Los Suicidas 02: Género negro

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Núm. 02 | Ejemplar gratuito Jorge F. Hernández en Capítulo I • Carmen Boullosa y sus narradores orales • Entrevista a Bernardo Fernández, Bef • Fey en Caras vemos, escritores no sabemos • Homenaje a Raymond Chandler • Textos sobre Martin Amis, Stieg Larsson y los Coen


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Fotografía: Iván Vilchis Ibarra Modelos: Jimena Sánchez y Rubén Rojo Aura

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res preguntas motivaron nuestra segunda carta editorial. La primera: ¿qué sentido tiene la literatura policial en un país donde existe tanta impunidad? El afán justiciero alimenta otro tipo de géneros, como el melodrama o las sagas de héroes y, por supuesto, también debería ser la principal inspiración de nuestro sistema judicial. Sin embargo, la satisfacción intelectual que produce la literatura policiaca radica en desentrañar el misterio hasta el descubrimiento del culpable. Cuando el asesino ha sido encarcelado el detective ya se encuentra en otro caso. La segunda: ¿por qué rendir homenaje a un género menor? Menores son aquellos lectores prejuiciados por considerar lo que afirman, y de nuestro lado tenemos algunos grandes escritores. Y tres: ¿por qué Los Suicidas? Por varias razones, pero institucionalmente optamos por la siguiente respuesta: porque los caballeros siempre estarán a favor de las causas perdidas… como la literatura. En esta entrega tenemos como plato fuerte un homenaje de Carmen Boullosa a los narradores orales, una entrevista al multifacético Bernardo Fernández —Bef—, el inicio de la más reciente novela de Jorge F. Hernández y un artículo en el que vemos qué tal escribe Fey. Además, leeremos cómo se las arregla el Doctor Strangelove para aconsejar a una empacadora del supermercado, los motivos que llevaron a Martin Amis a escribir su novela Tren Nocturno, un homenaje a Raymond Chandler, disertaciones alrededor del fisting, una breve radiografía de la nota roja en México y una reinterpretación acerca del mito de Edipo. Bienvenidos al segundo número de Los Suicidas y que conste que si hacemos apología de algo sólo es de la lectura.

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Índice

EDITORIAL Director César Tejeda ctejeda@lossuicidas.com Coordinador H.G. Sarquís hsarquis@lossuicidas.com Consejo editorial Elías Chávez, Alejandro García Abreu, Eunice Mier y de la Barrera, Rubén Rojo Aura Colaboradores Marta Aura, Carmen Boullosa, Fey, Álvaro García, Alejandro García Abreu, Eunice Hernández, Jorge F. Hernández, imai, Ana Valentina López de Cea, Dora Márquez, Eunice Mier y de la Barrera, Romeo Tello A., Liliana Torres, Iván Vilchis Ibarra

01 Editorial 04 Pastiche

Regalo para una dama Por César Tejeda

Sin título Pablo Caballero Óleo sobre tela, 2009

COMERCIALIZACIÓN Y PUBLICIDAD

Cultural Marketing, Intrend, The Next Marketing Paco Santamaría, Verónica Guerrero Cajiga quiero@intrendnext.com Roberto Sánchez 5272 6088 rsanchez@publicorp.com AGRADECIMIENTOS Daniel Habif

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Por Eunice Hernández

Hammett y los Coen Por Iván Vilchis Ibarra

14 Sexocracia Fisting

Por Dora Márquez

Asesoría de arte Carla Qua carla@la-chula.com

Coordinación de moda Paulina de la Torre

Edipo, por favor, sé feliz

12 Cine

Mail revista@lossuicidas.com ARTE Y DISEÑO Arte y diseño editorial Biutiful, S.C. hello@biutiful.com.mx

Fotografía León Chiprut, Mariana Guevara, Mariana Sevilla, Iván Vilchis Ibarra Ilustraciones Daniel Alva, Carlos Gamboa, Alejandro García Caballero, imai, Miguel Ángel Loredo, Luis Núñez, Carla Qua, Juan Carlos Vázquez, Wiró

08 Mitología reciclable

18 El chaperón 20 Suicidios ejemplares Sin título Ilustración digital, 2009 Fotografía: Iván Vilchis Ibarra Ilustración: Carla Qua Modelo: Jimena Sánchez

LOS SUICIDAS®, publicación trimestral, 15 de julio del 2009. Editor Responsable: Hernán Ganesh Sarquís de la Torre. Director General: César Augusto Tejeda Argüelles. Número de Certificado de Reserva otorgado por el Instituto Nacional de Derecho de Autor: 04 – 2008 – 121613482500 Certificado de Licitud de Título número: 14433 Certificado de Licitud de Contenido número: 12006 LOS SUICIDAS es una publicación de Editorial Patas Arriba S. de R.L. de C.V. con domicilio en Amatlán núm. 104, colonia Condesa. C.P. 06170 México D.F. Tel. 1054 6832 E-Mail: revista@lossuicidas. com Imprime: Grupo impresor de México con domicilio en Manuel Navarrete núm. 14 Col. Algarín. Delegación Cuauhtémoc C.P. 06880, México D.F. Tel. 5530 2547. Distribuido por: Editorial Patas Arriba S. de R.L. de C.V. con domicilio en Amatlán núm. 104, colonia Condesa. C.P. 06170, México D.F. Tel. 1054 6832. El contenido de la publicidad y de los artículos y colaboraciones es responsabilidad exclusiva de los anunciantes y colaboradores. Los artículos escritos por colaboradores externos no representan el punto de vista del editor y no reflejan, necesariamente, la política editorial de LOS SUICIDAS®. Todos los derechos de las imágenes son propiedad de sus autores y no pueden ser reproducidos sin el permiso de éstos.

El calendario del dolor Por Alejandro García Abreu

24 Dossier 26 Doctor Strangelove

Empacadora despechada Por H. G. Sarquís

30 Eje central

Lamer la sangre por los ojos Por Ana Valentina López de Cea

34 Capítulo I

Réquiem para un Ángel

38 La valquiria

Entrevista a Bernardo Fernández, Bef Por Eunice Mier y de la Barrera

44 Duty Free

Negras intenciones Por Liliana Torres

48 Caras vemos,

escritores no sabemos Sin pedir disculpas: la mujer fatal y el cine Por Fey

52 Teatro

Los lobos Por Marta Aura

54 La vida como

un comentario de otra cosa

Juego de cubiertos Por Romeo Tello A.

58 Carmen Boullosa

Mis otros narradores

62 Libros

Los escritores que sí amaban a sus novelas Por Álvaro García

64 Un suicidio

de cecilio babosa Por imai

Por Jorge F. Hernández

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| P as t iche |

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Regalo para

una dama Por César Tejeda

No queda nada sobre lo que escribir salvo la muerte, y la novela policiaca es una tragedia con final feliz. Raymond Chandler

Ilustración: imai

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enía una cita en mi despacho con uno de esos tipos tardos que hubiera preferido encontrar en la parada del autobús al medio día, o cualquier lugar ruidoso para evitarme una que otra sandez. Un cliente de muy poca monta que andaba tras los pasos de una prostituta a la cual llamaba esposa. Retrasé el ingreso al edificio en donde tengo mi lugar lo más que pude pero hasta a ese tipo de personas debe tratarse profesionalmente, o de dónde más podría obtener el sustento en este oficio, si no es de esos cornudos tan consuetudinarios como el derecho inglés. Iba subiendo las escaleras desidiosamente, cansado de ser, cuando escuché un grito que me puso la piel como alfombra de pasto sintético. Mi oficina estaba en el quinto piso y aquel alarido venía de más arriba, tal vez del séptimo. Dudé en acudir por unos instantes, pero la confianza de que mi cliente bien podía esperar un par de horas a cambio de la información que le llevaba, —obvia para mí y cualquiera que viera a su mujer a treinta metros de distancia pero, por alguna razón, ignota para él— me impulsó a echar un vistazo. Subí los dos pisos que me quedaban con la mayor velocidad que pude y, cuando estuve allí, pude ver que al fondo del pasillo se hallaba una morena, con un vestido negro y muy corto

encima, tirada afuera del último departamento. Lloraba estrepitosamente. Por alguna extraña razón yo había sido el único en acudir a ver qué era lo que pasaba, aunque ahora que lo pienso cualquier genio sensato se hubiera echado a andar en dirección opuesta. Cautelosamente caminé hacia la dama, que no había dado indicio alguno de notar mi presencia. Cuando estuve cerca, puse la mano encima del revólver y deje de mirarla para buscar cualquier cosa adentro del departamento que hubiera motivado un bramido así. Asomé la nariz muy lentamente hasta los ojos y lo único que pude notar era que aquel lugar era idéntico a mi estudio: un pasillo largo hasta la ventana y lo demás escondido detrás de la pared. —¿Qué fue lo que pasó? —dije, sin la intención verdadera de querer obtener una respuesta, más bien para hacerme notar. La mujer alzó su rostro poco sorprendida de tenerme encima, dejándome ver una belleza de tipo medio oriental, con tantas lágrimas en la cara como si se hubiera propuesto llenar un vaso entero con ellas. Sin decir nada, me señaló con un gesto que entrara, y si yo no fuera tan curioso como un ginecólogo, hubiera pensado que me habían tendido una trampa. Avancé con la pistola en la mano hasta que me topé con la punta de un zapato italiano

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La mujer alzó su rostro poco sorprendida de tenerme encima, dejándome ver una belleza de tipo medio oriental, con tantas lágrimas en la cara como si se hubiera propuesto llenar un vaso entero con ellas. de piel, que no volvería a dar un paso más en los pies de su antiguo dueño. El resto era previsible, algún fanfarrón bien trajeado tirado muerto y tan ostentosamente vestido como ensangrentado. Lo reconocí. Me había topado varias veces con él en la entrada del edificio y nunca me había merecido mayor opinión que la de un abogaducho galán que escatimaba en renta lo que luego iba a gastarse en ropa. —¿Lo conoces? –pregunté con voz fuerte a la llorona de Marruecos que se mantenía firme en el propósito que le había imaginado. Asintió. —¿Hay alguien más adentro? Y volvió a usar la cabeza para indicar que no, pero el desplazamiento fue tan breve que decidí interpretarlo como un “no sé”. Extremé precauciones. Di una vuelta al lugar con la ventaja de conocer cada recoveco del mismo modo en que conozco mi despacho. Estaba vacío. Era una leonera, cosa extraña para un edificio en el que yo había pensado que no debía vivir nadie más que el conserje. Muchacho listo, si yo tuviera mujer, asunto improbable, me habría gustado ingeniarme algo similar para engañarla. Me dirigí hacia la morena y la levanté. Ese tipo de mujeres jamás deberían estar tiradas en el piso, al contrario, habría que ponerlas en escaparates hasta para gritar. —¿Es usted un policía? —me preguntó con esperanza tan falsa como un billete de tres dólares.

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| Pas t iche |

—No. Digamos que soy el hermano bastardo que mamá echó de casa antes de los quince. —¿Acaso es eso un eufemismo? —Y la voz sonó tan sexy como si le hubiera salido de en medio de las piernas. Preferiría decir que es una indirecta; más vale ser el hijo bastardo. Su rostro esbozó una sonrisa que reprimió con disimulo —Supongo que ahora su trabajo será llamar a la policía —comentó indiferente. —Mi trabajo es atender a un cliente bastante miope que está esperándome desde hace rato. Aunque bien podría llamar a la policía, a menos que usted quiera encargarse de aquella parodia de Pierce Brosnan. —En primera, debería tener más respeto, está usted hablando de un hombre muerto. En segunda: ¿qué insinúa? —Ni agredida podía dejar de ser sensual. —Que las lágrimas vienen de los lagrimales y no del lavabo, señorita. Ahora tengo que entregarla. Más inteligente hubiera sido salir corriendo. —Yo no lo maté. —Por primera vez fue agresiva, pero se mantenía sosegada, segura de que podría dominarme, incluso con su cuerpo. —El problema que encuentro es que el grito que usted dio no corresponde al de una amante. Mucho menos al de una esposa, claro. —Eso se debe a que, tal vez, no sea ninguna de las dos, genio. —Eso me ha quedado claro. Sea como fuere, usted no frecuentaba estos lugares, de lo contrario yo la habría olido ya antes, así como se huele el pan. Pero de lo que sí puedo percatarme es de que esta vez vino para no perder el tiempo. Luego el momento de silencio se mantuvo interesante por un duelo de miradas. Gané, aunque ella se repuso para decir con un tono licencioso: —Y si hacemos como que no me escuchó. Hay pocas veces en que la curiosidad me

haya valido algo bueno, algo diferente a un buen mamporro. Ésta era una de ellas: mi curiosidad y su respectivo silencio me tenían en la promesa de un muy buen rato. —En efecto podría —contesté con la sonrisa de un adolescente. Y es que hay morenas y morenas, y a estas alturas, y en este país, esa palabra ya no dice nada, desafortunadamente. De todas puede obtenerse algo notable excepto, tal vez, de las trigueñas, que son más bien amarillas y a pesar su horrible color prefieren hacerse las blancas y van con sus senos enormes seduciendo jueces de la corte, porque siempre son abogadas, y siempre tienen senos enormes. Luego están las pequeñas, casi regordetas, de curvas extraordinarias cuyos ojos negros se te clavan en el ombligo para tenerte fuera del fondo del mar en un parpadeo, esas que pueden quedarse contigo un tiempo, pero que no se pueden resistir a un rubio de metro ochenta. También las hay pequeñas y menudas, de senos breves, cuya coquetería suele venir principalmente de la boca; esas que se hacen las listas estudiando ciencias sociales, y aplauden al comunismo, pero son tan dependientes de la familia que no podrán dejar a su pequeño hermano, universitario, cenando solo cuando las invites a salir. Luego están las de ojos verdes, que lo hacen sentir a uno mareado por el placer del contraste, la maravilla de permanecer en tierra de nadie, y que son tan raras que te hacen sentir que debes de ponerles una casa. Las hay también altas y esculturales, esas que te llevan a un programa de concursos en el que sólo se puede perder la cordura. Pero en mi vida había visto una como ésta, de cejas tupidas, nariz respingona y dientes lo suficientemente grandes como para empujarte los labios encima, y con un par de piernas cuyo único significado a la intuición podía ser: hogar; uno que no te corresponde, claro, a menos que hayas ido a meter

las a narices en un asesinato, y eso te valga una hora en el país de las maravillas. Después de sentirme perturbadoramente excitado volví a la carga, refiriéndome a aquello de lo que podría hacerme el tonto. —Sin embargo, eso iría en contra de mis principios —comenté, como si en ese momento el único y verdadero no fuera ella misma. —Pretende decirme que alguien que carga un revólver sin permiso los tiene inquebrantables. Me tenía en jaque, fue una suerte para mí que por regla no creo en las seducciones rápidas. Puedo hacerme el tonto, como lo he hecho tantas otras ocasiones en las que a una modelo le da por jugar a la vengativa anónima, siempre y cuando no sepa a ciencia cierta que es la culpable. Pero ahora tenía toda la certeza de que lo era, y además estaba al alcance de mi mano, tentación y amenaza, como un centenario calentado en la sartén. —¿Vas a llamar a la policía? —Su pregunta, cambiada al “tú”, me sonó como a reto. —Sí. Pero eso no quiere decir que vaya a retenerte. Aceptó sin vacilar la ventaja que le regalé, en honor a la belleza, en primera, pero sobre todo por la intuición que el señor cuyo traje sastre ahora servía de mortaja tal vez lo merecía. Se fue corriendo con la torpeza disoluta de los tacones. —Adiós, muñeca —le dije, y obtuve una sonrisa más bien condescendiente. El resto de mi participación en aquel breve asunto estaba decidido, primero bajaría para atender a mi desafortunado cliente y después, cuando la bella morena tuviera suficiente ventaja, haría las llamadas pertinentes.

