Cumbres borrascosas

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con limpiezas ni barridos. Me bastaban un buen fuego y unas sábanas limpias. Ella mostró el deseo de hacer cuanto pudiera, y si bien en el curso de sus trabajos metió la escoba en la lumbre confundiéndola col el hurgón y cometió varias equivocaciones, no obstante me marché en la confianza de que al volver encontraría don-de instalarme. El objetivo de mi paseo era «Cumbres Bo-rrascosas», pero antes de salir del patio se me ocurrió una idea que me hizo pararme. ¿Están todos bien en las «Cumbres»? Que yo sepa, sí ceniza.

pregunté a la anciana.

me contestó en tanto que salía llevando en la mano un cacharro lleno de

Me hubiese agradado preguntarle el motivo de que la señora Dean no estuviera ya en la «Granja», pero com-prendiendo que no era oportuno interrumpirla en sus faenas, me volví y me fui lentamente. A mi espalda, brilla-ba aún el sol y ante mí se levantaba la luna. Salí del parque y escalé el pedregoso sendero que conducía a la casa de Heathcliff. Cuando llegué a ella, del día sólo quedaba, en poniente, una leve luz ambarina. Pero una espléndida luna permitía divisar cada piedra del camino y cada briz-na de hierba. No tuve que llamar a la verja; cedió al empujarla. Pensé que esto siempre era una mejora. Y aún aprecié otra: una fragancia de madreselvas que inundaba el aire. Puertas y ventanas estaban abiertas. Como es frecuente ver en aquellas regiones, un gran fuego brillaba en la chimenea, a pesar del calor. El salón de «Cumbres Bo-rrascosas» es tan grande, que queda sitio de sobra para poder separarse del.hogar. Las personas que había allí es-taban sentadas junto a las ventanas. Antes de penetrar, las vi y las oí hablar, y me fijé en ellas con un sentimiento de curiosidad que, a medida que fui avanzando, se convirtió en envidia. Contrario dijo una voz que sonaba argentina como una campanilla . ¡Van tres veces, torpón! No te lo volveré a repetir. ¡Acuérdate, o te tiro de los pelos! Contrario pronunció otra voz, que procuraba suavizar su robusto tono . Ahora dame un beso en recompensa de haberlo dicho bien. No, no te lo daré hasta que no lo pronuncies perfectamente. Volvieron a reanudar su lectura. Era un hombre joven, correctamente vestido, que estaba sentado a la mesa y te-nía un libro delante. Sus hermosas facciones brillaban de satisfacción, y sus ojos abandonaron con frecuencia la pá-gina para fijarse en una blanca y pequeña mano que se apoyaba en su hombro y le asestaba un cariñoso golpeci-to cada vez que su poseedora descubría faltas de aten-ción. La dueña de la mano estaba de pie detrás del joven, y a veces sus cabellos rubios se mezclaban con los casta-ños de su compañero. Y su cara... Pero era una suerte que él no pudiese verle la cara, porque no hubiera podido conservar la serenidad. En cambio, yo sí la veía, y me mordí los labios de despecho pensando en la ocasión que había desperdiciado de hacer algo más que limitarme a mirar aquella prodigiosa belleza.


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