Literar octubre 2013

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LITERAR

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REVISTA

“Literar” es un compendio de ideas, opiniones y consejos relacionados al ambiente cultural (vasado en el derecho de libre expresión, art 14 de la constitución nacional Argentina), en ningún modo la “Revista” asevera o confirma ningún contenido de la misma, la “Revista Literar” es un panfleto que solo difunde los contenidos culturales como opiniones de sus autores y estos no necesariamente reflejan la opinión de “Literar” o pasan por un proceso de verificación o censura. Las imágenes solo tienen un fin ilustrativo y pueden no corresponder a la realidad. “Literar” NO COBRA por publicidad u otro servicio ni persigue fines de lucro…


Crea un mundo a tu CrĂŠa


u medida‌ ate un mundo literar

PROYECTO LITERAR


Índice Autores celebres Henry James----------------------------pág. 6 Autores celebres León Tolstói----------------------------pág. 14 La frase del mes --------------------------------------------pág. 20 Reseña “Aníbal, el rayo de Cartago”-------------------pág. 22 Victoria Montes ---------------------------------------------pág. 24 Reseña “Ocho millones de maneras de morir”------pág. 26 Micro-relatos de Victoria Montes ----------------------pág. 28 Reseña “Encrucijada, La Revelación” ---------------pág. 32 Ciencia Ficción con Vicente Hernándiz---------------pág. 34


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LITERAR


Autores celebres!!

Henry James...

Lo mejor de todo

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uando después de la muerte de Ashton Doyne -sólo tres meses después- le hicieron a George Withermore eso que suele llamarse una proposición, con respecto a un «volumen», la comunicación le llegó directamente de sus editores, que habían sido también, y la verdad es que mucho más, los del propio Doyne; pero no le sorprendió saber, al celebrarse la entrevista que luego le propusieron, que habían recibido algunas presiones por parte de la viuda de su cliente en cuanto a la publicación de una Vida. Las relaciones de Doyne con su mujer, por lo que sabía Withermore, habían sido un capítulo muy especial, que de paso podría ser también un capítulo muy delicado para el biógrafo; pero, desde los primeros días de su desgracia, había podido apreciarse por parte de la viuda un sentimiento de lo que había perdido, y hasta de lo que había faltado, del que un observador un poco iniciado bien podía esperar que se derivara una actitud de reparación, un apoyo, incluso exagerado, en favor de un nombre distinguido. George Withermore tenía la impresión de estar iniciado; pero lo que no esperaba era oír que le

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había mencionado a él como la persona en cuyas manos depositaría con más confianza los materiales para el libro. Esos materiales -diarios, cartas, apuntes, notas, documentos de muchas clases- eran propiedad de la viuda, estaban totalmente en sus manos, sin condiciones de ninguna clase referentes a alguna parte de su herencia; de forma que era libre para hacer con ellos lo que quisiera, y libre, especialmente, para no hacer nada. Lo que Doyne hubiera dispuesto, de haber tenido tiempo para hacerlo, no podía ser otra cosa que meras suposiciones y conjeturas. La muerte se lo había llevado demasiado pronto y demasiado de prisa, y la lástima era que los únicos deseos que se sabía había expresado eran deseos de que no se hiciera nada. Había desaparecido antes de tiempo, eso era lo que pasaba; y el final era irregular y necesitaba recortes. Withermore sabía muy bien lo cerca que había estado de él, pero también sabía que él era un hombre relativamente poco conocido. Era un periodista joven, un crítico, un hombre que vivía al día y que, como solía decirse, tenía todavía poco que mostrar. Sus obras eran pocas y pequeñas, sus relaciones escasas y vagas.

Doyne, en cambio, había vivido bastante tiempo -sobre todo había tenido bastante talento- para llegar a ser grande y, entre sus muchos amigos, acompañados también de grandeza, había varios a los que para quienes conocían a su viuda habría sido más natural acudir. Pero la preferencia que había expresado -y la había expresado de una forma indirecta y considerada que le dejaba cierta libertad- hacía pensar al periodista que por lo menos debía ir a verla, ya que en cualquier caso tendrían mucho de que hablar. Escribió inmediatamente a la viuda, ella le dio una hora, y lo hablaron. Pero salió de la entrevista con su idea personal mucho más reforzada. Era una mujer extraña, y él nunca la había encontrado agradable; sólo que ahora veía algo que le conmovía en su impaciencia jactanciosa y atolondrada. Quería que se hiciera el libro, y el individuo que entre los del grupo de su marido consideraba era el más fácil de manejar tenía que encargarse de que se hiciera. Mientras vivía Doyne, nunca le había tomado demasiado en serio, pero la biografía tenía que ser una respuesta contundente a cualquier imputación que se


le hiciese. No sabía gran cosa de cómo se hacían esos libros, pero había estado mirando y había aprendido algo. Desde el principio, Withermore se alarmó un poco al ver que estaba decidida a fijar cantidad. Hablaba de «volúmenes», pero él también tenía sus ideas al respecto. «Pensé inmediatamente en usted, lo mismo que habría hecho mi marido», le dijo casi nada más aparecer delante de él, con sus grandes ropas de luto, sus grandes ojos negros, su gran peluca negra, su gran abanico y guantes negros, flaca, fea, pero con un aire sorprendente y que, desde cierto punto de vista, podría parecer «elegante». -Usted era el que más le gustaba. ¡Huy, con mucho! le dijo, y eso fue suficiente para que perdiera la cabeza. Poco importaba que luego pudiera preguntarse si ella misma había conocido a Doyne lo bastante bien como para poder asegurarlo. Se habría dicho a sí mismo que su testimonio sobre ese punto tampoco contaba demasiado. Aparte eso, no podía haber humo sin fuego; ella, al menos, sabía lo que quería decir, y él no era una persona a la que pudiera tener interés en adular. Subieron en seguida al estudio vacío del gran hombre, que estaba en la parte de atrás de la casa, y daba sobre un jardín grande -una vista hermosa y capaz de inspirar al pobre Withermore- perteneciente a un grupo de casas caras. -Aquí puede trabajar perfectamente -dijo la señora Doyne; este sitio va a tenerlo exclusivamente para usted; voy a ponerlo todo en sus manos; de forma que, sobre todo por las noches, ¿comprende?, en cuanto a tranquilidad y aislamiento, va a ser un sitio perfecto. La perfección misma le pareció al joven al mirar a su alrededor, después de haber explicado que, como trabajaba en un periódico de la tarde, tenía las mañanas ocupadas y todavía, durante bastante tiempo, tendría que ir siempre por la noche. La habitación estaba llena de la presencia de su amigo; todo lo que había allí había pertenecido a él; todo lo que tocaban había formado parte de su vida. De momento fue demasiado para Withermore, un honor demasiado grande, y hasta un cuidado demasiado grande también; recuerdos aún recientes volvían a su memoria y, mientras el corazón le latía más de prisa, sus ojos se llenaron de lágrimas; la presión que ejercía su lealtad le parecía más de lo que podía soportar. Al ver sus lágrimas, la señora Doyne empezó a llorar también y, durante un minuto, los dos estuvieron mirándose. El casi esperaba oírle decir: «¡Ayúdeme a poder sentirme como usted sabe que quiero sentirme!» Y poco después uno de ellos dijo, con pleno asentimiento del otro, y sin que importara quién lo hubiera dicho: «Aquí es donde estamos con él.» Pero fue Withermore el que, antes de que salieran de la habitación, dijo que era allí donde él estaba con ellos. El joven empezó a ir allí tan pronto como pudo arreglar las cosas, y fue luego, cuando en aquel silencio especial, entre la luz de la lámpara y del fuego, empezó a notar que una sensación cada vez más fuerte iba apoderándose de él. Llegaba allí después de atravesar el Londres negro de noviembre; pasaba por la casa grande y silenciosa, subía por la escalera alfombrada de rojo, y no encontraba en

Biografía

H

enry James (Nueva York, 15 de septiembre de 1843 – Londres, 28 de febrero de 1916) fue un escritor y crítico literario estadounidense (aunque pasó mucho tiempo en Europa y se naturalizó británico casi al final de su vida) de finales del siglo XIX y principios del XX, conocido por sus novelas y relatos basados en la técnica del punto de vista, que le permite el análisis psicológico de los personajes desde su interior. Fue hijo de Henry James Sr. y hermano menor del filósofo y psicólogo William James.