César Tejeda (ciudad de México, 1984) es director de Los Suicidas. Realizó estudios de Ciencia Política en la Universidad Nacional Autónoma de México y, al respecto, elaboró algunos trabajos de investigación para fundaciones y ONG´s.

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| M I TO L O G Í A R E C I C L A B L E |

ED EDipo, por favor,

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sé feliz La muerte de Freud, según Ernest Jones, fue el incidente que causó la ruptura definitiva entre Hemholtz y Freud, prueba de ello es que en muy contadas ocasiones volvieron a dirigirse la palabra. Woody Allen

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Ilustración: Alejandro García Caballero

Por Eunice Hernández

i Edipo hubiera parafraseado a Hamlet o a Miguel Ángel Cornejo, sin duda alguna su dilema hubiera sido ¿autosabotearse o no autosabotearse? Por que ésta, por lo menos según los libros de autoayuda, siempre es la cuestión. Nosotros conocemos su respuesta. Optó por el boicot y este acto de contrición es la causa por la que Edipo, quien pudo haber sido el criminal perfecto, no lo sea. Imagínense los encabezados: “Asesinó a su padre, se casó con su madre, provocó una epidemia, mató a un animal como la Esfinge en peligro de extinción, llevó a su mamacita al suicidio y todavía tenía el descaro de llamarse rey”. Sencillamente, el nombre de Edipo brillaría como luminaria de Hollywood junto a Jack, el destripador, Charles Manson y Hannibal Lecter. Tendría su propia película, se le dedicaría un capítulo de Criminal Minds y hasta tendría un documental en E! Entertainment Television. Pero Edipo, a pesar de sus años entre el público, no es tan afamado, ni tan popular como delincuente. De hecho, la mayoría no lo consideramos como tal, sino como un… ¿juguete del destino? ¿un pobre diablo? ¿un antihéroe? La tragedia —dice Hugo Hiriart— nos inquieta, nos desorienta, porque a diferencia del drama psicológico no tenemos

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| M I TO L O G Í A R E C I C L A B L E |

Pero Edipo, a pesar de sus años entre el público, no es tan afamado ni tan popular como delincuente. De hecho, la mayoría no lo consideramos como tal, sino como un… ¿juguete del destino? ¿un pobre diablo? ¿un antihéroe?

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a quién culpar. Cierto, en la tragedia, el causante no tiene forma corpórea, mucho menos humana, pero está ahí, presente, al acecho, esperando el momento en que el protagonista se revele ante sí mismo como una escoria. Para los griegos, el responsable era el destino. Para Freud, el inconsciente. Las dos opciones nos asustan; ambas niegan nuestra posibilidad de ser libres, nos condicionan a una otredad que nos manipula, nos llevan al terreno de la autodestrucción. Si Edipo compartiera créditos con Dexter —quien por cierto, nunca se autoboicotearía porque a él su papi sí le enseño que la regla número uno del criminal es que nunca lo atrapen– y estuviéramos viendo por tercera vez la misma temporada a causa de la huelga de guionistas en los Estados Unidos, quizá recordaríamos muy bien que, en la tragedia de Sófocles, es Edipo quien se lanza a la búsqueda del asesino de Layo sin saber que es su padre, y peor aún, sin saber que él lo ha matado. Es Edipo quien presiona a Tiresias para que le diga el nombre del homicida a pesar de la prudencia del viejo; y es Edipo —nadie más— quien cita a los testigos para formular su propia destrucción. Sí, es cierto. Edipo fue presionado por su pueblo para descubrir al asesino de Layo, ya que de no hacerlo la epidemia continuaría devastando a Tebas. Él era un buen gobernante así que necesariamente tenía que imponer orden y justicia. Ni modo que dejara a su pueblo revuelto con tanta enfermedad. Así, con ironía espeluznante Edipo exclamó: “Vengaré a Layo como a mi propio padre”. Upss… lapsus linguae total; y punto para el marcador de los griegos ya que, de una manera u otra, como ellos sostenían, el destino siempre será cumplido. Peor aún, tú mismo te encargarás de llevarlo a cabo. Así que Edipo indaga, examina, pregunta; se convierte en su propia víctima, en su propio detective, en su inquisidor, en su verdugo. Insiste. Le cae el “veinte”. Confirma sus sospechas: ha matado a su padre, se ha casado con su madre. Silencio. No dice nada. No se defiende. No se justifica. La culpa lo invade. Sabe que es verdad. Siente terror, asco, nauseas, ira y un ataque de furia; se quita los ojos para no verse más. Touché, diría Freud. Edipo no sólo llevó hasta las últimas consecuencias el deseo de su madre y el odio hacia su padre, que todos los niños sienten en su tierna etapa fálica, sino que

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además, en su inconsciente –ese pequeño oráculo que todos llevamos dentro– quería ser castigado por ello. Para los griegos, la anagnórisis o revelación se presentaba principalmente de manera irónica, fatídica y trágica. Era ineludible: hoy eres A, mañana descubrirás que eres B y en medio de esas dos variantes, obviamente ya escritas, estás tú sumergido en un cambio de fortuna (peripeteia) que te conducirá hasta el agujero de ti mismo. Para Freud, la revelación representa el triunfo del inconsciente, del deseo reprimido que por fin se ha liberado. Quizá será porque hoy creemos más en el libre albedrío que en las Moiras o porque el descubrimiento del inconsciente revolucionó la forma de entender el comportamiento humano, pero actualmente la anagnórisis —esa elegante y cruda forma de conocer la verdad— ha sido sustituida por el autosabotaje y paradójicamente, éste se ha convertido en el delito moral del siglo XXI. Libros de autoayuda, gurús, coaches, terapeutas, maestros, optimistas y conductores de radio luchan a diario contra el nuevo mal, contra el virus feroz que nos separa de “El Éxito”. ¿Qué pensarían los guerreros de la luz al darse cuenta que precisamente el autosabotaje —esa técnica infalible para convertirte en tu propio enemigo— también tiene sus bondades, como por ejemplo, revelar al culpable de un crimen? Después de todo, dejar recuerditos como un pedazo de dedo, la carta de naipes o mariposas procedentes de Asia no sólo es un acto de vanidad sino también un deseo de ser descubierto, un hermoso conato de autosabotaje. Por otro lado, qué haría Edipo si se enterara que no fue la mala fortuna quien lo boicoteó, sino él mismo. ¿Leería todos los libros de Deepak Chopra, Miguel Ángel Cornejo y Paulo Coelho para evadir su destino? ¿Se sometería por años al psicoanálisis o por lo menos, a “terapia”? Tras su desgracia, ¿hubiera continuado como mendigo sin rumbo o se hubiera dicho a sí mismo “Edipo, por favor, sé feliz”, “enfrenta tus miedos”, “tú tienes el secreto”, regresa a Tebas con la “cabeza en alto” y di las palabras mágicas: “perdóname, te perdono, gracias, te quiero”? De haber leído la dosis exacta de literatura de autoayuda, Edipo se hubiera reconciliado con su “niño interior”, con sus “zonas erróneas”, hubiera sido consciente de sus verdaderos deseos y muy probablemente tendría una estrella en el Pasillo de la Fama, porque no sólo sería un criminal más, sino un criminal FELIZ y EXCELENTE.

Eunice Hernández (ciudad de México, 1977) se ha desempeñado en el ámbito cultural y en el editorial. Actualmente prepara su primera novela, titulada El mundo en espiral, así como el ensayo La India de Octavio Paz.

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|CINE|

HAMMETT Y LOS COEN

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esde sus inicios el cine ha utilizado a la literatura como inspiración para construir los cimientos de grandes obras. Desde la inolvidable La Naranja Mecánica hasta las adaptaciones más recientes como El código Da Vinci, la literatura ha aportado trama, personajes y estructura a la industria del cine. Pero, ¿puede una frase inspirar toda una carrera cinematográfica? Dashiell Hammett es considerado uno de los escritores más importantes entre los novelistas del género negro. Sus escritos inspiraron importantes obras cinematográficas como El halcón maltés, The Thin Man y Roadhouse Nights. Curiosamente, la primera novela publicada por Hammett, Cosecha roja, le dio vida a “The Continental Operative”, un personaje cuya construcción ha sido la base de importantes detectives del cine negro. La imagen de este héroe es utilizada en muchas películas donde un asesinato necesita ser resuelto o donde una pandilla de gángsters tiene que ser expulsada del pueblo. La importancia de Hammett en el cine es tal, que una sola frase de su primer novela dio titulo a la opera prima de los aclamados hermanos Coen, Blood Simple. “This damned burg’s getting me. If I don’t get away soon I’ll be going blood-simple like the natives.” Los Coen siempre fueron fanáticos de la literatura negra, desde sus años en NYU (New York University) utilizaron elementos dramáticos como la femme fatal, la voz en off de uno de los personajes que guía la historia y la violencia como base de la trama. Era de esperarse que los Coen escogieran este género para hacer su debut en la industria cinematográfica. Blood Simple es la historia de Marty (Dan Hedaya) un empresario que, invadido por los celos, contrata a un investigador privado para que espíe a su esposa Abby (Frances McDormand). El investigador descubre la infidelidad y fotografía a Abby con Ray (John Getz), su nueva pareja. Devastado por el en-

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Por Iván Vilchis Ibarra Blood Simple Dirección: Joel Coen Guión: Joel Coen. Ethan Coen, Estados Unidos, 1985

gaño, Marty planea un asesinato doble, pero las cosas no siempre son lo que parecen. Blood Simple es el término que Dashiell Hammett utilizó para describir el estado mental del protagonista después de permanecer en un ambiente violento por mucho tiempo. Cosecha roja inspiró a los Coen para crear imágenes que sumergen al espectador en espacios cerrados y con iluminación escasa. Es tal la obsesión de los Coen por el autor, que para su tercer película (Muerte entre las flores), los cineastas tomaron muchas situaciones, personajes y diálogos del libro de Hammett La llave de cristal. Gracias a los elementos narrativos utilizados en su trabajo, el cine “Coen” ha sido catalogado como neo-noir (neo cine negro). Sin duda para crear una obra cinematográfica se necesita una gran historia, pero es especialmente interesante cuando una sola frase inspira toda una carrera de éxitos. Los hermanos Joel y Ethan Coen han creado un sin número de obras cinematográficas influenciadas por la literatura negra, películas como No Country for Old Man, The Man Who Wasn’t There, Fargo y hasta la comedia The Big Lebowski están llenas de homenajes a un género que sigue alimentando a las nuevas generaciones de cineastas con ideas para una gran película. Iván Vilchis Ibarra (ciudad de México, 1982) ha trabajado en diversos cortometrajes, campañas publicitarias y videos musicales. Su trabajo en Carretera del Norte fue galardonado con el premio Pantalla de Cristal 2008 como mejor fotografía en un cortometraje de ficción.


F | S Ee CxCoIcracia ÓN| |

Y desapareció –dijo Spade– como desaparece un puño cuando se abre la mano. Dashiell Hammett

Mi placer levanta sus puños. Diario del otro yo

isting

Por Dora Márquez

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Ilustración: Juan Carlos Vázquez

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ablar de puños es hablar de creaciones; primero porque no son una parte del cuerpo como tal sino una transfiguración del mismo, una obra visual realizada a través de la contracción de la mano. Sencillamente eso, la mano cerrada se convierte en puño. Así mismo, y como segundo punto, su significado no podía liberarse de la representación y no por poco nuestros convencionalismos apuntan al puño como icono de violencia. Pero ¿quién o quiénes creen que los puños sólo se forman para amoratar la piel y no para arrancar placer al cuerpo? De tal manea, el fisting o fist fucking es aquel acto sexual que implica una penetración total o parcial, anal o vaginal por medio del puño de la pareja, lo que demuestra que lo que bien podría ser un acto violento, extremo y/o grotesco se revela como una de esas imaginativas formas que Michael Foucault consideraba como desexualizadoras, es decir, aquellas que alejan el placer sexual de los confines genitales para hacer de sí misma “una exigencia de potencial creativo y transformador para producir placer a partir de objetos muy extraños, utilizando partes del cuerpo inusitadas y ampliando el mapa erótico del cuerpo para finalmente acabar con el monopolio tradicional de los genitales.”1 Esta práctica, sin fecha exacta ni autor intelectual, es remontada en algunos documentos a la antigua Roma, donde un grupo de jóvenes sirvientes sexuales llamados Efebos eran los encargados de satisfacer a los soldados, quienes recurrían asiduamente al fisting. Pero también existe la consideración del


| S Ee CxCoIcracia ÓN| |

Esta práctica, sin fecha exacta ni autor intelectual, es remontada en algunos documentos a la antigua Roma, donde un grupo de jóvenes sirvientes sexuales llamados Efebos eran los encargados de satisfacer a los soldados, quienes recurrían asiduamente al fisting. fist fucking (FF) como un placer inventado posiblemente en el siglo XIX o como “la única contribución realmente novedosa de nuestro siglo a la artillería sexual”2 que, según algunos sociólogos, contribuyó a crear una subcultura en los clubes, organizaciones, espacios urbanos y manifestaciones públicas de la comunidad gay en los años 70. Actualmente sabemos que ninguna práctica es determinada por la orientación sexual, así que cabe mencionar —y dejar en claro— que el fist fucking, si bien ha tenido gran trascendencia en la praxis y concepción de la comunidad gay, no es un acto realizado sólo por miembros de dicha comunidad. El FF difiere en gran medida con las relaciones definidas como convencionales, destinadas a liberar la tensión sexual; ya que el placer que brinda, radica en la intensidad

