La Guardia Blanca

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Tristán y Roger al arquero, que examinaba atentamente la fortaleza con la práctica de quien tantas había visto en su vida. Á sus dos compañeros, que por primera vez se hallaban en un castillo, les parecían aquellos gruesos muros del todo inexpugnables, y veían con asombro el número de centinelas apostados en puertas, murallas y almenas, sin contar los soldados del cuerpo de guardia situado cerca del puente levadizo, que limpiaban sus armas, cantaban ó hablaban con sus mujeres é hijos en el ancho pórtico. --Me parece que un puñado de rústicos podría defender esta fortaleza contra diez compañías del rey, dijo Tristán. --Lo mismo digo, asintió Roger. --Pues bien os equivocáis, _mes garçons_, exclamó el arquero. Mucho más formidables que ésta las he visto yo rendidas en una sola noche. ¡Por el filo de mi espada! Pues ¿y el castillo de Monleón, en Picardía, que parecía un cerro y que batimos, tomamos y saqueamos los soldados de Sir Roberto Nolles, antes de que existiera la Guardia Blanca? De allí saqué yo unos arreos de caballo, de plata maciza, que me valieron cien ducados. --¿Sois vos el arquero Aluardo? le preguntó en aquel momento un ballestero que acababa de cruzar el patio del castillo. --Simón Aluardo, para serviros. --Pues mírame bien, camarada, y no tendré necesidad de nombrarme. --¡Mala bombarda me parta si no es esa la cáfila de Reno el arquero! _Embrasse-moi_, camarada; y ambos amigos se estrecharon como dos osos. --Sí, el arquero Reno, ahora ballestero al servicio del barón, y casi olvidado ya de disparar ballesta ó arco. Pero ven acá, viejo lobo; en la sala de armas se habla de recorrer una vez más la buena tierra de Francia y aun se dice que el barón en persona.... --Las buenas noticias se saben pronto, á lo que veo, dijo Simón dando una carcajada y guiñando el ojo á Tristán. --¡Bravo! gritó Reno. Desde ahora ofrezco un cirio de dos libras á mi santo patrón. ¡Si supieras tú lo que es pudrirse aquí la sangre, entre cuatro paredes, para un soldado como yo! Vengan en buenhora aquellos tiempos en que teníamos franceses que matar y saetazos que dar y recibir, sin hablar de lo que siempre se gana y se divide con los amigos. --Qué me place verte tan bien dispuesto, repuso Simón. Pero oye, amigo ¿tan vacía está tu bolsa? Porque en tal caso, mientras entramos en el primer campo, castillo ó villa de Francia, aquí llevo yo mi vieja escarcela de cuero al cinto y no tienes más que meter en ella la mano. Ya sabes que entre hermanos de armas no hay tuyo ni mío. --No, amigo; aquí ni dinero se necesita. No es como en Francia, donde andábamos siempre á puñadas con los hombres y con la rodilla en tierra y la mano abierta ante las mujeres. ¡Qué tiempos aquellos! Con tal que vuelvan pronto.... Y además, se trata de saldar una cuentecilla pendiente. Tú no lo sabes, pero mientras nosotros batíamos el cobre en


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