La memoria de tu nombre, de Amadeo Laborda

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Amadeo Laborda

La memoria de tu nombre Prรณlogo de Alfons Cervera

Lletra I m presa

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Lletra Impresa Edicions Colección: La cambra, 1

Primera edición: enero de 2017 © del texto: Amadeo Laborda, 2017 kanasar2012@yahoo.es http://amadeolaborda.blogspot.com.es twitter: @laborda_gil © exclusivos de esta edición: Lletra Impresa Edicions Av. del Grau, 75, 6è, 11a 46701 Gandia lletraimpresaedicions@gmail.com www.lletraimpresaedicions.blogspot.com Diseño y maquetación: Mercè Climent Corrección y edición: Juli Capilla Imágenes portada y contraportada: Archivo del autor Impresión: byprint ISBN: 978-84-617-5915-6 Depósito legal: V-42-2017

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Amadeo Laborda La memoria de tu nombre Prรณlogo de Alfons Cervera

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I CERRO PARTIDO

Los fardos caen como pájaros muertos. Se desploman trazando una curva fatigada, a ratos inerte, que termina con un golpe hueco contra el remolque. Contundentes, uno tras otro y sin margen para el lamento. Dos pisos de altura por varias décadas de ancho, a bote pronto la extensión acotada de media vida. Puede que más, pero todo acaba ahí, en las planchas remachadas del tractor. Un punto y final como el de una carta de despedida que se lee a trompicones y con desgana, con más de un traspié sobre las comas. En la casa las habitaciones están ocupadas por un vacío destartalado, un silencio cosido de telarañas bajo las persianas. Solo las moscas. Ese vuelo ingrávido y desbaratado en mitad de lo caduco. Deambular con pachorra sobre un abandono hecho de sueños rotos y plafones desmontados. Solo eso. Describir vueltas estúpidas en el aire cuando no existe nada sobre lo que detenerse. No hacen otra cosa, únicamente ese aleteo absurdo que no tiene sentido y que no lleva a ninguna parte.

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Atadas a una cuerda, las sillas descienden hasta la calle con el balanceo del ahorcado. Con un cansancio de mil vidas que pesa en los pies y agarrota los tobillos. No sabes cuánto. Desde la ventana el pasado se precipita a la nada. A una suma inexacta que, lo mires por donde lo mires, ofrece siempre la desaparición en la casilla del resultado. Como si nunca hubiera existido. Como si lo vivido se pudiera fácilmente amontonar sobre las chapas metálicas del John Deere y reducirse, así sin más, a tres metros cúbicos de materia antigua o simplemente extinguirse. Hay un basquet lleno de zapatos envueltos con papel de periódico bajo la estrecha sombra de los balcones. Se han quedado ahí, amodorrados sobre los bordillos de piedra que tiene la acera y que aplastan las ruedas bastas del vehículo, con las letras de las noticias impresas sobre el tinte del calzado. Son los de las bodas y unos de piel de cocodrilo con adornos de metal enclenque. Algunos tacones apuntan a las fachadas en un último intento de saber quién se asoma o de escuchar un adiós que no se pronuncia. Para qué. La memoria embalada como un cachivache más, envuelta a trozos. Estrangulada por las ataduras del desasosiego y la prisa, como un paquete que ha de salir por correo urgente hacia un destino que no existe. Un viaje al territorio agreste en el que el olvido levanta casas sin puerta para dejar dentro los equipajes inútiles. Está todo. No falta nada en ese inventario de nostalgia desmantelada. Los bultos reclinados sobre esos desconchones ruinosos que afean las paredes y 14