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E C C I Ó N| | S e x|oScracia y duración de la sensación de penetración, así como en la capacidad de elasticidad y contracción de los músculos más que en los movimientos o la obtención de un orgasmo o gran erección, que en realidad pocas veces existen durante este acto. Además no es en ningún sentido una respuesta al impulso o necesidad, es decir, no puedes practicarlo en el ascensor, el estacionamiento del cine, el sanitario, el avión o dónde demonios te agarre la calentura; el fisting es un acto premeditado, calculado…un proceso gradual y largo. Para muestra aquí algunos de sus requisitos básicos: Preparando la zona (o el antes) El fistee (quien alberga el puño) debe procurar la mayor de las higienes que le sea posible, sobre todo si se piensa en un fisting anal. El recto es el conducto natural de las heces —scat en el argot—, por lo cual hay que evitar lo más posible el contacto con agentes patógenos. Para ello es recomendable llevar una dieta controlada días antes del fisting. Alimentos altos en fibras, frutas y vegetales son la mejor opción; por el contrario, deben evitarse o al menos consumirse con reserva los lácteos, las carnes o los alimentos procesados. Las últimas horas antes del acto (entre 24 y 18) se recomienda la ingesta moderada de alimentos. Los enemas de agua caliente también son recomendables para higienizarse. Es importante mencionar que aquellos mezclados con químicos son poco recomendables, pues su uso continuo pueden provocar lesiones en las paredes intestinales. El uso de laxantes o purgas está descartado. Para evitar los efectos secundarios de los enemas (llámense gases) es necesario ingerir un yogurt después de la sesión o sesiones de lavados. Por su parte, el fister o top (quien ingresa el puño) debe cortar, limar y desaparecer las durezas o raspaduras de sus uñas para evitar pequeñas rasgaduras o heridas. Es recomendable que existan varias sesiones de estimulación previa a la realización de un fisting total, en compañía o no, a través de consoladores, dildos o los propios dedos, esto con el objetivo de que el cerebro del

fistee registre paulatinamente las nuevas sensaciones y las asocie al placer, la reducción de tensión, el dolor y la adquisición de relajación de los músculos. Nunca debe intentarse introducir el puño en la primera sesión. Llegando a la zona (o el durante) El uso de guantes de látex evitará infecciones y brindará mayor deslizamiento, esto último aunado al uso de lubricantes hidrosolubles, que a su vez ayudarán a evitar lesiones. Para el fisting anal es necesario recordar que existen dos esfínteres; el externo, controlado a voluntad, y el interno, conectado directamente al sistema nervioso, por lo cual no se dilata a decisión personal y mucho menos existe la lubricación. La posición del cuerpo juega un papel crucial, pues a través de ésta el fistee obtendrá mayor relajación, apertura y, por supuesto, placer. Puede ser de rodillas, en cuclillas o sobre una hamaca conocida como sling, todo a decisión y gusto de la pareja. El momento de la penetración es donde todos los elementos se ponen en acción y cobran sentido, conjugándose con una dilatación paulatina en donde los dedos, uno a uno, se introducen, girando lentamente, para lograr la dilatación suficiente para albergar la mano en su totalidad. Las dilataciones pueden variar entre veinte minutos hasta un par de horas. Para la penetración, las manos puede tomar las siguientes formas de acuerdo a lo que se desee obtener: silent duck (pico de pato o pato silencioso) que corresponde a la unión de las puntas de los dedos, usado en la iniciación de un fisting simple o a una mano; letra t (del alfabeto manual americano) con el pulgar colocado entre el dedo índice y el dedo medio que se utilizado ya con la mano inmersa, y el side prayer (fuelle o rezo de lado) es decir, palma contra palma para un doble fisting. Después de ejercer una ligera presión con los dedos, sin dejar de girarlos suavemente, el fistee debe contraer los músculos de la zona penetrada. Cuando llegue el momento en que no se pueda ejercer más contracciones, existen varias opciones para concluir el acto:

Sacar la mano, untar lubricantes y realizar el famoso “entra-sale” Extender los dedos para una exploración interior (en versión vaginal se cuenta la obtención de mucho placer), o Hacer movimientos rítmicos sin salir completamente. El fisting, de la manera que quiera conceptualizarse, es un intercambio sexual que pone de manifiesto la confianza entre quienes lo practican, pues su mal procedimiento podría ocasionar lesiones graves en el cuerpo: desgarres, incontinencia, fisuras del tejido interno, colón o intestino; así como hemorragias, inflamación pélvica o lesiones del útero. De ahora cada vez que veas un puño, recuerda que este también significa unión y fuerza. Así, que ¡hasta la victoria, hasta la conquista del placer por siempre! 1 Halperin, David, San Foucault. Para una hagiografía gay, traducción de Mariano Serrichio, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2007. 2 Ídem.

Dora Márquez (ciudad de México, 1980) obtuvo mención honorífica en el primer concurso de producción radiofónica de Conaculta. Participó en el virtuality Caza de Letras, organizado por la Dirección de Literatura de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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| E l chaperón |

1

Que me muestren a alguien que no soporte la novela policiaca: será un pobre diablo, un pobre diablo inteligente —tal vez— pero al fin y al cabo un pobre diablo.

Yo diría, para defender la novela policial, que no necesita defensa; leída con cierto desdén ahora, está salvando el orden en una época de desorden. Esto es una prueba que debemos agradecerle y es meritorio.

2

Raymond Chandler

3

Jorge Luis Borges

La cualidad que caracteriza una historia policiaca, aquella por la cual difiere de todos los demás géneros literarios, consiste en que ofrece al lector primera y esencialmente una satisfacción intelectual. Austin Freeman

4 6

Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad. Arthur Conan Doyle

8

La muerte y el amor están de moda. El desencanto también. John Dunn Macdonald

9

5

Una sociedad se embrutece más con el empleo habitual de los castigos que con la repetición de los delitos. Oscar Wilde

En los momentos que vive el mundo, la novela policial ya es una novela de costumbres. Eugenio Díaz

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Se empezó a hablar de vikings / en el café Tortoni, / y eso curó a unos cuantos de Juan Pedro Calou / y enfermó a los más flojos de runa y David Hume. // A todo esto él leía / novelas policiales. Julio Cortázar sobre Jorge Luis Borges

7

Los crímenes pequeños son objeto de persecuciones por parte de perros y policías. Los grandes son objeto de reverencia por parte de los historiadores. Karlheinz Deschner

10 La literatura policiaca constituye claramente una literatura de evasión; de evasión, no de la vida, sino de la literatura. Marjorie Nicholson


| suici d i o s ejemplares |

| suici d i o s ejemplares |

El calendario del

dolor

22 | Los Suicidas

L

a salida definitiva de este mundo fue siempre una fantasía para Martin Amis, un modo de posponer el miedo, y algo que jamás llegaría a constituir una opción seria mientras cualquiera de sus padres viviese. Pero la idea parecía consolarlo. La única forma de suicidio en la que llegó a pensar, escribió en su autobiografía, Experiencia, fue “una orgía nihilista de Válium y alcohol —con los ribetes decorosos de rigor, como la nota en la puerta del cuarto en la que pedía a los empleados del hotel que llamaran a la policía, etcétera”. Nada pudo evitar que un lento y pasivo deseo de muerte se fuera gestando en su interior. Incluso se volvió muy poco temeroso de los aviones —antes lo era en exceso—, “etéreamente calmo en las más espeluznantes turbulencias”. El pensamiento de suicidio se eclipsó en noviembre de 1984, el día en que nació su primer hijo. Luego nació el segundo y la idea ya no estaba en él. “Aquellos nacimientos habían ‘matado’ al suicidio”, escribe Amis. Y pronto aprendería más sobre el tema: que, por ejemplo, resulta un insulto para los suicidas genuinos pensar en él cuando en el fondo uno sabe que no va a matarse. “Así que no cabía más remedio que seguir viviendo.” No había alternativa. La muerte por propia mano fue para Amis un asunto elusivo con el que estableció un nexo catastrófico, porque

Fotografías: Iván Vilchis Ibarra Modelo: Leslie Pompa Dorado

Por Alejandro García Abreu

In memoriam Verónica San Román 1983-2003

abarcaba sus inquietudes y obsesiones. Durante más de veinte años, la persona que se ve en una de las fotografías que Amis conserva en un portarretratos junto a su mesa de trabajo ha vivido en la “trastienda” de su mente; constituye un punto crucial en su biografía. La imagen —detonadora de un relato policiaco— muestra a Lucy Partington, su prima desaparecida. “Siempre hay una muerta”, dice Amis en Campos de Londres. La noche del 27 de diciembre de 1973, Lucy fue secuestrada por Frederick West, uno de los asesinos seriales con más víctimas en la historia del Reino Unido. Fue decapitada y descuartizada, y sus restos fueron embutidos en el desagüe de un edificio, entre cañerías llenas de fugas, junto con un cuchillo, una cuerda, un pedazo de cinta adhesiva y dos horquillas. El primero de enero de 1995, West se suicidó en su celda de la prisión de Winson Green, Birmingham, mientras aguardaba el juicio en su contra por múltiples asesinatos, incluido el de Partington. El acto fue largamente premeditado. Se ofreció voluntario para el taller de zurcidos de camisería de la cárcel donde obtuvo cintas de algodón, que luego alargaría cosiéndoles a los extremos los dobladillos de las sábanas. Por la mañana jugó billar, hizo ejercicio en el patio y recogió su almuerzo. En su celda había una silla, pero fue el cesto de la ropa sucia lo que apartaría con una patada bajo su cuerpo; la estrepitosa caída de una silla habría podido atraer a los carceleros. Se especuló sobre el motivo de West para quitarse la vida. Las circunstancias y detalles del suicidio, dice Amis, apuntan a una partida temerosa y pávida: el asesino “se arrastró hasta su propia muerte… el gesto constituyó su evasión final”. El suceso resultó contrapunto y complemento de la violencia, un mensaje del desmoronamiento humano.

En el suicidio el universo se devora a sí mismo, la densidad se disipa en un solo movimiento… La muerte voluntaria es la resolución más oscura… Siempre salen a la luz algunos precipitantes posibles, pero el misterio permanece. En noviembre de 1996, su hermano John West se mató de la misma manera e incluso utilizó el mismo nudo para la soga, aprendido quizá de sus padres. Amis comprobó que revivir aquellos momentos producía en él una aflicción intensa. En 1995 convergieron todas las congojas: rupturas, tormentos, separaciones, todo unido a la “gran carga de profundidad” de su prima Lucy. Y todo durante la gestación de Tren nocturno, su novela noir sobre el suicidio. La narradora de la novela es Mike Hoolihan, una detective en una ciudad de Estados Unidos que trabaja en un terrible y extraño caso: el suicidio de la hermosísima Jennifer Rockwell, hija del jefe del Departamento de Investigación Criminal y novia de Trader Faulkner, un profesor de filosofía. El cuerpo de la joven astrofísica fue encontrado en su apartamento con tres tiros en la cabeza. Mientras Hoolihan sigue las pistas que Jennifer dejó, lucha por entrar de lleno en su mente; la desesperación de Jennifer gradualmente se convierte en la de Hoolihan, cuyas reflexiones adquieren los atributos de una carta suicida. En una suerte de autopsia psicológica, dice: “El suicidio es un tren nocturno, un tren que te lleva velozmente a la oscuridad. No podrías llegar más rápido de otra forma, o por medios naturales. Compras el boleto y subes a bordo. El boleto te ha costado todo lo que tienes. Pero no hay trayecto de vuelta. Este tren te lleva al interior de la noche, y te deja en ella.” En Tren nocturno se abre una cadena de hechos que permite entrever el misterio que envuelve a la muerte voluntaria. “Mi idea —escribió Enrique Vila-Matas en el prólogo de Suicidios

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| suici d i o s ejemplares | ejemplares— es intentar orientarme en el laberinto del suicidio a base de marcar el itinerario de mi propio mapa secreto y literario.” De manera similar, Amis vislumbra la negación del mundo desde su itinerario personal, con la certeza de que en el suicidio el universo se devora a sí mismo, la densidad se disipa en un solo movimiento. La defunción de su amigo Amschel Rothschild forma parte de la “trinidad fundamental” de suicidios que afectan a Martin Amis. Los otros dos son los de Susannah Tomalin, la hija de los escritores Nicholas y Claire Tomalin, y Lamorna Seale, la madre de su hija Delilah. Se manifiestan como imágenes espectrales; son ausencias idealizadas. El otro suicidio mencionado —el de West—, fuesen cuales fuesen sus otras consecuencias, apunta Amis, “fue un acontecimiento enteramente inteligible y no causó ni un pestañeo en el cosmos moral”. La última vez que vio a su amigo Rothschild fue en una fiesta en Londres en 1996. Mientras conversaban, Amis le hizo múltiples preguntas sobre las armas de fuego: necesitaba información sobre el suicidio y el asesinato para Tren nocturno. Tres meses después, Rothschild se ahorcó en la habitación de un hotel parisino. La muerte voluntaria es la resolución más oscura. Tren nocturno trata de un suicidio al parecer inexplicable, pero el de Rothschild impacta aún más a Amis por su proximidad. Siempre salen a la luz algunos precipitantes posibles, pero el misterio permanece. “El suicidio generalmente sobreviene cuando el calendario del dolor súbitamente se queda vacío de aire, y de toda perspectiva de él —escribe Amis en Experiencia—. Pero la literatura nos cuenta que también puede ser desencadenado por un impulso ingobernable, por una especie de conmoción psíquica.”

24 | L o s S u i c i d a s

Al igual que un desasosiego silente, el suicidio despierta en Amis el desconsuelo y la piedad, y también compele en él “la mano que escribe”. Seguramente porque su oficio y lo que hacen los suicidas en un instante único son cuestiones absolutamente antitéticas. Cuando se hurga en el dolor, sólo queda el quebradizo espejo de lo real. Si se destroza, el único requisito es que por lo menos un fragmento permanezca. G. K. Chesterton afirmó que la muerte por propia mano es un acto más severo y difícil que el asesinato: “El asesino sólo mata a una persona. El suicida mata a todo el mundo”. Amis repara en un pasaje de El ojo, de Vladimir Nabokov: Entonces vi… cuán convencionales eran mis viejas ideas sobre las preocupaciones previas al suicidio; un hombre que ha decidido darse muerte se halla ajeno por completo a los asuntos mundanos, y el hecho de sentarse y escribir su última voluntad es, en ese instante, un acto tan absurdo como dar cuerda al reloj de pulsera, pues, junto con él, va a ser destruido el resto del mundo; la carta final es instantáneamente reducida a polvo y, con ella, todos los carteros del planeta. Y, cual humo, se desvanece también el patrimonio legado a una igualmente inexistente progenie.

Como Nabokov, Amis muestra que la escritura es lo más antagónico al suicidio que existe: ésta no sólo celebra continuamente la vida sino que, además, la crea. “El suicidio es un omnicidio.” Pero no está en su ánimo emitir un juicio sobre él; es algo que escapa a la moralidad. A través de la historia, el suicidio se ha distanciado gradual y trabajosamente de la censura: de los anatemas, de las tumbas en cementerios sin santificar, de los cadáveres profanados, de la reprobación absoluta. La clave se encuentra en una pregunta de James Joyce sobre la que Amis discurre: ¿Por qué atravesarles el corazón a los suicidas con una estaca cuando lo tenían roto de antemano? Tren nocturno fue escrita, como Otra gente y una parte considerable de Campos de Londres, desde el punto de vista de una mujer, pero en primera persona. La narradora hace la siguiente observación: “Solía decirse, no hace mucho tiempo, que todo suicida proporcionaba a Satán un placer intenso. No creo que sea cierto, a menos que también sea mentira que el diablo

sea un caballero”. El suicidio supone una fractura que se niega y se prefiere ocultar porque los suicidas asesinan el mundo. “Son, en ese instante crítico, todos los hombres y todas las mujeres. Pero su acto no lleva aparejada culpa alguna.” En ese claroscuro el tiempo se vuelve todos los tiempos. Si el sufrimiento hubiera sido soportable para el suicida, lo habría soportado, aunque la creación artística amortigüe la certeza del desenlace. Martin Amis reflexionó sobre la liberación del dolor surgido del vivir, sobre la tentación de abandonarse.

Y desde la primera palabra de la novela —“Soy”— supo que se encontraba mucho más dentro de la trama. Alejandro García Abreu (ciudad de México, 1984) es ensayista. Es coautor de Línea de sombra. Ensayos sobre Sergio Pitol y ha sido colaborador en revistas culturales como Nexos y Revista de la Universidad de México. Es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas (2007-2009).

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| DO S S I E R |

De criminales

y bandidos -Cifras de 2005-

Todo indica que los mexicanos más lacras tienen (tenemos) entre 20 y 29 años. Representamos el 35.4 % en crímenes del fuero común y 39.2% en el fuero federal.

Que el crimen más popular es el que INEGI cataloga como “En materia de narcóticos” con 16,095 individuos. Que 2,121 fueron damas.

“Lesiones” es el segundo favorito con 35,454 presuntos lesionadores. 5,886 mujeres.

DATOS Que hubo 6,086 cabecitas blancas infractores, mayores de 60 años. Solo 751 abuelitas. Robo es el delito más popular del fuero común con 69,425 presuntos de los cuales 4,819 fueron chicas. En el fuero federal nomás hubo 497 presuntos ladrones. Que por allanamiento de morada, el favorito de la redacción, hubo 3,094 sospechosos. 15,287 acusados de “Daño en las cosas”. Dos miembros

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Que en el fuero común tipifican algo llamado “Incumplir obligación familiar” y que en 2005 hubo 4,452 presuntos infractores. De esos 33 fueron mujeres.

