EL CODIGO DAVINCI

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El código Da Vinci

Dan Brown

modelo muy sofisticado que incorporaba un dispositivo de radio de doble banda que, en contra de lo que había ordenado, uno de sus agentes estaba usando para localizarlo. —Capitaine? —el teléfono crepitaba como un walkie—talkie. Fache notó que los dientes le rechinaban. No se le ocurría nada que fuera tan importante como para justificar la interrupción por parte de Collet de su «surveillance cachée», y menos en aquel momento tan crítico. Miró a Langdon como disculpándose. —Un momento, por favor. Se sacó el teléfono del cinturón y presionó el botón del radiotransmisor. —Ouz? —Capitaine, un agent du Département de Cryptographie est arrivé. El enfado de Fache remitió un instante. ¿Un criptógrafo? A pesar de lo inoportuno del momento, aquello era, probablemente, una buena noticia. Tras encontrar aquellas crípticas frases de Sauniére en el suelo, había enviado un montón de fotos de la escena del crimen al Departamento de Criptografía con la esperanza de que alguien fuera capaz de explicarle qué intentaba decirles el conservador del museo. Y si al fin había llegado un criptógrafo era porque seguramente alguien había descifrado aquel mensaje. —Ahora estoy ocupado —dijo Fache en un tono de voz que no dejaba lugar a dudas: tomaba nota de que había desobedecido sus órdenes—. Dígale al criptógrafo que espere en el puesto de mando. Hablaré con él tan pronto pueda. —Con ella —corrigió Collet—. Es la agente Neveu. Aquella llamada iba a conseguir sacarle de sus casillas. Sophie Neveu era uno de los errores más flagrantes de la Dirección Central de la Policía judicial. Criptóloga parisina que había cursado estudios en Inglaterra, en el Royal Holloway, la habían asignado a su equipo hacía dos años, cuando el Ministerio inició una campaña para incorporar a más mujeres a las fuerzas de seguridad del Estado. En opinión de Fache, la presente tendencia del Ministerio a lo políticamente correcto redundaba en la debilidad de su departamento. No era sólo que las mujeres carecieran de la fuerza física necesaria para desempeñar las labores policiales; su mera presencia suponía una distracción peligrosa para sus compañeros. Y en ese sentido, Sophie Neveu distraía más que otras. A sus treinta y dos años, era tan decidida que rozaba la obstinación. Su apuesta entusiasta por la nueva metodología criptológica británica exasperaba continuamente a los veteranos criptógrafos franceses que estaban por encima de ella en el escalafón. Con todo, lo que más preocupaba a Fache era la verdad universal que decía que en una oficina llena de hombres de mediana edad, nada distraía más del trabajo que una mujer joven y atractiva. —La agente Neveu insiste en hablar con usted inmediatamente, capitán. He intentado detenerla, pero en este momento se dirige hacia la Galería —le comunicó Collet. Fache dio un paso atrás, incrédulo: 41


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