Obra Como escritor se considera a James como una de las grandes figuras de la literatura transatlántica. Sus obras están basadas frecuentemente en la yuxtaposición de personajes del Viejo Mundo, artístico, corruptor y seductor y el Nuevo Mundo, donde la gente es a menudo sincera y abierta, si bien sus matices y variaciones son múltiples. En sus obras prefiere el drama interno y psicológico, y es un tema habitual suyo la alienación. Sus primeros trabajos son considerados realistas, pero de hecho durante su larga carrera literaria mantuvo un gran interés en una variedad de movimientos artísticos. Sus obras se han adaptado al cine muchas veces por directores tales como William Wyler (La heredera) adaptación de la novela Washington Square, Jack Clayton (Suspense), o James Ivory (Las bostonianas, La copa dorada). El sentimiento de ser estadounidense en Europa es un tema recurrente en sus libros, que contrastan la inocencia norteamericana (una gran bondad unida a una ignorancia absoluta de la cultura y sociedad europeas) con la sofisticación del Viejo Continente. Este contraste entre Pag. 7


la inocencia y la experiencia corruptora se muestra en obras como Roderick Hudson o El americano. En una segunda etapa este contraste se da entre un niño, perdido en el mundo de los adultos, que son quienes causan su sufrimiento. Así sucede en su obra de 1879 Lo que Maisie sabía, en la que los dos progenitores de una niña se separan, la utilizan en su mutuo resentimiento y terminan por desentenderse de ella. En obras posteriores el citado contraste se centrará en el ambiente artístico, como sucede en La muerte del león y en La lección del maestro. En la primera, una dama de la alta sociedad con ínfulas intelectuales acosa de forma incesante a un escritor para exhibirlo en sus reuniones, mientras que en la segunda un aspirante a escritor recibe una agridulce moraleja de su presunto mentor acerca de los sacrificios y renuncias inherentes a la vida del creador. A partir de 1890 el tema de la inocencia presenta una nueva faceta. Los años anteriores han sido amargos: su padre, su madre y uno de sus hermanos menores han muerto, novelas como Las bostonianas no han tenido la recepción esperada y sus obras teatrales han fracasado. Todo ese dolor y decepción se reflejarán a través de historias de fantasmas (Otra vuelta de tuerca, El rincón feliz, Sir Edmund Orme). En ellas, el contraste se situará entre el mundo real y el supranatural.

Su vida privada La referencia capital para su vida privada y para su producción es la gigantesca biografía de Leon Edel. James no conseguía demasiado dinero de sus libros; sin embargo, se codeaba con las clases ricas. Aunque no era realmente uno de ellos, James había crecido en una familia pudiente y podía observarlos de cerca y comprender sus problemas. Afirmó una vez que algunas de las mejores ideas para sus historias las obtuvo frecuentando ese tipo de reuniones. Su sexualidad era indefinida y sus gustos e intereses eran, de acuerdo con los niveles predominantes de la sociedad victoriana, en parte femeninos. Se ha afirmado que el ser un sujeto ajeno a la sociedad en que vivía le ayudó en el detallado análisis psicológico de las situaciones, una de las características más destacables de su obra literaria. Nunca fue un miembro en su totalidad de ningún grupo.

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su camino más que a alguna doncella muda y bien entrenada, o a la señora Doyne, vestida como una ruina con sus ropas de luto, y su cara trágica que expresaba aprobación; y luego, sólo con tocar aquella puerta tan bien hecha, que hacía un clic seco y agradable, se encerraba durante dos o tres horas con el espíritu del que siempre había confesado era su maestro. Se sintió no poco asustado cuando, ya la primera noche, se le ocurrió pensar que lo que verdaderamente le había atraído más de todo el asunto era el privilegio y el lujo de tener esa sensación. Ahora se daba cuenta de que no había pensado mucho en el libro, sobre el que comprendía que todavía tenía mucho que pensar; lo que había hecho era dejar que su afecto y su admiración -por no hablar de la satisfacción de su orgullo- se prestaran a caer en la tentación que les ofrecía la señora Doyne. ¿Cómo podía él saber, sin pensarlo más, que el libro, en conjunto, era una cosa deseable? ¿Qué autorización había recibido nunca del propio Ashton Doyne para un acercamiento tan directo y, podría decirse, tan familiar? El arte de la biografía era una cosa importante, pero había vidas y vidas, y había temas y temas. Recordaba confusamente palabras que se le habían escapado a Doyne sobre lo que pensaba de las compilaciones contemporáneas, comentarios que indicaban las distinciones que él mismo hacía en cuanto a otros héroes y otros panoramas. Recordaba incluso que su amigo, en algunos momentos, habría dado la impresión de creer que la carrera «literaria» podía muy bien -salvo en el caso de un Johnson o un Scott, con un Boswell y un Lockhart para acompañarlos- darse por satisfecha con estar representada. Un artista era lo que hacía, no era nada más que eso. Pero, por otro lado, ¿cómo no iba él, George Withermore, un pobre diablo, a lanzarse sobre la ocasión de pasar el invierno en una intimidad tan prometedora? Había sido una cosa deslumbrante, nada más


que eso. No habían sido los «términos» de los editores -aunque en el despacho decían que estaban muy bien-, había sido el propio Doyne, su compañía, su contacto y su presencia, había sido lo que estaba resultando, la posibilidad de mantener una relación más estrecha que la de la vida. ¡Qué raro que, de esas dos cosas, fuera la muerte la que tenía menos secretos y misterios! La primera noche que se quedó solo en el estudio tuvo la sensación de que, también por primera vez, él y su maestro estaban realmente juntos.

II

Durante la mayor parte del tiempo, la señora Doyne le había dejado solo, pero había ido en dos o tres ocasiones para ver si disponía de todo lo necesario, y él había tenido la oportunidad de darle las gracias por el buen juicio y el celo con que le había suavizado el camino. Ella misma había estado repasando las cosas, y había podido reunir varios grupos de cartas; aparte eso, había puesto en sus manos, desde el primer momento, las llaves de todos los cajones y armarios, además de informarle sobre el posible paradero de otras cosas. En resumen: se lo había entregado todo y, si su marido había o no confiado en ella, lo que sí estaba claro era que, al menos ella, confiaba en el amigo de su marido. Sin embargo, Withermore empezó a tener la impresión de que, a pesar de todas esas demostraciones, no se sentía tranquila, que cierta ansiedad que no podía aplacar continuaba siendo casi tan grande como su confianza. Aunque se mostrara tan considerada, no dejaba de estar claramente allí: a través de un sexto sentido, que se había desarrollado en él junto a todo lo demás, la veía, la sentía planear en los rellanos de las escaleras, y al otro lado de las puertas,

Su labor como crítico literario Además de su obra de ficción, James ha sido uno de los críticos literarios más importantes en la historia de la novela. En su mítico ensayo El arte de la novela (The Art of Fiction) se manifestó en contra de las rígidas prescripciones sobre la elección por parte del novelista del sujeto y método de tratamiento de la obra. Mantuvo que sólo la mayor libertad posible en cuanto a contenidos y métodos podría ayudar a asegurar la continuidad vital de la prosa y ficción. James escribió muchos artículos críticos sobre otros novelistas; es clásico su voluminoso y pormenorizado estudio acerca de su predecesor estadounidense Nathaniel Hawthorne. Cuando reunió la New York Edition de su obra en sus últimos años, James escribió una serie de prefacios que sometieron a su propio trabajo a la misma crítica, minuciosa y a veces severa.

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comprendía, por el roce sigiloso de sus faldas, que estaba vigilándole, esperando. Una noche, sentado a la mesa de su amigo, perdido en las profundidades de la correspondencia, se llevó un susto al tener la impresión de que había alguien que estaba detrás de él. La señora Doyne había entrado sin que le sintiera abrir la puerta, y le obsequió con una sonrisa forzada al ver que se levantaba de un salto. -Espero no haberle asustado -dijo. -Un poco nada más; estaba tan absorto. Por un instante -explicó el periodista- fue como si él mismo estuviera aquí. El asombro hizo que su cara pareciera todavía más rara: -¿Ashton? -Parece estar tan cerca -dijo Withermore. -¿A usted también? Esa pregunta le extrañó: -¿Le pasa a usted lo mismo? Tardó un poco en contestar, sin moverse del sitio en que había aparecido, pero mirando a su alrededor, como si quisiera penetrar en los rincones más oscuros del estudio. Tenía una forma especial de levantar hasta la altura de la nariz aquel abanico negro, que parecía no dejar nunca, y que, al taparle la mitad inferior de la cara, hacía que la mirada de sus ojos, que asomaban por encima de él, resultase todavía más ambigua: -Algunas veces. -Aquí -dijo Withermore- es como si pudiera ir a entrar en cualquier momento. Por eso es por lo que he pegado ese salto hace un momento. Hace tan poco tiempo que solía hacerlo..., como quien dice, ayer. Me siento en su silla, manejo sus libros, uso sus plumas, atizo su fuego, lo mismo que si, sabiendo que iba a volver de dar un paseo, hubiera venido aquí a esperarle. Es maravilloso, pero produce una sensación extraña. La señora Doyne, sin bajar el abanico, le escuchaba con interés: -¿Le molesta? -No, me gusta. -¿Tiene usted siempre esa impresión de que está... personalmente en el estudio? -Bueno, como le decía hace un momento