En homicidio se reportan 6,752 presuntos responsables. 441 femmes fatales. de la redacción corrieron a levantar actas contra sus exnovias al descubrir este delito. Nomás 319 acusados de falsificar moneda. Sorprende la minúscula cifra de 192 acusados de usar documentos falsos. También la de uso de arma ilegal con sólo 5,678 presuntos. Para desgracia de la redacción nomás hubo 83 nenas armadas. De nuevo el INEGI nos avienta la misteriosa categoría de “Otros” con 2,802 presuntos en el fuero común y 1,954 en el federal.

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| DO C TO R S T R A N G E L O V E |

|DR. STRANGERLOVE|

Empacadora Por H.G. Sarquís

H

ace dos años troné con mi novio. Mi primer amor. Nos conocimos en la prepa y siempre pensé que sería el amor de mi vida. El padre de mis hijos. Y lo seguí pensando aun después de que terminamos. Hasta hace dos meses cuando Joaquín, sin llamar, entró a mi vida. La tarde era nublada, sin lluvia pero depresiva. Por no quedarme a ver el tiempo pasar en casa salí a dar una caminata. Las dos cuadras que separan mi edificio del parque más cercano me parecieron tan largas como esas puestas de sol vistas desde la playa. Cuando llegué al parque lo encontré inusualmente vacío, aun a pesar del clima. Me senté en una banca cerca del lago donde los patos retozaban a sus anchas, sin gente que los molestara. Minutos después, al cabo de tres páginas leídas de la revista que había tomado por si se ofrecía, se sentó un muchacho en la banca contigua a la mía. Noté que era alto, y no sólo para estándares mexicanos; lo hubiera

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sido incluso en Suiza. Me miraba de reojo creyendo que yo no lo notaba. Decidida a conocerlo me quede viéndolo fijamente. Tímidamente me sostuvo la mirada unos momentos sólo para después desviarla y regresar al universo al que su libro lo transportaba. Transcurrieron no pocos minutos antes de que se parara y, con la cabeza gacha, se acercara hasta donde yo estaba. —Soy Joaquín— dijo entre tímido y juguetón —¿cómo te llamas? La noche nos alcanzó entre risas y confidencias. Le conté todo lo que sé y lo que ignoraba sobre mí hasta ese día. Me platicó de su hermano el autista, y lo mucho que lo amaba. De su madre, de su padre muerto, de sus estudios en Portugal y de su sueño de convertirse en el mejor artista plástico del nuevo siglo. Ese día sus sueños fueron míos y mi sueño de convertirme en la mejor “embolsadora” de alimentos del Superama Pachuca se convirtió también en su anhelo. El secreto está en las muñecas —expliqué— la velocidad te la dan ellas. Ofreció de manera cortés acompañarme hasta mi edificio. “La hora es poco apropiada para que una dama ande por ahí sola”. Lo invité a subir y después de medio café ya nos revolcábamos en el piso de la sala. Jadeantes y sudorosos vimos nuestro amor consumarse al tiempo que el sol nos alcanzaba recordándonos que afuera de mi edificio, fuera de nuestro universo, un nuevo día empezaba. Así transcurrieron los días. Por las tardes él llegaba a mí y trabajaba en sus esculturas en la sala mientras yo, con bolsas que robaba, empacaba víveres de entrenamiento. Trabajábamos juntos. Jamás empaqué tan rápido a lo largo de mi carrera y él aseguraba que nunca había sido tan

Ilustración: Carla Qua

despechada

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prolífico como cuando trabajaba a mi lado, “su musa”. Nuestra pasión aumentaba con el paso de los días. Mi habilidad también. Cada día en el super lograba acomodar más alimentos de los que cualquier bolsa podría recibir. Cada día mi capacidad aumentaba. Treinta latas de sopa y un cartón de huevos. Cuatro bolillos y cinco botes de mayonesa. Tres six-packs sin que la bolsa reventara. Mi cabeza dividía y medía el espacio antes de que la cajera pasara los productos por el lector. Desde que el cliente llegaba empujando su carrito yo ya preparaba mentalmente la distribución precisa de los productos. Todas las cajeras querían trabajar conmigo. El gerente me ascendió a directora de cerillos, tenía que entrenar a los recién llegados y supervisar que ninguno se atrasara. Era una jefa dura, sí, pero justa. Incluso cuando la jornada terminaba mi mente no podía ya dejar de empacar. Un Jetta con perro cocker y señora al volante. Imaginaba la bolsa gigante y como acomodaría el producto. Señor anciano con sus dos nietos y portafolios. Jauría de perros callejeros, primero el moteado, después el alfa, encima el negro y hasta arriba el pequeñín de ojos traviesos. María con niño al reboso y niñitos pordioseros. Todos tenían espacio en mi universo especializado. Todos eran empacables. Los problemas empezaron cuando su exposición fue un fracaso. “Joaquin Valdéz presentó su obra el fin de semana pasado en la galería Mártires de Zacatlán. El mundo bosteza”, escribió un crítico. “Su obra, además de irrelevante y predecible, es un plagio de tantos artistas que la lista duraría hasta mi siguiente columna. Ir a la exposición: tan necesario como el sarampión.” Mi éxito le pesaba. Me acusó de haber cambiado. “Ya no eres la misma —me dijo una mañana—, tratas nuestro

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| DO C TO R S T R A N G E L O V E | amor como si se tratara de empacar víveres”. Las cosas empeoraban y, lo peor, él tenía razón. Ya no lo veía igual. Se había convertido en una lata de sopa más. Pensaba en la manera más eficiente de empacarlo cuando hacíamos el amor. Estaba en otro lado. Mi problema, doctor, es ¿qué hacer con un paquete sin cliente que lo lleve? El trabajo es impecable, se lo aseguro. Lo recuerdo como si fuera ayer. Al fondo de la bolsa el tronco. Los brazos, doblados con cuidado, sobre el pecho. La piernas, rodillas hacia arriba, a los costados del tronco, y hasta arriba, triunfante y orgullosa, la cabeza de mi amado.

Nunca mates donde duermes. Usar tu propia casa como escenario es, excepto contadas excepciones, una pésima idea. Lo mejor es comprar o rentar una bodega en los suburbios o, si tu sueldo no lo permite, de plano buscar un paraje solitario. Nunca en tu casa.

Nunca mates en tu círculo. Atte. Empacadora despechada Cada asesino serial tiene su fetiche. Unos matan nomás mujeres bonitas, o mujeres feas o mujeres que se parezcan a sus mamitas. En lo personal siempre me he inclinado hacia la gente estúpida, y dejo cuestiones como el género o la preferencia sexual de lado. Hace cinco o seis años la cantera interminable de víctimas eran las escuelas de cine. Te parabas afuera del CCC y como ganado caminando al matadero salían docenas de incautos listos a ser tomados. Luego, hace unos dos años, todos querían ser escritores. La SOGEM era fuente inagotable; la facultad de filosofía en la UNAM también y ni hablar de los tallercitos en escuelitas mediocres. Hasta con darte una vuelta por cualquier Starbucks, buscando al idiota con la Mac blanca, servía. Hoy, por alguna razón que no logro entender, todos quieren ser asesinos en serie. Usualmente no pasan del cursito que imparten en el Centro Cultural Woody Allen, tal vez darse una vuelta por aquella exposición que tenían en el centro, también sobre el tema. Pocos son los que como tú dan el siguiente paso. Enhorabuena, supongo. Dicho lo anterior: ¿en qué chingados estabas pensando? Eres una vergüenza. Esta solía ser una empresa de caballeros, ahora cualquier chusma, empacadores de alimentos incluidos, se meten a jugar. Rompiste todas las reglas básicas del juego.

Esta es mero sentido común. Tu estupidez aquí ya roza territorios infrahumanos. Ni siquiera debería hacer mención de esto pero, de nuevo, la redacción retuvo mi cheque. Estuve un buen rato planeando la mejor manera de explicarte por qué este punto es tan importante y la neta no se me ocurre como. Mejor lléname una plana donde escribas cien veces “NO DEBO MATAR A GENTE QUE CONOZCO”. No se vale hacer escalerita.

No te quedes con recuerditos. Muchos idiotas caen por romper esta regla. Guardan que la cadenita, el zapato, el lápiz o hasta el paladar que traía la victima. Tú de plano guardaste el cuerpo entero. No mames. Hay formas inteligentes y creativas de deshacerse de un cuerpo: el “rancho de cerditos”, la “Hannibal Lecter”, el “bucito de Viaducto”. Otras no tan monas pero igual de funcionales: “el encajuelado”, “acampando en el Ajusco”, “la cobijita de la abuela”. Pero “lo meto en el clóset” es la única imperdonable. Pídele su LTD Crown Vic a tu abuelo y encárgate de tu paquetito antes de que sea tarde y, porfis, si vas a reincidir ya ni me cuentes. Dr. Strangelove

H. G. Sarquís (ciudad de México, 1983) es cuentista. Es coordinador

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Consejos

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editorial de Los Suicidas y coautor de Estación Central.

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| E je cen t ral |

| E je cen t ral |

Lamer la sangre por los ojos

~Brevísima radiografía de la nota roja en México~ La conmoción puede volverse corriente. La conmoción puede desaparecer. Y aunque no ocurra así, se puede no mirar. La gente tiene medios para defenderse de lo que la perturba... Esto parece normal, es decir, adaptación. Al igual que se puede estar habituado al horror de la vida real, es posible habituarse al horror de unas imágenes determinadas.

Por Ana Valentina López de Cea

El asesinato de Julio Antonio Mella Esa noche de enero de 1929, de la boca de un revólver calibre 38 salió una bala que luego de haberle atravesado un codo, llegó a su intestino. El segundo disparo, más preciso, perforó el pulmón. La mujer a su lado, de nombre Tina, quedó de pie, atónita ante la imagen del amante acribillado, ese que hasta hace no mucho se llamaba Julio Antonio y que ahora regaba con su sangre el pavimento. A partir de ese momento, la prensa sensacionalista, habiendo irrumpido en la vida de la fotógrafa Tina Modotti sin ningún tipo de escrúpulo o ética insinuó entre otras cosas que Julio Antonio Mella, revolucionario cubano refugiado en México, había sido víctima de un crimen pasional, o que la fo-

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tógrafa debía al menos conocer al asesino. Todo esto sin contar con prueba alguna, sin sustento, y con la única intención de generar ganancia gracias a los muchos ejemplares que se vendieron en torno al escándalo. En la reproducción de la escena del crimen —una representación de los sucesos montada por la policía, que en ese entonces resultaba muy común como parte de la investigación—, no se concluyó nada determinante. Tina decide entonces revivir el horror, hacer su propia recreación de los hechos, regresar el tiempo: traer de vuelta el cuerpo inerte del amado, pintar con tintura roja todo el suelo, escapar a gotas esa vida, con los ojos bien abiertos. Pero el sensacionalismo, juez y parte, ya había puesto las cartas sobre la me-

sa, la suerte ya estaba echada. Cartas suyas a antiguos amantes y también al cubano, retratos de los hijos y la esposa que él había dejado en Cuba, fotografías íntimas de la pareja, todo sirvió de marquesina para aquel show. Y así, la fotógrafa se convirtió, a través de una metamorfosis de tinta y papel, en una mujer impúdica y por lo tanto poco fiable para una sociedad más bien “moralina”. La prensa, al utilizar las mejores tácticas del amarillismo, logró desacreditar a Tina Modotti como testigo creíble del asesinato que había presenciado, y mostró su cara más soez. Empleando todo tipo de montajes y triquiñuelas pintó de rojo y amarillo esta historia, en colores tan oscuros, que quedó sin resolver.

Ilustración: Miguel Ángel Loredo

Susan Sontag

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| E je cen t ral |

El estrangulador de Tacuba Gregorio Cárdenas, hijo de madre soltera, estudiaba química en la universidad, era un muchacho aplicado e inteligente y contaba con una beca de PEMEX que le permitió independizarse e ir a vivir a una casa en la calle de Tacuba, allá por la década de los treinta, cuando tenía veinte años de edad. Un día Goyo llevó a su casa a una prostituta de dieciséis años, y luego de tener relaciones con ella, la ahorcó con un cordón. Acto seguido, el cuerpo fue enterrado en el patio de la misma casa. A María de los Ángeles, que así se llamaba la joven, le acompañaron en su lecho subterráneo pocos días después, Raquel —de catorce años—, y Rosa —también menor de edad. Graciela era estudiante del bachillerato de ciencias químicas de la UNAM y era además amiga de Goyo, quien un día de septiembre se ofreció a llevarla hasta su casa, con la intención de declarar su amor a la joven. Al recibir una respuesta negativa, Cárdenas mató a golpes a la chica con la manija para bajar las ventanillas del auto que manejaba. Gregorio enterró el cuerpo de su amada Graciela envuelto en una sábana empapada de sangre en aquel sombrío patio donde la esperaban ya los tres cuerpos de las jóvenes a las que días antes él mismo había asesinado. Finalmente Cárdenas fue internado por deseo propio en una clínica para enfermos mentales, a donde acudió la policía para interrogarlo sobre la desaparición de Graciela, y allí confesó su último homicidio y el lugar del entierro.

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| E je cen t ral |

Gregorio enterró el cuerpo de su amada Graciela envuelto en una sábana empapada de sangre en aquel sombrío patio donde la esperaban ya los tres cuerpos de las jóvenes a las que días antes él mismo había asesinado. Todos los cuerpos fueron hallados y cuentan que el espacio era tan reducido que a simple vista era posible observar los pies que salían de la tierra. Goyo fue sentenciado y los medios de comunicación, encantados con su figura, se encargaron de hacer de él una estrella. A partir de este momento, “el estrangulador de Tacuba” pasa de hospitales psiquiátricos a prisiones, recibe permisos especiales para salir al cine con amigas, e incluso en una ocasión se escapa “de vacaciones” a Acapulco. Escribió el libro Celda 16 y también realizó historietas de homicidios en la cárcel. Pintaba, tocaba el piano, escuchaba opera, se casó y tuvo hijos mientras estuvo preso. A Goyo se le han escrito corridos e incluso se han hecho películas sobre su vida, algunas pornográficas. Pero lo más insólito de esta historia es que Gregorio Cárdenas, “el estrangulador de Tacuba”, recibió en 1976 una absolución presidencial. Luis Echeverría Álvarez determinó que se trataba de una celebridad. Además, Mario Moya Palencia, secretario de gobernación, invitó al que se presume el primer asesino en serie de nuestro país a visitar la cámara de diputados, donde fue recibido con grandes aplausos como “un gran ejemplo para los mexicanos”, “un exitoso caso de rehabilitación”. Estos casos son el choque de dos extremos opuestos que confluyen en un punto claro: la política. Uno

viene de ella, es el móvil del crimen, el otro desemboca en ésta. Lo político se diluye en el sensacionalismo, lo atroz se vuelve heroico por el mismo medio. Hoy la nota roja está presente, gorda como una sanguijuela pecaminosa en su gula, alimentada por los descabezados. Sí, pero ya existía mucho antes de que la supuesta “guerra contra el narcotráfico” ocupara todos los titulares. Leo sobre asesinatos, veo programas de homicidios, exploro mi propio morbo, y me surge una idea: la nota roja o el amarillismo, explota ese sentimiento. Sin embargo, como expone Susan Sontag en su magistral libro Ante el dolor de

los demás, hemos sido sobreexpuestos a una prolongada radiación de imágenes brutales, asistimos al festín del descuartizamiento del humano por sí mismo y en consecuencia no nos inmutamos. ¿Será que el dolor no lo permite? O quizás, hemos perdido la posibilidad de ver que esas imágenes son reales, de sentir el dolor, ese dolor que habilita un verdadero sentimiento, íntimo y hondo ante la vorágine caníbal del ser humano. Y mientras tanto, las páginas chorrean sangre y nosotros, gustosos, la lamemos por los ojos. Ana Valentina López de Cea (ciudad de México, 1984) ha colaborado en Revista Nuevamerica y Nómada. Fue locutora de Detrás de los medios, las audiencias (IMER). Actualmente es asesora de Ediciones Pentagrama y coordinadora editorial de Defensor del Televidente (Canal 22).