las marcas de serrín que señalan lindes provisionales entre los cacharros. Aquellas cajas de cartón tienen las tripas llenas de trapos de cocina y delantales de gamuza. Hay una marcada con una equis de rotulador en la que he guardado varias sartenes y un transformador de ciento veinticinco a doscientos veinte. Esa no es para tirar, el resto no interesan. Esperan la vez en el rellano para desfilar escalera abajo. Se oyen voces en el piso de arriba. Frases partidas y pasos lentos sobre las baldosas, unas baldosas que están ligeramente sueltas y que por eso rechina la arenilla con cada pisada, un sonido como de granos de azúcar mascados por una suela de cuero que endulzan esa dentera instalada en la boca del estómago. Son los mismos ruidos, los de entonces, con idéntico tono e idénticos acordes. Los aprendí de memoria, como un rumor de palabras que se queda a vivir dentro y ya no te abandona. Esa fotografía siempre estuvo ahí. No sé quién es. Hace siglos que nos mira desde la revuelta última del pasillo, colgada de la inconsistencia del aire y de una alcayata torcida que sobresale varios centímetros del marco. Siempre ahí, en ese tramo inútil de pared que hay junto al mozo perchero de níquel. No iba aún al colegio cuando me fijé por primera vez. Creo que ya tenía entonces el cristal roto y esa mirada de quien se instaló para siempre en la ausencia. Una prima de mi abuela o tal vez una hermana de mi abuelo. No sé bien. Me confundo con la familia más lejana. Murió joven, de una tuberculosis o algo parecido. Eso sí lo sé, porque alguien me lo dijo o porque me lo contó la imaginación. Ha presenciado 15


los días que estuvimos aquí y puede que veinte años más. Cómo pasa el tiempo, no hubiera dicho que son tantos y son casi veinte. Una caterva de primaveras y otra de San Antones pasados por agua. La pereza de una memoria que en pocas ocasiones echa cuentas. No lo sabes tú bien. Le resulta suficiente con amontonar souvenirs y bucles fotocopiados en esos baúles viejos que debe haber en un rincón de la cabeza, en ese trastero que queda a mano derecha del hipocampo, como si fuera una cambra a la que no se sube más que de vez en vez. En los campos era mayo. Salíamos a caminar y mi abuelo andaba despacio, con pasos breves y las manos a la espalda. Una mano abrazando la muñeca de la otra y palpando la correa vieja del reloj. Con las palmas abiertas, mirando hacia el camino que se quedaba atrás, mientras los dedos se asentaban sobre esas manchas marrones que la vejez anota en la piel, medio encorvado cuando inclinaba la vista al suelo. Buscábamos caracoles en los troncos de los naranjos secos y en las matas de hinojo que crecen en las cunetas. Él apartaba la maleza y me abría paso para no llenarme de arrancamoños los cordones de las zapatillas. Con cuidado, mientras llenábamos aquella bolsa de tela a cuadros, una que se cerraba con una beta llena de nudos. Las sendas se habían cubierto de ortigas junto a las amapolas plegadas por el viento y en los ribazos las lagartijas jugaban a morderse la cola y a perseguirse. Hacía calor. Un bochorno primerizo.

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Un día, por donde el secadero de pasas, me enseñó que a unos caracoles se les llamaba moros y a otros cristianos. No me dijo nada de aquellos tan distintos que tenían la cáscara alargada y retorcida como un cuerno estrujado. O tal vez sí me lo contó, pero no lo recuerdo. Esos no los cojas, me dijo. Luego, ya en casa, los encerrábamos en un jaulón de tela mosquitera con unas ramitas de romero dentro para que purgasen. Así se limpiaban los intestinos de las malas hierbas que hubieran masticado con sus muelas de gomaespuma. Lo mismo que aquellos supositorios de glicerina con los que andaba siempre mi abuela. Las tardes se escapaban lentas. También los hilos finos de agua por las boqueras rotas de los regueros, esos que formaban pequeños remolinos en los que se detenían a beber las avispas. En las pendientes gastadas de las lomas el último sol emblanquinaba las piedras y las hojas pálidas de los olivos bordes. A veces una nube rasa partía en dos mitades el cielo. Era bello aquel tiempo, los días en los que no sucedía nada o cuando todo tenía lugar de un modo intrascendente. De aquello queda el silbido insistente y lejano de los abejarucos, algo parecido a un eco escrito en el cuaderno de lo cotidiano, y poco más. En la casa se ha quedado a vivir ese murmullo de escobas que llega desde la calle. El esparto arañando insistente el alquitrán, así un instante y el tiempo que le sigue. Y las voces de mujeres que llegan de comprar el pan. También las moscas. Como hace diecinueve años. 17