-contestó el periodista, riendo-, al notar que estaba detrás de mí, pareció que era eso lo que creía. ¿Qué es lo que queremos, después de todo, sino que esté con nosotros? -Sí, como dijo usted que lo estaría esa primera vez. -Le miró fijamente. Está con nosotros. La cosa era bastante poco normal, pero Withermore respondió con una sonrisa: -Entonces tenemos que hacer que se quede. Debemos hacer únicamente lo que le gustaría a él. -Sí, claro, únicamente eso. Pero ¿si está aquí...? Por encima del abanico, sus ojos sombríos parecían lanzar la pregunta con cierta tristeza. -¿Eso demuestra que está contento y que sólo quiere ayudar? Sí, seguro que es eso. Dio un pequeño suspiro y volvió a mirar a su alrededor: -Bueno -dijo al despedirse: recuerde que yo también sólo quiero ayudar. Cuando ya se había ido, pensó que, efectivamente, sólo había entrado allí para comprobar que todo iba bien. -Todo iba perfectamente, y cada vez mejor porque, a medida que avanzaba en su trabajo, le parecía sentir con más claridad la presencia personal de Doyne. Una vez admitida esa idea, ya la acogía con gusto, la alentaba, la mimaba, esperando todo el día con ilusión que se renovara por la noche, y esperando que llegara la noche como una pareja de enamorados podría esperar que llegara la hora de su cita. Los menores detalles se adaptaban a ella y la confirmaban y, al cabo de tres o cuatro semanas, había llegado a considerarla como la consagración de su empresa. ¿No resolvía la cuestión de lo que hubiera podido pensar Doyne de lo que estaban haciendo? Lo que estaban haciendo era lo que él quería que hiciesen, y podían continuar, paso a paso, sin ningún tipo de escrúpulos o dudas. En algunos momentos, Withermore se alegraba mucho de tener esa seguridad: a veces, cuando se sumergía en las profundidades de algunos de los secretos de Doyne, era muy agradable para él poder pensar que Doyne quería que los conociese. Se estaba enterando de muchas cosas que no había sospechado, descorriendo muchas cortinas, abriendo muchas puertas, aclarando muchos enigmas, pasando, como decían, por la parte de atrás de casi todo. Y era al encontrarse con algún recodo brusco en una de esas andanzas «por la parte de atrás» cuando sentía de repente, de forma

íntima y perceptible, que estaba cara a cara con su amigo; de manera que, en ese instante, apenas podría haber dicho si su encuentro se producía en la estrechez y apretura del pasado o en el momento y el sitio en que se encontraba entonces. ¿Era el 67 o era simplemente el otro lado de la mesa? Pero, por suerte, e incluso bajo la luz más vulgar que pudiera arrojar la publicidad, siempre podría contarse con la forma en que Doyne estaba «quedando». Estaba quedando demasiado bien, todavía mejor de lo que un partidario tan incondicional como Withermore podría haberse imaginado. Pero, al mismo tiempo, ¿cómo iba a poder ese partidario explicar a otra persona la impresión tan especial que tenía? No era una cosa para ir por ahí hablando de ella, era una cosa sólo para sentirla. Había momentos, por ejemplo cuando estaba inclinado sobre sus papeles, en que estaba tan seguro de notar en el pelo el aliento de su amigo muerto como de tener los codos apoyados en la mesa. Había momentos en los que, de haber podido levantar la cabeza, habría visto a su compañero al otro lado de la mesa, tan bien como veía la página a la luz de la pantalla. Que en ese preciso momento no pudiera mirar era asunto suyo, porque la situación estaba dominada -y eso era muy natural- por delicadezas profundas y timideces exquisitas, por el miedo a un avance demasiado repentino o demasiado brusco. Lo que se palpaba en el aire era que si Doyne estaba allí no era tanto por sí mismo como por el joven sacerdote de su altar. Iba y venía, planeaba y se detenía a veces, casi podría haber sido, metido entre los libros y papeles, un bibliotecario silencioso y discreto, que estaba haciendo esas cosas especiales, prestando esa ayuda callada, tan del agrado de los hombres de letras. Entretanto, el propio Withermore iba y venía también, cambiaba de sitio, vagaba en busca de cosas definidas o vagas y, más de una vez cuando, al coger un libro de un estante y ver en él señales hechas por el lápiz de Doyne se había puesto a mirarlo, había oído mover suavemente documentos que estaban encima de la mesa, se había encontrado, al volverse, con alguna carta traspapelada que estaba otra vez a la vista, con algún misterio, aclarado gracias a algún antiguo diario, abierto por la fecha misma que él necesitaba. ¿Cómo habría podido acertar con la caja o el cajón, entre los cincuenta que había, que era el que necesitaba si ese ayudante milagroso no hubiera tomado la precaución de torcer la tapa o dejarlo medio abierto para que pudiera fijarse en él? Eso, sin contar con el hecho de esos intervalos en los que, si uno hubiera podido realmente mirar, habría visto a alguien de pie delante de la chimenea, un poco distante y más erguido de lo normal, alguien que le miraba a uno con una


pizca más de dureza que si estuviera vivo.

III

Que esa relación propicia había existido de verdad, había continuado durante dos o tres semanas, quedó suficientemente probado por el desconsuelo con que el periodista, por alguna razón, y a partir de cierta noche, se dio cuenta de que había empezado a echarla de menos. La señal fue una sensación repentina y sorprendente -un día que había perdido una maravillosa página inédita que, por más que la buscara, no quería aparecer- de que su estado protegido estaba, al fin y al cabo, expuesto a ser algo confuso, y hasta expuesto a sufrir alguna depresión. Si, para que todo fuera bien, él y Doyne habían estado juntos desde el principio, la situación a los pocos días de haber tenido esa primera sospecha, había sufrido el extraño cambio de que dejaran de estarlo. Eso era lo que pasaba, se dijo Withermore, al contemplar sus materiales y no poder ver más que masa y cantidad donde antes había tenido la agradable impresión de ver un camino despejado.

Durante cinco noches continuó luchando, luego, sin sentarse nunca en su mesa, yendo de un lado para otro, buscando referencias sólo para volver a dejarlas, asomándose a la ventana, atizando el fuego, pensando cosas raras, y tratando de oír señales y sonidos, no como los que imaginaba, sino como los que deseaba escuchar e invocaba en vano, llegó a la conclusión de que, al menos de momento, estaba abandonado. Lo extraordinario era que el no poder sentir la presencia de Doyne no sólo le entristecía, sino que le producía un gran desasosiego. En cierto modo, era más raro que no estuviera allí de lo que nunca podía haberlo sido que sí estuviera, tan raro, que sus nervios acabaron por no poder soportarlo. Habían tomado con bastante calma lo que era algo que no se podía explicar, y habían tenido la perversidad de reservar su agudeza para la vuelta a un estado normal, para la desaparición de lo falso. No podía ya dominarlos, y una noche, después de resistir una o dos horas, decidió salir del estudio. Por primera vez le era imposible estar allí. Sin propósito definido, pero jadeando un poco, y como un hombre verdaderamente atemorizado, pasó por el corredor de siempre, y llegó a lo

alto de la escalera. Desde allí vio a la señora Doyne, que estaba abajo, mirándole, como si supiera que iba a venir; y lo más singular de todo fue que, aunque no había pensado para nada en recurrir a ella, no había hecho más que buscar un alivio escapando de allí, la posición en que estaba le pareció natural, la vio como parte de una monstruosa opresión que se cernía sobre ellos. Y fue asombroso cómo, en el Londres moderno, entre las alfombras de Tottenham Court Road, y la luz eléctrica, subió hasta él desde la señora vestida de negro, y volvió a bajar luego hasta ella, la idea de que sabía lo que ella quería decir porque tenía aire de saberlo. Bajó de prisa; la viuda entró entonces en un cuarto pequeño que tenía en el piso de abajo, y allí, todavía en silencio y con la puerta cerrada, se vieron obligados a hacer unas confesiones que habían cobrado vida con esos dos o tres movimientos. Withermore se quedó sin aliento al comprender por qué le había abandonado su amigo: -¿Ha estado con usted? Con eso ya estaba todo dicho, hasta tal punto que ninguno de los dos tuvo que dar explicaciones, y que cuando se oyó la pregunta:


