Literar n8

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LITERAR

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REVISTA

“Literar” es un compendio de ideas, opiniones y consejos relacionados al ambiente cultural (vasado en el derecho de libre expresión, art 14 de la constitución nacional Argentina), en ningún modo la “Revista” asevera o confirma ningún contenido de la misma, la “Revista Literar” es un panfleto que solo difunde los contenidos culturales como opiniones de sus autores y estos no necesariamente reflejan la opinión de “Literar” o pasan por un proceso de verificación o censura. Las imágenes solo tienen un fin ilustrativo y pueden no corresponder a la realidad. “Literar” NO COBRA por publicidad u otro servicio ni persigue fines de lucro…


Cuando persigas tu grande, p


us sue単os piensa en piensa en LITERAR

PROYECTO LITERAR


Índice A-C Hans Christian Andersen---------------------------------------------------------------pág. 6 A-C Hans Christian Andersen--------------------------------------------------------------pág. 9 A-C León Tolstói---------------------------------------------------------------------------------pág. 16 La frase del mes ------------------------------------------------------------------------------pág. 22 Reseña “El asesinato de Caravinagre”-----------------------------------------------------pág. 24 Victoria Montes ---------------------------------------------------------------------------------pág. 26 Reseña “Viaje al fin del recuerdo” -----------------------------------------------------pág. 28 Micro-relatos de Victoria Montes -----------------------------------------------------------pág. 30 Ecritores Emergentes Enrique Cabrejas Iñesta y Ricardo Ramos Rdguez --------pág. 34 Ciencia Ficción con Vicente Hernándiz----------------------------------------------------pág. 36


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LITERAR


Autores celebres!!

Hans Christian Andersen...

Abuelita

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buelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con

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los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de abuelita.

sada; dejadme echar un sueñito. Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvía más y más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; se habría dicho que lo bañaba el sol... y entonces dijeron que estaba muerta.

Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe - ¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! - sí, y vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de cánticos, y... abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.

La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habían desaparecido, y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta. Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cánticos bajo su cabeza, pues ella lo había pedido así, con la rosa entre las páginas. Y así enterraron a abuelita.

Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia. -Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy can-

En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció espléndidamente, y los ruiseñores acudían a cantar allí, y desde la iglesia el órgano desgranaba


Biografía Hans Christian Andersen (Odense, 2 de abril de 1805 - Copenhague, 4 de agosto de 1875) fue un escritor y poeta danés, famoso por sus cuentos para niños, entre ellos El patito feo, La sirenita y La Reina de las Nieves. Estas tres obras de Andersen han sido adaptadas a la pantalla grande por Disney. Nació el 2 de abril de 1805 en Odense, Dinamarca. Su familia era tan pobre que en ocasiones tuvo que dormir bajo un puente y mendigar. Fue hijo de un zapatero de 22 años, instruido pero enfermizo, y de una lavandera de confesión protestante. Andersen dedicó a su madre el cuento «La pequeña cerillera», por su extrema pobreza, así como «No sirve para nada», en razón de su alcoholismo. Desde muy temprana edad, Hans Christian mostró una gran imaginación que fue alentada por la indulgencia de sus padres. En 1816 murió su padre y Andersen dejó de asistir a la escuela; se dedicó a leer todas las obras que podía conseguir, entre ellas las de Ludwig Holberg y William Shakespeare

las bellas canciones que estaban escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cánticos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo también. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías. Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba convertida en polvo.

Andersen decidió convertirse en cantante de ópera y se trasladó a Copenhague en septiembre de 1819. Una vez allí fue tomado por lunático, rechazado y prácticamente se quedó sin nada; pero hizo amistad con los músicos Christoph Weyse, Siboni y más tarde con el poeta Frederik Hoegh Guldberg. Su voz le había fallado, pero fue admitido como alumno de danza en el Teatro Real de Copenhague. Perezoso como era, perdió el apoyo de Guldberg, pero entabló amistad esta vez con Jonas Collin, el director del Teatro Real, que sería su amigo de por vida. El rey Federico VI se interesó en el extraño muchacho y lo envió durante algunos años a la escuela de Slagelse. A pesar de su aversión por los estudios, Andersen permaneció en Slagelse y en la escuela de Elsinor (en danés Helsingør) hasta 1827; más tarde reconoció que estos años fueron los más oscuros y amargos de su vida. Collin finalmente consideró acabados sus estudios y Andersen volvió a Copenhague. El mismo año de 1827 Hans Christian logró la publicación de su poema “El niño moribundo” en la revista literaria Kjøbenhavns flyvende Post, la más prestigiosa del momento; apareció en las versiones danesa y alemana de la revista. Andersen fue un viajero empedernido («viajar es vivir», decía). Tras Pag. 7


sus viajes escribía sus impresiones en los periódicos. De sus idas y venidas también sacó temas para sus escritos. Exitosa fue también su primera obra de teatro, El amor en la torre de San Nicolás, publicada el año de 1839. Para 1831 había publicado el poemario Fantasías y esbozos y realizado un viaje a Berlín, cuya crónica apareció con el título Siluetas. En 1833, recibió del rey una pequeña beca de viaje e hizo el primero de sus largos viajes por Europa. En 1834 llegó a Roma. Fue Italia la que inspiró su primera novela, El Improvisador, publicada en 1835, con bastante éxito. En este mismo año aparecieron también las dos primeras ediciones de Historias de aventuras para niños, seguidas de varias novelas de historias cortas. Antes había publicado un libreto para ópera, La novia de Lammermoor, y un libro de poemas titulado Los doce meses del año.

El más largo de los viajes de Andersen, entre 1840 y 1841, fue a través de Alemania (donde hizo su primer viaje en tren), Italia, Malta y Grecia a Constantinopla. El viaje de vuelta lo llevó hasta el Mar Negro y el Danubio. El libro El bazar de un poeta (1842), donde narró su experiencia, es considerado por muchos su mejor libro de viajes. Andersen se convirtió en un personaje conocido en gran parte de Europa, a pesar de que en Dinamarca no se le reconocía del todo como escritor. Sus obras, para ese tiempo, ya se habían traducido al francés, al inglés y al alemán. En junio de 1847 visitó Inglaterra por primera vez, viaje que resultó todo un éxito. Charles Dickens lo acompañó en su partida. Después de esto Andersen continuó con sus publicaciones, aspirando convertirse en novelista y dramaturgo, lo que no consiguió. De hecho, Andersen no tenía demasiado interés en sus cuentos de hadas, a pesar de que será justamente por ellos, por los que es valorado hoy en día. Aun así, continuó escribiéndolos y en 1847 y 1848 aparecieron dos nuevos volúmenes. Tras un largo silencio, Andersen publicó en 1857 otra novela, Ser o no ser. En 1863, después de otro viaje, publicó un nuevo libro de viaje, en España, país donde le impresionaron especialmente las ciudades de Málaga (donde tiene erigida una estatua en su honor), Granada, Alicante y Toledo. Una costumbre que Andersen mantuvo por muchos años, a partir de 1858, era narrar de su propia voz los cuentos que le volvieron famoso. Pag. 8


Bajo el sauce

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a comarca de Kjöge es ácida y pelada; la ciudad está a orillas del mar, y esto es siempre una ventaja, pero es innegable que podría ser más hermosa de lo que es en realidad; todo alrededor son campos lisos, y el bosque queda a mucha distancia. Sin embargo, cuando nos encontramos a gusto en un lugar, siempre descubrimos algo de bello en él, y más tarde lo echaremos de menos, aunque nos hallemos en el sitio más hermoso del mundo. Y forzoso es admitir que en verano tienen su belleza los arrabales de Kjöge, con sus pobres jardincitos extendidos hasta el arroyo que allí se vierte en el mar; y así lo creían en particular Knud y Juana, hijos de dos familias vecinas, que jugaban juntos y se reunían atravesando a rastras los groselleros. En uno de los jardines crecía un saúco, en el otro un viejo sauce, y debajo de éste gustaban de jugar sobre todo los niños; y se les permitía hacerlo, a pesar de que el árbol estaba muy cerca del río, y los chiquillos corrían peligro de caer en él. Pero el ojo de Dios vela sobre los pequeñuelos -de no ser así, ¡mal irían las cosas!-. Por otra parte, los dos eran muy prudentes; el niño tenía tanto miedo al agua, que en verano no había modo de llevarlo a la playa, donde tan a gusto chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo hacía objeto de la burla general, y él tenía que aguantarla. Un día la hijita del vecino, Juana, soñó que navegaba en un bote de vela en la Bahía de Kjöge, y que Knud se dirigía hacia ella vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y después lo cubrió por entero. Desde el

momento en que Knud se enteró de aquel sueño, ya no soportó que lo tachasen de miedoso, aduciendo como prueba al sueño de Juana. Éste era su orgullo, mas no por eso se acercaba al mar. Los pobres padres se reunían con frecuencia, y Knud y Juana jugaban en los jardines y en el camino plantado de sauces que discurría a lo largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos árboles, pues tenían las copas como podadas, pero no los habían plantado para adorno, sino para utilidad; más hermoso era el viejo sauce del jardín a cuyo pie, según ya hemos dicho, jugaban a menudo los dos amiguitos. En la ciudad de Kjöge hay una gran plaza-mercado, en la que, durante la feria anual, se instalan verdaderas calles de puestos que venden cintas de seda, calzados y todas las cosas imaginables. Había entonces un gran gentío, y generalmente llovía; además, apestaba a sudor de las chaquetas de los campesinos, aunque olía también a exquisito alajú, del que había toda una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era que el hombre que lo vendía se alojaba, durante la feria, en casa de los padres de Knud, y, naturalmente, lo obsequiaba con un pequeño pan de especias, del que participaba también Juana. Pero había algo que casi era más hermoso todavía: el comerciante sabía contar historias de casi todas las cosas, incluso de sus turrones, y una velada explicó una que produjo tal impresión en los niños, que jamás pudieron olvidarla; por eso será conveniente que la oigamos también nosotros, tanto más, cuanto que es muy breve.

-Sobre el mostrador -empezó el hombrehabía dos moldes de alajú, uno en figura de un hombre con sombrero, y el otro en forma de mujer sin sombrero, pero con una mancha de oropel en la cabeza; tenían la cara de lado, vuelta hacia arriba, y había que mirarlos desde aquel ángulo y no del revés, pues jamás hay que mirar así a una persona. El hombre llevaba en el costado izquierdo una almendra amarga, que era el corazón, mientras la mujer era dulce toda ella. Estaban para muestra en el mostrador, y llevaban ya mucho tiempo allí, por lo que se enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha de salir algo de tal situación. «Es hombre, y por tanto, tiene que ser el primero en hablar», pensaba ella; no obstante, se habría dado por satisfecha con saber que su amor era correspondido. Los pensamientos de él eran mucho más ambiciosos, como siempre son los hombres; soñaba que era un golfo callejero y que tenía cuatro chelines, con los cuales se compraba la mujer y se la comía. Así continuaron por espacio de días y semanas en el mostrador, y cada día estaban más secos; y los pensamientos de ella eran cada vez más tiernos y femeninos: «Me doy por contenta con haber estado sobre la mesa con él», pensó, y se rompió por la mitad. «Si hubiese conocido mi amor, de seguro

