Huellas de Tinta Noviembre 2016

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Relato

Los protectores del monte Por Gorelia Bernad —Fernando, te dije que te metas pa’ dentro —le gritó la abuela asomando por la ventana de la cocina. —Ufa, Iaia. Sólo ando buscando al Manchita que no lo he visto desde ayer —le dijo el chico. —Seguro se ha quedado dormido en el gallinero otra vez. Dejá ese perro y entrá. ¿No sabés que hoy es víspera del Día de todos los Santos? No podés andar a la siesta solo por el monte. —No ando solo —contestó Fernando mientras señalaba a toda una jauría que movía la cola con entusiasmo a su alrededor. —¡Metete o te agarro a chancletazos! —le gritó la abuela enojada—. ¿No escuchás como lloran los pecarís? ¡Es un mal presagio! Su abuela era muy supersticiosa. Decía que en las vísperas del Día de los Muertos los espíritus del monte entraban al mundo de los vivos. Fernando hizo a su abuela una seña poco educada a sabiendas que después le iba a costar el doble de chancletazos y se fue para el lado de los gallineros mientras sacaba un cigarrillo para fumarlo a escondidas. Cuando pasó por el corral de Blanquito, le llamó la atención que el alambrado estuviera roto. Era un chanchito salvaje muy simpático que encontró cerca de la casa y adoptó como mascota. Sabía que el pequeño pecarí se había escapado de la reserva, pero en vez de devolverlo pensó en que podía conseguir una hembra y hacerse su propia piara de pecarís. Los porteños los pagaban muy bien. Sus perros le llamaron la atención. Estaban encrespados y con las orejas paradas mirando hacia el norte. Él también lo escuchó. Era un aullido lastimero, como el llanto de un perro. ¡Era Manchita! La jauría salió corriendo y ladrando con Lobo a la cabeza. Era el más grande, negro brilloso y con las patas color marrón claro. Los otros cinco, algunos más gordos, otros más flacos, de distintos colores y tamaños corrían entre el monte con Fernando tratando de alcanzarlos. Cruzaron el arroyo seco chapaleando el barro que quedaba y siguieron adentrándose en la reserva. Fernando les perdió el paso y apenas divisaba algunas colas peludas, metros más adelante, entre la espesura del monte.

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Los cinco perros estallaron en ladridos frenéticos que se interrumpieron por un golpe seco y un quejido canino. Los ladridos se reanudaron, con gruñidos y tarascones. Se siguieron los golpes y llantos. Cuando Fernando llegó al claro, no comprendió qué veían sus ojos. Era como un hombre enorme, de más de dos metros, monstruoso y peludo, sucio con barro, estiércol, pasto y hojas secas. Le recordó a los escabrosos cuentos de su abuela y se dio cuenta que eso era un Caá Porá. Tenía una rama gruesa en las manazas y golpeaba a los perros que intentaban morderle los tobillos gruesos como troncos. Fijó en Fernando su mirada inyectada en sangre. —¿Dónde están mis pecarí’? —preguntó el monstruo con voz profunda y acento guaraní. El chico pensó en correr, pero el temor lo tenía paralizado y sentía sus piernas como gelatina. Tampoco encontraba voz para contestar. En tres grandes pasos el Caá Porá avanzó hasta él garroteando perros. Fernando sentía con dolor propio cada golpe que recibían sus amigos tratando de defenderlo. —¿Dónde están mis pecarí’? —volvió a preguntar. —No sé… no sé —alcanzó a tartamudear Fernando. El Caá Porá lo agarró de la remera, lo levantó y le dio una sacudida. —Vos te llevaste toda la piara —lo acusó y lo azotó contra un árbol. A Fernando le sonó la espada contra el tronco y cayó sentado. El dolor era lo de menos. Tenía que convencer a un fantasmón del monte que no se había robado los pecarís de la reserva. Apenas tenía uno y ni siquiera se lo había llevado, sólo lo encontró y decidió no devolverlo. ¿Cómo explicarle al monstruo que había páginas en internet que ofrecían servicios de guía para ir a cazar pecarís adentro mismo de la reserva? Todos lo sabían y los del gobierno no hacían nada. Venían turistas con escopetas de a diez o más y no les importaba matar a toda una piara o que entre la manada hubiera crías. Arrasaban con todo. Sus perros, que ya se habían recuperado, se agruparon cerca de él. Unos lloraban, otros le gruñían al Caá Porá con resentimiento. Fernando se acordó de los cigarrillos y de los cuen-


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