«¿Qué es lo que usted supone que está pasando?», pareció que cualquiera de los dos era el que podía haberla hecho. Withermore miró la habitación pequeña y alegre en la que, noche tras noche ella había estado haciendo su vida lo mismo que él había estado haciendo la suya arriba. Era una habitación bonita, acogedora, prometedora; pero la viuda había sentido a veces en ella lo que había sentido él, y había oído en ella lo que él había oído. El efecto que producía allí negra, emplumada, extravagante, sobre un fondo rosa fuerte era el de un grabado en colores «decadente», un cartel de la escuela más moderna. -¿Comprendió que me había abandonado? -preguntó él. La viuda quería dejar las cosas claras: -Esta noche, sí. Lo he comprendido todo. -¿Sabía usted, antes, que estaba conmigo? Vaciló un poco: -Notaba que no estaba conmigo. Pero en la escalera... -¿Qué? -Pues que pasó, más de una vez. Estaba en la casa. Y en su puerta... -¿Qué? -volvió a preguntar al ver que otra vez vacilaba. -Si me paraba, algunas veces podía comprenderlo. En cualquier caso -añadió, esta noche, al ver su cara, supe cuál era su estado. -¿Y por eso salió? -Pensé que usted vendría a mí. El le tendió la mano y, durante un minuto, estuvieron, así, cogidos en silencio. Ninguno de los dos notaba ahora una presencia especial, nada más especial que la del uno para el otro. Pero era como si aquel sitio hubiera quedado de repente consagrado, y Withermore volvió a preguntar con ansiedad: -Entonces, ¿qué es lo que pasa? -Yo sólo quiero hacer lo que sea lo mejor de todo contestó ella, pasado un momento. -¿Y no lo estamos haciendo? -Eso es lo que me pregunto. ¿No se lo pregunta usted? El también se lo preguntaba:

-Lo que yo creo que es lo mejor. Pero tenemos que pensarlo. -Tenemos que pensarlo -repitió ella. Y lo pensaron, lo pensaron muchísimo, esa noche, juntos, y luego por separado. Withermore al menos podía responder de haberlo hecho durante muchos días después. El suspendió por algún tiempo sus visitas y su trabajo, tratando de descubrir algún error que hubiera podido ser causa de ese trastorno. ¿Habría seguido, en algún punto importante o habría dado la impresión de que iba a seguir, alguna línea o alguna idea equivocada? ¿Había desfigurado algo con buena intención o insistido más de lo que convenía? Y volvió por fin con la idea de haber adivinado dos o tres cosas que podía haber estado en camino de embrollar; después de lo cual pasó, arriba, otro período de nerviosismo, seguido de otra entrevista, abajo, con la señora Doyne, que continuaba preocupada y en ascuas.

de mí. La señora Doyne, con los ojos muy abiertos, esperó un momento: -¿Quiere decir que lo ve? -Tengo la impresión de que en cualquier momento podría verlo. Estoy desconcertado. No puedo hacer nada. -Luego añadió-: Tengo miedo. -¿De él? -preguntó la señora Doyne. Withermore lo pensó un poco: -Bueno..., de lo que estoy haciendo. -¿Qué es lo que está haciendo, entonces, que sea tan horrible? -Lo que usted me propuso que hiciera. Meterme en su vida.

-¿Está allí?

En medio de su gravedad, mostró ahora una nueva alarma:

-Está allí.

-¿Y no le gusta hacerlo?

-¡Lo sabía! -gritó con aire de triunfo. Luego, para explicarlo, añadió-: No ha vuelto a estar conmigo.

-¿Le gusta a él? Esa es la cuestión. Lo ponemos al descubierto. Lo ofrecemos a los demás. ¿Cómo dicen? Se lo entregamos al mundo.

-Ni conmigo tampoco, para ayudar -dijo Withermore. La viuda lo pensó:

La pobre señora Doyne, como bajo una amenaza para su reparación, lo meditó un instante con profunda tristeza:

-¿No para ayudar?

-¿Y por qué no habíamos de hacerlo?

-No puedo comprenderlo..., estoy perdido. Haga lo que haga veo que estoy haciéndolo mal.

-Porque no sabemos. Hay naturalezas, hay vidas que se echan para atrás. Es posible que no quiera que lo hagamos. Nunca se lo hemos preguntado.

Le cubrió por un momento con su aparatoso dolor:

-¿Cómo podíamos hacerlo?

-¿Cómo lo nota?

Tardó un poco en contestar:

-Pues por cosas que pasan. Las cosas más extrañas. No puedo describirlas..., y usted tampoco se las creería.

-Bueno: se lo preguntamos ahora. Después de todo, eso es lo que hemos hecho. Se lo hemos dicho.

-¡Sí, sí que me las creería! -murmuró la señora Doyne.

-Entonces, si ha estado con nosotros, ya nos ha dado su respuesta.

-Es que interviene. -Withermore trató de explicarlo. Haga lo que haga, me lo encuentro.

Withermore habló entonces como si supiera lo que tenía que pensar:

Le escuchaba con ansiedad:

-No ha estado «con» nosotros, ha estado en contra de nosotros.

-¿Se lo «encuentra»? -Me lo encuentro. Parece alzarse allí, delante

-Entonces por qué creyó...


-¿Por qué creí al principio que lo que quiere es demostrarnos su simpatía? Pues porque me engañó mi buena fe. Estaba, no sé ni cómo decirlo, tan entusiasmado y tan contento que no lo comprendí. Pero ahora por fin lo comprendo. Lo único que quería era comunicarse. Hace esfuerzos por salir de su oscuridad; llega hasta nosotros desde su misterio; nos hace débiles señas desde su horror.

-Entonces -dijo Withermore- tendría que renunciar.

-Inmenso. Pero borroso. Oscuro. Horrible -dijo el pobre George Withermore. -¿No entró en la habitación?

Lo pensó con su aire altanero, pero serio:

El periodista miró hacia otro lado:

-Yo creo que necesitamos tener una señal clara.

-No lo permite.

-¿Quiere que vuelva a intentarlo?

-Dice que yo no necesito... Bueno, entonces, ¿tengo que...?

-De lo que estamos haciendo. -En esos momentos ya podía entenderlo todo.- Ahora comprendo que al principio...

Vaciló un poco:

-¿Verle? -preguntó George Withermore.

-Ya sabe lo que significa para mí renunciar.

La señora esperó un momento:

-¿Qué?

-Sí, pero usted no necesita hacerlo.

-Renunciar.

-Que uno no tenía más que notar que estaba allí y que, por tanto, no era indiferente. Y me dejé engañar por la belleza que había en eso. Pero está allí como una protesta.

Pareció extrañarse, pero en seguida adujo:

-Eso tiene que decidirlo usted misma.

-Significaría que no quiere aceptar de mí... -no pudo terminar la frase.

-¿Contra mi Vida? gimió la señora Doyne.

-¿No quiere aceptar qué?

-Contra cualquier Vida. Está allí para salvar su Vida. Está allí para que le dejen en paz.

-Nada -dijo la pobre señora Doyne.

El, por su parte, lo único que pudo hacer fue sentarse en el sofá, y taparse la cara con las manos. No pudo saber después cuánto tiempo había estado así; le bastó con saber que lo primero que vio fue que estaba solo en el cuarto, entre los objetos favoritos de la viuda. En el momento en que se ponía de pie, con esa sensación y con la de que la puerta que daba al vestíbulo estaba abierta, se encontró, una vez más, en aquel sitio claro, cálido y rosado, con la presencia grande, negra y perfumada de ella. Nada más verla, al dirigirle una mirada todavía más triste por encima de la máscara de su abanico, comprendió que había estado arriba; y así fue como, por última vez, se enfrentaron juntos a su extraña situación.

-Entonces, ¿renuncia? -dijo ella, casi con un grito. -Está allí como una advertencia. Por un momento estuvieron mirándose el uno al otro. Ella dijo por fin: -¡Tiene usted miedo! Le molestó, pero volvió a decir: -¡Está allí como una maldición! Después de eso se separaron, pero sólo por dos o tres días; sus últimas palabras las tenía incrustadas en los oídos y, entre la necesidad de darle satisfacción a ella, y la otra necesidad que también había que tener ahora en cuenta, le pareció que todavía no podía abandonar. Volvió por fin a la hora de siempre, y la encontró en el sitio de siempre. -Sí, tengo miedo dijo, como si lo hubiera pensado bien, y supiera ya todo lo que significaba. -Pero veo que usted no lo tiene. Ella no contestó directamente: -¿De qué tiene miedo? -Pues de que, si continúo, le veré.