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que habría resistido un poco más», pensó él. - Y ésta es la historia y aquí están los dos dijo el turronero. - Son notables por su vida y por su silencioso amor, que nunca conduce a nada. ¡Vedlos ahí! - y dio a Juana el hombre, sano y entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niños les había emocionado tanto el cuento, que no tuvieron ánimos para comerse la enamorada pareja. Al día siguiente se dirigieron, con las dos figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano como en invierno, de un rico tapiz de hiedra; pusieron al sol los pasteles, entre los verdes zarcillos, y contaron a un grupo de otros niños la historia de su amor, mudo e inútil, y todos la encontraron maravillosa; y cuando volvieron a mirar a la pareja de alajú, un muchacho grandote se había comido ya la mujer despedazada, y esto, por pura maldad. Los niños se echaron a llorar, y luego -y es de suponer que lo hicieron para que el pobre hombre no quedase solo en el mundo- se lo comieron también; pero en cuanto a la historia, no la olvidaron nunca. Los dos chiquillos seguían reuniéndose bajo el sauce o junto al saúco, y la niña cantaba canciones bellísimas con su voz argentina. A Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la garganta, pero al menos se sabía la letra, y más vale esto que nada. La gente de Kjöge, y entre ella la señora de la quincallería, se detenían a escuchar a Juana. - ¡Qué voz más dulce! - decían. Aquellos días fueron tan felices, que no podían durar siempre. Las dos familias vecinas se separaron; la madre de la niña había muerto, el padre deseaba ir a Copenhague, para volver a casarse y buscar trabajo; quería establecerse de mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los vecinos se despidieron con lágrimas, y sobre todo lloraron los niños; los padres se prometieron mutuamente escribirse por lo menos una vez al año. Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya mayorcito y no se le podía dejar ocioso por

más tiempo. Entonces recibió la confirmación. ¡Ah, qué no hubiera dado por estar en Copenhague aquel día solemne, y ver a Juanita! Pero no pudo ir, ni había estado nunca, a pesar de que no distaba más de cinco millas de Kjöge. Sin embargo, a través de la bahía, y con tiempo despejado, Knud había visto sus torres, y el día de la confirmación distinguió claramente la brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra Señora. ¡Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, ¿se acordaría de él? Sí, se acordaba. Hacia Navidad llegó una carta de su padre para los de Knud. Las cosas les iban muy bien en Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz, iba a tener una gran suerte; había ingresado en el teatro lírico; ya ganaba algún dinerillo, y enviaba un escudo a sus queridos vecinos de Kjöge para que celebrasen unas alegres Navidades. Quería que bebiesen a su salud, y la niña había añadido de su puño y letra estas palabras: «¡Afectuosos saludos a Knud!». Todos derramaron lágrimas, a pesar de que las noticias eran muy agradables; pero también se llora de alegría. Día tras día Juana había ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el muchacho que también ella se acordaba de él, y cuanto más se acercaba el tiempo en que ascendería a oficial zapatero, más claramente se daba cuenta de que estaba enamorado de Juana y de que ésta debía ser su mujer; y siempre que le venía esta idea se dibujaba una sonrisa en sus labios y tiraba con mayor fuerza del hilo, mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba la lezna en un dedo, pero ¡qué importa! Desde luego que no sería mudo, como los dos moldes de alajú; la historia había sido una buena lección. Y ascendió a oficial. Se colgó la mochila al hombro, y por primera vez en su vida se dispuso a trasladarse a Copenhague; ya había encontrado allí un maestro. ¡Qué sorprendida quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora 16 años, y él, 19.

Ya en Kjöge, se le ocurrió comprarle un anillo de oro, pero luego pensó que seguramente los encontraría mucho más hermosos en Copenhague. Se despidió de sus padres, y un día lluvioso de otoño emprendió el camino de la capital; las hojas caían de los árboles, y calado hasta los huesos llegó a la gran Copenhague y a la casa de su nuevo patrón. El primer domingo se dispuso a visitar al padre de Juana. Sacó del baúl su vestido de oficial y el nuevo sombrero que se trajera de Kjöge y que tan bien le sentaba; antes había usado siempre gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los muchos peldaños que conducían al piso. ¡Era para dar vértigo la manera cómo la gente se apilaba en aquella enmarañada ciudad! La vivienda respiraba bienestar, y el padre de Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa no la conocía, pero ella le alargó la mano y lo invitó a tomar café. -Juana estará contenta de verte -dijo el padre-. Te has vuelto un buen mozo. Ya la verás; es una muchacha que me da muchas alegrías y, Dios mediante, me dará más aún. Tiene su propia habitación, y nos paga por ella. Y el hombre llamó delicadamente a la puerta, como si fuese un forastero, y entraron -¡qué hermoso era allí!-. Seguramente en todo Kjöge no había un aposento semejante: ni la propia Reina lo tendría mejor. Había alfombras; en las ventanas, cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillón de terciopelo auténtico y en derredor flores y cuadros, además de un espejo en el que uno casi podía meterse, pues era grande como una puerta. Knud lo abarcó todo de une ojeada, y, sin embargo, sólo veía a Juana; era una moza ya crecida, muy distinta de como la imaginara, sólo que mucho más hermosa; en toda Kjöge no se encontraría otra como ella; ¡qué fina y delicada! La primera mirada que dirigió a Knud fue la de una extraña, pero duró sólo un instante; luego se precipitó hacia él como si quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó. Sí, estaba muy contenta de volver a ver al amigo de


su niñez. ¿No brillaban lágrimas en sus ojos? Y después empezó a preguntar y a contar, pasando desde los padres de Knud hasta el saúco y el sauce; madre saúco y padre sauce, como los llamaba, cual si fuesen personas; pero bien podían pasar por tales, si lo habían sido los pasteles de alajú. De éstos habló también y de su mudo amor, cuando estaban en el mostrador y se partieron... y la muchacha se reía con toda el alma, mientras la sangre afluía a las mejillas de Knud, y su corazón palpitaba con violencia desusada. No, no se había vuelto orgullosa. Y ella fue también la causante -bien se fijó Knud- de que sus padres lo invitasen a pasar la velada con ellos. Sirvió el té y le ofreció con su propia mano una taza luego cogió un libro y se puso a leer en alta voz, y al muchacho le pareció que lo que leía trataba de su amor, hasta tal punto concordaba con sus pensamientos. Luego cantó una sencilla canción, pero cantada por ella se convirtió en toda una historia; era como si su corazón se desbordase en ella. Sí, indudablemente quería a Knud. Las lágrimas rodaron por las mejillas del muchacho sin poder él impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra de su boca; se acusaba de tonto a sí mismo, pero ella le estrechó la mano y le dijo: -Tienes un buen corazón, Knud. Sé siempre como ahora. Fue una velada inolvidable. Son ocasiones después de las cuales no es posible dormir, y Knud se pasó la noche despierto. Al despedirlo el padre de Juana le había dicho: -Ahora no nos olvidarás. Espero que no pasará el invierno sin que vuelvas a visitarnos. Por ello, bien podía repetir la visita el próximo domingo; y tal fue su intención. Pero cada velada, terminado el trabajo -y eso que trabajaba hasta entrada la noche-, Knud salía y se iba hasta la calle donde vivía Juana; levantaba los ojos a su ventana, casi siempre iluminada, y una noche vio incluso la sombra de su rostro en la cortina -fue una noche maravillosa-. A la señora del zapatero no le

parecían bien tantas salidas vespertinas, y meneaba la cabeza dubitativamente; pero el patrón se sonreía: -¡Es joven! -decía. «El domingo nos veremos, y le diré que es la reina de todos mis pensamientos y que ha de ser mi esposa. Sólo soy un pobre oficial zapatero, pero puedo llegar a maestro; trabajaré y me esforzaré (sí, se lo voy a decir). A nada conduce el amor mudo, lo sé por aquellos alajús». Y llegó el domingo, y Knud se fue a casa de Juana. Pero, ¡qué pena! Estaban invitados a otra casa, y tuvieron que decirlo al mozo. Juana le estrechó la mano y le preguntó: -¿Has estado en el teatro? Pues tienes que ir. Yo canto el miércoles, y, si tienes tiempo, te enviaré una entrada. Mi padre sabe la dirección de tu amo. ¡Qué atención más cariñosa de su parte! Y el miércoles llegó, efectivamente, un sobre cerrado que contenía la entrada, pero sin ninguna palabra, y aquella noche Knud fue por primera vez en su vida al teatro. ¿Qué vio? Pues sí, vio a Juana, tan hermosa y encantadora; cierto que estaba casada con un desconocido, pero aquello era comedia, una cosa imaginaria, bien lo sabía Knud; de otro modo, ella no habría osado enviarle la entrada para que lo viera. Al terminar, todo el público aplaudió y gritó «¡hurra!», y Knud también. Hasta el Rey sonrió a Juana, como si hubiese sentido mucho placer en verla actuar. ¡Dios mío, qué pequeño se sentía Knud! Pero la quería con toda su alma, y ella lo quería también; pero es el hombre quien debe pronunciar la primera palabra, así lo pensaba también la figura del cuento. ¡Tenía mucha enjundia aquella historia! No bien llegó el domingo, Knud se encaminó nuevamente a casa de Juana. Su estado de espíritu era serio y solemne, como si fuera a recibir la Comunión. La joven estaba sola y lo

recibió; la ocasión no podía ser más propicia. -Has hecho muy bien en venir -le dijo-. Estuve a punto de enviarte un recado por mi padre, pero presentí que volverías esta noche. Debo decirte que el viernes me marcho a Francia; tengo que hacerlo, si quiero llegar a ser algo. Knud sintió como si el cuarto diera vueltas a su alrededor, y le pareció que su corazón iba a estallar. No asomó ni una lágrima a sus ojos, pero su desolación no era menos visible. -Mi bueno y fiel amigo... -dijo ella, y sus palabras desataron la lengua del muchacho. Le dijo cómo la quería y cómo deseaba que fuese su esposa. Y al pronunciar estas palabras, vio que Juana palidecía y, soltándole la mano, le dijo con acento grave y afligido: -¡No quieras que los dos seamos desgraciados, Knud! Yo seré siempre una buena hermana para ti, siempre podrás contar conmigo, pero nada más -y le pasó la mano suave por la ardorosa frente-. Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo queramos. En aquel momento la madrastra entró en el aposento. -Knud está desolado porque me marcho -dijo Juana ¡Vamos, sé un hombre!- y le dio un golpe en el hombro; era como si no hubiesen hablado más que del viaje. -¡Chiquillo! -añadió-. Vas a ser bueno y razonable, como cuando de niños jugábamos debajo del sauce. Le pareció a Knud que el mundo se había salido de quicio; sus ideas eran como una hebra suelta flotando a merced del viento. Se quedó sin saber si lo habían invitado o no, pero todos se mostraron afables y bondadosos; Juana le sirvió té y cantó. No era ya aquella voz de antes, y, no obstante, sonaba tan maravillosamente, que el corazón del muchacho estaba a punto de estallar. Y así se despidieron. Knud no le alargó la mano, pero ella se la cogió, diciendo:


-¡Estrecha la mano de tu hermana para despedirte, mi viejo hermano de juego! -y se sonreía entre las lágrimas que le rodaban por las mejillas; y volvió a llamarlo hermano. ¡Valiente consuelo! Tal fue la despedida. Se fue ella a Francia, y Knud siguió vagando por las sucias calles de Copenhague. Los compañeros del taller le preguntaron por qué estaba siempre tan caviloso, y lo invitaron a ir con ellos a divertirse; por algo era joven. Y fue con ellos al baile, donde había muchas chicas bonitas, aunque ninguna como Juana. Allí, donde había esperado olvidarse de ella, la tenía más que nunca presente en sus pensamientos. «Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo queramos», le había dicho ella; una oración acudió a su mente y juntó las manos... los violines empezaron a tocar, y las muchachas a bailar en corro. Knud se asustó; le pareció que no era aquél un lugar adecuado para Juana, pues la llevaba siempre en su corazón; salió, pues, del baile y, corriendo por las calles, pasó frente a la casa donde ella habla vivido. Estaba oscura; todo estaba oscuro, desierto y solitario. El mundo siguió su camino, y Knud el suyo. Llegó el invierno, y se helaron las aguas; parecía como si todo se preparase para la tumba. Pero al venir la primavera y hacerse a la mar el primer vapor, le entró a Knud un gran deseo de marcharse lejos, muy lejos a correr mundo, aunque no de ir a Francia. Cerró la mochila y se fue a Alemania, peregrinando de una población a otra, sin pararse en ninguna, hasta que, al llegar a la antigua y bella ciudad de Nuremberg, le pareció que volvía a ser señor de sus piernas y que podía quedarse allí. Nuremberg es una antigua y maravillosa ciudad, que parece recortada de una vieja crónica ilustrada. Las calles discurren sin orden ni

concierto; las casas no gustan de estar alineadas; miradores con torrecillas, volutas y estatuas resaltan por encima de las aceras, y en lo alto de los tejados, asombrosamente puntiagudos, corren canalones que desembocan sobre el centro de la calle, adoptando formas de dragones y perros de alargados cuerpos. Knud llegó a la plaza del mercado, con la mochila a la espalda, y se detuvo junto a una antigua fuente, en la que unas soberbias figuras de bronce, representativas de personajes bíblicos e históricos, se levantan entre los chorros de agua que brotan del surtidor. Una hermosa muchacha que estaba sacando agua dio de beber a Knud, y como llevara un puñado de rosas, le ofreció también una, y esto lo tomó el muchacho como un buen agüero. Desde la cercana iglesia le llegaban sones de órgano, tan familiares como si fueran los de la iglesia de Kjöge, y el mozo entró en la vasta catedral. El sol, a través de los cristales policromados, brillaba por entre las altas y esbeltas columnas. Un gran fervor llenó sus pensamientos, y sintió en el alma una íntima paz. Buscó y encontró en Nuremberg un buen maestro; se quedó en su casa y aprendió la lengua. Los antiguos fosos que rodean la ciudad han sido convertidos en huertecitos, pero las altas murallas continúan en pie, con sus pesadas torres. El cordelero trenza sus cuerdas en el corredor construido de vigas que, a la largo del muro, conduce a la ciudad, y allí, brotando de grietas y hendeduras, crece el saúco, extendiendo sus ramas por encima de las bajas casitas, en una de las cuales residía el maestro para quien trabajaba Knud. Sobre la ventanuca de la buhardilla que era su dormitorio, el arbusto inclinaba sus ramas. Residió allí todo un verano y un invierno, pero al llegar la primavera no pudo resistir por más tiempo; el saúco floreció, y su fragancia le recordaba tanto su tierra, que le pa-

recía encontrarse en el jardín de Kjöge. Por eso cambió Knud de patrón, y se buscó otro en el interior de la ciudad, en un lugar donde no crecieran saúcos. Su taller estaba en las proximidades de un antiguo puente amurallado, encima de un bajo molino de aguas que murmuraba eternamente; por debajo fluía un río impetuoso, encajonado entre casas de cuyas paredes se proyectaban miradores corroídos, siempre a punto de caerse al agua. No había allí saúcos, ni siquiera una maceta con una planta verde, pero enfrente se levantaba un viejo y corpulento sauce, que parecía agarrarse a la casa para no ser arrastrado por la corriente. Extendía sus ramas por encima del río, exactamente como el del jardín de Kjöge lo hacía por encima del arroyo. En realidad, había ido a parar de la madre saúco al padre sauce; especialmente en las noches de luna, aquel árbol le hacía pensar en Dinamarca. Pero este pensamiento, más que de la luz de la luna, venía del viejo sauce. No pudo resistirlo; y ¿por qué no? Pregúntalo al sauce, pregúntalo al saúco florido. Por eso dijo adiós a su maestro de Nuremberg y prosiguió su peregrinación. A nadie hablaba de Juana; se guardaba su pena en el fondo del alma, dando una profunda significación a la historia de los pasteles de alajú. Ahora comprendía por qué el hombre llevaba una almendra amarga en el costado izquierdo; también él sentía su amargor, mientras que Juana, siempre tan dulce y afable, era pura miel. Tenía la sensación de que las correas de la mochila le apretaban hasta impedirle respirar, y las aflojó, pero inútilmente. A su alrededor veía tan sólo medio mundo, el otro medio lo llevaba dentro; tal era su estado de ánimo. Hasta el momento en que vislumbró las altas montañas no se ensanchó para él el mundo; sus pensamientos salieron al exterior, y las


lágrimas asomaron a sus ojos. Los Alpes se le aparecían como las alas plegadas de la Tierra, y como si aquellas alas se abrieran, con sus cuadros maravillosos de negros bosques, impetuosas aguas, nubes y masas de nieve. «El día del Juicio Final, la Tierra levantará sus grandes alas, volará a Dios y estallará como una burbuja de jabón en sus luminosos rayos. ¡Ah, si fuera el día del Juicio!», suspiró. Siguió errando por el país, que se le aparecía como un vergel cubierto de césped; desde los balcones de madera lo saludaban con amables signos de cabeza las muchachas encajeras, las cumbres de las montañas se veían teñidas de rojo a los rayos del sol poniente, y cuando descubrió los verdes lagos entre los árboles oscuros, le vino a la mente el recuerdo de la Bahía de Kjöge, y sintió que su pecho se llenaba de melancolía, pero no de dolor. En el lugar donde el Rin se precipita como una enorme ola y, pulverizándose, se transforma en una clara masa de nubes blancas como la nieve, como si allí se forjasen las nubes -con el arco iris flotando encima cual una cinta suelta-, pensó en el molino de Kjöge, con sus aguas rugientes y espumeantes. Gustoso se habría quedado en la apacible ciudad del Rin; pero crecían en ella demasiados saúcos y sauces, por lo que prosiguió su camino, cruzando las poderosas y abruptas montañas, a través de desplomadas paredes de rocas y de senderos que, cual nidos de golondrinas, se pegaban a las laderas. Las aguas mugían en las hondonadas, las nubes se cernían sobre su cabeza; por entre cardos, rododendros y nieve fue avanzando al calor del sol estival, hasta que dijo adiós a las tierras septentrionales, y entró en una región de castaños, viñedos y maizales. Las montañas eran un muro entre él y todos sus

recuerdos; y así convenía que fuese. Se desplegaba ante él una ciudad grande y magnífica, llamada Milán y en ella encontró a un maestro alemán que le ofreció trabajo; era el taller de un matrimonio ya entrado en años, gente honrada a carta cabal. El zapatero y su mujer tomaron afecto a aquel mozo apacible, de pocas palabras, pero muy trabajador, piadoso y buen cristiano. También a él le parecía que Dios le había quitado la pesada carga que oprimía su corazón. Su mayor alegría era ir de vez en cuando a la grandiosa catedral de mármol, que le parecía construida con la nieve de su patria, toda ella tallada en estatuas, torres puntiagudas y abiertos y adornados pórticos; desde cada ángulo de cada espira, de cada arco le sonreían las blancas esculturas. Encima tenía el cielo azul; debajo, la ciudad y la anchurosa y verdeante llanura lombarda, mientras al Norte se desplegaba el telón de altas montañas nevadas... Entonces pensaba en la iglesia de Kjöge, con sus paredes rojas, revestidas de yedra, pero no la echaba de menos; quería que lo enterrasen allí, detrás de las montañas. Llevaba un año allí, y habían transcurrido tres desde que abandonara su patria, cuando un día su patrón lo llevó a la ciudad, pero no al circo a ver a los caballistas, sino a la Ópera, la gran ópera, cuyo salón era digno de verse. Colgaban allí siete hileras de cortinas de seda, y desde el suelo hasta el techo, a una altura que daba vértigo, se veían elegantísimas damas con ramos de flores en las manos, como disponiéndose a ir al baile, mientras los caballeros vestían de etiqueta, muchos de ellos con el pecho cubierto de oro y plata. La claridad competía con la del sol más espléndido, y la música resonaba fuerte y magnífica, mucho más que en el teatro de Copenhague; pero allí estaba Juana y aquí... ¡Sí, fue como un hechizo! Se levantó el telón, y apareció también Juana, vestida de oro y seda, con una corona en la

cabeza. Cantó como sólo un ángel de Dios sabría hacerlo, y se adelantó en el escenario cuanto le fue posible, sonriendo como sólo Juana sabía sonreír; y miró precisamente a Knud. El pobre muchacho agarró la mano de su maestro y gritó: -¡Juana! -mas nadie lo oyó sino él, pues la música ahogó su voz. Sólo su amo hizo un signo afirmativo con la cabeza. -Sí, en efecto, se llama Juana -y, sacando un periódico, le mostró su nombre escrito en él. ¡No, no era un sueño! Y todo el público la aclamaba, y le arrojaba flores y coronas, y cada vez que se retiraba volvía a aplaudir llamándola a la escena. Salió una infinidad de veces. En la calle, la gente se agrupó alrededor de su coche, y Knud se encontró en primera fila, loco de felicidad, y cuando, junto con todo el gentío, se detuvo frente a su casa magníficamente iluminada, se halló él a la portezuela del carruaje. Se apeó Juana, la luz le dio en pleno rostro, y ella, sonriente y emocionada, dio las gracias por aquel homenaje. Knud la miró a la cara, y ella miró a su vez a la del joven... mas no lo reconoció. Un caballero que lucía una condecoración en el pecho le ofreció el brazo... Estaban prometidos, dijo la gente. Luego Knud se fue a su casa y se sujetó la mochila a la espalda. Quería volver a su tierra; necesitaba volver a ella, al saúco, al sauce -¡ay, bajo aquel sauce!-. En una hora puede recorrerse toda una vida humana. Le instaron a que se quedase, más ninguna palabra lo pudo retener. Le dijeron que se acercaba el invierno, que las montañas estaban ya nevadas; pero él podría seguir el rastro de la diligencia, que avanzaba despa-


cio - y así le abriría camino -, la mochila a la espalda y apoyado en su bastón. Y tomó el camino de las montañas, cuesta arriba y cuesta abajo. Estaba cansado, y no había visto aún ni un pueblo ni una casa; marchaba hacia el Norte. Fulguraban las estrellas en el cielo, le vacilaban las piernas, y la cabeza le daba vueltas; en el fondo del valle centelleaban también estrellas, como si el cielo se extendiera no sólo en las alturas, sino bajo sus pies. Se sentía enfermo. Aquellos astros del fondo se volvían cada vez más claros y luminosos, y se movían de uno a otro lado. Era una pequeña ciudad, en la que brillaban las luces, y cuando él se dio cuenta de lo que se trataba, hizo un último esfuerzo y pudo llegar hasta una mísera posada. Permaneció en ella una noche y un día entero, pues su cuerpo necesitaba descanso y

cuidados; en el valle deshelaba y llovía. A la mañana se presentó un organillero, que tocó una melodía de Dinamarca, y Knud ya no pudo resistir por más tiempo. Anduvo días y días a toda prisa, como impaciente por llegar a la patria antes de que todos hubiesen muerto; pero a nadie habló de su anhelo, nadie habría creído en la pena le su corazón, la pena más honda que puede sentirse, pues el mundo sólo se interesa por lo que es alegre y divertido; ni siquiera los amigos hubieran podido comprenderlo, y él no tenía amigos. Extranjero, caminaba por tierras extrañas rumbo al Norte. En la única carta que recibiera de su casa, una carta que sus padres le habían escrito hacia largo tiempo, se decía: «No eres un danés verdadero como nosotros. Nosotros lo somos hasta el fondo del alma. A ti te gustan sólo los países extranjeros». Esto le habían escrito sus padres. ¡Ay, qué mal lo conocían!