También como unos minutos antes. Su vuelo sobre lo inexistente en un ejercicio que confunde el espacio y el tiempo, que revuelve momentos y lugares. Entran y salen de las habitaciones. Van y vienen. Merodean el silencio. A ratos dan cabezazos contra el espejo, como si quisieran atravesarlo con ese desbarate e irse cielo arriba, a poner huevos en las cumbres de la Sierra de Chiva o aún más alto, en los anillos etéreos de Saturno. Luego vuelven a darle vueltas del derecho y del revés a las horas perdidas. No hacen más. Alguna vez fue una hamaca. La que mi abuelo sacaba al balcón cada mañana y luego plegaba y volvía a guardar, en aquella ceremonia de quita y pon, para que el sol no le comiera de una mordida hambrienta las rayas gruesas de colores. Ahora no sé lo que es. No es nada. Un amasijo de tubos desmenuzados y de muelles flojuchos. Es eso, un retal de nylon destensado que los ratolines han sembrado de hilachos descosidos con sus diminutos dientecillos. Solo un pedazo ruin de tela con una mancha de sudor gastado, como una sombra quieta que tiene espalda y hombros y a la que hacen cosquillas los ratolines atarantados cuando juegan a deslizarse por ella como si fuera un columpio blando en mitad de una plaza adoquinada. Hay un silencio grotesco dentro de los armarios, algo como un sosiego apolillado. Un sigilo dentro de otro sigilo. Una calma entretejida no sé de qué. De retales viejos. Aquellas ropas de punta en blanco que ahora son andrajos. La postal de un lugar que no he vi18


sitado nunca, reclinada sobre el papel adhesivo de los estantes. Ese olor sutil a jabón de coco. Perchas de las que cuelgan todavía los gabanes de inviernos antiguos. El ajuar y aquel vestido de lunares con el que se ve a mi abuela en tantas fotografías, adornado también con otros círculos irregulares, otros lunares más chapuceros que han raído esos mismos ratolines. Los que lo zascandilean todo como si tuvieran el baile de San Vito y que se han hecho tan amigos del olvido. La esquina de sol en el ángulo amable del balcón a las diez y media, ni antes ni después. Ha de ser en ese preciso momento, en el instante exacto en que la línea de sombra comenzaba a deslizarse como una oruga blandengue por las paredes. Justo en ese punto, concretamente ahí, donde mi abuelo se afeitaba con la camiseta blanca de tirantes flotando sobre la piel delgada. Siempre con el pequeño espejo enmarcado con un ribete de plástico azul y la maquinilla de metal con hojas extraíbles. Dónde está aquel espejo. A él aún lo distingo en ese rincón que forma la barandilla frente a la hoja de la puerta. Con media sonrisa, en ocasiones no llegaba a media, puede que menos. Cortándose los pelos de la nariz en mitad de un gesto de ojos entrecerrados por el resol, poco antes de salir a la calle con las manos cogidas a la espalda. Mucho antes de que el mundo se le viniera encima con aquella embolia que le esperaba con malicia, como un gato rabioso que se oculta con dudosa intención tras un recodo de los meses venideros. Tal vez no hay tantas fotografías de mi abuela con ese vestido que conserva todavía la fragancia de los 19


polvos de talco y los círculos mordidos sobre el contrachapado del ropero. Quizá son pocas. O ninguna. Puede que solo la de mi memoria atrapada al recuerdo dócil de las tardes de paseo y leche merengada. El cenicero triangular de Cinzano. La cartilla del médico junto a la caja de pastillas para la tensión. Unas cápsulas blancas. Aquellos abanicos con dibujos exóticos y caras demacradas de japonesas. Está todo en un altillo del que no se alcanza a ver el fondo. Allá lejos. Como un filtro amarillo que lo distorsiona todo. Otra vida. O la misma, pero contemplada ahora a través del celofán que envolvía los caramelos de anís, esos y los de menta eran mis preferidos. Quedan las sombras, no queda otra cosa. Unas manchas con forma de hoyo oscuro que se mueven calmosas. No se han marchado, se han quedado por aquí cerca porque conocen bien el terreno o porque no tienen a donde ir. En las escuelas viejas han aserrado las moreras y las sombras siguen ahí, esperando el vientre caliente de los perros que se les tumban encima. A veces se dan una vuelta, suben por la cuesta de Ismael Quiles y se pierden un rato por la calle Cervantes. Luego, antes de que se les haga tarde, vuelven a su sitio. A holgazanear sobre su camastro de penumbra tranquila. Las personas se han ido muriendo o han emigrado a la ciudad. Ahora son otros, gente nueva con caras distintas, pero las sombras son las mismas, las de toda la vida. Las que ganduleaban por las fachadas y luego acorralaban a los viejos que se sentaban en las esquinas para caldearse al sol.

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