La miró otra vez un momento: -Yo también he pensado lo de la señal clara. Volveré a intentarlo. Cuando se disponía a dejarla, ella comentó: -Lo que me temo es que esta noche no habrá nada preparado..., ni lámpara, ni fuego. -No se preocupe -contestó, ya al pie de la escalera: Encontraré las cosas. Ella dijo que suponía que la puerta estaría abierta, y luego se retiró otra vez, como para esperarle. No tuvo que esperar mucho; aunque, con la puerta abierta sin dejar de prestar atención, es posible que no le pareciera lo mismo que a su visitante. Pasado un rato, le oyó en la escalera, y luego estaba ya delante de la puerta, donde, si no había aparecido precipitadamente, sino más bien despacio y sin ruido, sí se le veía pálido como un muerto.

-¿Le ha visto? -preguntó Withermore. Sería más tarde cuando, por la forma en que la vio cerrar los ojos, como para tomar fuerzas, y tenerlos cerrados un buen rato, comprendería que al lado de la visión indescriptible de la mujer de Ashton Doyne, la que había tenido él podía considerarse una broma. Antes de que hablara comprendió que todo había terminado. -Renuncio.

-Renuncio. -Entonces, ¿le ha visto? -En la puerta..., guardándola. -¿Guardándola? Asomó por encima de su abanico-. ¿Con claridad?

FI N

-¿Horror? -exclamó la señora Doyne, con el abanico delante de la boca.

-¿Y entonces?


Autores celebres!!

León Tolstói...

¿Cuánta tierra necesita un hombre?

É

rase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. “Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra -pensaba a menudolos campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.” Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.

Pag.14

“Qué te parece -pensó Pahom- Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada.” Así que decidió hablar con su esposa. -Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias. Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra. Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de

un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta. Un día Pahom estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes de guadaña formaban una


avilla. Comentó que un campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas. El corazón de Pahom se colmó de anhelo. “¿Por qué he de sufrir en este agujero -pensó- si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo”. Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba. Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero. “Si todas estas tierras fueran mías -pensó-, sería independiente y no sufriría estas incomodidades.” Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rublos. -Sólo debes hacerte amigo de los jefes -dijo- Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca. “Vaya -pensó Pahom-, allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte.” Pahom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje

L

Biografía

eón Tolstói fue un novelista ruso ampliamente considerado como uno de los más grandes escritores de occidente y de la literatura mundial.1 Sus más famosas obras son Guerra y Paz y Ana Karenina, y son tenidas como la cúspide del realismo. Sus ideas sobre la «no violencia activa», expresadas en libros como El reino de Dios está en vosotros tuvieron un profundo impacto en grandes personajes como Gandhi y Martin Luther King. Se traslada a Moscú con intención de buscar un empleo o un casamiento conveniente. En aquel período de indecisiones, acosado de deudas contraídas en el juego, se declara la guerra con Turquía y su hermano Nikolái, teniente de artillería, lo insta a ir con él al Cáucaso, en el Valle del Térek. Al llegar a la stanitsa Tolstói se desilusiona y se arrepiente de su viaje. Pocos días después acompaña a su hermano que debía escoltar un convoy de enfermos hasta el fuerte de Stary-Yurt. Cruzan las fuentes termales de Goriachevodsk donde Tolstói, algo reumático, aprovecha para tomar baños termales y donde conoce a la cosaca Márenka, idilio que reaparece en su novela Los Cosacos. Tolstói no pertenecía al ejército, pero en una de las campañas de la Guerra de Crimea, el comandante, príncipe Aleksandr Bariátinski, repara en él y tras unos exámenes Tolstói ingresa en la brigada de artillería, en la misma batería que su hermano, como suboficial. Tiempo después consigue permiso para una cura reumática en las aguas termales en Piatigorsk, donde aburrido de pasar largas horas encerrado en su habitación se pone a escribir. El 2 de julio de 1852 termina Infancia y fruto de su estancia escribe La tala del bosque y los Relatos de Sebastópol. Poco después de ser testigo de tantos sacrificios y hePag. 17


roísmo en el Sitio de Sebastópol se reintegra a la frívola vida de San Petersburgo, sintiendo un gran vacío e inutilidad. Adscrito a la corriente realista, intentó reflejar fielmente la sociedad en la que vivía. La novela Los Cosacos (1863) describe la vida de este pueblo. Anna Karénina (1877) cuenta las historias paralelas de una mujer atrapada en las convenciones sociales y un terrateniente filósofo Lyovin que intenta mejorar las vidas de sus siervos (apellido derivado del nombre Lyova, el diminutivo de Lev; así es como llamaba, en privado, a Tolstói su esposa Sofía Behrs). Guerra y Paz es una monumental obra en la que se describen cientos de distintos personajes durante la invasión napoleónica. Tolstói tuvo una importante influencia en el desarrollo del movimiento anarquista, concretamente, como filósofo cristiano libertario y anarcopacifista. El teórico anarquista Pedro Kropotkin lo citó en el artículo Anarquismo de la Enciclopedia Británica de 1911. Entusiasta lector del Ensayo sobre la desobediencia civil del anarquista norteamericano Henry David Thoreau, envió a un periódico hindú un escrito titulado Carta a un hindú que desembocó en un breve intercambio epistolar con Mohandas Gandhi, por entonces en Sudáfrica, influyendo profundamente el pensamiento de este último en el concepto de resistencia no violenta, un punto central de la visión del Cristianismo de Tolstói. En septiembre de 1910, dos meses antes de su muerte, le escribió en el sentido de aplicar la “no resistencia”, ya que “la práctica de la violencia no es compatible con el amor como ley fundamental de la vida”, principio que fue capital en el desarrollo posterior de la “satyagraha” del hindú. También sostuvo correspondencia con George Bernard Shaw, Rainer Maria Rilke y el zar Nicolás II de Rusia, entre otros. Su epistolario forma un corpus de unas 10.000 cartas conservadas en el Museo Tolstói de Moscú. Fue uno de los mayores defensores del esperanto, y en sus últimos años tras varias crisis espirituales se convirtió en una persona profundamente religiosa y altruista, rechazó toda su obra literaria anterior y criticó a las instituciones eclesiásticas en Resurrección, lo que provocó su excomunión. Ni siquiera una epístola celebérrima, la que le envió

hasta recorrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas. En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom. El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom: -De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia. -¿Y cuál será el precio? -preguntó Pahom. -Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día. Pahom no comprendió. -¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son? -No sabemos calcularlo -dijo el jefe-. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es mil rublos por día. Pahom quedó sorprendido. -Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra -dijo. El jefe se echó a reír. -¡Será toda tuya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero. -¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido? -Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje, llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya. Pahom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente al romper el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer. Pahom se quedó acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.


“¡Qué gran extensión marcaré! -pensó-. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado.” Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba. -Es hora de despertarlos -se dijo-. Debemos ponernos en marcha. Se levantó, despertó al criado (que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirs. -Es hora de ir a la estepa para medir las tierras -dijo. Los bashkirs se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar. -Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora. Los bashkirs se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió el brazo hacia la planicie. -Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes. A Pahom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales. El jefe se quitó la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:

su amigo Iván Turguénev en su lecho de muerte para pedirle que regresara a la literatura, hizo que cambiara de opinión. Tras ver la contradicción de su vivir cotidiano con su ideología, Tolstói decidió dejar los lujos y mezclarse con los campesinos de Yásnaya Poliana, donde él se crio y vivió. No obstante, no obligó a su familia a que lo siguiese y continuó viviendo junto a ellos en una gran parcela, lugar al cual con frecuencia sólo llegaba a dormir, gastando la mayor parte del día en el oficio de zapatero. Fundó en la aldea una escuela para los hijos de los campesinos y se hizo su profesor, autor y editor de los libros de texto que estudiaban. Impartía módulos de gimnasia y prefería el jardín para dar clases. Creó para ello una pedagogía libertaria cuyos principios instruían en el respeto a ellos mismos y a sus semejantes. Tolstói murió en 1910 a la edad de 82 años. Murió de una neumonia 2 en la estación ferroviaria de Astapovo, después de caer enfermo cuando abandonó su casa a mediados de invierno. Su muerte llegó luego de huir del estilo de vida aristocrático y separarse de su esposa.3 . Tolstói había intentado renunciar a sus propiedades en favor de los pobres, aunque su familia, en especial su esposa, Sofía Behrs, lo impidió. Este fue uno de los motivos del por qué Tolstói había decidido abandonar su hogar. Entre sus últimas palabras, se oyeron éstas que muestran, como ninguna de las muchas maravillosas que pronunció o escribió, la grandeza de su alma

-Ésta será la marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya. Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras. -No importa -dijo al fin-. Iré hacia el sol naciente. Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte. “No debo perder tiempo -pensó-, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco.” Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando

R

LITERAR


Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa. Pahom caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo. Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno. -He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las botas -se dijo. Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura. “Seguiré otros cinco kilómetros -pensó-, y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra.”

siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó, pensando: “Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo”. Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo valle. “Sería una pena excluir ese terreno -pensó-. El lino crecería bien aquí.”. Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Pahom miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y a través de la bruma apenas se veía a la gente de la loma. “¡Ah! -pensó Pahom-. Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto.” Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta. “No -pensó-, aunque mis tierras queden irregulares, ahora debo volver en línea recta. Podría alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra.”. Pahom cavó un pozo de prisa.

Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.

Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se hundía cada vez más.

“Ah -pensó Pahom-, he avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando, y muy sediento.”

“Cielos -pensó-, si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?”

Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda. Continuó la marcha, y la hierba era alta, y hacía mucho calor.

Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.

Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía. “Bien -pensó-, debo descansar.” Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de estar un rato sentado,

todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol.” El temor le quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón batía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento. Aunque temía la muerte, no podía detenerse. “Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora”, pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo. El hinchado y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas. “Hay tierras en abundancia -pensó-, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!” Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había puesto! Pahom dio un alarido.

Pahom siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.

“Todo mi esfuerzo ha sido en vano”, pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.

“Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché

-¡Vaya, qué sujeto tan admirable! -excla-


El criado de Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pahom estaba muerto! Los pakshirs chasquearon la lengua para demostrar su piedad.

Su criado empuñó la azada y cavó una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.

FI N

mó el jefe-. ¡Ha ganado muchas tierras!


“Una de las sorpresas más impa que nos podemos llevar es des que la mujer más hermosa que hemos visto es la que nunca h observado”

R


actantes scubrir e nunca hemos

Nelson Damian Cabral -1990-


“Aníbal, el rayo de Cartago”, Ed. EDICIONES DAURO

Aníbal, el rayo de Cartago

E

n una época en que las aguas del Mediterráneo conocieron el tránsito de los fenicios, grandes navegantes y mercaderes y los romanos sus enemigos, surgió la figura de Almicar padre de Aníbal, el Rayo de Cartago.

E

ste cartaginés y por lo tanto descendiente de los fenicios, marcha hacia Gadir (Iberia) acompañado de su hijo Aníbal y su yerno Asdrúbal para luchar contra los turdetanos.

N

o tarda en surgir la noticia que cambiará el rumbo de la Historia y sus destinos, Roma se ha aliado con Arse (Sagunto). Aníbal conoce a Himilce una íbera pero con antepasados fenicios. Ante las inquietudes de la muchacha ante los intereses de los cartagineses Aníbal se sincera y admite su preferencia en aliarse con los íberos para luchar contra Roma. Más adelante Aníbal asedia Arse y Hilmice espera un barón del general cartaginés. Éste resulta herido mientras controlaba las murallas en la ciudad íbera de Arse, durante el asedio. Mientras tanto, un romano dirige su mirada hacia Iberia, Publio Cornelio Escipión.

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OPINIÓN PERSONAL:

A

níbal, el rayo de Cartago es una novela interesante y muy bien documentada. Con una narración rápida y sencilla, la autora presenta una visión completamente distinta a la de otras obras publicadas que tratan sobre esta temática. La escritora redacta de una forma veraz y rigurosa la influencia de los historiadores antiguos en los textos históricos de aquella época y posterior, para favorecer al Imperio Romano. La novela tiene cerca de 480 páginas de las cuales no sobran ninguna. La autora no sólo habla de los hechos históricos sino que nos adentra en las costumbres y creencias de los pobladores de Iberia, algo que es de muy de agradecer puesto que nos facilita la comprensión en la forma de vida de aquellos tiempos. Una lectura recomendable e incluso obligada para los amantes de grandes historias.

R Fuente original

Autor de la reseña:

Antonio Pascual García http://universolamaga.com/

www.universolamaga.com

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Una nueva promesa de la literatura… La poeta y escritora

Victoria Aura

Sobre mi...

Nací el 24 de Noviembre de 1983, en Tandil, Argentina. Mi mamá inundó mi infancia con libros de cuentos, me dió la llave a un universo fantástico del que aún soy dueña. Desde pequeña sentí fascinación por las historias, la magia de saber que al leer la primera página, me sumergiría en un viaje a mi desconocido interior. Me enamoré de las palabras, de los autores, del juego de crear; saber que no alcanza con las letras, que como lector debes hacer tu parte, darle un rostro a los personajes, recrear paisajes y situaciones. La literatura, un arte en el que el escritor y el lector se necesitan para sobrevivir al camino. Vivo soñando despierta y encuentro en el papel el lugar donde mis historias cobran vida. Escribo porque el alma tiene que escapar por algún lugar; me siento fuera del tiempo, del mundo actual, de la locura, la decepción y las presiones que nos rodean. Soy completamente libre y los prejuicios y los miedos se pierden al estar frente a la hoja en blanco; es el único lugar donde puedo pensar sin limitaciones, donde mi esencia se desnuda en palabras.

Figuré la sombra donde te hiciste eterno. Frente al sol de abril desnudaste tus pétalos, deshaciéndote en mis manos, escurriéndote en colores eternos. El aire se impregnó de verdes, de mis ojos brotaron las transparencias. La garganta se cerró al olvido; me falló la respiración, sólo por un momento. Y cuando el sol me puso al descubierto, miré hacia atrás, por última vez.


Montes

Me quedo

Me quedo aunque sea solitario. Me quedo aunque no pueda tocarte. Me quedo aunque tenga que hablarte por textos; aunque mis labios te estén extrañando, aunque mis ojos no encuentren su espejo. Me quedo en los tiempos difíciles, porque sé que no son eternos. Deja de decir que lo haces para que sea más fácil; me gusta lo complicado, me quedo. Me quedo, me quedo, me quedo, grábatelo en la memoria, porque no voy a abandonarte en este momento. Me quedo mientras el miedo te paralice, mientras las lágrimas se anuden en tu cuerpo. Me quedo a pesar de la tormenta, mientras la marea me cubre las tablas. Me quedo con una sonrisa dibujada, mientras la tuya se esconde por un tiempo. Me quedo, me quedo, me quedo. Me quedo a tu lado, esperando que el día aclare de nuevo. Sencillamente, me quedo.


“Ocho millones de maneras de morir”, Ed. RBA

Ocho millones de r i r o m e d s a r e n a m

L

a vida da dentelladas que te desgarran por dentro de una forma irreparable, llevándose partes de ti que nunca recuperas. Y durante esa acumulación de golpes que llamamos existencia, hay un momento en que te das cuenta de que levantarte cada mañana es una solemne tontería. Una estupidez, un gran sinsentido. Entonces comprendes que la única forma de soportar la imagen que te devuelve el espejo es verla a través de un vaso de alcohol.

M

athew Scudder, el protagonista de “Ocho millones de maneras de morir”, una obra maestra de Lawrence Block reeditada por RBA, dejó su vida colgada de la percha cuando el destino le transformó en verdugo. Y con ella abandonó su puesto en la policía, a su mujer y sus dos hijos, su casa en las afueras y la barbacoa de los domingos. Desertó. Aunque la verdadera traición hubiera sido quedarse, aparentando ser el mismo, continuar con la farsa, llorar bajo la máscara sonriente. Decidió esperar el final en soledad, como un apestado. Hay ocho millones de personas en Nueva York, ocho millones de maneras de morir. La suya es otra forma más.


B

ebe bourbon , camuflado en café solo, para no pensar que es alcohólico. Vive en un hotel para no tener hogar y confirma que el mundo es un lugar absurdo y cruel en las páginas de sucesos del diario. De vez en cuando hace de detective, aunque ni quiere ni tiene licencia, y únicamente para pagar las facturas. Una joven prostituta acude a él porque quiere dejar el oficio, pero es asesinada antes de poder lograrlo. Scudder se toma como algo personal descubrir al asesino. Y es personal porque lo necesita. Por tener la gratificante sensación de hacer algo justo entre la desolación de su día a día, por encontrar unas migajas de esperanza con las que intentar salvarse.

ble la descripción de su recaída en el alcohol. Aunque para apreciarla en su plenitud hay que haber acabado entre el serrín del suelo de un sucio bar sin saber qué haces ahí ni cuantas copas te has tomado. Scudder no sabe muy bien por qué hace las cosas. Está lleno de contradicciones. Como tú. Como yo. Por eso no paro de asentir mientras leo cada página. Por eso cada vez que cierro este libro tengo la sensación de despedirme de un amigo. Uno que me enseñó hace tiempo que hay momentos en la vida en que lo único que se puede hacer es decirle al camarero: “Ponme otra”.