Anochecía; él andaba por la carretera, empezaba a helar, y el paisaje se volvía más y más llano, todo él campos y prados. Junto al camino crecía un corpulento sauce. ¡Parecía aquello tan familiar, tan danés! Se sentó al pie del árbol; estaba fatigado, la cabeza se le caía, y los ojos se le cerraban; pero él seguía dándose cuenta de que el sauce inclinaba las ramas hacia él; el árbol se le aparecía como un hombre viejo y fornido, era el padre sauce en persona, que lo cogía en brazos y lo levantaba, a él, al hijo rendido, y lo llevaba a la tierra danesa, a la abierta playa luminosa, a Kjöge, al jardín de su infancia. Sí, era el mismo sauce de Kjöge que se había lanzado al mundo en su busca; y ahora lo había encontrado y conducido al jardincito junto al riachuelo, donde se hallaba Juana en todo su esplendor, la corona de oro en la cabeza, tal y como la viera la última vez, y le decía: -


Y he aquí que vio delante de él a dos extrañas figuras, sólo que mucho más humanas que las que recordaba de su niñez; también ellas habían cambiado. Eran los dos moldes de alajú, el hombre y la mujer, que lo miraban de frente y tenían muy buen aspecto. -¡Gracias! - le dijeron a la vez-. Tú nos has desatado la lengua, nos has enseñado que hay que expresar francamente los pensamientos; de otro modo nada se consigue, y ahora nosotros hemos logrado algo: ¡Estamos prometidos! Y se echaron a andar cogidos de la mano por las calles de Kjöge; incluso vistos de espalda estaban muy correctos, no había nada que reprocharles. Y se encaminaron directamente a la iglesia, seguidos por Knud y Juana, cogidos asimismo de la mano; y la iglesia aparecía

como antes, con sus paredes rojas cubiertas de espléndida yedra, y la gran puerta de doble batiente abierta; resonaba el órgano, mientras los hombres y mujeres avanzaban por la nave: «¡Primero los señores!», decían; y los novios de alajú dejaron paso a Knud y Juana, los cuales fueron a arrodillarse ante el altar; ella inclinó la cabeza contra el rostro de él, y lágrimas glaciales manaron de sus ojos; era el hielo que rodeaba su corazón, fundido por su gran amor; las lágrimas rodaban por las mejillas ardorosas del muchacho... Y entonces despertó, y se encontró sentado al pie del viejo sauce de una tierra extraña, al anochecer de un día invernal; una fuerte granizada que caía de las nubes le azotaba el rostro. - ¡Ha sido la hora más hermosa de mi vida dijo -, y ha sido sólo un sueño! ¡Dios mío, deja que vuelva a soñar! - y, cerrando los ojos, se

quedó dormido, soñando... Hacia la madrugada empezó a nevar, y el viento arrastraba la nieve por encima del dormido muchacho. Pasaron varias personas que se dirigían a la iglesia, y encontraron al oficial artesano, muerto, helado, bajo el sauce.

IN

¡Bienvenido!


Autores celebres!!

León Tolstói...

Después del baile -Usted sostiene que un hombre no puede comprender por sí mismo lo que está bien y lo que está mal, que todo es resultado del ambiente y que éste absorbe al ser humano. Yo creo, en cambio, que todo depende de las circunstancias. Me refiero a mí mismo. Así habló el respetable Iván Vasilevich, después de una conversación en que habíamos sostenido que, para perfeccionarse, es necesario, ante todo, cambiar las condiciones del ambiente en que se vive. En realidad, nadie había dicho que uno mismo no puede comprender lo que está bien y lo que está mal; pero Iván Vasilevich tenía costumbre de contestar a las ideas que se le ocurrían y, con ese motivo, relatar episodios de su propia vida. A menudo, se apasionaba tanto, que llegaba a olvidar por qué había empezado el relato. Solía hablar con gran velocidad. Así lo hizo también estaba vez. -Hablaré de mí mismo. Si mi vida ha tomado este rumbo no es por el ambiente, sino por algo muy distinto. -¿Por qué? -preguntamos. -Es una historia muy larga. Para comprenderla habría que contar muchas cosas. -Pues, cuéntelas. Pag.16

Iván Vasilevich movió la cabeza, sumiéndose en reflexiones. -Mi vida entera ha cambiado por una noche, o mejor dicho, por un amanecer. -¿Qué le ocurrió? -Estaba muy enamorado. Antes ya lo había estado muchas veces; pero aquél fue mi gran amor. Esto pertenece al pasado. Ella tiene ya hijas casadas. Se trata de B***. Sí, de Varenka V***… -Iván Vasilevich nos dijo el apellido-. A los quince años era ya una belleza notable, y a los dieciocho esta encantadora era esbelta, llena de gracia y majestad, sobre todo de majestad. Se mantenía muy erguida, como si no pudiera tener otra actitud. Llevaba la cabeza alta, lo que, unido a su belleza y a su estatura, a pesar de su extremada delgadez, le daba un aire regio que hubiera infundido respeto, a no ser por la sonrisa, alegre y afectuosa, de sus labios y de sus encantadores y brillantes ojos. Todo su ser emanaba juventud y dulzura. -Qué bien la describe, Iván Vasilevich. -Por mucho que me esmere, nunca podré hacerlo de modo que comprendan ustedes cómo era. Lo que voy a contarles ocurrió entre los años 1840 y 1850. En

aquella época, yo era estudiante de una universidad de provincia. No sé si eso estaba bien o mal; pero el caso es que, por aquel entonces, los estudiantes no tenían círculos ni teoría política alguna. Éramos jóvenes y vivíamos como le es propio a la juventud: estudiábamos y nos divertíamos. Yo era un muchacho alegre y vivaracho y, además, tenía dinero. Poseía un magnífico caballo, paseaba en trineo con las muchachas -aún no estaba de moda patinar-, me divertía con mis camaradas y bebía champaña. Si no había dinero, no bebíamos nada; pero no como ahora, que se bebe vodka. Las veladas y los bailes constituían mi mayor placer. Bailaba perfectamente y era un hombre bien parecido. -No se haga el modesto -lo interrumpió una dama, que estaba entre nosotros-. Hemos visto su fotografía de aquella época. No es que estuviera bastante bien; era un hombre muy guapo. -Bueno, como quiera; pero no se trata de eso. Por aquel entonces estaba muy enamorado de Varenka. El último día de carnaval asistí a un baile en casa del mariscal de la nobleza de la provincia, un viejo chambelán de la corte, rico, bondadoso y muy hospitalario. Su mujer, tan amable como él, recibió a los invitados luciendo una diadema de brillantes y un vestido de terciopelo, que dejaba al des-


cubierto su pecho y sus hombros, blancos y gruesos, que recordaban los retratos de la emperatriz Elizaveta Petrovna. Fue un baile magnífico. En la espléndida sala había un coro, una célebre orquesta compuesta por los siervos de un propietario aficionado a la música, un buffet exquisito y un mar de champaña. No bebía, a pesar de ser aficionado al champaña, porque estaba ebrio de amor. Pero, en cambio, bailé cuadrillas, valses y polkas hasta extenuarme; y, como es natural, siempre que era posible, con Varenka. Llevaba un vestido blanco con cinturón rosa y guantes blancos de cabritilla, que le llegaban hasta los codos agudos, y escarpines de satín blancos. Un antipático ingeniero, llamado Anisimov, me birló la mazurca -aún no he podido perdonárselo- invitando a Varenka en cuanto entró en la sala; yo me había entretenido en la peluquería y en comprar un par de guantes. Bailé esa mazurca con una muchachita alemana, a la que antaño había cortejado un poco. Me figuro que aquella noche fui muy descortés con ella; no le hablé ni la miré, siguiendo constantemente la esbelta figura de Varenka, vestida de blanco, y su resplandeciente rostro encendido con hoyuelos en las mejillas y sus bellos ojos cariñosos. Y no era el único. Todos la contemplaban, tanto los hombres como las mujeres, a pesar de que las eclipsaba. Era imposible no admirarla. “Según las reglas, no bailé con Varenka aquella mazurca; pero, en realidad, bailamos juntos casi todo el tiempo. Sin turbarse atravesaba la sala, dirigiéndose a mí y yo me levantaba de un salto, antes que me invitara. Varenka me agradecía mi perspicacia con una sonrisa. Cuando no adivinaba mi “cualidad”, mientras daba la mano a otro, se encogía de hombros y me sonreía con expresión compasiva, como si quisiera consolarme. “Cuando bailábamos algún vals, Varenka sonreía diciéndome, con respiración entrecortada: Encore. Y yo seguía dando vueltas y más vueltas sin sentir mi propio cuerpo.” -¿Cómo no lo iba a sentir? Supongo que, al enlazar el talle de Varenka, hasta sentiría el cuerpo de ella -dijo uno de los presentes. Súbitamente, Iván Vasilevich enrojeció y exclamó, casi a voz en grito: -¡Así son ustedes, los jóvenes de hoy día! No ven nada ex-

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Biografía

eón Tolstói fue un novelista ruso ampliamente considerado como uno de los más grandes escritores de occidente y de la literatura mundial.1 Sus más famosas obras son Guerra y Paz y Ana Karenina, y son tenidas como la cúspide del realismo. Sus ideas sobre la «no violencia activa», expresadas en libros como El reino de Dios está en vosotros tuvieron un profundo impacto en grandes personajes como Gandhi y Martin Luther King. Se traslada a Moscú con intención de buscar un empleo o un casamiento conveniente. En aquel período de indecisiones, acosado de deudas contraídas en el juego, se declara la guerra con Turquía y su hermano Nikolái, teniente de artillería, lo insta a ir con él al Cáucaso, en el Valle del Térek. Al llegar a la stanitsa Tolstói se desilusiona y se arrepiente de su viaje. Pocos días después acompaña a su hermano que debía escoltar un convoy de enfermos hasta el fuerte de Stary-Yurt. Cruzan las fuentes termales de Goriachevodsk donde Tolstói, algo reumático, aprovecha para tomar baños termales y donde conoce a la cosaca Márenka, idilio que reaparece en su novela Los Cosacos. Tolstói no pertenecía al ejército, pero en una de las campañas de la Guerra de Crimea, el comandante, príncipe Aleksandr Bariátinski, repara en él y tras unos exámenes Tolstói ingresa en la brigada de artillería, en la misma batería que su hermano, como suboficial. Tiempo después consigue permiso para una cura reumática en las aguas termales en Piatigorsk, donde aburrido de pasar largas horas encerrado en su habitación se pone a escribir. El 2 de julio de 1852 termina Infancia y fruto de su estancia escribe La tala del bosque y los Relatos de Sebastópol. Poco después de ser testigo de tantos sacrificios y hePag. 17


roísmo en el Sitio de Sebastópol se reintegra a la frívola vida de San Petersburgo, sintiendo un gran vacío e inutilidad. Adscrito a la corriente realista, intentó reflejar fielmente la sociedad en la que vivía. La novela Los Cosacos (1863) describe la vida de este pueblo. Anna Karénina (1877) cuenta las historias paralelas de una mujer atrapada en las convenciones sociales y un terrateniente filósofo Lyovin que intenta mejorar las vidas de sus siervos (apellido derivado del nombre Lyova, el diminutivo de Lev; así es como llamaba, en privado, a Tolstói su esposa Sofía Behrs). Guerra y Paz es una monumental obra en la que se describen cientos de distintos personajes durante la invasión napoleónica. Tolstói tuvo una importante influencia en el desarrollo del movimiento anarquista, concretamente, como filósofo cristiano libertario y anarcopacifista. El teórico anarquista Pedro Kropotkin lo citó en el artículo Anarquismo de la Enciclopedia Británica de 1911. Entusiasta lector del Ensayo sobre la desobediencia civil del anarquista norteamericano Henry David Thoreau, envió a un periódico hindú un escrito titulado Carta a un hindú que desembocó en un breve intercambio epistolar con Mohandas Gandhi, por entonces en Sudáfrica, influyendo profundamente el pensamiento de este último en el concepto de resistencia no violenta, un punto central de la visión del Cristianismo de Tolstói. En septiembre de 1910, dos meses antes de su muerte, le escribió en el sentido de aplicar la “no resistencia”, ya que “la práctica de la violencia no es compatible con el amor como ley fundamental de la vida”, principio que fue capital en el desarrollo posterior de la “satyagraha” del hindú. También sostuvo correspondencia con George Bernard Shaw, Rainer Maria Rilke y el zar Nicolás II de Rusia, entre otros. Su epistolario forma un corpus de unas 10.000 cartas conservadas en el Museo Tolstói de Moscú. Fue uno de los mayores defensores del esperanto, y en sus últimos años tras varias crisis espirituales se convirtió en una persona profundamente religiosa y altruista, rechazó toda su obra literaria anterior y criticó a las instituciones eclesiásticas en Resurrección, lo que provocó su excomunión. Ni siquiera una epístola celebérrima, la que le envió