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Capítulo I

Réquiem para un Ángel Por Jorge F. Hernández

La Ciudad de México es amable y odiosa. Como millones de necios en coro, Ángel Andrade la ama, odia, habita, padece y goza. En estas páginas decide convertirse en el Auténtico Salvador de la Ciudad, batir sus alas invisibles, volar en picada como Ángel Exterminador de Todas las Impurezas Posibles y enfrentar la catástrofe que amontona incansablemente todas nuestras ruinas sobre ruinas y cada una de las esperanzas utópicas que cantan las voces de nuestra locura compartida.

Ilustración: Daniel Alva Ilustración: Marylen Alatriste y “tu cuate”

Á

ngel Andrade salió de su casa un nueve de julio del año dosmilytantos sabiendo que no volvería a ver a su madre. La dejó en su cama, perdida en la recitación de las mismas jaculatorias que la vieja repetía todas las mañanas desde que él tuviera uso de su razón. Cerró la puerta, con un ánimo muy parecido a la satisfacción, sabiendo que ella no notaría su ausencia hasta que sus pasos lo hubieran llevado hasta esa distancia universal desde la cual ya no hay regreso posible. Miró su reloj y se distrajo pensando que a las siete con diecinueve minutos de una mañana idéntica se derrumbaron las entrañas de la Ciudad de México por culpa de un terremoto en mil novecientos ochenta y cinco; recordó que en la escuela algún profesor aseguraba que Hernán Cortés le había visto los ojos al emperador Motecuhzoma pasados casi veinte minutos de la siete de la mañana de un idéntico amanecer en mil quinientos diecinueve, pero en medio del instante de feliz desasosiego, Ángel Andrade recordaría por encima de las desgracias de la historia otra mañana: el único amanecer que logró vivir con Diana, su novia perdida, la mujer que ahora se proponía olvidar dejándola atrás, igual que a su madre, envuelta en murmullos. Ángel Andrade caminó como si quisiera perderse. Sin prisa ni preocupación, anduvo como si se le aligerara la vida, sus pasos confesando huellas invisibles sobre el pavimento, como si le salieran alas para levantarlo del suelo. Alternó sus recorridos sobre las banquetas con trancos largos por en medio de las calles. Domingo, siete treinta y cinco de la mañana, nueve de julio, nuevo milenio, a nadie le importa quién camina en sentido contrario, ni a dónde va ni de dónde venga. Sería más literario narrar aquí que Ángel Andrade anduvo con el rumbo fijo de encontrar un poblado específico, un edificio concreto anhelado en la memoria y que se topara con alguien que le confirmase la dirección. Sería quizá más literario aún consignar que Ángel Andrade salió de su casa sin la bendición de su madre desquiciada, pero con la narrativa intención de encontrarse con su padre, un tal Pedro Páramo. Pero consta que Andrade salió de su casa con la intención de perderse, sin necesidad alguna de encontrarse con nadie y que su padre nunca existió. Desde luego que sí existió un hombre que embarazó a su madre, desde entonces enloquecida, la última noche de febrero de mil novecientos sesenta y ocho. Ese hombre anónimo que prácticamente violó a la que sería desde ese instante la madre de un niño al que bautizó ella misma con agua purificada del hospital con el nombre de Ángel, para que así se salvara su alma desde chiquito y que luego ella misma registró con el apellido de Andrade, porque así se llamaba la calle donde vivía la mujer que ahora, a los sesenta y dos años de edad, se quedó en la cama rezando sus letanías de locura y abandono.

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| capí t ul o i | Sería como un épico poema, a ritmo de bandoneón intenso, inventar aquí que Ángel Andrade inició con estos párrafos una travesía que en poco más de doscientas palabras lo llevaría a descubrir el misterioso nombre, destino y paradero de su anónimo padre. Que por un azar se le cruzaran en el camino fantasmas y espectros que lo condujeran hacia la mitológica revelación de que sí es posible atar los cabos de lo insondable y encontrarse cuarenta años después con el anónimo animal que embarazó a su madre una noche efímera de un febrero olvidado y que antes de que amaneciera aquel marzo lejano del 68 se esfumó del mundo sin saber siquiera que ya era el padre de un ángel anónimo, homónimo de millones de ánimas en pena que ahora pueblan la ciudad más grande del mundo. Sería incluso cinematográfico, filmarle en sepia el rostro de un actor famoso con cara de truhán para que se escuchase en off la voz de un angelito mentándole la madre a su padre, pero lo cierto es que a Ángel Andrade jamás se le habría ocurrido escaparse de su casa con la bizarra intención de buscar a nadie, encontrarse con alguien o cumplir con un recorrido establecido a priori, y menos en prosa. Si acaso le dio la curiosidad algún día de preguntarle a su madre quién había sido su padre fue a los siete años y forzado por las burlas de sus compañeritos del colegio, y si acaso insistió con más preguntas, su inquietud no duró más de un mes para convertirse en la resignada aceptación de que él era un ángel de verdad, nacido de concepción singular, sinpecadoconcebido, torredemarfil, ángelyquerubín, almapurainmaculado, niñovirgen… tal como se quedó rezando su loca madre la letanía de todas las mañanas desde que él tuviera uso de su razón y tal como se pondría a recitar la aceleración de su locura en cuanto se diera cuenta que su angelito ya no volvería jamás. Lo que consta es que Ángel Andrade caminó por Varsovia hasta Hamburgo, pasó Lancaster y se detuvo en Florencia para mirarse bañado en oro, alado sobre la Columna de la Independencia y entre palmeras salvajes, fugadas de una playa lejanísima. Se dejó perder entre Estocolmo, Estrasburgo y Amberes hasta descubrir Génova, Liverpool y Niza, pasando por Venecia y de allí hasta Nápoles y Londres, Dinamarca hasta Marsella, sin isla de If a la vista. Andrade se elevó por Berlín hasta alcanzar Roma, evitando Milán dobló en Lisboa y dejó que Atenas lo llevara directo a la inexplicable visión de un Reloj Chino que olvidaba marcar que eran ya las nueve en punto de la mañana del primer vuelo de Ángel Andrade. Sería poético alargar los párrafos y suponer que Andrade volaba por Europa entera, si no tuviera que acotar que su periplo no era más que un recorrido andado por la colonia Juárez de la Ciudad de México, cuyas calles llevan los nombres de las ciudades que la mayoría de los mexicanos jamás conocerán en vida. Postrado ante el Reloj Chino, como estatua derretida, Ángel Andrade se dejó descansar y confirmarse en silencio que ahora la vida quedaba inevitablemente ligada al decurso inesperado de las calles de la Ciudad de México, cuyos nombres como sus hombres no están determinados por evocaciones geográficas ni referencias literarias, sino trastocados para siempre por el invisible peso de la realidad de todos los días. Varsovia no es Polonia, sino el íntimo ghetto donde una loca se ha quedado para siempre rezando letanías delirantes; Oslo es un callejón donde las gitanas leen el café turco y los pintores esconden sus mejores óleos envueltos en papel de estraza; de Sevilla a Londres, Génova a Niza, Liverpool o Milán se enmarca la Zona Rosa que fue de bohemios para convertirse ahora en cuadrícula etílica de turistas… Ángel Andrade ya no es el nombre, sino el hombre que recorre en silencio las calles que sólo son nombres, imaginarios homenajes, evocaciones de un mundo ajeno, lejano y distante aunque se recorran a pie, imposibles de materializarse todas las mañanas anónimas de la Ciudad de México. Incorporándose, Ángel Andrade alzó la mochila donde lleva lo único que se trajo consigo de su vida ya pasada. Caminó por Bucareli hasta desembocar en Reforma y dobló hacia la Alameda Central, donde deambuló hasta pasadas las doce del día, inundado de músicas y de ruidos, rodeado de cientos de nombres que son padres de familia, miles de diminutivos que son niños y niñas que pueblan cada domingo el único pulmón que le queda a la Ciudad de México. Angelito en la Alameda va de la mano de su madre inexistente, cruzándose con caballeros de la falsa sociedad que inclinan sus chisteras para saludar a la Muerte que viene emperifollada con crinolinas y un ancho sombrero emplumado. Angelito vestido de niño que se salió de Varsovia para volverse el hombre que se pierde en las horas

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| capí t ul o i | de un parque intemporal. Ángel que se inventa sus propias alas entre melodías de manivela de los organilleros uniformados, aliviado por paleteros vestidos de laboratoristas, hipnotizado por un merolico que exprime crema de nácar con unas gotas de limón agrio, el mismo limón verde que baña los chicharrones de cerdo que gotean una salsa de chile rojo que parece la sangre fresca de un raspón en la rodillita del angelito que se acaba de caer del triciclo de su infancia. Angelito entre bicicletas, enamorados de la mano y señoras gordas que se visten de rosa. El niño envuelto en las luces que se multiplican con cada cascada de burbujas de jabón que flotan desde las bocas de media docena de vendedores multicolores. Angelito llega hasta el kiosco y escucha la música de una orquesta perfecta, heroica por amateur, sin saber que le tocan el mismo vals que el compositor Ricardo Castro estrenó aquí mismo una mañana idéntica de mil novecientos siete y sin saber que todo lo que mira no es más que el fondo musical para un mural de Diego Rivera que retrata, sin saberlo, el primer recorrido en libertad de un ángel anónimo, perdido ya para siempre en la Ciudad de México. Sería netamente historiográfico redactar que Ángel Andrade se acercó al Hemiciclo de Benito Juárez, cegado por la blancura del mármol, como un alumno de primaria que realiza una silenciosa guardia de honor ante la figura inmensa del prócer oaxaqueño, niño pastorcito de ovejas que llegó a presidente de la República, el mismo que derrotó al invasor Imperio de Francia en una mañana idéntica de mil ochocientos sesenta y siete. Sería místico, polémico y contrastante escribir que Andrade se metió a rezar con la misa de las doce a la inclinada iglesia de la Santa Vera Cruz, templo de tezontle rojo y cantera grisácea que queda como mudo testigo del camino que tomaron Cortés y sus compañeros la Noche Triste en que huyeron de Tenochtitlán. Sería fantástico inventar que Andrade se quedó absorto ante la monumental belleza del Palacio de Bellas Artes y que, rompiendo el hechizo de los nombres, descendiera por la boca del Metro y apareciera de pronto en la estación L’Etoile de París, de corazón a corazón de ciudades, evadido por una ocurrencia genial. Sería incluso revelador suponer que Ángel Andrade se detuvo ante el monumento a Beethoven y que recordó de memoria cada nota de una sinfonía aprendida por gusto y costumbre, y que esa música en su mente lo distrajera apenas unos instantes del increíble espectáculo de un curandero que llenaba con humos de copal las caras de los transeúntes incautos mientras se enroscaba en el cuello la bufanda resbalosa de una víbora viva, inmensa y venenosa, como las peores pesadillas que nunca pudo olvidar un sordo compositor de sinfonías condenado por los siglos de los siglos a quedar petrificado en mármol en tierra de indios. Pero Ángel Andrade no se acercó al Hemiciclo de Juárez, ni entró al templo de la Santa Vera Cruz, ni se enteró del Museo Franz Mayer y su patio interior donde rondan fantasmas de enfermas virreinales, sifilíticas ancestrales, las verdaderas abuelas de la chingada. No reparó en los luminosos mármoles del Palacio de Bellas Artes ni en el perfil que trazan las nubes cuando sobrevuelan el extremo de la Alameda de México donde hace siglos se quemaban vivos a los herejes y los infieles condenados por la Santa Inquisición. Angelito Andrade se sentó en una banca cualquiera de la Alameda, de espaldas a un Beethoven irreconocible, mirando una floripondiada entrada para el Metro sin saber que fuera de estilo art nouveau y, como si él no fuera más que un ignorante alumnito puntual de una primaria pública que se derrumbó por culpa de un terremoto, abrió su mochila y revisó las pocas cositas que componían su equipaje de recién inaugurada evasión, su recién nacida elevación a la vida ya sin su madre loca, lejos de su novia olvidada, liberado del ghetto rutinario de la calle de Varsovia, olvidado de la monótona cotidianidad absurda, entregado ahora a la aventura que se volvía su única e irremediable realidad, pasadas las doce del día nueve de julio del año dosmilytantos. Jorge F. Hernández (ciudad de México, 1962) es escritor. Ha publicado, entre otros libros, En las nubes, Réquiem taurino, La Emperatriz de Lavapiés (finalista en el Premio Internacional de Novela Alfaguara 1997), Espejo de historias y otros reflejos, Milonga para una intrusa, Escenarios del sueño y Signos de admiración.

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Hoy: Bernardo

Fernández

Por Eunice Mier y de la Barrera

S

ucede que hacía mucho que una novela no me emocionaba tanto. No conocía a Bef, pero tenía que leerlo para descubrir al escritor que estaba próximo a mi entrevista. Llegué a esa librería escondida en un sótano y ahí estaba su Tiempo de alacranes. Regresé a casa y comencé a leer. No dejé el libro durante las casi dos horas que me llevó terminarlo. Cómo me he reído. Lo cerré y pensé que estaba enamorada del Quentin Tarantino tijuanense. Y aplaudí el nuevo descubrimiento: Bernardo Fernández. ¡Qué pinche

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maravilla, carajo! Por fin alguien escribe algo digno de leerse con tequila, chicharrones y soledad. Quise leer otro de sus libros —al fin y al cabo la influenza me tenía exiliada y tenía tiempo suficiente para devorarme este nuevo hallazgo de la literatura contemporánea. Y lo hice. Y confirmé que Bef se había convertido ya en uno de mis autores de referencia. Con esto, la emoción por conocer al tintero policiaco Tarantino de mi ciudad era demasiada. Puerta final del piso dos de un edificio retro en la Anzures. La luz apareció detrás de un hombre que portaba una playera con la leyenda negra y criminal. Sin duda éste era Bef. No podía ser otro. Por aquello de la influenza humana H1N1 no supimos si saludarnos de mano, de reverencia o chingue su madre, de beso y abrazo… Lo hicimos de “palabra”. Solemne el asunto, nos sentamos y olfateé el entorno: nada de drogas, de narcos ni violencia. Al contrario, un biberón, una mecedora, plantas y un escritor idéntico a Astroboy. En cuanto comenzó a hablar, sus manos delataron un lenguaje único, muy suyo, como si estuviera delineando las frases, es que en realidad soy ilustrador, de eso pago mis gastos. Dibujo cómic. Descubrí que quería ser escritor cuando leí el cómic de Watchmen hace justo 20 años. Me dije, si yo puedo hacer esto con las palabras entonces yo quiero ser escritor. Me gustaría decir que mi inspiración fue Dostoievsky o así, pero no: fueron los cómics; siempre me gustó eso

