Relato: Había una vez en un lejano reino encantado un solitario y triste príncipe que no era como los demás. Era gris y con ese color lo había pintado todo. No recordaba desde cuándo se veía así pero sabía que no siempre las cosas habían sido de ese modo. La tonalidad grisácea se desprendía de sus dedos para colorear todo lo que tocaba a su paso. Si caminaba descalzo por la tierra por ejemplo, las hermosas flores de los jardines del palacio ya no eran azules, rojas o amarillas, se ponían simplemente de un aburrido color gris al igual que el césped debajo de ellas. Era una marea oscura que lo arrasaba con todo. Para su alivio, lo único que seguía teniendo color era el cielo, porque era inmenso y estaba tan alto que no podía tocarlo. Bueno, los días nublados y lluviosos no ayudaban porque allí todo se volvía en verdad deprimente. A veces pensaba que estaba maldito, que alguna bruja malvada que odiaba a sus padres lo había hechizado en su cuna, que su maldad lo había infectado, pero no fue así. Él no era una princesa. A ellas siempre les sucedían las cosas más extraordinarias. Hasta las maldiciones que les arrojaban eran dignas de leyendas. Él era así sin necesidad de un suceso mágico. Thomas era el único hijo de los reyes del enorme reino de Braith y sería el heredero al trono. Cuando había reuniones oficiales o fiestas para agasajar a los cortesanos, siempre lo sentaban en un trono más pequeño a la izquierda de su padre. Odiaba esos momentos porque todos se quedaban mirándolo, evidenciando su rareza. Su piel, sus ojos, la ropa que se pusiera, todo era gris. Excepto su pelo, que era todavía de un color más oscuro. Cuando se miraba al espejo realmente no sabía que había debajo de esa capa grisácea que había decidido posarse sobre su cuerpo. Los costureros podían confeccionarle los mejores trajes de mangas acampanadas e hilos dorados pero al momento que entraban en contacto con él, perdían todo su color. De a ratos se preguntaba adónde irían a parar tantos colo44
El príncipe res. ¿Qué otra versión de él existiría por ahí? Los años pasaron y se acostumbró a ser así. A veces realmente se olvidaba de todo ello hasta que veía la decepción en los ojos de sus “reales” y “excelentísimos” padres, porque, ¿era eso lo que dejarían en el trono para gobernar? Un muchacho de quince años, aburrido, triste y... gris. En realidad las otras características no importaban, era esa última la que más le molestaba. Con la primavera llegaron los grandes bailes en los lujosos salones llenos de oro y espejos. Los grandes ventanales estaban siempre abiertos y las delicadas cortinas de hilo flotaban con la brisa. La luz de luna salpicaba los suelos. Los vestidos enormes y los sombreros se mezclaban en una hermosa danza bajo las arañas de cristal que pendían del alto cielo raso. Ellos sí tenían color pero debía mantenerse a una prudente distancia para no arruinarlo todo. Decenas de princesas pasaron sonriendo frente a su trono y él, con obligación debía devolverles el saludo. Para su suerte, al estar maldito, no tenía que tomar sus manos y besarlas fingiendo agrado. Ellas eran inteligentes y precavidas porque llevaban guantes que cubrían sus manos y brazos hasta arriba de los codos. Pero de todas maneras y aún con el riesgo de volverse grises, seguían pavoneándose frente a él y la sonrisa cómplice de sus padres. Era la tradición, era lo que se debía hacer. No había