La tentación integrista
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bertad de expresión, el Tribunal Supremo autorizó que las empresas financiaran a los candidatos a las elecciones, lo que significa que los que disponen de más dinero pueden imponer a los candidatos que prefieren. El presidente del país, sin duda uno de los hombres más poderosos del mun do, tuvo que renunciar a reformar equitativamente la segu ridad médica, a reglamentar la actividad de los bancos, a reducir los daños ecológicos que provoca el modo de vida de sus conciudadanos... Pero el enfermo que no tiene medios para curarse no es libre, y tampoco el que se queda en la calle porque no puede pagar la hipoteca. Llegamos a la si guiente paradoja: la libertad de los individuos, en nombre de la cual se rechaza toda intervención del Estado, se ve en torpecida por la libertad sin restricciones que se concede al mercado y a las empresas. El ultraliberalismo justifica su demanda de libertad ilimi tada para emprender, comerciar y gestionar sus capitales no defendiendo el derecho al egoísmo, sino afirmando que esta libertad es el medio más eficaz para que se enriquezca toda la sociedad. Se opone a toda medida de regulación por par te de los poderes públicos porque, según sus partidarios, empobrecerá a toda la población. ¿Confirma la experiencia esta teoría? Flahault nos invita a pensar en dos ejemplos. El primero, la trata de negros entre los siglos xvi y xix, que se ajusta a las exigencias de eficacia económica. «Comercian tes europeos llevaban a África mercancías que intercam biaban por otras. Los navios europeos las transportaban al otro lado del Atlántico, donde las vendían con grandes be neficios. Estas mercancías se utilizaban entonces para pro ducir azúcar, destinado a venderse en Europa, donde había una gran demanda. Gracias a esta división internacional del trabajo, fruto del libre juego de la oferta y la demanda, los comerciantes africanos, los productores de las Antillas y de América, los financieros, los armadores y los consumidores europeos salían ganando».1’ Sin embargo, ante este ejemplo, no nos atreveríamos a decir, como Milton Friedman, reciente emulador de Bastiat,