Fotografías: Mariana Guevara

BEf

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de los subgéneros. Éstas son las metáforas que me interesan, las de la literatura fantástica, todo lo que sea porquería, novela policiaca, ficción, terror, etc. Y recordé la “porquería” que me había mantenido abstraída durante un día entero en mundos que él inventó —y pensé, vaya, quizá yo también debería saber escribir ese tipo de porquería—. Así que de inmediato lo supe, él era un escritor consciente, un autor que había mamado las palabras, porque insisto, el amor y la cultura se aprenden en casa, como él lo hizo en su infancia, la mayoría de los mexicanos tiene mamitis, yo al revés: yo tengo

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papitis. Mis abuelos paternos eran devoradores de libros, de ellos me viene el amor por la literatura. Eran intelectuales. Mi abuelo era cronista taurino y aunque mi papá es ingeniero, él me regaló la fascinación por la lectura. A Bef le fue dado el don de la sangre que viene de los toros y la ternura que sale de los algodoneros de Torreón. Como escritor, tengo muy claras dos cosas, ojos y oídos abiertos: en donde menos te lo imaginas, te llega una idea. Y cuando tengo la idea, me pongo a investigar, a documentar, es lo que más me apasiona. Entre más documentas una cuestión narrativa de ficción, vas construyendo una historia más sólida. Cuando tengo un proyecto trato de escribir tres cuartillas diarias ya con toda la investigación hecha. Pongo el punto final, lo dejo descansar y después vuelvo a revisar. Y pulo. Eso con novela, con cuento es diferente. Hace mucho que no escribo

cuentos, nadie compra libros de cuentos. Ahora trabajo con Almadia, Planeta y Suma de letras. Soy puta de categoría, eso le dice a uno de sus editores, porque cada editorial tiene un perfil diferente y según la historia, se busca al editor. A Bef lo que más placer le provoca en una mujer es que sea inteligente, es lo que más me pone… y de mi ciudad, lo que más me gusta es que sea la ciudad de México, tengo una adicción con el D.F. terrible, no podría vivir en otro lado. Es una relación de amor-odio. ¿Y su relación con la lectura? Define a la novela como un juguete y casi caigo fulminada ante la metáfora, encontrarte con una buena novela es encontrarte con un juguete que tiene un mecanismo que no conoces y entonces la lees como si desarmaras el juguete para ver qué engranajes tiene. Lo mejor de una novela para mí es que me convenza y me logre llevar a otros lugares; como decía Kurt Vonnegut, que logre decirme cosas pertinentes sobre lo complicado que es la existencia humana. Si escogiera a un escritor me quedaría con Kurt Vonnegut, empezó con ciencia ficción y logró trascender hasta convertirse en un escritor sin adjetivos. Barbazul es el libro más hermoso que he leído, es de un cinismo amoroso... di por accidente con él y eso fue lo mágico. Y el mejor escritor mexicano del siglo XX, sin duda, es Jorge Ibargüengoitia, es mi modelo, concretamente sus novelas, son compactas, no les falta nada. Como novelista es imprescindible. Y en cuento, Francisco Tario. A los tres me los llevo al exilio. Bernardo tiene la voz honda y combina perfecto con su departamento en forma de pizza; todo está iluminado, incluso

A Bef le fue dado el don de la sangre que viene de los toros y la ternura que sale de los algodoneros de Torreón. su rostro. Posee esa cierta actitud de parsimonia que pocos son los afortunados de proyectar. Me recuerda el gran misterio escritor-narrador, por eso le pregunto qué es lo peor que le ha sucedido a alguno de sus personajes y su respuesta se remite a un miedo propio, la mutilación, tengo dos personajes que pierden las piernas y los brazos. Ya la idea de perder un dedo me parece terrible, ahora imagínate si pierden los brazos. O las piernas… Y es que a Bef lo peor que le ha pasado como escritor es que durante muchos años no ganaba nada, tengo tres premios, pero durante 15 años sólo ganaba menciones honoríficas; me decían, el señor mención honorífica, no es que esto fuera lo peor, pero era desesperante. Tiempo de alacranes me abrió las puertas a otro círculo y circuito de publicación. A decir verdad, me sorprende demasiado la confesión, él merecía un premio desde el primer envío, pero a él no deja de sorprenderle que cada día salga el sol, y en una respuesta menos payasa, me confiesa que lo que más le sorprende es la tecnología, doy un seminario en la Ibero que se llama Taller de utopías que es sobre el futuro. Para dar las clases veo este tipo de cuestiones y esto de la biotecnología me tiene fascinado con gusto y con terror a la vez, porque me parece que estamos en la puerta de una revolución tecnológica similar a la de las computadoras pero mucho más profunda. No sé si para bien o para mal. Y con esto de la tecnología, si pudiera ser un superhéroe y escoger tres poderes, pediría volar, tener súper fuerza y súper velocidad, porque no soy súper fuerte y además soy medio lento para todo. Y si pudiera escoger desaparecer a tres personas le resulta complicado… antes podía decir que a George Bush, pero ya no. No sé, más bien pediría que fuera al azar, sé que las tres personas no le harían falta a la humanidad. En una de ésas, igual y me toca a mí.

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Con ese humor, lo único que lo pone de malas es la estupidez, es muy soberbio decir eso, pero cuando me enfrento con la ineficiencia, con la incultura, con cualquier forma de ignorancia es lo que más me encabrona, acotando claro, que es mi propia estupidez la que me pone de peor humor, pues es con lo que me enfrento todo el tiempo: todo el tiempo me doy cuenta de lo bruto que soy. Yo no podría decir que lo es, al contrario, la magia de Fernández es justo la inteligencia, la conciencia de su literatura y lo estrambótico de su personalidad. Por eso dice que lo más atrevido que nunca hará es robarse un cráneo de un tiranosaurio rex de algún museo y ponerlo en medio de su sala. Aunque lo más atrevido que sí haría no me lo dijo, de hecho, creo que ya lo hice. Te la debo. Esa me la guardo. Y por nada del mundo me contó el secreto. Así que aprovecho para cuestionarlo sobre la manera en la cual escogería suicidarse, en el supuesto caso obviamente…

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creo que lo haría como el viejito de la película Cuando el destino nos alcance (Soylent Green). Aquí los ancianos se van a un moridero, los acuestan y les proyectan una película maravillosa de la vida y el planeta; se van muriendo y bueno, ya después hacen galletitas verdes con ellos. Digo, ya lo de las galletitas no sé, pero sí me gustaría morir viendo lo más hermoso de este mundo y escuchando la mejor música. Bernardo Fernández —Bef— es un niño que vive atrapado en los músculos de un hombre que no para de escribir ni dibujar. Vive diario en la utopía de la ciencia ficción y seguramente duerme escondiendo los revólveres, algunos cadáveres y una que otra mujer-niña silenciosa. A Bef hay que leerlo. No porque yo lo diga, sino porque así debe ser. No está mal llevárselo al exilio de la influenza o el mar. Ni tampoco está mal enamorarse de un Tarantino tijuanense que vuela sesos y hace el amor en autos cuando cruza la frontera. Al fin y al cabo, todo en este mundo es mera ficción. Eunice Mier y de la Barrera (ciudad de México, 1976) es fundadora del taller La Narración de los Sentidos y egresada de la SOGEM y de la Escuela Superior de Artes TAI. Ha publicado en las antologías Siete de Setenta y Conciencia Latinoamericana. Es colaboradora de Excelsior on line.


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Por Liliana Torres

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María Los chinos de María se habían estirado por culpa del clima y el ambiente de su casa estaba cargado de sudor y aroma a acondicionador de hogar. Ella estaba sentada en el sofá, bebía una manzanilla pese al calor que hacía y de forma autómata se sobaba el tobillo para calmar el dolor. El moretón aparecía intermitentemente por encima o por debajo de la mano, como la historia oculta de María. Dos días antes él le había puesto la zancadilla y María se había caído sobre el empedrado; las rodillas peladas, el vestido manchado y el tobillo doblado. Sólo era una broma; él tenía un particular sentido del humor. Al llegar a casa María se puso a llorar. ¿Cómo había podido? A él esto le pareció una reacción exagerada y se sentía incomprendido, falsamente acusado, entonces, para darle una lección y meterla en cinto, le dio una verdadera paliza, para que aprendiera a distinguir entre la broma y la seriedad. Así quedó zanjado el asunto, lo de la zancadilla era una broma y no se hable más. La intención es lo que cuenta –pensó María. Y entonces se acordó del día. Habían estado en casa de su hermana. Él y su cuñado habían estado bebiendo, María no podía beber como ellos, el estómago se le resentía rápidamente y además en una mujer eso no es de tan buen ver. Su cuñada tenía más aguante, no se le notaba. De vuelta a casa María se puso a hacer unas quesadillas para que a él se le bajara un poquito. Fue en ese momento cuando oyó el estruendo. Apagó el fuego y en menos de un segundo estaba arriba. Él estaba tendido en el baño y el agua de la ducha todavía corría. La cerró. ¿Antonio, Antonio? No contestaba y de una de sus orejas empezó a bajar un hilito de sangre, que poco a poco fue tiñendo el suelo húmedo de la ducha, la espuma del jabón empezó a flotar sobre el lienzo rojo. Corrió a la habitación y marcó el 060. Inmediatamente cortó la llamada. Ahí fue donde lo pensó. Antonio podría morirse en el baño y ella no tendría la culpa. Nadie iba a decir que ella lo había matado, Antonio simplemente se había resbalado y al golpearse, había muerto. Pobre María –diría la gente. ¿Cómo iban ellos a darse cuenta de que María no había llamado a la ambulancia a tiempo? Ella podría haber estado cocinando y no percatarse de nada. Sólo hasta que rato después subió para despertarlo de la siesta que él le había anunciado que iba a tomarse después de la ducha y entonces se lo había

Fotografías: IMariana Sevilla Modelo: Ariadna Macias

Negras intenciones

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Un acuerdo tácito los llevaba al silencio, a las lecturas en el salón común, las películas, el trabajo en la computadora. No se planteaban cuestiones y sólo se consultaban cuando debían tomar una decisión respecto al futuro y que sus amigos, familiares y círculo social notarían. encontrado muerto. Debería dejar el agua corriendo, para que todo fuera más casual. Se sorprendió a sí misma con lo calculador de ese pensamiento. ¿La convertiría esto en una asesina? —se preguntó María. Técnicamente, sí. Pero viéndolo más allá se podría considerar un acto de justicia. Tenía derecho a ser feliz de nuevo. Indecisa se acercó al baño y se asomó tímidamente, tenía miedo de que Antonio hubiera sido capaz de escuchar sus pensamientos. Pero no, seguía tendido con el rostro como si estuviera dormido, la sangre empezaba a espesarse sobre el suelo de la ducha y su cuerpo se había vuelto algo fláccido, como si estuviera muy relajado. Marcó de nuevo el 060, no podía permitirse cargar con eso sobre su consciencia, además estaba segura que Antonio la perseguiría incluso después de muerta, y eso sí que le daba miedo. Mientras esperaba que le contestasen el teléfono, pensó que a lo mejor con la espera al menos se habría quedado paralítico y así no podría pegarle más. Después fantaseó varios días con la idea. Dejó de sobarse el tobillo y se rascó una

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pantorrilla, sonrió, todavía le alegraba pensar que estuvo a punto y que él ni se enteró. La intención es lo que cuenta —se dijo de nuevo a sí misma. Ricardo Ya llevaban dos años saliendo, las cosas solían funcionar, estaban económicamente resueltos, no se peleaban y no se exigían grandes cosas; los dos habían asumido que se dirigían juntos a un destino común, hacía un fin aprobatorio y políticamente correcto, ellos iban a hacer lo que estaba escrito para ambos. Sus mejores momentos se daban en público, sabían ser una pareja perfecta en el ámbito social, mientras estaban rodeados de gente no pasaban mucho rato el uno con el otro, sin embargo, los momentos que estaban juntos, solían rozarse la mano, darse besitos en la frente, pasarse el brazo por los hombros o la cintura e

inclusive sonreírse de manera aparentemente sincera. Era distinto cuando estaban solos. Un acuerdo tácito los llevaba al silencio, a las lecturas en el salón común, las películas, el trabajo en la computadora. No se planteaban cuestiones y sólo se consultaban cuando debían tomar una decisión respecto al futuro y que sus amigos, familiares y círculo social notarían; como por ejemplo irse de vacaciones a Cancún o invitar a la madre de ella a la playa por su cumpleaños, y siempre solían estar de acuerdo. El problema aparecía en una esfera todavía más íntima. Y ésta era una de ellas; encima de la mesita de centro del comedor, había un plato blanco cuyo contenido era un mango entero, el hueso de otro y la mitad de uno. Cerca del plato había un cuchillo de hoja grande. La mano de ella alcanzó la mitad del mango restante y se lo llevó a la boca, en un gesto deliberadamente obsceno succionó el mango y le fue quitando el jugo y la carne mientras miraba a Ricardo directamente a los ojos y le abría las piernas revelando que debajo de la falda no llevaba bragas. Ricardo sintió repulsión y supo que el momento había llegado de nuevo. Cuando ella se exhibía de esa manera significaba que él ya no podría escabullirse y tendría que penetrarla para dejarla satisfecha. Le ponía enfermo. Sabía que ella no podría vivir sin eso y era perfectamente comprensible, pero a pesar que esto era parte de su acuerdo tácito y de que ella no era muy exigente, todavía no había conseguido hacer de tripas corazón. Sería más fácil matarla que cogérmela —había pensado en esa ocasión. La visión de su vagina lo transportaba a otro mundo, horroroso y anterior. Si al menos tuviera algo que ver con una verga… Ya llevaba demasiadas ocasiones haciéndoselo por atrás. Esta vez no podría escapar. Miró de

nuevo hacía su interior, ahora ella arrastraba su pie y con los dedos acariciaba su muslo. Imaginó que tomaba el cuchillo de la mesa y se lo clavaba ahí, le daba vueltas y se lo hundía mientras ella gritaba de placer, así quedaría satisfecha para siempre o moriría. Tenía tantas ganas de hacerla desaparecer. Tomó el cuchillo y se lo acercó lentamente, primero ella dudó, no sabía bien qué quería decir esa proposición, pero luego acercó su boca al cuchillo y con cuidado, en un acto erótico, lamió los restos de mango. Ricardo la vio acercarse al cuchillo y tuvo miedo de no poder contenerse. Aterrorizado vio como lamía el cuchillo y luego lo miraba directamente a los ojos. Está bien, había ganado. Dejó el cuchillo en la mesa y se desabrochó los pantalones, le hizo un gesto para que se la mamara. Con una alegría inusitada ella se acercó y se la empezó a chupar, a Ricardo se le pasaba por la cabeza si podría morir accidentalmente ahogada por su verga cuando ella levantó la cabeza y ante la evidente flaccidez le preguntó ¿Pasa algo mi amor? Ricardo despertó de sus ensueños y le dijo no al tiempo que le volvía a empujar la cabeza para poner la boca sobre su verga. Ahora debería concentrarse en otro tipo de fantasías.

Liliana Torres (Vic, provincia de Barcelona, 1980) es directora y productora cinematográfica. Ha realizado, entre otros cortometrajes y documentales, Todo es culpa de la pasión, Anteayer, Logósferas, Todos los trabajos de la mujer y Viviendo en la piedra.