Fuente original

L

a complejidad y profundidad de Scudder le hacen ser uno de los personajes más interesantes y completos de la historia de la novela negra. Para mí, sin duda, el mejor. Ninguno ha logrado que me siente tan identificado, tan próximo. Ninguno ha conseguido emocionarme tanto como este borracho que se hunde aunque sigue luchando inútilmente contra le ley de la gravedad. Memora-

Autor: de la Reseña: Carlos Augusto Casa

www.universolamaga.com


Algunos micro-relatos de nuestra ya

conocida escritora Victoria Montes

Donde habitan los miedos

Y

a no tengo que preocuparme por llegar a tiempo, porque nadie me espera, nunca más. Encerrada en la oscuridad de un ciego, la vida está resbalando lenta. El plato pasa bajo la puerta, sólo con olerla, sé que no voy a probar esa mezcla. Estoy esperando que las inmundicias de la celda me sorprendan, se metan dentro de la carne por alguna grieta y escarben sobre los restos que me pesan. No hay luna, sol, ni estrellas; tampoco una lluvia que me empape el alma, y mientras, el alma se escapa por las ranuras de la madera. Cierro los ojos e intento, pero los colores se fueron borrando, ya no los recuerdo. También las imágenes se fugaron, no las culpo; ojalá la cordura se revelara y partiera, dejando sólo a este cadáver, pudriéndose hasta los huesos. Esta irascible soledad de existir, no por ausencia de compañía, pone de manifiesto que no vivo en el recuerdo de nadie. El universo ha liquidado mi destino.

No hay hambre, sed, ni deseo; el espiral se sostiene, me lleva, pero nunca me deja caer. Sin posibilidad de medidas extremas ni pena de muerte, sólo queda esta cárcel como abismo marchito, que se recrea una y otra vez. Hay una idea rondando por el cuarto como mosca de verano; la siento cerca, viene a clavarse en mi mente, a revivirlo todo otra vez. Entonces lo recuerdo: la calle, oscura como la tinta, sostenía mis pasos, los adoquines chocaban contra los tacos en un compás sin descanso. Trataba de llegar a casa antes que ellos surgieran obstaculizando el camino. Las paredes de los edificios comenzaron a deformarse, los miedos se desprendían de los ladrillos buscándome sólo a mí. Eran demasiados, los sentía rondando; todos atacaron al mismo tiempo, como agujas perforando la carne, hiriendo todos mis cuerpos. El aura corría líquida entre los adoquines buscando la alcantarilla en un hilo púrpura, se me vaciaban los ojos mientras veía mi esencia escurrirse por la trampa negra. Ellos me rodeaban

con sus grandes bocas, se abrían paso entre mis restos, aferrándose a la piel desde dentro, quedándose eternos. No se si morí o me llevó el sueño, desperté en el encierro rancio, con las piernas pegadas al sucio suelo, la carne se separó del hueso cuando me levanté para fundirme con este lugar. Evoqué el momento hasta gastarlo, no he podido descubrir como ellos me trajeron hasta aquí, se han adueñado de mi mente, recortando mi pensamiento. Pero esta vez los muros del recuerdo han cedido, volvió como una fotografía la imagen de mi durmiendo; mala noche para soñar un sueño del que una pesadilla se adueña, donde soy una prisionera de mis miserias, muriendo en mitad del viaje, perdiendo mi alma en este limbo que no me suelta. Estoy en la antesala del olvido, el recuerdo ya me deja; otra vez el plato cruza por debajo de la puerta, pronto el zumbido crecerá de nuevo y algo vago se dibujará en mi mente, no estoy segura de saber qué.


Al otro lado

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e miré en el espejo por última vez, las sombras bajo mis ojos de cristal advertían algo, pero preferí ignorarlo; Lucía me esperaba en el café a las cinco, no quería demorarme. El del espejo hizo una mueca desconocida para mi rostro, se veía feliz de una manera distinta. Giré para tomar el sombrero que estaba sobre la silla, resbalé y caí hacia atrás; sus manos, que me acechaban como garras impacientes, me sujetaron y arrastraron dentro de la prisión donde él había reinado durante veintisiete años; ahora libre, ocuparía mi lugar. Sabía que no podía confiar en él, nunca debí darle la espalda. Se acomodó el sombrero mirándome a los ojos, yo no era capaz de decidir mis movimientos, me sentía como una marioneta desgarbada. Volvió a sonreírme, orgulloso de lo conseguido, me dio su perfil derecho y me arrastró hacia un costado, ambos desaparecimos por completo. Lo oí revisando unos papeles, cerrando la puerta, entonces me quedé sólo en el lado oscuro, en completo silencio. Las ideas viajaban veloces en mi mente, tratando de entender, buscando una manera de sacarme de ese escondite. Una fuerza centrífuga me sujetó por la espalda despedazándome en millones de partículas; mi conciencia llegó antes al espejo del ascensor, donde otros cuerpos se materializaban delante y detrás de mí. El otro me miraba sabiendo. Las puertas se abrieron y todos comenzaron a salir, inmediatamente una nube de restos ajenos me embriagó para arrastrarme con ella hacia la nada. Flotaba en una nebulosa azul, esperando ser llamado para cumplir mi destino de reflejo. Los pensamientos se movían de un modo distinto, escapaban hacia otro lugar, volvían transformados; no era mi forma de pensar, no comprendía aque-

lla sucesión de imágenes encadenadas en mi mente, nada parecía darme una idea de cómo salir de allí. Tomarlo por la espalda me iba a ser imposible, él no descuidaría su libertad de esa manera; yo no sabría cómo hacer otros movimientos que no fueran una copia exacta a los suyos, supongo que requería años de práctica. De vuelta en mi cuarto, las calles se iban apagando, su silueta se dibujaba frente a la mía, nos veíamos las sombras, nada bueno. ─Nos has encontrado una linda mujer -dijo él, mientras se quitaba el saco- , ya era tiempo de que la conociera; es una suerte que le gusten tanto los parques, allí no hay espejos -me guiñó un ojo y yo a él, aunque no logré que se evidenciara el desprecio. Se quitó la camisa y miró en mi espalda las marcas que las uñas de Lucia habían dejado en la de él. Una furia como un sol me encendió por dentro; él me observaba, sabía exactamente lo que sucedía y se regocijaba en ello. ─Será mejor que te calmes -dijo- , voy a darme una ducha, ¡que te diviertas! -y lanzó sobre el espejo una sábana blanca abrumadora como un mar espumante. El golpe me dio de lleno sobre el pecho, el piso se disolvió bajo mis pies, comencé a caer en otra profundidad desconocida. Mi cuerpo golpeaba contra la ira que se esparcía como la lluvia en el descenso. Empezaba a comprender el juego, mis emociones creando los espacios; esa era la energía que necesitaba para volver a mi vida, debía serenar mis estados, conquistar la calma para contener aquellos fangosos sentimientos. Los colores comenzaron a aparecer como si me deslizara en medio de un arcoíris, me arrancó de allí mientras descubría el espejo de nuevo. Volví casi sin saberlo, por partes, despedazado, uniéndome otra vez. Estaba lejos para alcanzarlo, la luz del velador me daba de lleno en la cara, no podía verlo bien. Nos vestimos lentamente sin dejar de

mirarnos, pasados cinco minutos estaba listo para hacer noche en el bar con mis amigos. ─¡A tu salud! -dijo, y haciendo un gesto de brindis nos separamos. Era extraño, sabía que afuera el sol y la luna jugaban su carrera infinita pero no había día y noche para mí, el tiempo no existía dentro. Me estaba acostumbrando al encierro, comenzaban a parecerme magníficos los viajes y los recovecos en los que caía casi sin saberlo; quería salir, pero también tenía cierta curiosidad por lo desconocido. Lo sentí antes de que llegara; en algún lugar, frente a un espejo él me estaba esperando. Me deshice como castillo de arena y desperté con el rostro contra el vidrio, la sangre brotando de la boca, y la nariz completamente desfigurada. El puño se dirigió hacia mi cara, tuve suerte de aquel movimiento rápido que me llevó a otra oscuridad, era mi momento. Él estaba cerca y aturdido, no iba a tener una oportunidad mejor, sin saber cómo hacerlo debía forzar el intercambio. Los brazos sujetando mi chaqueta me trajeron de regreso, el espejo a mis espaldas se quebró como una estrella destellando; intenté girar pero él sabía, aun con su embriaguez, lo que podía perder. Nos alejó del cristal roto hasta que una patada en el estómago nos volvió de frente, dándonos el impulso necesario para encontrarnos de nuevo. Una semana después nos volvimos a ver; es una suerte que en los hospitales no haya espejos, quién querría mirar a la muerte a los ojos antes de partir. Quité todos los objetos que pudieran traer un reflejo a la casa, solo dejé un espejo al final del corredor para ver como luzco antes de salir. No me acerco ni le doy la espalda, me alejo caminando hacia atrás y me desaparezco como un truco de magia para que la nube lo torture con sus ráfagas.