cepto el cuerpo. En nuestros tiempos era distinto. Cuanto más enamorado estaba, tanto más inmaterial era Varenka para mí. Ustedes sólo ven los tobillos, las piernas y otras cosas; suelen desnudar a la mujer de la que están enamorados. En cambio, para mí, como decía Alfonso Karr -¡qué buen escritor era!- el objeto de mi amor se me aparecía con vestiduras de bronce. En vez de desnudar a la mujer, tratábamos de cubrir su desnudez, lo mismo que el buen hijo de Noé. Ustedes no pueden comprender esto… -No le haga caso; siga usted -intervino uno de nosotros. -Bailé casi toda la noche, sin darme cuenta de cómo pasaba el tiempo. Los músicos ya repetían sin cesar el mismo tema de una mazurca, como suele suceder al final de un baile. Los papás y las mamás, que jugaban a las cartas en los salones, se habían levantado ya, en espera de la cena; y los lacayos pasaban, cada vez con mayor frecuencia, llevando cosas. Eran más de las dos de la madrugada. Era preciso aprovechar los últimos momentos. Volví a invitar a Varenka y bailamos por centésima vez. “-¿Bailará conmigo la primera cuadrilla, después de cenar? -le pregunté, mientras la acompañaba a su sitio. “-Desde luego, si mis padres no deciden irse en seguida -me replicó, con una sonrisa. “-No lo permitiré -exclamé. “-Devuélvame el abanico -dijo Varenka. “-Me da pena dárselo -contesté, tendiéndole su abanico blanco, de poco valor. “-Tenga; para que no le dé pena -exclamó Varenka, arrancando una pluma, que me entregó. “La cogí; pero únicamente pude expresarle mi agradecimiento y mi entusiasmo con una mirada. No sólo estaba alegre y satisfecho, sino que me sentía feliz y experimentaba una sensación de beatitud. En aquel momento, yo no era yo, sino un ser que no pertenecía a la tierra, que desconocía el mal y sólo era capaz de hacer el bien. “Guardé la pluma en un guante; y permanecí junto a Varenka, sin fuerzas para alejarme. “-Fíjese; quieren que baile papá -me dijo señalando la alta figura de su padre, un coronel con charreteras plateadas, que se hallaba en la puerta de la sala con la dueña de la casa y otras damas. “-Varenka, ven aquí -oímos decir a aquélla. “Varenka se acercó a la puerta y yo la seguí. “-Ma chère, convence a tu padre para que baile contigo. Ande, haga el favor, Piotr Vasilevich -añadió la dueña de la casa, dirigiéndose al coronel. “El padre de Varenka era un hombre erguido, bien conservado, alto


y apuesto, de mejillas sonrosadas. Llevaba el canoso bigote à lo Nicolás I, y tenía las patillas blancas y el cabello de las sienes peinado hacia delante. Una sonrisa alegre, igual que la de su hija, iluminaba tanto su boca como sus ojos. Estaba muy bien formado; su pecho -en el que ostentaba algunas condecoraciones- y sus hombros eran anchos, y sus piernas, largas y delgadas. Era un representante de ese tipo de militar que ha producido la disciplina del emperador Nicolás. “Cuando nos acercamos a la puerta, el coronel se negaba diciendo que había perdido la costumbre de bailar. Sin embargo, pasando la mano al costado izquierdo, desenvainó la espada, que entregó a un joven servicial y, poniéndose el guante en la mano derecha, -en aquel momento dijo con una sonrisa: ‘Todo debe hacerse según las reglas’-, tomó la mano de su hija, se volvió de medio lado y esperó para entrar al compás. “A las primeras notas del aire de la mazurca, dio un golpe con un pie, avanzó el otro y su alta figura giró en torno a la sala, ora despacio y en silencio, ora ruidosa e impetuosamente. Varenka giraba y tan pronto acortaba, tan pronto alargaba los pasos, para adaptarlos a los de su padre. Todos los asistentes seguían los movimientos de la pareja. En cuanto a mí, no sólo los admiraba, sino que sentía un enternecimiento lleno de entusiasmo. Me gustaron sobre todo las botas del coronel, que no eran puntiagudas, como las de moda, sino antiguas, de punta cuadrada y sin tacones. Por lo visto, habían sido fabricadas por el zapatero del batallón. ‘Para poder vestir a su hija y hacerla alternar, se conforma con unas botas de fabricación casera y no se compra las que están de moda’, pensé, particularmente enternecido por aquellas puntas cuadradas. Sin duda, el coronel había bailado bien en sus tiempos; pero entonces era pesado y sus piernas no tenían bastante agilidad para los bellos y rápidos pasos que quería realizar. Sin embargo, dio dos vueltas a la sala. Finalmente separó las piernas, volvió a juntarlas y, aunque con cierta dificultad, hincó una rodilla en tierra y Varenka pasó graciosamente junto a él con una sonrisa, mientras se arreglaba el vestido, que se le había enganchado. Entonces todos aplaudieron con entusiasmo. Haciendo un esfuerzo, el coronel se levantó; y, cogiendo delicadamente a su hija por las orejas, la besó en la frente y la acercó a mí, creyendo que me tocaba bailar con ella. Le dije que yo no era su pareja.

su amigo Iván Turguénev en su lecho de muerte para pedirle que regresara a la literatura, hizo que cambiara de opinión. Tras ver la contradicción de su vivir cotidiano con su ideología, Tolstói decidió dejar los lujos y mezclarse con los campesinos de Yásnaya Poliana, donde él se crio y vivió. No obstante, no obligó a su familia a que lo siguiese y continuó viviendo junto a ellos en una gran parcela, lugar al cual con frecuencia sólo llegaba a dormir, gastando la mayor parte del día en el oficio de zapatero. Fundó en la aldea una escuela para los hijos de los campesinos y se hizo su profesor, autor y editor de los libros de texto que estudiaban. Impartía módulos de gimnasia y prefería el jardín para dar clases. Creó para ello una pedagogía libertaria cuyos principios instruían en el respeto a ellos mismos y a sus semejantes. Tolstói murió en 1910 a la edad de 82 años. Murió de una neumonia 2 en la estación ferroviaria de Astapovo, después de caer enfermo cuando abandonó su casa a mediados de invierno. Su muerte llegó luego de huir del estilo de vida aristocrático y separarse de su esposa.3 . Tolstói había intentado renunciar a sus propiedades en favor de los pobres, aunque su familia, en especial su esposa, Sofía Behrs, lo impidió. Este fue uno de los motivos del por qué Tolstói había decidido abandonar su hogar. Entre sus últimas palabras, se oyeron éstas que muestran, como ninguna de las muchas maravillosas que pronunció o escribió, la grandeza de su alma

“-Es igual, baile con Varenka -replicó, con una sonrisa llena de afecto, mientras colocaba la espada en la vaina. “Lo mismo que el contenido de un frasco sale a borbotones después de haber caído la primera gota, mi amor por Varenka parecía haber desencadenado la capacidad de amar, oculta en mi alma. En aquel momento, mi amor abarcaba al mundo entero, Quería a la dueña de la casa con su diadema y su busto semejante al de la emperatriz Elizaveta, a su marido, a los invitados, a los lacayos e incluso al ingeniero Anisimov, que estaba resentido conmigo. Y el padre de Varenka, con sus botas y su sonrisa afectuosa parecida a la de ella, me provocaba un sentimiento lleno de ternura y entusiasmo. “Terminó la mazurca; los dueños de la casa invitaron a los presentes a cenar; pero el coronel B*** no aceptó, diciendo que tenía que madrugar al día siguiente. Me asusté, creyendo que se llevaría a Varenka; pero ésta se quedó con su madre.

R

LITERAR


“Después de cenar, bailamos la cuadrilla que me había prometido. Me sentía infinitamente dichoso; y, sin embargo, mi dicha aumentaba sin cesar. No hablamos de amor, no pregunté a Varenka ni me pregunté a mí mismo si me amaba. Me bastaba quererla a ella. Lo único que temía era que algo echase a perder mi felicidad. “Al volver a mi casa, pensé acostarme; pero comprendí que era imposible. Tenía en la mano la pluma de su abanico y uno de sus guantes, que me había dado al marcharse, cuando la ayudé a subir al coche, tras de su madre. Miraba estos objetos y, sin cerrar los ojos, veía a Varenka ante mí. Me la representaba en el momento en que, eligiéndome entre otros hombres, adivinaba mi ‘cualidad’, diciendo con su voz agradable: ‘¿El orgullo? ¿No es eso?’, mientras me daba la mano con expresión alegre; o bien, cuando se llevaba la copa de champaña a los labios y me miraba de reojo, con afecto. Pero, sobre todo, la veía bailando con su padre, con sus movimientos graciosos, mirando, orgullosa y satisfecha, a los espectadores que los admiraban. E, involuntariamente, los unía en aquel sentimiento tierno y delicado que me embargaba. “Vivía solo con mi difunto hermano. No le gustaba la sociedad y no asistía a los bailes; además, en aquella época preparaba su licenciatura y hacía una vida muy metódica. Estaba durmiendo. Contemplé su cabeza, hundida en la almohada, casi cubierta con una manta de franela, y sentí pena porque no conociera ni compartiera mi felicidad. Nuestro criado Petroshka, un siervo, me salió al encuentro con una vela y quiso ayudarme a los preparativos de la noche; pero lo despedí. Su cara adormilada y sus cabellos revueltos me emocionaron. Procurando no hacer ruido, me dirigí, de puntillas, a mi habitación, donde me senté en la cama. No podía dormir; era demasiado feliz. Además, tenía calor en aquella habitación, tan bien caldeada. Sin pensarlo más, me dirigí silenciosamente a la antesala, me puse el gabán y salí a la calle. “El baile había terminado después de las cuatro. Y ya habían transcurrido dos

horas, de manera que ya era de día. Hacía un tiempo típico de Carnaval; había niebla, la nieve se deshelaba por doquier, y caían gotas de los tejados. Los B*** vivían entonces en un extremo de la ciudad, cerca de una gran plaza, en la que a un lado había paseos y al otro un instituto de muchachas. Atravesé nuestra callejuela, completamente desierta, desembocando en una gran calle, donde me encontré con algunos peatones y algunos trineos que transportaban leña. Tanto los caballos que avanzaban con paso regular, balanceando sus cabezas mojadas bajo las dugas brillantes, como los cocheros cubiertos con harpilleras, que chapoteaban en la nieve deshelada, con sus enormes botas, y las casas, que daban la impresión de ser muy altas entre la niebla, me parecieron importantes y agradables. “Cuando llegué a la plaza, al otro extremo, en dirección a los paseos, distinguí una gran masa negra y oí sones de una flauta y de un tambor. En mi fuero interno oía constantemente el tema de la mazurca. Pero estos sones eran distintos; se trataba de una música ruda y desagradable. “‘¿Qué es eso?’, pensé, mientras me dirigía por el camino resbaladizo en dirección a aquellos sones. Cuando hube recorrido unos cien pasos, vislumbré a través de la niebla muchas siluetas negras. Debían de ser soldados. ‘Probablemente están haciendo la instrucción’, me dije, acercándome a ellos en pos de un herrero con pelliza y delantal mugrientos, que llevaba algo en la mano. Los soldados, con sus uniformes negros, formaban dos filas, una frente a la otra, con los fusiles en descanso. Tras de ellos, el tambor y la flauta repetían sin cesar una melodía desagradable y chillona. “-¿Qué hacen? -pregunté al herrero que estaba junto a mí. “-Están castigando a un tártaro, por desertor -me contestó, con expresión de enojo, mientras fijaba la vista en un extremo de la filas. “Miré en aquella dirección y vi algo horrible que se acercaba entre las dos filas de soldados. Era un hombre con el torso