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Sin pedir disculpas:

la mujer fatal

Por Fey

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ay quien las llama mujeres fatales, yo las llamo liberadas, independientes, conscientes del poder de su belleza y de sus encantos femeninos. Necias, testarudas, dispuestas a todo con tal de lograr su objetivo, incluso dispuestas a morir. A esos personajes interpretados por actrices como Barbara Stanwyck, Veronica Lake, Mary Astor, Lana Turner, la mujer de hoy les debe el lenguaje sin tapujos, desgarrante y punzante, que caracteriza quizá a la empresaria, a la madre soltera o la artista que no debe pedir disculpas. Su leyenda comenzó en 1941, gracias al genio de uno de los grandes de la historia del cine: John Huston. Fue en este año que el director estadounidense lanzó la más emblemática cinta de cine negro o film noir: El halcón maltés. La historia fue protagonizada por la estrella más importante de la época, Humphrey Bogart —como el detective Sam Spade—. Y por primera vez su dureza en la pantalla se ve manipulada por Mary Astor —en el papel de Brigid

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O’Shaughnessy, quien contrata al detective sin contarle la verdad sobre el caso que está por investigar. Para quien la viera ahora, una película así, con una mujer de medias verdades y un misterioso plan secreto, es un domingo normal en cartelera. Pero para el Hollywood de los cuarenta era un shock al sistema. Hasta ese momento, en Estados Unidos —un país sumergido en la Segunda Guerra Mundial—, el género rey había sido el cine musical: cantarle a la vida, al amor, a la felicidad; Judy Garland bailando hacia el arco iris, con un espantapájaros, un león miedoso y un hombre de lata que quería un corazón. Claro, detrás de eso había una misión de propaganda precisa: animar a un país que estaba en medio de un conflicto bélico de enormes proporciones. Pero en 1941 comenzaba un género cinematográfico plagado del pesimismo, la ansiedad y las sospechas de una sociedad inmersa en la guerra: el cine negro. Dentro de ese género también se colaban los miedos masculinos a que las mujeres que se habían quedado en casa sosteniendo a la familia durante

Fotografías: Cortesía del artista

y el cine

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| C A R A S V E M O S … escri t o res n o sabem o s | Fey en citas

el conflicto, por fin asumieran su valor, su autoridad y se liberaran. Así nace la mujer fatal. ¿Qué significaba una mujer fatal en los ojos de grandes directores como Alfred Hitchcock, Billy Wilder, Otto Preminger u Orson Welles? Escribo esta lista y me asombra ver los nombres asociados con el género. Bueno, pues es una larga serie de adjetivos que en esa época eran escandalosos y ahora son la definición de una mujer moderna: bella, misteriosa, sospechosa, subversiva, manipuladora, a veces autodestructiva, capaz de tener varios planes bajo la mesa y sólo mostrar uno. Pero al final de la cinta, lo que separaba a estas mujeres del resto era que terminaban por ser el ángel destructor de la vida de un hombre. Un ejemplo clarísimo de este tipo de ángeles es el personaje de Barbara Stanwyck en Pacto de sangre/Perdición (1944). Ella es Phillys, una aburrida ama de casa que convence a Walter —un vendedor de seguros— de que mate a su marido para que ambos se enriquezcan con el dinero de la póliza de vida que éste tiene. Después de seducirlo y convencerlo, Walter le jura a la protagonista estar “loco de amor” por ella y le promete que “no habrá errores” durante la ejecución del crimen; deja en claro que lo tiene ya bajo su control. Después se ve cómo Walter comete el crimen bajo la mirada fría de Phillys. Al final, Walter consumido por la culpa decide matar a su mujer fatal pero es demasiado tarde: ella tiene el revólver en mano. Nadie se pone de acuerdo en cuál de las grandes actrices de la época es la reina

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del género; hay quien dice que Veronica Lake, pero hay que recordar que Lake fue algo más que una femme fatal, fue una de las grandes estrellas de Hollywood; por otro lado los críticos afirman que la combinación de dulzura y la letalidad de Stanwyck jamás fue replicada. Hay estudiosos del cine que dicen que el físico y la mordacidad de Jane Greer —quien siempre parecía estar a punto de matar a alguien o de suicidarse— la hacían el póster del perfecto ángel destructor. Pero tenemos que recordar que también Rita Hayworth, Ava Gardner y Lana Turner tuvieron, aunque fuera breve, una participación en un film noir clásico como Gilda, Forajidos y El cartero siempre llama dos veces, respectivamente. Estos ángeles dejaron de ser los dueños del firmamento de Hollywood, París, Estocolmo, Roma —Europa también tuvo su retahíla de mujeres fatales y cine negro, si quieren una muestra vean Les diaboliques (1955) con Simone Signoret— a finales de los cincuenta, ya que su trabajo en pantalla, había transformado el rol de la mujer en el cine para siempre y empezaban a surgir las leading ladies: protagonistas femeninas capaces de llevar un historia por sí solas, sin tener que ser misteriosas, crueles, inocentes o amas de casa. Sólo tenían que ser ellas. Eso sí, después de dos décadas de travesuras, engaños, amores desgarradores y hombres transformados en papilla, nuestras mujeres fatales desaparecieron en la obscuridad del callejón del film noir, por supuesto, sin pedir disculpas.

Laura Esquivel me parece una escritora espectacular… en su novela La ley del amor puso música que acompaña las imágenes evocadas. Ese es un libro que como mujer creativa y artista me da tercera dimensión. Cada vez que lo compro se lo termino por regalar a alguien. Me gustan lecturas como ésta que te llevan a un viaje a lo místico y a lo espiritual. El último libro que abandoné fue El caballo de Troya de J.J. Benítez. Me sentí engañada, no fue lo que esperaba. Los suicidios hay que tenerlos emocionales. Vale soltarse y pegarse contra el suelo, para analizar de dónde viene esa necesidad de darle vuelta a la página, para recapitular hasta la reinvención de uno mismo. Ver el suicido como reinvención del ego y la personalidad. Hablando de alguien tan pasional como yo… hay una sensación que me gustaría sentir: la libertad absoluta y por eso pienso en tirarme a la nada y sentir el aire. Salir corriendo al precipicio en un lugar natural alto en donde se involucren el aire y el agua. Estoy leyendo Come, reza y ama de Elizabeth Gilbert. Desde el disco Vértigo comencé a escribir canciones con mi hermano. Bajo el disfraz del pop se puede decir lo que se quiera. En impresionante cómo la gente no pone atención. Con las canciones que escribo he encontrado una manera de desahogarme.

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M A r c h A n | S EtC C I Ó EN |

| T E AT R O |

Los Lobos

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os encontramos en el sótano de un edificio. Un lugar lleno de escombros, medio oscuro, y con objetos que ya no sirven. Arriba se está llevando a cabo un baile, una fiesta donde se encuentra la crema y nata del país. Escuchamos la música y el alboroto de los que están allá arriba, casi nos gustaría que nos hubieran invitado: la música, el glamour, el buen vino… De pronto se abre una puerta y aparece un personaje muy elegante. Tiene una misión: solucionar esta situación de una vez por todas. Ha venido a ordenar el lugar: hacerlo más presentable. No es el lugar más apropiado para una reunión de esta naturaleza, pero la premura de la situación lo ha obligado a aceptar que ésta es su única oportunidad. Distribuye los asientos, los ordena, los sacude y los presenta de una manera en la que los invitados puedan estar más o menos cómodos. Ya están por llegar, así que improvisa una mesita en la que pone unos vasos, unas botellas de whisky y una que otra bebida que ha podido sustraer de la reunión. Finalmente lo aprueba, siente que ya está listo… Y justo en ese momento van entrando, uno a uno, los invitados hasta ser cinco, por supuesto, igual de elegantes que él. El asunto a tratar es un caso de corrupción que está por salir a la luz. Hubo una investigación propiciada por el partido de izquierda y sólo hace falta una votación para que empiecen a rodar cabezas. No puede permitirse: desestabilizaría al país. Hay que actuar rápidamente y detener todo antes de que sea demasiado tarde. Empiezan a discutir cómo resolver el asunto de corrupción que inevitablemente los involucra. Quieren librarse de la mejor manera y sin importar quién —fuera de ellos— se vea perjudicado. Salen a relucir cantidad de bajezas y traiciones, nos hablan de sus luchas, de lo que les ha costado estar en esas posiciones, de lo que han tenido que sacrificar y de los favores que se han hecho. Sólo están tratando de salvar el pellejo y llega el momento en que ya no reconocemos quién es quién, buscamos a ver si hay alguien con quien podamos identificarnos.

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Por Marta Aura Escritor: Luis Agustoni. Dirección: Héctor Bonilla. Actuación: Pedro Armendáriz, Víctor Trujillo, Roberto D´Amico, Jesús Ochoa, y Rafael Sánchez Navarro. Producción: Fernando Junco y Otto Minera.

El Subsecretario, el General, los Diputados y el Senador, no hay mucha diferencia. No importa que sean de distintos partidos. ¡Todos hablan igual! ¡Son nuestros representantes! ¡Nosotros los elegimos! Los hemos visto a lo largo de toda nuestra vida, los hemos oído tratando de convencernos de su rectitud, de su lucha por el bienestar de la nación, de su lucha por un país más justo. ¡Un momento! ¿Qué es esto? ¿Qué está pasando? ¿Tiene algo que ver con nosotros? No, no, tranquilos. Nada que ver con nosotros, ni con nuestra realidad. —Aquí no suceden estas cosas… ¿o sí? Miren… Es algo que sucedió, sí… pero en Argentina y en los años… ¿Cuándo?… Ah, sí, en los cuarenta… ¡Eh!… Bueno… así que, tranquilos… —Entonces ¿Por qué nos confundimos? ¿Nos estamos dejando llevar por la pasión? ¿Por la fuerza con la que defienden sus puntos de vista? No, no, nada que ver con nuestra realidad, ¿a poco en nuestro país podría suceder un acto así? No, lo que estamos viendo es una obra de teatro en la que participa un grupo de profesionales. ¡Uff! ¡Por poco y nos atrapan! La obra se llama Los lobos y se presenta en el Teatro del Centro Libanés. Los actores en escena son nada más y nada menos que “viejos lobos del teatro”. Marta Aura (ciudad de México) es actriz. Con más de cuarenta años de experiencia en las artes escénicas, incursiona por vez primera en el arte de la crítica.

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| L a vi d a c o m o un c o men tari o d e o t ra c o sa |

| L a vi d a c o m o un c o men tari o d e o t ra c o sa |

Juego de cubiertos

Ilustración: Luis Núñez y Carlos Gamboa para viumasters

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over no es variación, sino versión: su esencia no está en lo que cambia sino en lo que permanece. El problema con los covers, todos lo sabemos, es el problema de la originalidad. El cover evidencia una falta de originalidad, un hurto. Pero, ¿dónde yace realmente esa no-originalidad? ¿Dónde late la injuria del desfalco? ¿Quién la siente? El versionador sabe que él no es el ladrón, sabe que el tramposo es el otro, el compositor o intérprete original. “Aquél me robó mi canción”, dice el cubridor. “Me robó mi historia, mi idea y mis exactas palabras. Me robó una melodía que yo mismo no sabía cómo había llegado hasta mí. Aquél es un advenedizo; debe su gloria y su mérito a un mero azar: haberlo dicho antes que yo. Haber estado ahí primero. El problema de los covers, entonces, el problema de la originalidad, es el problema de la condición humana. Un hombre es todos los hombres y viceversa. Está condenado a sentir las mismas cosas, a encarnar la misma tristeza del pensamiento, a ser versiones mínimamente diferentes del Hombre y la Mujer en su marcha triunfal hacia la tumba. Pero nunca somos los otros, y no nos habrá de salvar lo que dejaron escrito aquellos que nuestro miedo implora. No eres los otros: ésa es la barrera final, la frontera infranqueable, el abismo que nos separa de todo y todos los demás. El problema del cover, el problema del Hombre: ser el otro, el mismo.

Por Romeo Tello A.

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| L a vi d a c o m o un c o men tari o d e o t ra c o sa |

El problema de los covers, entonces, el problema de la originalidad, es el problema de la condición humana. Un hombre es todos los hombres y viceversa. La literatura ha hecho cover, remix, reprise y sampleo desde siempre: de forma implícita, reelaborando los mismos eternos temas (todos, además, versiones de la búsqueda y el desplazamiento); y de forma explícita, a través de préstamos, plagios y pastiches, citas y reescrituras. La música grabada no ha hecho más que adaptar estas técnicas, dándoles nombres propios. Escribir siempre es reescribir. Escribir siempre es ensayar un cover personal, modesto y precario, de la historia del tiempo. En términos estrictos, desde que leemos hacemos cover. La lectura es la ejecución (la concretización, diría algún teórico polaco) de la partitura; el texto no es más que un esquema de indicaciones, nosotros lo tocamos. Esto es posible porque en la literatura no existe la figura del intérprete o, mejor dicho, está fundida con la del público-receptor. El escritor no escribe “en vivo” y por ende no conocemos más que versiones alternas de la obra original. Sin embargo, aunque esta idea es válida, y ostenta cierto encanto, no puedo equiparar cómoda y absolutamente el acto de lectura con el acto de cover. No tienen los mismos resortes, ni anímicos ni mecánicos. Aunque estamos cerca: el verdadero espíritu del cover late en la relectura. Vamos andando por la página, encabalgando caracteres, sonidos y unidades de

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significado. Avanzamos como quien camina por una calle conocida con algo de prisa. Pero, de repente, tropezamos con una losa de oro: un adjetivo insólito pero exacto; la conjunción eficaz de un atributo moral y otro físico; una frase sólida como el hormigón, pero ágil como un gato hambriento; una construcción aparentemente absurda, pero que condensa una inmensidad de sentido; un sarcasmo sutil y fosforescente; el nombre de una nostalgia olvidada; una idea que completa y explica el álbum de nuestro insomnio. Nos detenemos, quizás respiramos profundamente, y regresamos a la mayúscula inicial y, entonces sí, empieza el cover. Pues sólo ahí donde hay envidia hay cover. Los covers responden a la necesidad de hacer algo con una canción o un texto que nos ha impresionado hondamente. No basta con reproducirlo una y otra vez. Lo memorizamos, lo aprendemos de corazón y ahí empieza la apropiación, ahí comienza el sitio a la ciudadela. Pero tenemos que hacer algo más, utilizarlo, invadirlo, transformarlo. Nos es urgente participar de su esencia, hacer rizoma con su entramado textual. La frase es de una cursilería atroz, pero fatalmente exacta: queremos dejar marcas en él (sea el texto o a la canción) equivalentes a las que dejó en nosotros. Dije que la esencia del cover está en lo que permanece, sí, pero su chiste está en lo que cambia. Quizás como todo en esta vida. Quizás no.

| L a vi d a c o m o un c o men tari o d e o t ra c o sa |

autor, en una lectura pública. Concretamente, con el primer verso de la segunda parte: “Estoy lleno de amor por los indicios”. Al oírlo, estuve seguro de que en alguna parte de mi pasado había pensado y pronunciado esa línea. Y si no lo hice, sé que he padecido su significado desde hace ya mucho tiempo. Finalmente escribí el ensayo, pero creció en total falta de proporción con su cometido original (como ocurre con casi todas mis criaturas textuales). No me avergüenzo de él, pero sí de mi proyecto de hacer el cover de un poema y hallo el resultado final artificioso y estéril. Me decido a presentarlo, sin embargo, por mera obstinación y porque me parece que los papeles se han invertido: ahora es este ejercicio cubridor el que justifica al ensayo que lo precede. Un último comentario: es sabido que algunos covers modifican radicalmente el ritmo de la canción original, trasladándola a regiones del alma, y de las tiendas de discos, muy distintas. Así, existen covers “metaleros” de canciones de los Beatles, revisitas dub y reggae de discos enteros de Pink Floyd y Radiohead, y un cover “salseado” a cargo de Willie Colón de “O que será” de Chico Buarque. Si yo tuviera que declarar en qué género está mi versión del poema de Saldaña, tendría que decir: en clave paranoica, es decir, en clave absolutamente personal.

