Robert louis stevenson el extra o caso del dr jekyll y mr hyde

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las cortinas y la caoba de mi cama de columnas; algo seguía haciéndome pensar que no fuese yo, que no me hubiese despertado en el lugar donde parecía que me encontraba, sino en la habitacioncilla de Soho en la que por regla general dormía cuando estaba en el pellejo de Hyde. Esa especie de ilusión era tan extraña que, aunque me sonriera, y recayese a ratos en el duermevela de la mañana, me puse a estudiarla en mi habitual interés por todo fenómeno psicológico. Lo estaba todavía analizando, cuando por casualidad, en un intervalo mas lúcido en mi despertar, la mirada cayó en una de las manos. Ahora, las manos de Henry Jekyll (recuerdo que tú hiciste esa observación una vez) eran típicas manos de médico, grandes, blancas y bien hechas. Pero la mano que vi en el embozo de la sábana, a la luz amarillenta de la mañana londinense, era nudosa y descarnada, de una palidez grisácea, muy recubierta de pelos oscuros: era la mano de Edward Hyde. Me quedé mirándola al menos medio minuto, estupefacto por la sorpresa, antes de que él terror me explotase en el pecho con el estruendo de un golpe de platillos en una orquesta. Me levanté de la cama, corrí al espejo, la evidencia me heló: sí, me había dormido Jekyll y me había despertado Hyde. "¿Como había podido ser posible?", me pregunté. E inmediatamente después, con un nuevo sobresalto de terror: "¿Como remediarlo?" Ya se había hecho de día, los criados se habían levantado y lo que necesitaba para la poción estaba en la habitación encima del laboratorio; esto significaba un largo viaje por dos rampas de escaleras, los pasillos detrás de la cocina, el patio abierto y la sala anatómica. Podría haberme tapado la cara, ¿pero para qué serviría si no podía esconder mi estatura? Luego me acordé con tremendo alivio que los criados se habían acostumbrado a ese ir venir de mi otro yo. Me vestí, como mejor pude con esa ropa muy ancha: atravesé la casa con el susto de Bradshaw, que se echó para atrás al ver al señor Hyde a esas horas y tan extrañamente vestido, y diez minutos más tarde el doctor Jekyll, reconquistada su propia apariencia, se sentaba con la frente fruncida fingiendo desayunar. No se puede decir efectivamente que tuviese apetito. Ese incidente inexplicable, ese vuelco de mis anteriores experiencias me parecía una profecía de desgracia, como las letras que trazó en la pared el dedo babilónico. Empecé entonces a reflexionar, con más seriedad de la que había puesto hasta ahora, sobre las dificultades y los peligros de mi doble existencia. Esa otra parte de mí, que tenía el poder de proyectar, había tenido

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