desnudo, atado a los fusiles de dos soldados que lo conducían. A su lado avanzaba un militar alto, con gorra y capote, que no me fue desconocido. Debatiéndose con todo el cuerpo chapoteando en la nieve, deshelada, la víctima venía hacia mí bajo una lluvia de golpes que le caían encima por ambos lados. Tan pronto se echaba hacia atrás y entonces los soldados lo empujaban, tan pronto hacia delante y, entonces, tiraban de él. El militar alto seguía, con sus andares firmes, sin rezagarse. Era el padre de Varenka, con sus mejillas sonrosadas y sus bigotes blancos. “A cada vergajazo, el tártaro se volvía con expresión de dolor y de asombro hacia el lado de donde provenía, repitiendo unas palabras y enseñando sus dientes blancos. Cuando estuvo más cerca, pude distinguirlas. Exclamaba sollozando: ‘¡Hermanos, tengan compasión!, ¡Hermanos, tengan compasión!’ Pero sus hermanos no se apiadaban de él. Cuando la comitiva llegó a la altura en que me encontraba, el soldado que estaba frente a mí dio un paso con gran decisión y, blandiendo con energía el vergajo, que silbó, lo dejó caer sobre la espalda del tártaro. Éste se echó hacia delante, pero los soldados lo retuvieron y recibió un golpe igual desde el otro lado. De nuevo llovieron los vergajos, ora desde la derecha, ora desde la izquierda… El coronel seguía andando, a ratos miraba a la víctima, a ratos bajo sus propios pies; aspiraba el aire y lo expelía, despacio, por encima de su labio inferior. Cuando hubieron pasado, vislumbré la espalda de la víctima entre la fila de soldados. La tenía magullada, húmeda y tan roja que me resistí a creer que pudiera ser la espalda de un hombre. “-¡Oh, Dios mío! -pronunció el herrero. “La comitiva se iba alejando. Los golpes seguían cayendo por ambos lados sobre aquel hombre, que se encogía y tropezaba. El tambor redoblaba lo mismo que antes y se oía el son de la flauta. Y lo mismo que antes, la apuesta figura del coronel avanzaba junto a la víctima. Pero, de pronto, se detuvo; y, acercándose apresuradamente a uno de los soldados, exclamó: “-¡Ya te enseñaré! ¿Aún no sabes azotar


“Vi cómo abofeteaba con su mano enguantada a aquel soldado atemorizado, enclenque y bajito, porque no había dejado caer el vergajo con bastante fuerza sobre la espalda enrojecida del tártaro. “-¡Que traigan vergajos nuevos! -ordenó. “Al volverse se fijó en mí y, fingiendo que no me había conocido, frunció el ceño, con expresión severa e iracunda, y me dio la espalda. Me sentí tan avergonzado como si me hubiesen sorprendido haciendo algo reprensible. Sin saber dónde mirar, bajé la vista y me dirigí apresuradamente a casa. Durante el camino, no cesaba de oír el redoble del tambor, el son de la flauta, las palabras de la víctima ‘Hermanos, tengan compasión’, y la voz irritada y firme del coronel gritando. ‘¿Aún no sabes azotar como es debido?’ Una angustia casi física, que llegó a provocarme náuseas, me obligó a detenerme varias veces. Me parecía que iba a devolver todo el horror que me había producido aquel espectáculo. No recuerdo cómo llegué a casa ni cómo me acosté. Pero en cuanto empecé a conciliar el

sueño, volví a oír y a ver aquello y tuve que levantarme. “‘El coronel debe de saber algo que yo ignoro -pensé-. Si supiera lo que él sabe, podría comprender y no sufriría por lo que acabo de ver.’ Pero, por más que reflexioné, no pude descifrar lo que sabía el coronel. Me quedé dormido por la noche, y sólo después de haber estado en casa de un amigo, donde bebí hasta emborracharme. “¿Creen ustedes que entonces llegué a la conclusión de que había presenciado un acto reprensible? ¡Nada de eso! ‘Si esto se hace con tal seguridad, y todos admiten que es necesario, es que saben algo que yo ignoro’, me decía, procurando averiguar lo que era. Sin embargo, nunca lo conseguí. Por tanto, no pude ser militar como había sido mi deseo. Tampoco pude desempeñar ningún cargo público, ni he servido para nada, como ustedes saben.” -¡Bien conocemos su inutilidad! -exclamó uno de nosotros-. Es mejor que nos diga cuántos seres inútiles existirían, a no ser por usted.

-¡Qué tonterías! -replicó Iván Vasilevich con sincero enojo. -¿Y qué pasó con su amor? -preguntamos. -¿Mi amor? Desde aquel día empezó a decrecer. Cuando Varenka y yo íbamos por la calle y se quedaba pensativa, con una sonrisa, cosa que le ocurría a menudo, inmediatamente recordaba al coronel en la plaza; y me sentía violento y a disgusto. Empecé a visitarla con menos frecuencia. Así fue como se extinguió mi amor. Ya ven ustedes cómo las circunstancias pueden cambiar el rumbo de la vida de un hombre. Y usted dice… -concluyó.

FI N

como es debido?


“Porque, sin busca rte te and encontra o ndo por t o d os lados, principal mente cu ando cierro los ojos�


Julio Florencio Cortรกzar 1914 - 1984


“El asesinato de Caravinagre”, Editorial sinindice

Miguel Izu publica su primera novela en la editorial Siníndice, “El asesinato de Caravinagre”, ofreciéndonos una trama policial cuyo trasfondo esconde un panorama llamativo, aunque complejo, de la sociedad navarra

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afael es un abogado que trabaja para un gabinete de causas perdidas. Lleva una vida sin sobresaltos que, de forma repentina, se ve interrumpida por un asesinato con demasiados interrogantes. Hombre soltero y solitario, Rafael se volverá clave en este acontecimiento que trastornará los Sanfermines: el kiliki Caravinagre, miembro de la Comparsa de Gigantes y Cabezudos, ha sido asesinado, y a él le toca defender al presunto autor de tal atrocidad. El abogado se convertirá en una de las personas más buscadas de Pamplona, junto a la cual veremos desfilar a personajes de lo más variopintos ofreciéndole peregrinas y contradictorias versiones de los hechos.

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e esta manera, Miguel Izu realiza una radiografía de la compleja situación social de Navarra, donde conviven legitimistas, nacionalistas vascos, nacionalistas españoles o personas que, simplemente, desconfían de las siglas y de las ideologías sin perder el espíritu crítico, como nuestro insobornable protagonista. Rafael es un abogado que intenta ser independiente en medio de una jungla de favoritismos y corruptelas. La trama policíaca se vuelve todavía más interesante al incorporar teorías conspiranoicas muy atractivas que sugieren corrupciones político-financieras o terrorismo estatal, temas muy actuales a los que el autor ya le había dedicado interés en algunos artículos.

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D

e hecho, no podemos descartar que la novela sea, al menos, parcialmente autobiográfica, ya que la vida del autor y del protagonista tienen muchos puntos en común. En cualquier caso, parece claro que Miguel Izu ha sabido aprovechar su experiencia en el campo de la abogacía y la universidad para construir un relato trepidante. Un relato en el que los acontecimientos se van narrando en un presente vertiginoso, utilizando un lenguaje accesible y sin florituras, con gran presencia de diálogos y descripciones breves que van desentrañando el microcosmos pamplonés en su gran fiesta: los Sanfermines.

“literatura sanferminera”. Porque, si bien los Sanfermines son el contexto específico en el que se enmarcan los hechos y son descritos con gran conocimiento, existe un contexto general de crisis económica y de las identidades nacionales que laten en cada página de esta sugerente novela. Aun así, es una obra que se aprecia documentada, fascinante y accesible a cualquier lector o lectora interesado en la novela negra y la situación social y política en la que vivimos.

Fuente original

Q

uizá lo más llamativo de la novela sea ese afán holístico de completar el relato literario con el histórico, el sociológico o el político, dando lugar a una obra que no puede reducirse a la etiqueta de

Autor de la reseña:

http://universolamaga.com/

Carmen Diez Salvatierra www.universolamaga.com

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Una nueva promesa de la literatura… La poeta y escritora

Victoria Aura

Sobre mi...

Nací el 24 de Noviembre de 1983, en Tandil, Argentina. Mi mamá inundó mi infancia con libros de cuentos, me dió la llave a un universo fantástico del que aún soy dueña. Desde pequeña sentí fascinación por las historias, la magia de saber que al leer la primera página, me sumergiría en un viaje a mi desconocido interior. Me enamoré de las palabras, de los autores, del juego de crear; saber que no alcanza con las letras, que como lector debes hacer tu parte, darle un rostro a los personajes, recrear paisajes y situaciones. La literatura, un arte en el que el escritor y el lector se necesitan para sobrevivir al camino. Vivo soñando despierta y encuentro en el papel el lugar donde mis historias cobran vida. Escribo porque el alma tiene que escapar por algún lugar; me siento fuera del tiempo, del mundo actual, de la locura, la decepción y las presiones que nos rodean. Soy completamente libre y los prejuicios y los miedos se pierden al estar frente a la hoja en blanco; es el único lugar donde puedo pensar sin limitaciones, donde mi esencia se desnuda en palabras.

Figuré la sombra donde te hiciste eterno. Frente al sol de abril desnudaste tus pétalos, deshaciéndote en mis manos, escurriéndote en colores eternos. El aire se impregnó de verdes, de mis ojos brotaron las transparencias. La garganta se cerró al olvido; me falló la respiración, sólo por un momento. Y cuando el sol me puso al descubierto, miré hacia atrás, por última vez.


Montes

Me quedo

Me quedo aunque sea solitario. Me quedo aunque no pueda tocarte. Me quedo aunque tenga que hablarte por textos; aunque mis labios te estén extrañando, aunque mis ojos no encuentren su espejo. Me quedo en los tiempos difíciles, porque sé que no son eternos. Deja de decir que lo haces para que sea más fácil; me gusta lo complicado, me quedo. Me quedo, me quedo, me quedo, grábatelo en la memoria, porque no voy a abandonarte en este momento. Me quedo mientras el miedo te paralice, mientras las lágrimas se anuden en tu cuerpo. Me quedo a pesar de la tormenta, mientras la marea me cubre las tablas. Me quedo con una sonrisa dibujada, mientras la tuya se esconde por un tiempo. Me quedo, me quedo, me quedo. Me quedo a tu lado, esperando que el día aclare de nuevo. Sencillamente, me quedo.


“Viaje al fin del recuerdo”, Ediciones Carena Francisco Manuel Cienfuegos publicaba en abril de este año el poemario titulado “Viaje al fin del recuerdo” (Ediciones Carena), que se sumerge tanto en la reflexión sobre la memoria como en la necesidad de afrontar con claridad el presente

S

i la existencia es un viaje y, como dijo Henry Miller, “nuestro destino de viaje nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas”, el recuerdo y el propio final de éste pueden constituir en sí mismos el mayor de los viajes posibles de un ser humano. Y es que un viaje no sólo tiene la particularidad de comenzar y terminar en lugares distintos de la existencia, sino que somete a nuestras almas a la necesidad de aferrarse a sí mismas durante el recorrido, pues permanecemos sólo nosotros durante la travesía y es a nosotros adonde llegaremos.

E

l poeta Francisco Manuel Cienfuegos recoge precisamente en su poemario “Viaje al fin del recuerdo” un profundo análisis del concepto de viaje y una reflexión holística sobre la propia existencia. Gracias a esta reflexión poética se logra conformar un mensaje unificado a partir del mosaico de imágenes y pensamientos de sus poemas, y que se podría resumir en que los extremos no son necesariamente fuerzas opuestas.

C

omo nos señala el propio autor en el prólogo del poemario (Entonación): «El fin del recuerdo jamás es el olvido. Es la simbiosis de presente y pasado en la plenitud de un sentimiento que se abre camino, como grietas en el tiempo». De este modo, sólo mediante el viaje al pasado y el examen del presente, mediante el esbozo de los propios deseos, puede el recuerdo tener su lugar en nuestro alma, un lugar merecido pero a veces también marchito por la desilusión.