*** Este ensayo nació con el propósito de ser la introducción —la justificación, realmente— a la reescritura de un poema de Daniel Saldaña París. Pensé: “un cover a un poema”, y me felicité silenciosa mas efusivamente por mi preclara y original idea. El cover (es decir, la envidia) comenzó a gestarse desde que escuché el poema “Tríptico de la isla que se hunde”, en boca de su

Sin más, el poema y su cover: Tríptico de la isla que se hunde II. Estoy lleno de amor por los indicios, por las pequeñas fracturas invisibles. El silencio enigmático que se abre entre dos piezas de música barroca. El instante de duda en el que el grifo todavía no escupe el agua pero ya la anuncia. La lenta, muy lenta desaparición del vaho en la ventana. Daniel Saldaña París

Tríptico de la isla que permanece II. Estoy lleno de temor por los indicios, por las pequeñas potencias insensibles. El estruendo emblemático que abrirá en dos el cielo raso de mi boca. El instante de ira en tu mirada que aún no encarna la pelea pero ya la anuncia.

Romeo Tello A. (ciudad de México, 1981) es ensayista. Es editor y coautor de Entre la redención y el delirio. Re-

La accesible, muy a la mano destrucción de la casa en el martillo.

greso a Los Miserables y becario de la Fundación para las Letras Mexicanas (2007-2009).

Romeo Tello A.

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| L A valquiria |

| C armen B o ull o sa |

Mis otros narradores

Ilustración: Wiró

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ay narradores orales que merecen reconocimiento y atención. Recuerdo, por ejemplo, una conversación, farsa en un acto a dos voces, con Monsiváis y Sergio Pitol en un trayecto de coche —salíamos de una cena en casa de Soriano, pero puede me falle la memoria—, eran los noventa. Reímos hasta las lágrimas. Esa corta narración fue mejor que las obras completas del autor de quien contaban anécdotas, atándolas con el hilo del absurdo. En otra, los mismos dos decían que los diálogos entre Octavio Paz y Elena Garro eran inolvidables. También los de ellos, herederos de una larga tradición que no creo pueda disminuir el chat y el iPhone. Los escritores les debemos también la formación de nuestra persona literaria a los narradores orales, sean o no de nuestro oficio. Acaba de morir uno de los que tuve cerca de mí en la infancia. En 1956, me salvó la vida. O eso decía él, mi tío, Jesús Velázquez. Lo cierto es que me mordió un perro con rabia en la cabeza. En el cuento que hacía de esto, su misión de salvamento venía cargada de aventura y excluía probabilidades: no es que “tal vez” hubiera yo contraído rabia si no me hubieran vacunado, daba por hecho que iba a tenerla. Yo había acariciado a un perro que dormía en el parque —una niña de apenas dos años—, el can respondía atacándome, vuelto un lobo, lo perseguían mis dos tíos, armados como el Quijote de lanzas hechizas, los dos héroes lo hacían cautivo, lo enfundaban en un saco de ixtle y lo encajuelaban. La riesgosa cacería terminaba con la llegada al antirrábico, veían la espuma por la boca del animal que no podía darse como síntoma irrebatible, sucedía un período de observación y el diagnóstico de rabia y la decisión: inyectarme con un tratamiento que podía dejar secuelas fatídicas o incluso ser mortal,

Por Carmen Boullosa

pero con la rabia no se podía jugar, no había de otra. Además, agregaba el tío Chucho, las inyecciones eran muy dolorosas. Él, que me había salvado de la fiera, ahora debía infligirme dolor para sanarme. Llenaba su cuento de detalles, y lo contaba todo como si fuera algo gracioso. Y contado por él lo era, incluso para mí —la víctima, la niña rescatada, aunque no me sentara bien el rol, porque en la vida real me portaba más como un cowboy que como una princesa (mi apodo era una derivación de “Pancho López, chiquito pero matón”)—. Me producía placer oír el rescate narrado por mi tío Chucho. No había en su cuento ansiedad o temor: era, como todos los que contaban, un gatillo de risas, entretenimiento para borrar sinsabores o desagrados. Cuando el perro me mordió —decía Chucho—, yo ya le debía la vida una vez previa, aunque menos dramática. Él había traído a mi vida mi salvadora: su esposa, mi tía Olga, que fue mi nodriza, mi mamá de leche. En ese cuento, yo era una bebita flacucha y en problemas porque mi mamá estaba enferma, no había leche de fórmula que aceptara

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| C armen B o ull o sa |

Los escritores les debemos también la formación de nuestra persona literaria a los narradores orales, sean o no de nuestro oficio. Acaba de morir uno de los que tuve cerca de mí en la infancia. mi débil organismo. Mi tía Olga, en cambio, alimentaba al rozagante bebé que fue Pablo Alfonso mi primo, y encima le sobraba leche. A Chucho —él decía— se le ocurrió la idea, y en sus brazos fui y vine —en su relato—, salvando así el héroe a la princesa. Lo que era heroico en verdad era su cuento: volvía algo tan simple un aventurón. Ahora que ha muerto, se lleva consigo un barajar incansable de cuentos, entre los que subrayo los de la vida de mi abuelo materno —Enrique Velázquez Canseco, nacido en Oaxaca—. Lamento no haberlo ido a visitar largo para que me lo contara todo, o por lo menos la ilusión de todo —un todo muy aderezado—, me enfada no haberlo grabado. Hubiera querido, en resumidas cuentas, dejarlo de alguna manera impreso. Aunque la verdad es que imprimir no era lo indicado: cada que contaba una historia Chucho, la hacía dar vuelcos, le añadía, la armaba, le daba vida. Según le escuché decir —pero lo cuento sin vestidos, los datos escuetos: lo cuento sin cuento—, cuando era niño, mi abuelo Enrique conoció a Don Porfirio, primero lo vio en una comida, como era un infante no se sentó a la mesa pero pudo observarlo. Yo imagino que ayudaba a servir los platos, pero es improbable. Poco después, a los once años, estuvo preso en Perote por

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| C armen B o ull o sa | sublevado, en ese período de su vida fue el protagonista de una saga algo heroica (escapó de la prisión para llevar un anuncio que sería definitorio a las tropas revolucionarias, pudo huir porque su cuerpecito lo dejó escurrirse entre los barrotes de una ventana, saltó al campo abierto y corrió como alma que lleva el diablo, arriesgando su pellejo varias veces, caminó sobre los rieles del tren hasta llevar información del cautiverio de sus amigos y de cómo había que pegar a las tropas porfiristas). Pasaron los años, mi abuelo, ya médico militar, llegó a Tabasco, encontró a mi abuela y se casó con ella —que también había vivido la Revolución sobre la cuerda del dramatismo (y aquí cuento una: que el doctor Pellicer, papá del poeta, se negó a dar auxilio a mi bisabuelo herido, se desangraba —dejaba las almohadas bañadas en sangre—, por miedo a que tomaran represalias contra él “los alzados”, había diferentes facciones y no quería verse en enredos). Creo que vivieron algunos años muy felices, pero el cuento no acaba ahí porque no es de hadas. Se establecieron en Tabasco, él fue parte del equipo de gobierno Garrido Canabal, estuvo a cargo de su política sanitaria, erradicó el paludismo (varias veces me contó mi abuela cuán amigos fueron de Garrido Canabal, hablaba de la esposa, contaba detalles... y ataba como amarrándole a una lagartija cola de perro, que porque eran amigos, don Tomás les permitía tener altar en casa... como si a mí me importasen las flores de la Virgen...)—. Después, con sus dos hijos mayores, Chucho y Teté, y mi mamá, escaparon hacia la ciudad de México, parte del exilio garridista que pobló la colonia Roma. Fueron los tiempos en que en las fondas de la Roma se comían los mejores platillos tabasqueños del mundo. La casa de mi abuela terminó estableciéndose en la Santa María la Ribera —y digo abuela en femenino porque mi abuelo Enrique murió joven, aunque no tanto como mi mamá—. Cuándo empezaron a ser infelices, no lo sé precisar, pero ese tiempo llegó, creció, y murió, como todo —bien lo dice Lope de Vega: “todo llega, todo pasa, todo se acaba”—. Chucho tenía el mejor talante del mundo, contaba cuentos y chistes como nadie. Conversar para él era el centro de la vida, contar cuentos, chistes, narraciones

que él armaba, sazonaba, creaba infatigable. Mi abuela fue también un arsenal de historias —mi mamá se lamentaba que pasara las tardes viendo telenovelas, decía que “había sido” una conversadora excelente: a mí siempre me lo pareció, así no las bordara en Comalcalco, sobre una mecedora en la banqueta, tejiendo a gancho mientras platicara con los amigos, me embelesaba oírla hablar. Mi abuela y mi tío Chucho eran narradores de estilos muy diferentes. Chucho iba tras el chascarrillo, el suspenso y la aventura. Le gustaba la velocidad, y desplegar gracia. Era un narrador coqueto, necesitado de acción para seducir a sus oyentes. Mi abuela (mi mami, como yo le decía) quería crear atmósferas y apelaba a que decía la verdad siempre —incluyendo la cola de perro en la lagartija, el altar en su casa en tiempos de Garrido Canabal. Las de Chucho estaban llenas de énfasis, de efectos. Las de mi abuela no, y nunca —como sí Chucho— contaba a sabiendas de que había cerca un reloj. Sus historias seguían y seguían, a mí siempre me embelesaban. Mamá e hijo —abuela y tío— eran de carácter muy diferente, pero creo que más que otra cosa su relación con el trabajo y el juego era lo que les daba personas literarias tan distintas: mi abuela era una hormiguita, trabajaba sin descanso —hasta viendo las telenovelas, porque ahí bordaba a gancho sus magníficos manteles, siempre en hilo de algodón—, trabajar era lo suyo. No el juego, ella no sabía jugar nada. Incluso me contaba que de niña le estuvo vedado perseguir la pelota o brincar la cuerda, porque eran actividades consideradas por su papá como muy inconvenientes para una señorita —y que un día lo desobedeció: en un patio trasero, tomó la cuerda cuando creyó que nadie la veía e intentó usarla: bastó para una cueriza y consiguiente encierro en su habitación, sin comida—. En cambio a Chucho le apasionaba el dominó. Y creo que siempre le interesó más estar con sus amigos que con sus pacientes. Era un hombre de celebraciones, relajado y festivo. Creo que mi abuelo le impuso la profesión sin que él la llevara en la sangre, pero ésa es otra historia. En las narraciones de Chucho casi se oía caer la ficha de dominó, y esperar la del contendiente para de inme-

diato sobresaltar con un cierre inesperado. En cambio en las de mi abuela había un hilo ininterrumpido –el del trabajo– y ninguna necesidad de terminarlas. Muchas veces la oí cuentear sobre la mesa de trabajo, mientras hacía tablillas de chocolate, deshuesaba una gallina, doblaba las hojas de los tamales, batía una masa, esperaba el filtrado de no sé qué extracto en su laboratorio de materias primas farmacéuticas o llenaba una factura en el despacho. Si yo hubiera visitado con alguna frecuencia el salón de belleza tendría una persona literaria diferente. Ahí las narraciones que alguna vez escuché de niña tenían una trama que se iba enlazando hasta dar con el culpable —con quién le ponía el señor los cuernos, quién los ponía y quién no, etcétera—, eran maniqueas y tenían no sé qué de redentoras, como en algunas novelas negras. No supe, sino muchos años después, que en el arte “crudo” que es la relación oral, había una fuerza. Entiendo esa necesidad circular de no terminar de contar un cuento sin enlazarlo con otro, a lo Scherezada. También ellos, los contadores de historias que oí de niña, huían a su manera de la que, dirían algunos, terminó por ganar la partida, la muerte. Otros sabemos que no, que viven en nuestra memoria, impresos de otra manera.

Carmen Boullosa (ciudad de México, 1954) es escritora. Ha publicado, entre otros títulos, El complot de los Románticos, La virgen y el violín, La novela perfecta, La otra mano de Lepanto, De un salto descabalga la reina, Treinta años, Cielos de la tierra, Quizá, Duerme y La milagrosa.

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Los escritores que sí amaban a sus novelas

L

a muerte de un escritor no siempre implica la desaparición de su universo literario, como ocurre con Los hombres que no amaban a las mujeres, la primera de tres novelas del escritor sueco Stieg Larsson, que fue publicada póstumamente en 2005, y que se convirtió rápidamente en un bestseller eventualmente llevado al cine. Larsson, periodista devoto de causas nobles como la denuncia contra el fascismo, la intolerancia y la violencia contra la mujer, falleció a sus cincuenta años de un ataque al corazón, después de terminar la trilogía de novelas policiacas Millenium. Las especulaciones sobre la causa exacta de su muerte generaron una controversia que terminaría por exaltar la figura de Larsson como un mártir de la lucha a favor del desvalido, pues hay quien afirma que incluso fue asesinado por alguno de los grupos que denunciaba. Los hombres que no amaban a las mujeres es un homenaje a la tradición de la novela policiaca, si se toma en cuenta su estructura, típica de este tipo de narrativa, donde las investigaciones ocurren en un escenario hermético; y las numerosas referencias a autores consagrados de este género como Dorothy Sayers, Sue Grafton, Val MacDermid, Elizabeth George, e incluso Astrid Lindgren. Además de funcionar como un thriller, Los hombres que no amaban a las mujeres exhibe parte de la vida de Larsson si se compara con el personaje de Blomkvist: ambos son periodistas dueños de una revista que denuncia la corrupción de las grandes empresas suecas. El título mismo muestra la intención de Larsson de revelar la misoginia como un aspecto negativo latente de su sociedad: en

64 | Los Suicidas

Por Álvaro García Stieg Larsson, Los hombres que no amaban a las mujeres, traducción de Martin Lexell, Barcelona, Destino, 2005.

la novela, casi todos los personajes masculinos presentan actitudes reprobables contra las mujeres. La otra protagonista, una hábil hacker e investigadora llamada Lisbeth Salander, encarna a la mujer independiente y asertiva, y sirve de gancho para atraer la atención inmediata del lector. Las minuciosas descripciones de Larsson muestran a Salander como una mujer de una belleza brusca pero cautivadora, capaz de abatir a cualquier hombre cuando utiliza su pródigo intelecto. Su extraña apariencia —tatuajes y perforaciones— y modo de operar se contraponen a Blomkvist, quien opta por un comportamiento más cauteloso. La novela comienza cuando el empresario retirado Henrik Vanger recibe en su cumpleaños una flor enmarcada como todos los años, supuestamente enviada por su sobrina nieta Harriet, desaparecida cuarenta años antes. Blomkvist, quien pierde un caso en la corte por la difamación del corrupto empresario Wennerström es contratado por Vanger para resolver el caso de la desaparición de la niña. Éste se ve forzado a aceptarlo en vista de su situación económica y a sabiendas de que Vanger podría ayudarlo contra Wennerström. Eventualmente Blomkvist es llevado a la isla Hedestad donde habitan algunos miembros de la familia Vanger —los presuntos responsables del crimen— y pronto se ve en la necesidad de conseguir los servicios de la renuente Salander para que lo ayude. Si bien la construcción de los personajes y el argumento de la novela reflejan una narrativa estructurada en torno al caso de Harriet, las yuxtaposiciones del pasado de los personajes y de la pelea entre Blomkvist y Wennerström con la trama principal entorpecen la fluidez de una narración que durante la mayor parte consigue deleitar al lector.

Álvaro García (ciudad de México, 1986) es traductor y ensayista. Ha traducido del inglés y el francés para Periódico de Poesía de la UNAM, el Boletín del Festival Poesía en Voz Alta 2007 y 2008 y Dirty Verbs.

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