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Cuando aprendas a leer serås libre para siempre Frederick Douglass (1818-1895).


“Encrucijada, La Revelación” ,CBH BOOKS

Encrucijada, La Re

E

n pocas ocasiones los autores noveles se lanzan a la difícil tarea de publicar una “saga” de novelas en español. Por ello hoy queremos hablar de “Encrucijada, La Revelación”, una novela de ficción, misterio y romanticismo llegada desde EE.UU., en la que “LatinPhantom” (autor anónimo), suelta las amarras de su primera aventura como escritor.

L

a historia comienza en un hospital de San Francisco donde está hospitalizado un amnésico Gael, personaje principal de la trama. Gael no sabe quién es, ni como llegó al hospital, hasta que recibe la visita de Carlos López y Tim Hamilton, dos oficiales de policía que llevan su caso tras ser encontrarlo inconsciente en la orilla de la isla de Yerba Buena, una isla ubicada a unos 4 km de la ciudad de San Francisco. Los dos policías, tras realizar un sutil interrogatorio a Gael, le comentan que aún no saben su identidad ni cómo llegó a la orilla de la isla.

E

n el hospital conoce a Erín, una amable enfermera de la que se acaba enamorando. Esta compartirá con él un largo viaje en la búsqueda de su misterioso pasado. La mayor parte de trama transcurre en esta búsqueda, en ella florecen aspectos inquietantes de la vida de Gael, quien va recobrando la memoria hasta convertir la novela en un verdadero rompecabezas.

velación


Todo ello sucede en el marco de la historia de amor entre Gael y Erin. Una relación extraña en la que Erin se muestra desde el principio un tanto confiada e inconsciente, acompañando a un completo desconocido, pero a lo largo de la novela es bastante inaccesible en lo que al amor se refiere. El autor es muy descriptivo en las situaciones que se desarrollan con esta historia de amor, tanto que se convierte en el tema principal de la novela.

S

egún avanza la historia, esta va tomando un tono sobrenatural hasta entrar de lleno en el mundo de los vampiros y hombres lobo. A partir de esta revelación se empiezan a vislumbrar todas las respuestas a los misterios que nos plantea el autor, que de forma acertada, da una vuelta de tuerca a la historia entre vampiros y hombres lobo, llevándonos a un final que deja las puertas abiertas a una segunda entrega de esta novela, que sin duda me atrevería a leer.

Autora de la Reseña: Eleutheria

Fuente original

R www.universolamaga.com


Ciencia ficción… EL AUTOR Vicente Hernándiz se abre al mundo en el seno de una familia donde el trabajo, la responsabilidad y el entorno familiar son los motores principales de sus valores. Época complicada de una España en la que a muchos de los nacidos en sus mismas circunstancias se les decía que venían al mundo con un pan bajo el brazo. Este ambiente de dedicación y parquedad marcó en él ese afán de superación y de logro que ha ido imperando constantemente en su vida. Vida esta no señalada ni por el fracaso ni por el rotundo éxito, ya que pequeños logros y algunas vicisitudes, con sus correspondientes sacrificios, fueron forjando su conciliador talante. Cursa sus estudios primarios como alumno libre en el Instituto Luis Vives de Valencia, y posteriormente se Licencia en Psicología por la Universidad Literaria de Valencia. Desde joven fue apasionado lector y gran fan de Asimov, Arthur C. Clarke y Ray Bradbury. Este hecho y su afición por escribir, han sido los detonantes de “Cuando las estrellas nos llamen” novela escrita tras muchos años de navegar por este terreno con narraciones cortas, donde ha sido galardonado en dos ocasiones.

LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL EN LA CIENCIA FICCIÓN

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reve comentario: Cualquier género literario posee ciertas claves, apartados o sustratos narrativos que van generando temas que inspiran o sirven para ir recreando cada una de las historias que dan vida a ese tipo de narraciones. Den-

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tro de la ciencia ficción la inteligencia artificial ha sido uno de los temas en los que basar muchas de las célebres novelas y espléndidas películas que han ido, poco a poco, haciéndose un hueco en estos dos mundos. La inteligencia artificial, como otras inquietudes, ha bañado muy

satisfactoriamente cada uno de los relatos en donde han estado como entorno sustancial o eje que ha hecho girar la rueda de la narración. Como ejemplo podemos esgrimir el papel primordial que Hal 9000 juega en “2001 una odisea del espacio”, en ella Arthur C. Clacke plantea toda


una serie de acontecimientos que surgen cuando la inteligencia artificial de la nave recibe una orden que contradice otra y que le obliga a mentir. Otro ejemplo lo podemos ver en la saga “Terminator” en donde el detonante de cuanto puede ocurrir esta detrás de la asunción de la conciencia de si mismo por parte de Skynet, un superordenador o inteligencia artificial que en un momento determinado, al asumir sus procesos mentales como propios de una existencia, la de él, comienza a ver a la humanidad como algo destructivo que hay que eliminar. En ambos casos son los componentes electrónicos los que juegan el papel principal de esta preocupación que ha generado, como otras, cada uno de los temas que la ciencia ficción día a día va e ira esgrimiendo. Pero en algunos casos esta inteligencia artificial no ha venido de la mano de la electrónica, ya que en Blade Runner lo que se plantea son las consecuencias que la inteligencia de un ser de carne hue-

so, pero creado artificialmente, puede ocasionar o como se podría llegar a desenvolver, dentro de una sociedad, en donde estos seres, al darse cuenta de que son utilizados, no se resisten a ser meras máquinas. Toman conciencia de si mismos y quieren respuestas. Este encauzamiento supone especular sobre un fenómeno que, a todas luces, atrae con suma intensidad la imaginación e inquietud humana, por ello el atractivo que puede llegar a tener, para el narrador de literatura de ciencia ficción, todo lo relacionado con la idea de crear inteligencia.

seres vivos y con capacidad de pensar y decidir. Por lo dicho esta parte de la ciencia ficción, como otras, siempre estará vinculada a la incertidumbre que pudiera deparar los avances tecnológicos, que como se augura en muchas novelas puede ser nefasto, aunque necesario para nuestra evolución como especie.

Otros ejemplos muy significativos los hallamos en “Yo robot”, y en “Inteligencia Artificial” en donde, de forma clara y significativa, los autores nos muestran como dos seres metálicos y con componentes electrónicos llegan a ser capaces de tener emociones y sentimientos, todo ello aprendido de experiencias cognitivas y por supuesto tras entender que son

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El agua dulce es una fuente cuĂ­dala. No la desperdic


de vida y un recurso escaso… cies, úsala racionalmente.

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ITERAR es una organización con el noble objetivo de difundir la cultura de forma amena y gratuita.

El nombre LITERAR surge de la unión de las palabras “Argentina” y “literatura” sin embargo lejos del humilde símbolo creador hoy intentamos expandirnos del gran mundo de la literatura hacia el universo de la cultura en todas sus facetas, fomentándola y difundiéndola. Bajo estos términos surge LITERAR que hoy en día cuenta con el valioso aporte intelectual de muchos colaboradores dispuestos a brindarnos contenidos para enriquecer aquel sueño emprendedor de promover elambiente artístico.

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--DIRECTIVA DE LITERAR--

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Sin más preámbulos esperamos que disfruten de este espacio simbólico que no es más que el compendio de opiniones enmarcado en el entrañable formato revista.

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Sabemos lo difícil que puede ser para un artista o incluso para un arte en sí mismo difundirse y promocionarse por eso hemos puesto nuestro granito de arena en pos de contribuir con un ambiente cultural más diverso y saludable.


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