A

sí, el autor establece una oposición entre ilusión y verdad en la que, sin embargo, se niega la necesidad de convertirlos en antagonistas. A diferencia de Luis Cernuda, que en su “La realidad y el deseo” tomaba un tono pesimista ante la lucha entre lo deseado y lo finalmente conseguido, Cienfuegos logra crear un nuevo espacio de convivencia entre ambos límites, logrando la fusión entre comienzo y final. Es por ello que comenzaba esta reseña con la cita de Henry Miller, porque ilustra de algún modo la capacidad de renovación que provocan los viajes, en los que, como ocurría con el mitológico Uroboros, principio y fin quedan unidos en un mismo recorrido. Como recuerda el autor: «En este viaje solamente podrás avanzar si te detienes».

E

l libro se abre con un poema titulado “Preludio”, que de alguna manera tiene la misión de explicar los motivos del poeta: «porque todo lo que escribo / es vivir / y revivir, / indagando / posiblemente / en la edad oxidada». Servirá este poema también para presentar uno de los aspectos estilísticos más característicos de Francisco Manuel Cienfuegos, sus versos de métrica libre y rima blanca, en los que el ritmo tanto silábico como temático prima y vertebra la raíz de cada poema. Este poeta logra aunar tanto la riqueza estilística del continente como la viveza experimental del contenido. El lector viajará junto a él no sólo por sus recuerdos, sino por emociones que son comunes a toda la humanidad, como las despedidas, el amor por lo perdido, el

amor, la frialdad de un futuro lleno de incertidumbre… Es también destacable el juego de la desfragmentación de las palabras, el desplazamiento de versos hasta formar caligramas… Quien se acerque a “Viaje al fin del recuerdo” encontrará un poemario muy trabajado y de una profunda sinceridad emocional y estilística.

E

n la primera parte del libro, “Corazón de mar”, el autor desarrolla la faceta de su existencia que más encaja con lo marítimo (tengamos en cuenta su relación con la bella Isla Cristina). En esta parte encontramos una gran mayoría de poemas de rima blanca, aunque también los haya rimados como “Cúspides” («Algún niño juega al calor / De estrellas de papel y leña / Inventando una nube en flor / Repleta de nidos de cigüeña»). El poeta reflexiona sobre


lo que pudo ser, sobre todo lo que no resistirá el olvido («Preciso momento convertido / En mar inmenso / De lo que pudo ser / Y ahora es olvido». En el mar hay recuerdos, pero también tristeza por lo que no ocurrió y nunca ocurrirá («mientras el mar se extiende / para confesarse en las pupilas / del niño que soy y que fui, / del niño que nunca pude ser, / el que se perdió con el vuelo de las gaviotas»). Gracias a la riqueza de las imágenes empleadas por el poeta, como decíamos antes, el lector viajará junto a él para visitar lugares y reflexionar a la vez: el poeta se encarga de viajar por la costa, coloreando el paisaje frente a nuestros ojos. A menudo, la separación entre morfema y lexema de ciertas palabras articula bellos mensajes ocultos, convirtiéndose en una herramienta para encauzar el ritmo de lectura de los versos, llegando en ocasiones a dibujar la propia cadencia del mar. n la segunda parte del poemario, “Corazón de tierra”, el poeta investiga sobre la soledad, deteniéndose más en el concepto de distancia. Podremos viajar a Sevilla y a Alemania, y detenernos en las fronteras junto a él y reflexionar sobre la propia creación de la poesía. Este aspecto metaliterario se desarrolla más aún en la tercera parte del poemario, “Monólogo de un pensamiento escapado”, en el que se reflexiona sobre el nacimiento de un verso, comenzando el texto en forma de prosa y terminando en forma de versos, representando cómo en ocasiones hay que alejarse de nosotros mismos para ser lo que somos. En la cuarta parte del poemario, “Fotosíntesis”, encontraremos la

E

parte más geográfica de este viaje, sumergiéndonos en el alemán gracias a los títulos de los poemas, dedicándose este apartado del poemario a la reflexión sobre el paso del tiempo, la inspiración poética, el hogar del alma, el regreso, la lejanía. Finalmente, el poemario termina con un apartado titulado “Fragmento”, basado en el extracto de una carta y que os recomiendo. A menudo los pequeños detalles de este poemario son los que soportan su calidad de conjunto.

E

n resumen, es un poemario reflexivo que utiliza el concepto de viaje con enorme habilidad, y que es capaz de recorrer con igual agilidad los territorios de la emoción pasada como la sentimentalidad de nuestro presente común. Es un libro además muy recomendable para personas que no conozcan Andalucía, pues gracias a la belleza de sus versos los paisajes tomarán forma para nosotros. La actividad poética de este autor se remonta a muchos años atrás, y su extensa colaboración en revistas da fe de su estilo maduro y la profundidad de su mensaje. Una vez más, la colección Acidalia de la editorial Carena nos muestra a poetas con estilo propio y con mucho que expresar.

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Fuente original

Autor: de la Reseña: Roberto Pedregosa


Algunos micro-relatos de nuestra ya

conocida escritora Victoria Montes

Donde habitan los miedos

Y

a no tengo que preocuparme por llegar a tiempo, porque nadie me espera, nunca más. Encerrada en la oscuridad de un ciego, la vida está resbalando lenta. El plato pasa bajo la puerta, sólo con olerla, sé que no voy a probar esa mezcla. Estoy esperando que las inmundicias de la celda me sorprendan, se metan dentro de la carne por alguna grieta y escarben sobre los restos que me pesan. No hay luna, sol, ni estrellas; tampoco una lluvia que me empape el alma, y mientras, el alma se escapa por las ranuras de la madera. Cierro los ojos e intento, pero los colores se fueron borrando, ya no los recuerdo. También las imágenes se fugaron, no las culpo; ojalá la cordura se revelara y partiera, dejando sólo a este cadáver, pudriéndose hasta los huesos. Esta irascible soledad de existir, no por ausencia de compañía, pone de manifiesto que no vivo en el recuerdo de nadie. El universo ha liquidado mi destino.

No hay hambre, sed, ni deseo; el espiral se sostiene, me lleva, pero nunca me deja caer. Sin posibilidad de medidas extremas ni pena de muerte, sólo queda esta cárcel como abismo marchito, que se recrea una y otra vez. Hay una idea rondando por el cuarto como mosca de verano; la siento cerca, viene a clavarse en mi mente, a revivirlo todo otra vez. Entonces lo recuerdo: la calle, oscura como la tinta, sostenía mis pasos, los adoquines chocaban contra los tacos en un compás sin descanso. Trataba de llegar a casa antes que ellos surgieran obstaculizando el camino. Las paredes de los edificios comenzaron a deformarse, los miedos se desprendían de los ladrillos buscándome sólo a mí. Eran demasiados, los sentía rondando; todos atacaron al mismo tiempo, como agujas perforando la carne, hiriendo todos mis cuerpos. El aura corría líquida entre los adoquines buscando la alcantarilla en un hilo púrpura, se me vaciaban los ojos mientras veía mi esencia escurrirse por la trampa negra. Ellos me rodeaban

con sus grandes bocas, se abrían paso entre mis restos, aferrándose a la piel desde dentro, quedándose eternos. No se si morí o me llevó el sueño, desperté en el encierro rancio, con las piernas pegadas al sucio suelo, la carne se separó del hueso cuando me levanté para fundirme con este lugar. Evoqué el momento hasta gastarlo, no he podido descubrir como ellos me trajeron hasta aquí, se han adueñado de mi mente, recortando mi pensamiento. Pero esta vez los muros del recuerdo han cedido, volvió como una fotografía la imagen de mi durmiendo; mala noche para soñar un sueño del que una pesadilla se adueña, donde soy una prisionera de mis miserias, muriendo en mitad del viaje, perdiendo mi alma en este limbo que no me suelta. Estoy en la antesala del olvido, el recuerdo ya me deja; otra vez el plato cruza por debajo de la puerta, pronto el zumbido crecerá de nuevo y algo vago se dibujará en mi mente, no estoy segura de saber qué.


Al otro lado

M

e miré en el espejo por última vez, las sombras bajo mis ojos de cristal advertían algo, pero preferí ignorarlo; Lucía me esperaba en el café a las cinco, no quería demorarme. El del espejo hizo una mueca desconocida para mi rostro, se veía feliz de una manera distinta. Giré para tomar el sombrero que estaba sobre la silla, resbalé y caí hacia atrás; sus manos, que me acechaban como garras impacientes, me sujetaron y arrastraron dentro de la prisión donde él había reinado durante veintisiete años; ahora libre, ocuparía mi lugar. Sabía que no podía confiar en él, nunca debí darle la espalda. Se acomodó el sombrero mirándome a los ojos, yo no era capaz de decidir mis movimientos, me sentía como una marioneta desgarbada. Volvió a sonreírme, orgulloso de lo conseguido, me dio su perfil derecho y me arrastró hacia un costado, ambos desaparecimos por completo. Lo oí revisando unos papeles, cerrando la puerta, entonces me quedé sólo en el lado oscuro, en completo silencio. Las ideas viajaban veloces en mi mente, tratando de entender, buscando una manera de sacarme de ese escondite. Una fuerza centrífuga me sujetó por la espalda despedazándome en millones de partículas; mi conciencia llegó antes al espejo del ascensor, donde otros cuerpos se materializaban delante y detrás de mí. El otro me miraba sabiendo. Las puertas se abrieron y todos comenzaron a salir, inmediatamente una nube de restos ajenos me embriagó para arrastrarme con ella hacia la nada. Flotaba en una nebulosa azul, esperando ser llamado para cumplir mi destino de reflejo. Los pensamientos se movían de un modo distinto, escapaban hacia otro lugar, volvían transformados; no era mi forma de pensar, no comprendía aque-

lla sucesión de imágenes encadenadas en mi mente, nada parecía darme una idea de cómo salir de allí. Tomarlo por la espalda me iba a ser imposible, él no descuidaría su libertad de esa manera; yo no sabría cómo hacer otros movimientos que no fueran una copia exacta a los suyos, supongo que requería años de práctica. De vuelta en mi cuarto, las calles se iban apagando, su silueta se dibujaba frente a la mía, nos veíamos las sombras, nada bueno. -Nos has encontrado una linda mujer -dijo él, mientras se quitaba el saco- , ya era tiempo de que la conociera; es una suerte que le gusten tanto los parques, allí no hay espejos -me guiñó un ojo y yo a él, aunque no logré que se evidenciara el desprecio. Se quitó la camisa y miró en mi espalda las marcas que las uñas de Lucia habían dejado en la de él. Una furia como un sol me encendió por dentro; él me observaba, sabía exactamente lo que sucedía y se regocijaba en ello. -Será mejor que te calmes -dijo- , voy a darme una ducha, ¡que te diviertas! -y lanzó sobre el espejo una sábana blanca abrumadora como un mar espumante. El golpe me dio de lleno sobre el pecho, el piso se disolvió bajo mis pies, comencé a caer en otra profundidad desconocida. Mi cuerpo golpeaba contra la ira que se esparcía como la lluvia en el descenso. Empezaba a comprender el juego, mis emociones creando los espacios; esa era la energía que necesitaba para volver a mi vida, debía serenar mis estados, conquistar la calma para contener aquellos fangosos sentimientos. Los colores comenzaron a aparecer como si me deslizara en medio de un arcoíris, me arrancó de allí mientras descubría el espejo de nuevo. Volví casi sin saberlo, por partes, despedazado, uniéndome otra vez. Estaba lejos para alcanzarlo, la luz del velador me daba de lleno en la cara, no podía verlo bien. Nos vestimos lentamente sin dejar de

mirarnos, pasados cinco minutos estaba listo para hacer noche en el bar con mis amigos. -¡A tu salud! -dijo, y haciendo un gesto de brindis nos separamos. Era extraño, sabía que afuera el sol y la luna jugaban su carrera infinita pero no había día y noche para mí, el tiempo no existía dentro. Me estaba acostumbrando al encierro, comenzaban a parecerme magníficos los viajes y los recovecos en los que caía casi sin saberlo; quería salir, pero también tenía cierta curiosidad por lo desconocido. Lo sentí antes de que llegara; en algún lugar, frente a un espejo él me estaba esperando. Me deshice como castillo de arena y desperté con el rostro contra el vidrio, la sangre brotando de la boca, y la nariz completamente desfigurada. El puño se dirigió hacia mi cara, tuve suerte de aquel movimiento rápido que me llevó a otra oscuridad, era mi momento. Él estaba cerca y aturdido, no iba a tener una oportunidad mejor, sin saber cómo hacerlo debía forzar el intercambio. Los brazos sujetando mi chaqueta me trajeron de regreso, el espejo a mis espaldas se quebró como una estrella destellando; intenté girar pero él sabía, aun con su embriaguez, lo que podía perder. Nos alejó del cristal roto hasta que una patada en el estómago nos volvió de frente, dándonos el impulso necesario para encontrarnos de nuevo. Una semana después nos volvimos a ver; es una suerte que en los hospitales no haya espejos, quién querría mirar a la muerte a los ojos antes de partir. Quité todos los objetos que pudieran traer un reflejo a la casa, solo dejé un espejo al final del corredor para ver como luzco antes de salir. No me acerco ni le doy la espalda, me alejo caminando hacia atrás y me desaparezco, como un truco de magia, para que la nube lo torture con sus ráfagas.


