logró ayudar una vez: lo hizo con toda el alma, ahora sí, con toda la que tenía, pero ni sus esfuerzos, ni los del resto de sus compañeras fueron suficientes: Catalina, Elisa y Zamudio, las atacantes principales, no pudieron hacer nada para reclamar más puntos y los saques del equipo se hacían cada vez más escurridizos y menos efectivos.
Así fue el segundo partido, pero algo parecía extraño en el equipo contrario y en una afortunada contradicción se volvió una competencia de novatos y ganó el que menos errores cometió o, como ella lo sentía, el “menos de malas”. Solo quedaba un partido, la última esperanza para poder volver campeonas, para que todo el sufrimiento de Natalia tuviera sentido y para recordarle por qué carajos seguía amando ese deporte.
Julio 27 del 2021 Bajó a comer, después de todo más tarde tenían que ir ganar y para eso hay que estar en un punto medio entre el hambre y la llenura. Estaba haciendo la fila, sonriente con el del resto equipo, hablando y haciendo ruido como siempre, viendo cuánto tiempo tenían antes de la charla previa que les daba su entrenador. Es ahí cuando apareció Catalina, la punta que siempre estaba alegre, que bailaba y mantenía unos ánimos admirables. Tenía la cara larga, pero larguísima, como si hubiera muerto alguien e intentaba a hacer la fila en silencio y tratando de esconderse para que nadie la viera. “Cata, ¿qué te pasa?”. “Estoy muy triste Negra”. “¿Y eso? ¿Peliaste con alguien o qué?”.
“Parce, haciendo las cuentas eso no da… ya no pasamos así ganemos el partido”. Todo el equipo quedó helado y se miró a los ojos, por primera vez en todo el torneo nadie tenía nada más que decir. El silencio era digno de un velorio y es que, efectivamente, estaban velando a un muerto. Fue una comida silenciosa, tanto que para Natalia todo perdió el sabor. Fue un día de luto por esa final que había muerto para ellas y le guardaron uno, dos, tres y mil minutos de silencio hasta que Camilo se vio obligado a romperlo en la charla que debía darles. “Yo nunca he creído en las matemáticas, uno juega y llega lejos porque quiere dar lo mejor de sí, entonces yo decido siempre no creerle a los números. Nosotros somos U de A y vinimos aquí porque somos buenos, ahora hay que demostrarlo haciendo la mejor representación que podamos. Hay que dar un buen espectáculo”. “Un, dos, tres ¡UdeA!”.
El partido se jugó, pero pesaron más las ideas de Catalina que las de Camilo y la Negra vio cómo el equipo que le había lastimado el codo y le había robado todo tipo de ilusión por este deporte le hacía lo mismo a sus compañeras. Estaba maniatada ahora que sí podía levantar los brazos y no podía hacer nada más que gritar, gritar tan fuerte que le retumbara en la cabeza a sus compañeras y las exorcizara de toda inseguridad. Solo pudo jugar unos pocos puntos y logró hacerlo bien, pero no sirvieron para ganar los 3 sets que las hubieran coronado como las campeonas del partido más inútil que habían jugado en su vida. 3-0, ese fue el marcador final, no 3-1 ni 3-2, 3-0. Esa pérdida fue el tiquete que las trajo devuelta a Medellín, esta vez de mala gana y con más ánimos que nunca de dejarlo todo en la cancha, las devolvió con la impotencia de no poder lograrlo y de no haberlo hecho mejor.
Agosto del 2021
Ahora Natalia hace lo que ama, al menos eso cree. Se recuerda cada día que puede dejarlo cuando quiera, que ya se lo demostró, pero su compromiso sigue ahí para jugar los zonales departamentales con su antiguo equipo: Envigado. Sin mencionar, claramente, que se proyectó con la Universidad de Antioquia para ganar la próxima edición de la Superliga y seguir haciendo historia como las primeras profesionales del voleibol colombiano.