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La lectura nos regala mucha compañía, libertad para ser de otra manera y ser más. Pedro Laín Entralgo (1908-2001).


Los escritores Emergentes Enrique Cabrejas Iñesta y Ricardo Ramos Rdguez Hoy os presentamos a dos escritores emergentes especializados en novela histórica. Enrique Cabrejas Iñesta, su labor de investigación le ha llevado a presentar sus descubrimientos sobre escritura ibera en “Hijos de Titanes – El secreto Ibero”, todo un hito histórico en el estudio de esta cultura. Por otro lado, Ricardo Ramos Rodríguez aún siendo de profesión ingeniero, descubrió un día que su pasión era la historia y se vio inmerso en el laborioso de esfuerzo de auto-editar su primer libro “Las Sombras del Imperio” ENRIQUE CABREJAS IÑESTA Como sabéis mi nombre es Enrique Cabrejas Iñesta y en el año 2006 mi condición de políglota me llevó a crear un nuevo alfabeto: El Ideal Nol, también a construir un moderno lenguaje de mensajes sms y para uso en las redes sociales, convirtiéndome así en uno de los escasos y singulares gramáticos que ha dado la lingüística, pero mis esfuerzos culturales se vieron reconocidos finalmente con el mayor de los logros que ni siquiera llegué a imaginar. En mi libro HIJOS DE TITANES · EL SECRETO ÍBERO relato de modo llano mi experiencia personal con un descubrimiento extraordinario. El 21 de Abril de 2012 conseguí lo que parecía imposible: descifrar la escritura ibérica. Un hito sin precedentes en la historia de la escritura. El manuscrito es un referente destacado a nivel mundial en historia y lingüística. Las innumerables pruebas y significados que reporto, antes desconocidos, son una referencia obligada para todos aquellos que quieran comprender

la historia, la lengua antigua e, incluso, también la moderna de nuestro país, o para quienes en el futuro deseen estudiarla e investigarla en profundidad, más si cabe desde el mundo académico. Hasta la fecha, el significado de esas enigmáticas escrituras no se conocía. Capaz de responder a las preguntas que se han formulado los historiadores, lingüistas, investigadores y expertos durante décadas y nunca supieron ni acertaron responder: ¿Quiénes fueron los íberos y los celtíberos? ¿Cómo se llamaban? ¿De dónde vinieron? ¿Cómo llegaron? ¿Cuáles fueron sus costumbres? ¿Qué escritura es la ibérica? ¿Cuál es la ancestral y extraordinaria cultura que nos legaron? No solo para saber quiénes fuimos sino para conocer quiénes somos. Todo está implícito en su escritura y por primera vez ve la luz en esta publicación. Desde 2014 cuento con el aval de reputados y prestigiosos académicos, doctores y científicos internacionales. Siendo respaldado en áreas del conocimiento de la Fi-

losofía del Lenguaje, Ontología, Filosofía Antigua y Fenomenología, entre otras materias. Ello me ha llevado en este año a ser ponente de la Sociedad Internacional Filosófica (SFIC); autor en la revista científica Ph&C; miembro del consejo de redacción de la revista científica Future Human Image Scientific Journal. Y podéis seguir mis numerosas publicaciones a través de la plataforma para investigadores Academia.edu.


Fuente original

RICARDO RAMOS RODRÍGUEZ A mucha gente le sorprende que a un ventaba cuentos y se los dictaba a sus ingeniero, que al fin y al cabo es lo que padres para que fueran estos quienes Ricardo es, le dé por escribir un libro. los plasmasen sobre el papel (tal vez porque nunca quisieron comprarle Ese palpable desconcierto inicial, ade- una video-consola). más, siempre aumenta cuando sale a relucir que se trata de una novela his- Después, durante su infancia y jutórica, ambientada nada más y nada ventud, siguió cultivando la escritura menos que en la España de Felipe II. a través de relatos y artículos, y a los ¿Qué hace un chico de ciencias ha- 16 años empezó a escribir su primera blando de Historia? novela, una obra de misterio-ficción interrumpida por el comienzo de sus El asombro sigue su curso cuando ex- estudios universitarios, todavía inplica que la novela es auto-editada, y conclusa, y que aguarda solitaria en que por lo tanto es él quien la ha cos- un cajón de escritorio. teado, y quien se encarga de publicitarla por sus medios, y de distribuirla Tuvieron que pasar 5 años más, hasde librería en librería con una maleta. ta cumplir los 21, para que Ricardo se En cualquier caso, cuando la conmo- decidiese de nuevo a emprender seción alcanza su cenit es cuando dice riamente el camino literario, esta vez que solo tiene 22 años, que a la vez con plena determinación. Comenzó a que escribe estudia un Máster en In- escribir en el ecuador del verano, tras geniería Industrial, y que ha tardado intensas semanas de planificación y apenas 10 meses en sacar adelante documentación, y ya no paró hasta todo el proyecto. concluir el ambicioso proyecto que tenía en mente. Sin embargo, cuando le preguntas a él, te contesta que pese a que a la gente Así nacía “Las Sombras del Imperio”, le sorprenda, escribir siempre ha sido su ópera prima, un libro que busca una de sus grandes pasiones, y enton- mezclar entre sus páginas el costumces suele contar que antes incluso de brismo de la novela histórica con la aprender a manejar el lápiz, él ya in- emoción y el suspense de las novelas

de misterio e intriga; un libro en el que realidad y ficción se mezclan y se confunden, y en el que el tiempo fluye con libertad; un libro que hasta el momento está resultando un éxito (ya va por su segunda edición); y un libro que espera ser tan solo el primero de muchos. Además, actualmente Ricardo es colaborador semanal de prensa y radio, con una sección propia titulada “Bilbilitanos en la Historia”, en la que trata de sacar a la luz de forma novelada las vidas de diversos personajes ilustres de su ciudad natal, Calatayud.

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Ciencia ficción… BREVE COMENTARIO: LA CIENCIA FICCIÓN

EL AUTOR Vicente Hernándiz se abre al mundo en el seno de una familia donde el trabajo, la responsabilidad y el entorno familiar son los motores principales de sus valores. Época complicada de una España en la que a muchos de los nacidos en sus mismas circunstancias se les decía que venían al mundo con un pan bajo el brazo. Este ambiente de dedicación y parquedad marcó en él ese afán de superación y de logro que ha ido imperando constantemente en su vida. Vida esta no señalada ni por el fracaso ni por el rotundo éxito, ya que pequeños logros y algunas vicisitudes, con sus correspondientes sacrificios, fueron forjando su conciliador talante. Cursa sus estudios primarios como alumno libre en el Instituto Luis Vives de Valencia, y posteriormente se Licencia en Psicología por la Universidad Literaria de Valencia. Desde joven fue apasionado lector y gran fan de Asimov, Arthur C. Clarke y Ray Bradbury. Este hecho y su afición por escribir, han sido los detonantes de “Cuando las estrellas nos llamen” novela escrita tras muchos años de navegar por este terreno con narraciones cortas, donde ha sido galardonado en dos ocasiones.

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esde los tiempos de Julio Verne, uno de los pioneros en este género, la ciencia ficción ha supuesto una forma de literatura que ha pretendido generar en el lector esa ansia de buscar y hallar lo desconocido. En algunas narraciones, incluso en el cine o la televisión, han calificado al

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espacio como la última frontera. Quizá no haya tenido nada que ver, pero si miramos los albores de estas historias, podremos ver que aparecen de forma pareja a dos eventos sumamente notorios, uno los inicios de la revolución industrial en donde los inventos y las nuevas maquina-

rias van abriéndose paso muy sustancialmente en nuestro entorno, y el otro acontecimiento es el que marca el fin de los descubrimientos. Ya no hay tierras lejanas con las que soñar. Los mares están cartografiados y los paraísos exóticos y los perdidos tesoros han quedado como algo que solo


vive en los recuerdos y en la literatura de aventuras y viajes, que a todas luces podría ser la antecesora de la ciencia ficción, ya que, si bien lo miramos, las pretensiones de quienes escriben ciencia ficción y de quien se acerca a leerles, son las de los mismos espíritus que forjaron a Moby Dick de Herman Melville o a Sinuhé el Egipcio de Mika Waltary, en donde los personajes viven trepidantes aventuras viajando por lo desconocido o enfrentándose a seres monstruosos y devastadores. Pese a que sus inicios han quedado, ahora ya algo lejanos, el espíritu que guió a H. G. Wells y a Julio Verne, es el mismo que motivo a Ray Bradbury, Asimov y al propio Arthur C. Clarcke, espíritu este que está hoy en día, tan fresco y esplendoroso como un amanecer de primavera, ya que la necesidad de lectura de evasión, de búsqueda de nuevos lugares en los que vivir, y de la trepidante aventura del descubrimiento, son necesidades de muchos, que sin perder todo

aquello que en su momento movió también a quien disfrutó con Robert Luis Stevenson, Yack London o Daniel Defoe, ahora empuja a los que en estos instantes buscan los contextos de la ciencia ficción y el enfoque que aporta de aventura y desconocido, que esta incesantemente girando entorno a cuatro parámetros, el futuro de la humanidad, sus orígenes, lo que la tecnología nos puede aportar y sobre todo los misterios que nuestra galaxia puede encerrar. Pero dado que como habitualmente se dice, al respecto de que la realidad siempre supera a la ficción, y puesto que hemos podido comprobar como la fantasía de Verne al ir a la luna, con posterioridad ha sido realidad, siempre deberemos estar preparados por si en un momento inesperado las estrellas nos llaman y la ficción se convierte en cruda realidad.

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El agua dulce es una fuente cuĂ­dala. No la desperdic


de vida y un recurso escaso… cies, úsala racionalmente.

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LITERAR


n u m u t R A R LITE tu mun


ndo literario, a t s i v e r u t ‌ ndo artístico


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ITERAR es una organización con el noble objetivo de difundir la cultura de forma amena y gratuita.

El nombre LITERAR surge de la unión de las palabras “Argentina” y “literatura” sin embargo lejos del humilde símbolo creador hoy intentamos expandirnos del gran mundo de la literatura hacia el universo de la cultura en todas sus facetas, fomentándola y difundiéndola. Bajo estos términos surge LITERAR que hoy en día cuenta con el valioso aporte intelectual de muchos colaboradores dispuestos a brindarnos contenidos para enriquecer aquel sueño emprendedor de promover elambiente artístico. Sabemos lo difícil que puede ser para un artista o incluso para un arte en sí mismo difundirse y promocionarse por eso hemos puesto nuestro granito de arena en pos de contribuir con un ambiente cultural más diverso y saludable.

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Sin más preámbulos esperamos que disfruten de este espacio simbólico que no es más que el compendio de opiniones enmarcado en el entrañable formato revista.


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